21. Herb Alpert

Leslie condujo cuidadosamente por las calles mojadas hasta la casa de Maureen. Maureen no quería ir a casa, no estaba cómoda en su piso, pero no podía deambular por ahí siempre y, además, Mark Doyle la había asustado. Leslie se paró enfrente de la puerta de entrada y Maureen se bajó de la moto, abrió la caja lateral y metió el casco dentro.

– Te veré por la mañana -dijo Leslie-. Iremos a visitar a Senga, a ver qué nos dice.

– ¿Podemos ir a ver a Jimmy, también?

– Ya veremos.

Vik llevaba más de cuarenta minutos esperando en el coche, escuchando a Glen Campbell, fumando y limpiando el vaho de la ventana. Vio a Maureen bajarse de la moto y esperó hasta que el conductor se hubo marchado para abrir la puerta y salir del coche. La llamó y corrió hacia ella, mientras Maureen abría la puerta de la calle.

– Hola -dijo sonriendo y jadeando por el esfuerzo de correr cien metros con los pulmones llenos de humo-. ¿Qué tal estás?

– Voy tirando. -Maureen asintió y se notó el cuello tembloroso y débil. Le dolían los hombros de la tensión.

– No tienes buen aspecto. ¿Has estado enferma?

– No -dijo Maureen, abriendo la puerta del pasillo-. Es que ha sido una noche extraña.

Entró en el pasillo, dando por sentado que él subiría, pero Vik se quedó allí, con el pelo empapado por la lluvia.

– ¿Subes?

Él movió la cabeza, indeciso.

– ¿Quieres que suba?

Ella dudó, sin saber muy bien qué es lo que él quería de ella.

– Bueno, pues sí.

Vik se encogió de hombros, con las pestañas negras pegadas entre sí y con gotas de agua cayéndole de la barbilla.

– Vik -dijo ella-, ¿por qué has venido hasta mi casa si no quieres subir?

El gel del pelo de Vik se estaba emulsionando con la lluvia; unos hilos de líquido blanco le resbalaban por la barbilla y el cuello.

– He venido para cortar contigo -dijo, con delicadeza. No estaba enfadado ni estaba jugando a nada, tan sólo estaba defendiéndose.

Maureen dejó que la puerta se cerrara.

– ¿Cortar?

– No contestas mis llamadas, cuando llamo a la puerta te quedas al otro lado y no contestas. -Maureen se encogió-. Sí, te oí detrás de la puerta. Podía ver cómo me mirabas…

– Vik, había estado vomitando y mi hermano estaba dentro…

– ¿Por qué no me presentas a tu hermano…?

– No quería que…

– ¿Es porque soy negro?

Maureen sonrió e intentó mirar hacia arriba, pero estaba lloviendo mucho y había una farola justo detrás de la cabeza de Vik.

– Tendrías que conocer a Liam para saber la ridiculez que estás diciendo.

Maureen lo miró con los ojos entrecerrados. Él no estaba sonriendo.

– Maureen -dijo, metiendo las manos en los bolsillos-, no me presentas a tus amigos ni a tu familia, me dejas esperando de pie delante de la puerta. Me tratas como a un idiota.

Maureen repasó en su cabeza la cinta del último mes y sabía que él tenía razón. Cuando Shan, el primo de Vik, los presentó en el bar Variety, Maureen no podía creerse que tuviera tanta suerte. Vik era alto, delgado, con el pelo tan negro como la cerveza Guinness, y unos ojos marrón oscuro adorables. Aquella noche se emborracharon, se rieron juntos y acabaron en la colina, en casa de ella, a altas horas de la madrugada. Solos en la habitación, descubrieron que no tenían nada que decirse. Vik era un hombre tranquilo. Sólo hablaba cuando tenía algo que decir y Maureen estaba demasiado borracha para hablar. Con el desconcierto de la borrachera, confundieron el silencio con tensión sexual y empezaron a besarse. Veinte minutos después, estaban sudados, desnudos y jadeando en la cama, cogidos de la mano y mirando el techo, sobrios por la sorpresa. Durante el mes que habían estado saliendo, no habían hablado de muchas cosas. Salían con los amigos de Vik por bares a escuchar música o se quedaban en la cama, pero no se explicaban historias románticas ni hablaban de nada en particular. La relación era agradable pero Maureen no le encontraba ningún sentido. Abrió la boca para disculparse pero no pudo decir nada.

