40. Lavabo

El libro de instrucciones no le estaba resultando de gran ayuda y Maureen tenía que adivinar cómo funcionaba la cámara. Se encontraba en unos lavabos húmedos en la estación de metro de Brixton, sentada en un cubículo cerrado, intentando colocar el carrete mientras sostenía con dificultad las instrucciones sobre sus rodillas. Había tenido la brillante idea de hacer una foto de la foto y dar a Toner la nueva foto para que ella pudiera dar la vieja a la policía y probar, así, que Leslie no había mentido. Encajó el carrete con la película en el hueco de la cámara y cerró la tapa. El carrete empezó a correr y la cámara se sacudió ruidosamente mientras vomitaba una lámina entera de plástico negro.

Se guardó las instrucciones en el bolsillo y se levantó, sujetando la foto de Toner y el chico contra la cisterna. Así, de pie, a muy poca distancia, y mirando a través del objetivo, intentó encuadrar la foto. El flash inundó el cubículo de luz blanca, el carrete corrió en el interior, se detuvo con un ruido seco y la cámara escupió la foto.

La primera foto no servía: el encuadre sobre la cisterna estaba muy logrado pero el rostro de Toner aparecía desdibujado en una mancha borrosa y el brazo y el rostro del chico quedaban ocultos tros un rectángulo totalmente blanco debido al reflejo del flash. Volvió a intentarlo, utilizando esta vez el botón de zoom. Tras otro flash y nuevos ruidos de carrete, la cámara vomitó otra foto gris desdibujada. Después de ocho fotos más, Maureen se dio cuenta de que aquello era imposible, no se percibían nada bien los detalles. Se había gastado un billete de diez libras en la película y cuarenta libras más en aquel cacharro de cámara. Recogió las fotos, las encasquetó en su bolsa junto a lo que Kilty había olvidado y trató de pensar en otro plan mientras corría el pestillo de la puerta.

Una mujer negra con una chaqueta blanca estaba de pie a la entrada de un pequeño cuarto de servicio, mirándola horrorizada, y saltó sobre ella cuando salió del cubículo con la cámara en la mano:

– No puede hacer eso aquí -dijo desdeñosamente, retrocediendo ante la cámara.

– ¿Qué?

– No puede hacer eso aquí -repitió la mujer, mirando fijamente a la cámara. Y volvió a meterse en su cuartucho, dando un portazo. Su sombra reapareció tras los reflejos del espejo en la ventana, mirando.

Desconcertada, Maureen se lavó las manos y la cara. Se las estaba secando con toallitas de papel cuando se dio cuenta de que la mujer había pensado que había estado haciendo fotos pornográficas de sí misma. Subió corriendo la escalera para buscar una tienda de artículos de oficina, con el rostro todavía mojado.


Había mucha gente en el mercado. Dejó atrás el bullicio de Electric Avenue y bajó hacia el Coach and Horses. Desde donde estaba, veía la puerta de entrada, las pequeñas ventanas naranjas y la luz centelleante que se reflejaba desde el interior. Se detuvo a la puerta de una casa, respirando profundamente, y buscó a tientas en su bolsa la navaja, esperando que Doyle no hubiera mentido y que Toner realmente sólo quisiera la foto. Se puso la navaja en el bolsillo y probó a sacarla como un arma. El peso de su bolsa limitaba el movimiento de su codo, así que se pasó el asa por encima de la cabeza de manera que la bolsa colgase en diagonal hacia la izquierda, se palpó el bolsillo y se encaminó hacia el bar, diciéndose a sí misma que debía tranquilizarse. Se apresuró, con el ánimo fortalecido por la presencia de la navaja y la promesa de Elizabeth.

Al otro lado de la calle un hombre borracho salió del bar y se apoyó sobre una columna del pórtico antes de intentar cruzar la calle. Maureen sabía que se la podía ver desde el interior. Esperaba que Toner estuviera allí, que no tuviera que sentarse en el bar, esperando a que el camarero fuera a llamarle, y esperar y ponerse nerviosa e intentar no beber. Se irguió y cruzó rápidamente la calle, abrió la puerta y entró. Toner estaba en la parte izquierda, de pie junto a la barra, en el centro de una nube de moscones estúpidos. El camarero negro sonreía maliciosamente tras él, con la mano detrás de su cabeza, sonriendo y rascándose la nuca. Elizabeth no estaba en el bar pero Maureen ya no podía marcharse. Un sudor frío le recorrió el espinazo. Se dirigió decidida hacia Toner y se detuvo a diez pasos de distancia. Toner levantó la vista y la vio.

