27. Indiferencia

Eran las siete y media de la mañana y King's Cross ya estaba saturado por el tráfico. En Euston Road los coches y los autobuses estaban atascados, muy cerca los unos de los otros, y había una nube de gases encima del intenso tráfico, como si fuera el humo de una discoteca. Al otro lado de la calle, la boca del metro engullía a los peatones. Maureen se dio cuenta de que, por primera vez en muchos meses, andaba con la cabeza bien alta porque la temperatura era agradable, y Michael no estaba allí y Vik había ido a despedirla.

Cruzó por el paso de cebra y se dirigió al metro. Al final de la escalera había un hombre mayor muy desaliñado, con un ojo de cristal. Sonreía como un santo hacia el feroz río de gente malhumorada, disfrutando del vapor caliente de los ventiladores, pelándose una naranja con una mano y con el otro brazo apoyado en la cintura, con la mano cerrada y paralizada por un derrame cerebral. El torrente de pasajeros habituales pasaba por delante de él, caminando por el otro lado del pasillo para no tener ni siquiera que verlo, volviéndolo invisible con su indiferencia.

Hacía un calor agobiante en el metro. Cuando Maureen llegó al andén del tren en dirección sur, ya tenía la espalda completamente sudada, empapándole el abrigo y echándoselo a perder. Tras una corriente de aire que llegaba de detrás, una fresca brisa de bienvenida salió del túnel. El gentío se movió hacia delante, mirando a la izquierda mientras se oía el traqueteo de un tren en el andén. Los pasajeros se amontonaron frente a las puertas, empujándose hacia dentro antes de que los pasajeros que querían bajarse pudieran salir del vagón. Las puertas se cerraron detrás de ella, rozándole la bolsa, y el tren arrancó con una sacudida.

En el vagón, se mezclaban los pasajeros habituales y los turistas, apretados como sardinas, defendiendo con valentía la ficción de que nada les relacionaba. Los que estaban de pie miraban codiciosos a los que estaban sentados. Los que estaban sentados parecían relajados y felices, leyendo libros o mirando con satisfacción la entrepierna de la persona que tenían delante. Un turista noruego le dijo algo indignado a su compañero, que estuvo de acuerdo con él. Maureen se imaginó a Ann camino de Glasgow, preguntándose si eso significaba algo. No podía pensar, le quemaban los ojos y los tenía cansados y, por encima de todo, quería darse un baño y acostarse. El abrigo pesaba demasiado, estaba sudando encima de un precioso forro de seda, haciendo un esfuerzo para alcanzar la barra que había en el techo. El tren paró en una estación y un grupo nuevo de pasajeros habituales cansados, que llevaban su mejor traje, entraron en el vagón.

El tren era mejor que el metro y la llevó hasta la estación de Blackheath. Siguió las indicaciones que le había dado Sarah: giró a la derecha al salir de la estación, tomó la empinada calle que iba hacia la colina y tomó el desvío hacia la izquierda. Blackheath era de postal. Había unas tiendas bajas con grandes arcadas unos inapropiados carteles de precios pegados a las ventanas. Siguió recto hasta que llegó a la esquina del parque. Una serie de sobrias columnas de las casas georgianas quedaban enfrente de un gran espectáculo de campo abierto, que hacia la mitad se convertía en una pequeña colina, una especie de pseudohorizonte, como si el campo verde fuera tan infinito como el imperio. Sarah Simmons vivía en Grote's Place, una calle paralela al parque.

Maureen subió las escaleras hasta el tercero pero no encontró el timbre. Llamó con el picaporte, que pesaba mucho, oyó el sonido de los zapatos de salón andando sobre la piedra y se abrió la puerta. Sarah llevaba la ropa de trabajo: una blusa blanca, falda azul marino y las medias y los zapatos a juego. Miró a Maureen de arriba abajo, observó el abrigo caro, las zapatillas de deporte baratas y la bolsa.

– Hola, hola, Maureen -dijo Sarah, alargándolo lo máximo que pudo, como si no tuviera nada más que decirle después del saludo-. ¿Qué tal?