– Vale. -Vik retrocedió-. Buenas noches. -Dio media vuelta y se fue hacia el coche.

– Vik, por favor. -Lo siguió y descubrió que era presa del pánico-. Tengo mil cosas en la cabeza, la mitad del tiempo no sé lo que hago y cuando Katia me dijo que estuvo saliendo contigo…

– De eso hace un siglo.

– Ella me dijo que fue hace un mes, cuando nosotros empezamos a salir. -Hizo una pausa y se miró los pies-. No me hizo demasiada gracia.

– Lo de Katia fue hace dos meses -dijo, ofendido-. Y sólo la vi durante tres días. -Tenía la mano en el tirador de la puerta, listo para irse.

– Por favor. -Maureen miró hacia otro lado, no quería ver su cara mientras ella decía aquello-. Sube y bébete la botella de vino conmigo, deja que te lo explique. Como mínimo, deja que te lo explique. No quiero que te vayas sintiéndote mal.

Vik dudó un segundo y Maureen vio que su pulgar apretaba el botón del tirador.

– ¿Sabes?, no soy un completo idiota. Sé lo que está pasando.

– Ya, ya lo sé.

Soltó el tirador y se levantó, mirándola.

– ¿Qué quieres decir con que tienes mil cosas en la cabeza?

Maureen intentó sonreír pero no funcionó y lo dejó correr.

– ¿En qué piensas? -le preguntó él.

Maureen miró hacia Ruchill, recordando la ventana salpicada de sangre y las uñas rascando el cristal.

– A veces -dijo, y se calló-. Vik, ¿crees que la vida es justa?

– Pero ¿de qué coño hablas?

– ¿Crees que las cosas buenas le pasan a la gente buena? ¿Crees que tu vida es la que te mereces?

Vik sonrió, nervioso.

– No -dijo-. En realidad, no.

– A veces pienso que todos estos esfuerzos no tienen ningún sentido. La vida sólo es una serie de humillaciones desalentadoras, entonces, ¿por qué preocuparse? -Lo miró-. ¿No te sientes así alguna vez?

– ¿Lo ves? -La señaló con el dedo-. Es exactamente por eso por lo que creo que no deberíamos estar juntos.

– ¿El qué?

– Eso. Te quedas atascada en las grandes cuestiones, Maureen. Sólo hablas de política, verdad, belleza o justicia. -Cogió un mechón rizado que ella tenía encima de la mejilla y se lo puso detrás de la oreja-. Sólo tienes veinticuatro años, por Dios, sé feliz. Haz algo, un hobby, no sé.

– Vale -dijo indignada, como si él no hubiera estado escuchando todo lo que le había dicho-. Y a ti sólo te gusta beber y tocar música en apestosos clubes de mala muerte…

– ¿Y a ti qué te gusta?

Abrió la boca para decir algo. La volvió a cerrar. Era una pregunta difícil. Le gustaba el whisky. Y estar en casa, sola. Y la comida frita. Le solía gustar el arte.

– ¿Ves? No te gusta nada. -Una gota de lluvia lechosa resbaló por el pelo de Vik y fue a parar a la frente de Maureen. Vik olía bien, a naranjas o algo así. Maureen levantó la mirada y en la distancia vio una sonrisa dibujada en sus ojos, seguían cayendo gotas de su barbilla en las solapas de su chaqueta de piel buena.

– Gracias por las flores y el vino.

Su cara amable dibujó una sonrisa.

– Bah, no hay de qué.

– ¿Vas a subir?

Miró a la tienda oscura y vacía del señor Padda y se lo pensó.

– De acuerdo.