– Tengo algo que te pertenece -murmuró Maureen.

Toner caminó hacia ella, levantando la mano por encima de su cabeza, y la dejó caer con fuerza sobre Maureen, que sintió cómo su dentadura se resquebrajaba en su boca, su ojo izquierdo veía de repente deslumbrantes puntos de luz blanca, y su boca se llenaba rápidamente de sangre salada. Se había despertado un gran bullicio en el bar pues todos los asistentes se preguntaban qué tenía que ver aquella pequeña mujer a quien le salía sangre de la boca con aquel hombre. Toner le puso a Maureen su manaza bajo el brazo como ya había hecho antes y la levantó, llevándola a la puerta del lavabo de señoras. Las charlas se reiniciaron, un poco más ruidosas, un poco más nerviosas, mientras Toner abría la puerta de un golpe y lanzaba a Maureen boca abajo a un suelo de punzante olor a meado. El asa de la bolsa se rompió y ésta se deslizó por el suelo, dando vueltas con tanta gracia como una pastilla de hockey sobre hielo y se detuvo justo a un milímetro de la pared del fondo. Maureen estaba rígida en el suelo, escupiendo sangre por la boca. Doyle había mentido. Aquello no era seguro. Buscó en su mente, intentando recordar por qué había pensado que sería seguro ir hasta allí, mientras Toner abría de una patada primero la puerta de uno de los cubículos y después la de otro. Elizabeth estaba sentada sobre el váter del segundo, con los pantalones arremolinados en sus rodillas. Se levantó de un salto cuando la puerta se abrió ruidosamente, repentinamente sobresaltada y temblando.

– ¡Largo! -escupió Toner.

Los pantalones de Elizabeth cayeron a sus pies, descubriendo sus esqueléticas piernas y sus partes húmedas y vergonzosas.

– ¡Fuera!

Automáticamente, Elizabeth se inclinó para subirse los pantalones, golpeándose fuertemente la cabeza contra la pared. Se subió los pantalones cubriendo su lamentable desnudo y salió corriendo, dando tumbos contra las paredes y la puerta en su apresurada huida, saliendo de allí con la bragueta bajada y el vello púbico al descubierto. Maureen la vio huir y masculló algún quejido contra aquel suelo hediondo.

Toner agarró a Maureen por el cuello con sus gruesas manos y la puso violentamente de pie, asfixiándola. De pronto Maureen se acordó. Recordó la navaja, pero tenía la mano helada. Estaba tan asustada que no podía moverse. Estaba paralizada. Toner la levantó por encima de los lavabos, pegó con fuerza su cogote contra la pared, presionándole con fuerza el cuello y enseñando los dientes como si fuera a golpearle el rostro. Estaba paralizada. La presión en la garganta estaba nublándole la vista y empezaba a hinchársele la lengua.

– ¡Dámelo! -rugió, escupiendo saliva. Maureen alcanzó a buscar en el bolsillo de su abrigo, pasando su mano sobre la navaja, y le dio la foto. El la miró, sonriendo como si recordara unas buenas vacaciones, y la escondió en su abrigo. Maureen volvió a meter la mano en el bolsillo y sujetó la navaja, pasando los dedos sobre la parte afilada. Si le acuchillaba con aquello, tenía que matarlo. Si él le apretaba un poco más sobre el cuello, sin duda la mataría.

– Tendrías que habérmela dado la primera vez, estúpida -dijo, y acercó la cabeza hacia ella-. ¿O no?

– Yo sólo…

– ¡Cállate!

Toner aflojó la fuerza de sus dedos sobre su cuello y la presión de su mano disminuyó, dejando que Maureen sintiera el suelo bajo sus pies y buscara un apoyo en las resbaladizas baldosas. Toner parecía muy satisfecho.