– Hola, Sarah, bien -dijo Maureen, sonriendo-. ¿Y tú? -Volvió a darse cuenta, como le había pasado durante los años en la universidad, de que su acento era muy cerrado. Sarah se hizo a un lado y la invitó a entrar.

– Ven. -Sonrió-. Entra en mi humilde morada. Estás en tu casa.

Maureen entró en el vestíbulo y miró hacia arriba.

– Oh, Sarah -dijo, antes de controlarse a sí misma.

– No es nada -dijo Sarah, sonrojándose de vergüenza y placer-. La vieja casa de mi abuela.

El techo del vestíbulo tenía cuatro metros de alto y el suelo estaba cubierto con baldosas blancas y negras, las paredes estaban empapeladas con una textura de flor de lis y había retratos oscuros, de hombres con barba que llevaban uniformes de la marina. La casa era muy silenciosa. Maureen señaló los retratos.

– ¿Quién son esos extraordinarios hombres? -dijo.

– Familiares -dijo Sarah-. Muertos. La mayoría por la sífilis. Escucha, me tengo que ir a trabajar dentro de media hora. Te dejaría aquí pero no tengo otro juego de llaves. -Se miraron la una a la otra. Sarah sonrió tímidamente y miró al suelo-. Puedo llevarte a la ciudad, si quieres.

Maureen asintió. Sarah no se fiaba demasiado de ella. Todo lo que sabía era que ella y Maureen habían compartido algunos momentos en la universidad y que, a partir de entonces, Maureen había estado hospitalizada en un psiquiátrico.

– Me parece bien -dijo, olvidándose de los convencionalismos y reaccionando ante lo implícito de la frase.

Sarah la llevó hasta la puerta trasera, se giró y le levantó el abrigo a la altura de los hombros. La ayudó a quitárselo y lo colgó en una percha.

– Ven -dijo, cogiendo a Maureen por el brazo-, tómate algo conmigo. Siéntate y cuéntame cómo te ha ido todo. Debes de estar muerta de hambre. ¿Cómo está el bombón de tu hermano?

Las dos amigas indecisas entraron en la cálida cocina, donde Maureen se tomó un té y le hizo a Sarah un resumen adulterado de sus últimos cuatro años. La temporada en el hospital con una pequeña depresión, lo bien que le habían ido los negocios a Liam que ahora hasta se podía pagar los estudios universitarios, su novio, Douglas, que se había muerto de un ataque al corazón y su madre, que no lo llevaba demasiado bien. Sarah primero estaba triste, luego feliz y luego triste, como mandaba la historia. Dejó encima de la mesa los utensilios de maquillaje, mientras Maureen terminaba de tejer los hilos destrozados de una telaraña de verdades a medias, y luego llegó su turno de escuchar.

Sarah se había prometido con Hugo al final de la universidad, pero la relación no funcionó, no estaban tan compenetrados como pensaban. Maureen conoció a Hugo de pasada el día que había ido a Glasgow para el baile de graduación. Tenía los labios gruesos, era muy caprichoso y siempre llevaba una camiseta de rugby. No parecía muy interesado en Sarah, y mucho menos enamorado, y Maureen se alegraba de que no se hubiera casado con él. De todos modos, Sarah consiguió el trabajo de sus sueños en una casa de subastas, trabajaba mucho, la habían ascendido y le daban buenos encargos. Era genial y como tenía la casa, no tenía que preocuparse por el dinero. Verás, conocía a todo el mundo en el barrio, así que ya tenía un pequeño círculo de amigos. Y la gente de por allí era tan simpática. Siempre salían por ahí. Las mentiras de Sarah eran tan buenas y alegres que a Maureen le dio pena. Era una buena mujer, y Maureen deseaba que le hubiera pasado algo bueno, sin embargo la casa grande era muy fría y Sarah no tenía brillo, parecía necesitada.

– Bueno -dijo Sarah, bebiéndose el té y dejando en la taza la mayor parte del pintalabios que se acababa de poner-, vamonos. ¿Adonde vas?