Vik cerró el coche con llave y subieron por las escaleras hasta el último piso, riendo y corriendo por los rellanos porque era tarde y no deberían hacer tanto ruido. Maureen estaba intentando encontrar la llave de su casa y apartando a Vik cuando la puerta de enfrente se abrió. Su vecino, Jim Maliano, estaba de pie en el umbral de la puerta con su peculiar aspecto, llevaba una bata imperial morada y unas zapatillas color burdeos con las puntas bordadas. Habitualmente, Maliano se peinaba los pelos de la nuca hacia arriba, hacia la coronilla. Era un intento inútil de los hombres para disimular la calvicie, pero Maliano no era calvo y la razón por la cual llevaba el pelo de aquel modo era motivo de especulación para Maureen. Era obvio que estaba en la cama cuando los oyó en el rellano y el recurso se le había pegado a la almohada. Tres mechones de pelo, tieso como si fueran plumas, temblaban mientras hablaba.

– ¿Podéis hacer menos ruido? -dijo, susurrando en voz alta-. Hay gente mayor en este rellano, enfermos.

– Lo siento, Jim -dijo Maureen, conteniéndose la risa.

Jim miró a Vik, esperando una presentación, pero Maureen no estaba de humor para seguirle la corriente.

– Buenas noches, Jim.

Jim la volvió a mirar y cerró la puerta despacio.

– Buenas noches, Jim -dijo Maureen, hablando con la puerta.

Lo oyeron alejarse por el recibidor de puntillas. El salón estaba hecho un desastre y olía a ceniza y a cigarros quemados. Vik abrió la botella de vino que había dejado allí la noche anterior, pero a Maureen no le apetecía y se preparó una taza de té. Se sentaron en el salón y Vik aprovechó la ventana de honestidad para mirar los discos que tenía, criticando los peores y asintiendo con aprobación ante los buenos. Maureen nunca había entendido la obsesión de los hombres por la música y por coleccionar discos. Liam había pasado esa época durante su adolescencia, coleccionaba los discos de dance menos conocidos que encontraba, los escuchaba una vez y luego alardeaba de ellos en las fiestas. A ella le gustaba una buena melodía pero escuchaba las mismas canciones una y otra vez hasta que se aburría de ellas, ni siquiera podía recordar el nombre de tres estrellas del pop.

Estaba sentada en el sofá, observando a Vik mientras repasaba los discos de vinilo, intentando no pensar en Mark Doyle, cuando sus ojos se detuvieron en un montón de opio del tamaño de un guisante.

– ¿De dónde coño lo has sacado? Yo no encuentro por ningún sitio.

– Mi hermano se lo dejó por equivocación. ¿Quieres que líe uno?

– Mejor que no, volverá a buscarlo. Ahora es como semillas de oro.

– ¡Qué va! Él tiene un paquete muy grande.

Vik no se habría sorprendido más si el hermano de Maureen hubiera sido Howard Marks. Estaba de cuclillas en el suelo, oliéndolo para asegurarse de que no era un trozo de terrón de azúcar sucio, cuando de repente Maureen vio a Mark Doyle haciéndose una paja encima de la espalda de su hermana muerta. Frunció fuerte el ceño, cerró los ojos y se los rascó para volver a la realidad.

– Vale -dijo Vik dándole el opio con el encendedor de su grupo-. Líalo.

El grupo de Vik se reunió y le regaló un encendedor plano, ovalado y cromado por su cumpleaños. Era una forma muy agradable y se adaptaba perfectamente a la palma de la mano. El grupo había echado a perder el diseño grabando en una lateral «larguémonos con el rock a otra parte» refiriéndose a un disco de calidad dudosa que habían encontrado en la colección particular de Vik.

No había encendido la calefacción en todo el día, así que Maureen sacó el edredón de la habitación y se sentaron en los dos extremos del sofá, uno enfrente del otro con las piernas enredadas, manteniendo el calor, fumando semillas de oro y escuchando a Herb Alpert y los Tijuana Brass. Maureen observaba cómo Vik se bebía el vino a sorbos, y sabía que cuando fuera por el segundo vaso ya habría bebido demasiado para conducir y tendría que quedarse.

– ¿En serio crees que te engañaría con Katia?