– Intenta engañarme otra vez y sabrás lo que es bueno, guarra -dijo, sonriendo para sí mismo. Se puso bien el abrigo y se pasó la mano por el pelo, mirándose en el espejo resquebrajado para asegurarse de que su aspecto fardón seguía intacto antes de salir del lavabo de señoras.

Maureen vomitó. Su abrigo quedó manchado de sangre y leche. Se inclinó sobre aquella moncha rosácea y grumosa, respirando con dificultad, tratando de sobreponerse del agudo dolor de garganta y ojos, y de las lacerantes magulladuras en el cuello y el cogote.

Abrió el grifo para lavarse la boca y se miró en uno de los fragmentos del espejo roto. Su barbilla estaba cubierta de sangre rojo burdeos, sus ojos, pálidos y azules, tenían ahora un tono rosáceo surcado por miles de venas rojas. Su cuello mostraba un moretón de un rojo lívido y se veían las marcas de los dedos de Toner en uno de los lados. La sangre le estaba calando el abrigo por los hombros. La había cagado. Tenía una arma en el bolsillo y la había cagado, maldita sea.

Quería quedarse en los lavabos, quería esperar a que Toner se hubiera marchado, pero sabía que aquello podía no ocurrir nunca y cuanto mayor tiempo permaneciera allí más asustada estaría. Se limpió de nuevo la boca, y pasó la lengua por el corte de su barbilla. Era un buen tajo, largo y profundo, y sangraba abundantemente. Secó el vómito de su abrigo, se colocó el cuello de manera que cubriese las magulladuras de su cuello, recogió su bolsa y cuidadosamente hizo un nudo en el asa. Echó un último escupitajo de sangre en el lavabo y levantó la cabeza para salir al bar.

Toner todavía estaba allí. La miró mientras ella salía, con una mirada lasciva como si se la hubiera mamado. Murmuró algo hacia los moscones, que la miraron y se echaron a reír. Maureen cruzó vacilante la sala, sintiendo la mirada de todos. Cruzó la puerta de entrada a la vacía sala de copas y se detuvo ante la barra, diciéndose a sí misma que tomaría un whisky sólo para demostrarle a Toner que no tenía miedo. Pero era una mentira piadosa. Necesitaba un whisky para sobreponerse de aquel golpe y no resistiría mucho sin salir de allí. Se pasó la lengua por el corte, siguiendo los bordes hasta los extremos, intentando saber cómo era de largo. El camarero se acercó a ella.

– ¿Qué te pongo? -dijo con un sonrisa nerviosa de suficiencia.

– Un whisky doble -dijo Maureen, manteniendo la vista baja y mordiéndose la herida de su barbilla con los dientes mientras hablaba. El camarero se inclinó hacia ella y le llenó el vaso dos veces, para tirarlo después delante de ella. Maureen sólo tenía un billete de veinte y algo de dinero suelto. Buscó el dinero justo con dedos temerosos. El camarero no volvería con el cambio si le daba el billete, consciente de que ella no podía volver a la otra sala en su busca.

– No te quedes aquí -murmuró, mientras ella le daba, moneda a moneda, el dinero-. No quiero follones aquí dentro.

Maureen se llevó el vaso a la boca, echó un trago de whisky con sabor a sangre, y sintió como el líquido punzante le penetraba la herida, tan suave y agradable como un puñetazo en los pechos.

– Eres un gilipollas -dijo Maureen, con voz ronca y ahogada.

El camarero levantó el vaso y pasó un trapo por la barra.

– ¡Largo de aquí! -dijo y la siguió con la mirada hasta que salió.


Quería olvidar a Ann, quería irse y encontrarse con Liam y dejar aquello. Un viento cortante recorría la calzada, llevándose consigo el polvo y la mugre de la ciudad, y casi no le dejaba ver. No podía mezclarse con toda la gente que caminaba por la calle ancha que la mirarían al pasar, que olerían el vomitado del abrigo y verían que tenía marcas en el cuello. La había pegado delante de todos, quince hombres en una habitación, y ninguno dijo nada. Todos pensaban que se lo tenía merecido.