– Dijo que había pasado hacía un mes.

– Katia es una buscona. Quiere salir conmigo porque soy asiático y porque toco en un grupo. Salió con el que toca el bajo un par de semanas y cuando él la dejó, seguía viniendo a los conciertos, me acosaba. -Le pasó el porro a Maureen.

Dio una calada y sintió el cosquilleo que le arañaba la garganta, la cálida sensación en la barriga y los efectos somnolientos.

– Debiste de darle alguna esperanza -dijo Maureen-. Saliste con ella.

– Sólo fueron una o dos noches. Estaba harto y, para ser sincero, pensé «Si tanto lo desea, se lo daré».

A Maureen no le gustó demasiado esa explicación. Vik sonó desagradable y despreocupado. No podía imaginarse a sí misma en la cama con alguien sólo porque la estaba acosando.

– No creo que eso esté demasiado bien -dijo.

– Maureen -dijo él-, no creo que tú puedas decirme si algo es correcto o no.

Maureen intentó sonreír pero lo cierto es que no lo sentía. No quería a Vik. Mientras lo miraba al otro lado del sofá, la luz iluminaba los huesos geométricos de sus mejillas y Maureen supo que quería que Douglas volviera, o volver ella a aquella época, o que no estuviera viviendo este presente. Esos anhelos se le quedaron en la garganta y tuvo que toser para sacarlos.

– Lo que dijiste de si la vida es justa o no -dijo Vik-, es una cuestión interesante.

– No tendrás por ahí algún proverbio oriental para esto, ¿no?

– No me preguntes a mí, yo soy de Wishaw. -Bebió un trago de vino-. La vida no es justa.

– Ya lo sé -dijo Maureen-. Pero, si no es justa, ¿dónde está la gracia? ¿Por qué nos esforzamos para trabajar mucho si acabarás debajo de las ruedas de un autobús o muerto por el cáncer o tendrás hijos malcriados? ¿Por qué hay que ser amable, un santo o ayudar a los demás? Por ejemplo, tú eres amable conmigo pero yo no lo soy contigo, entonces ¿qué gracia tiene que tú seas amable conmigo? -Dio una calada al porro y aguantó el humo todo lo que pudo, ingiriendo la bondad.

– Soy amable contigo porque soy un tío majo y porque me gusta tu culo.

Maureen sonrió mientras sacaba el humo y Vik soltó una risita.

– No -dijo, mientras se inclinaba para coger el porro-, pero ¿cuál es el sentido de la vida? Verás, pequeña Maureen, no son la verdad o la belleza o la justicia, eso te lo aseguro. El sentido de la vida -sostuvo el porro en alto, brindando con ella- es reírte con tus amigos -levantó una ceja-, y cuidar a tu madre. Si no lo digo, me pega.

Maureen pensó en Leslie, sentada encima de la moto delante de la casa de Isa, riendo a carcajada limpio, y en Liam tosiendo e inhalando fuerte, tirado en el suelo.

– Sé que tienes pesadillas -dijo Vik, fumando y observándola-. Te oigo llorar por la noche. ¿Qué es lo que te da miedo?

Miró el cielo negro por la ventana y el resplandor blanco de la ciudad, rebosante en el alféizar de la ventana como una lágrima vaporosa.

– Cuando era pequeña -dijo, notando que le fallaba la voz-, tuve un pequeño, mmm, problema.

– Shan me dijo que habías estado en un psiquiátrico.

La miró sin alterar el gesto, tenía los mismos ojos y no parecía estar incómodo. Le pasó el porro, preocupado por sus modales y compartiendo la alegría.

– Sí, tuve una especie de crisis. Pero ya está, no te voy a contar nada más -dijo precipitada-, porque odio explicar esa historia.

Le dio una calada al porro, cruzando la mirada con él sin darse cuenta mientras sacaba el humo. Debajo del edredón, la mano libre de Vik encontró la de Maureen y empezó a acariciarle la parte interior de la muñeca con los dedos.

– Ríete conmigo, Maureen -dijo, despacio.

– He pasado una mala época -dijo ella, casi susurrando.

– Ya lo sé -dijo Vik-. Lo he notado. -Sus dedos casi no tocaron la piel de ella mientras la tranquilizó.


Vik se escurrió debajo de las sábanas hacia ella y la miró, todavía paralizada y relajada por el sueño, presionando su cara contra su cálido y peludo pecho. Era por la mañana y Maureen había dormido de un tirón. Incluso le costó un par de minutos acordarse de Michael. Consiguió librarse del brazo de Vik que la tenía agarrada, apartó el edredón y se sentó.

– ¿Por qué te levantas? -dijo Vik, de mal humor.

– Necesito ponerme en marcha.

– Siempre necesitas levantarte por la mañana. ¿Por qué no podemos hacer un poco el vago en la cama?

Cogió la bata y fue al baño, llenó el lavabo y pensó en las llagas de la cara de Mark Doyle y en el bar Clansman. Se lavó la cara con agua fría y metió la cabeza en el lavabo, con una mano apoyada en cada lado, con la cara sumergida en el agua. Michael estaba detrás de ella, medía cuatro metros y medio y tenía la mano levantada para pegarle. Por un momento, se quedó helada y hundió más la cabeza, hasta que el agua le cubrió las orejas. Se levantó para coger aire y él ya no estaba. Michael estaría emborrachándose en aquel tugurio de mala muerte de Ruchill. Seguro que bebía allí, y que conocía a Mark Doyle y que los dos conocían a Ann y le habían pegado y Pauline muerta debajo de un árbol en un cálido verano con semen seco en la espalda. Maureen no sabía que Vik estaba detrás de ella hasta que le cogió la nalga con la mano.

– ¡Joder! -Se giró y le dio un codazo en el estómago.

Vik se tambaleó hacia atrás, sujetándose en el borde del lavabo para no caerse al suelo. Se sentó en el lateral de la bañera, con la mano en el costado, quejándose de dolor.

– Estás loca -dijo y salió del baño cojeando, cruzó el recibidor apoyándose en la pared para mantenerse recto.

Maureen se sentó encima de la tapa del váter. No podía salir y explicárselo. Tardaría cuatro días en hacerlo. Necesitaba un cigarro. Se quedó allí quieta hasta que ya no pudo aguantar más. Al final, cuando salió al recibidor, Vik ya estaba completamente vestido y listo para marcharse.

– Vikram…

– Vete a la mierda.

Entró en el salón y cogió su chaqueta de piel, que estaba en un brazo del sofá. Maureen se apoyó en el mano de la puerta y descubrió que, por primera vez, deseaba desesperadamente que no se fuera.

– De verdad que lo siento.

Vik la miró mientras se guardaba en el bolsillo el paquete de tabaco.

– Nadie me había tratado nunca tan mal -dijo, agitando la cabeza, haciendo que el pelo negro le cayera encima de los ojos-. No puedes tratar así a la gente.

– Me asusté… -dijo Maureen.

– ¿¡Tú te asustaste!?

– No me di cuenta que tú estabas…

– Maureen, si estás tan mal que no sabes quién está en tu casa contigo, entonces seguro que no quieres estar conmigo. ¿De veras estás tan mal?

Detrás de la cabeza de Vik, Maureen veía la torre del hospital dibujada en el horizonte. Se quedó dubitativa.

– Yo no quiero esto -dijo él-. O somos amables el uno con el otro y nos divertimos o hemos terminado. Tú decides.

– Yo también quiero eso -dijo Maureen, con un hilo de voz.

Vik se rascó el costado.

– Pues no parece que sea eso lo que quieras. El mundo está lleno de hombres que quieren que las mujeres los traten así. Vete con ellos y déjame en paz.

– No es tan fácil.

– Sí, sí que lo es, tú decides. No me conformo con menos de lo que ofrezco. Quiero algo más. -Intentó irse hacia la puerta pero ella le bloqueó el paso-. Apártate.

Maureen no se movió.

Vik la esquivó, abrió la puerta y se fue sin mirar hacia atrás.

Загрузка...