Maureen se preguntó si Toner había matado a Ann delante de ellos, si el público silencioso también había presenciado aquello y se había quedado impasible. Tenía muchas ganas de irse a casa pero también sabía que no podía dejar que él se saliera con la suya. Necesitaba encontrar a Elizabeth. Se detuvo y miró arriba y debajo de la calle, tratando de imaginarse dónde iría una mujer con el culo al aire. Elizabeth se había llevado un buen susto y estaba muy nerviosa. Buscaría tranquilidad y sosiego. Maureen miró hacia Brixton Hill. Elizabeth debía de estar en Argyle Street. Estaría en casa de Parlain.

Maureen subió la colina, por la acera más estrecha, a toda prisa. Parlain ya no tenía ninguna razón para perseguirla: le había dado la fotografía a Toner y él ya no podía hacer nada, pero ella seguía muerta de miedo. Pensó que tendría miedo durante una larga temporada.

No quería subir la escalera, ni siquiera esperar fuera. Le dolía la garganta y se sentó en el suelo frente a la parada de autobús de Perspex, vigilando el otro lado de la calle, encendió un cigarro y tragó sangre, buscaba señales de Elizabeth por la calle. En el instante en que se quedó helada en el lavabo sabía que no podía desenvolverse sola. Era como Leslie, no podía con todos, y ser consciente de ello le daba mucho miedo. Recordó la sensación de pasar la mano de la fotografía a la navaja en el bolsillo, tocando el frío metal con la palma de la mano, y estar demasiado asustada para cogerla y usarla. Vio una sombra que salía del edificio de Tam Parlain.

Elizabeth salió por la puerta y bajó por encima de la hierba llena de barro hasta la calle, con las rodillas temblorosas, el jersey mal colocado, como si la hubieran atacado. Maureen se levantó y Elizabeth la vio. Cruzó la calle sin mirar y corrió hacia Maureen.

– ¿Puedes ayudarme? -Elizabeth estaba desesperada, miraba constantemente hacia la puerta-. Mi amigo no quiere, ¿puedes ayudarme?

– ¿Qué te pasa? -dijo Maureen.

– Me ha echado de su casa, mi amigo, me ha echado. ¿Puedes ayudarme?

– ¿Cuál es el problema? -Sin embargo, Maureen ya lo sabía. Era obvio al observar la piel empapada en sudor y cómo temblaba asustada.

– ¿Puedes prestarme algo de dinero? -dijo Elizabeth.

Maureen agitó la cabeza. Elizabeth señaló el pie de la colina.

– ¿Me invitas a una copa?

– Vale -dijo Maureen con voz ronca-. ¿Hablarás conmigo?

Elizabeth observó el cuello de Maureen. Asintió. Maureen quería alejarse de allí e ir a un sitio relativamente seguro. Vio un taxi negro que subía por la colina y le dijo al taxista que iban al Ángel. Vio que el conductor las miraba por el retrovisor, preocupado, consciente de que no pasaba nada bueno.

Abrieron la puerta y vieron a la mujer-hombre detrás de la barra, bebiendo de su taza azul y leyendo el periódico. Elizabeth se sentó en una mesa lo más alejada de la barra que encontró pero la dueña la reconoció. Miró primero a Elizabeth y después a Maureen, y puso cara de decepción.

– ¿Qué te ha pasado en el cuello? -dijo, dejando la taza en la barra.

Maureen se sonrojó y bajó la cabeza para esconderse de la vergüenza.

– Me he peleado -dijo.

La dueña fue hasta ella, vigilando a Elizabeth de reojo.

– Una copa -dijo-. Os doy una copa y luego os marcháis.

Maureen se giró hacia Elizabeth.

– Vodka -dijo Elizabeth.

No especificó qué cantidad ni con qué lo quería, sólo dijo vodka, alargando la última vocal, como si nunca se fuera a acabar.

– Doble -dijo Maureen-. Y un whisky doble.

La mujer le dio las bebidas de mala gana. Una yonqui temblorosa y una escocesa apaleada no encajaban muy bien con un restaurante de comidas rápidas para hombres de negocios. Mientras cruzaba la sala vacía y dejaba las gafas de emergencia encima de la mesa, Maureen vio que la mujer la miraba y supo qué estaba pensando: que Maureen era igual que Elizabeth. Y puede que tuviera razón.

Se arrinconaron en la mesa, dos mujeres asustadas que huían de los hombres y que pasaban el día intentando salvar el pellejo.

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