Maureen le dijo que iba a Brixton. Sarah frunció el ceño cuando oyó el nombre de la zona. Dijo que no iba en aquella dirección, pero que Maureen podía ir directamente en tren si lo cogía en la estación que estaba al pie de la colina, e insistió en que la llevaría en coche hasta la estación. La estación estaba a unos trescientos metros. Maureen se preguntó por qué accedió a que se quedara en su casa. Simplemente, podía haber dicho que no.

– Sarah -mintió Maureen-, eres una buena amiga.


Joe McEwan se reclinó en su silla y encendió el quinto cigarro de la mañana. Volvía a pensar en ella. Cuanto más intentaba evitarlo, más pensaba en ella. Su madre había muerto hacía un mes y él sabía que lo estaba llevando muy mal, perdía los nervios, trabajaba demasiado, había vuelto a fumar. En cualquier momento que se relajaba un poco o apartaba la mente del trabajo el tiempo que fuera, Patsy estaba ahí, esperándolo, sus manos, su voz, sus ojos. Había estado en casa, sentado, solo y lloroso, revolviendo entre los papeles de ella la noche anterior a la llamada sobre Hutton. Era exactamente lo que necesitaba: una gran investigación con repercusión en toda la ciudad.

Habían matado a Hutton por traficar por cuenta propia. Era uno de los de la nueva generación, que se abría camino hasta lo más alto del negocio, uno de los peores efectos secundarios de la Operación Nogo. El éxito de la operación fue una bendición a medias. Hizo subir los precios y los beneficios, convirtió a hombres que ya eran violentos en animales, lo que significó más yonquis muertos en los lavabos de los centros comerciales. A medida que los nuevos traficantes sustituían a los antiguos, vendían heroína casi pura a los primeros clientes para que corriera la voz de que pasaban droga buena. Una sobredosis hizo que los clientes se acumularan delante de la puerta de los traficantes, como si fuera una campaña publicitaria. Sin embargo, el antiguo poder todavía estaba peleando por el control, y la naturaleza de las heridas de Hutton significaban un aviso para los otros aspirantes a empresarios.

McEwan conocía a Hutton. Lo había visto en los tribunales unos años atrás, cuando había apalizado a su vecino. El Sheriff le preguntó por qué lo llamaban «Bananas», y sus ojos mojados de yonqui recorrieron toda la sala.

– Me gustan los plátanos -dijo, y el público rió-. Podría comer plátanos todo el día.

Intentó relacionar cada respuesta con su supuesto amor por la fruta, haciendo bromas, de cara a la galería, poniendo nervioso al Sheriff y haciendo que el jurado centrara su atención en su estado mental confuso. Era como si el público de la sala fuera quien tuviera que dictar sentencia.

Un golpe repentino en la puerta anunció la primera visita del día del inspector Inness. Inness había sufrido las consecuencias del reciente humor de McEwan. Sabía que hacía mal, sabía que no debería permitirse ese lujo, pero encontraba a Inness de lo más molesto. Y cuanto más lo intimidaba, más le hacía Inness la pelota.

– Señor -dijo, entrando en la oficina con un papel en la mano. Inness siempre llevaba papeles en las manos, como si su madre le hubiera dado permiso para entrar en el cuerpo de la policía. Era objeto de bromas continuas en la comisaría. Cuando no estaba de servicio y no llevaba un papel, llevaba una bolsa de plástico-. El inspector y la detective de Londres están abajo. ¿Aún quiere que me encargue yo de esto?

– Sí, yo me quedaré sentado. Llévelos a la sala de conferencias número dos, por favor -dijo McEwan, empezando el día como cada día, intentando no meterse con él.

Inness les indicó que entraran y el inspector Williams y la detective Bunyan se sentaron sin que se lo indicaran. Williams era un hombre regordete, calvo y con unas pequeñas gafas doradas. Bunyan era una mujercita preciosa, menuda y delgada con el pelo rubio y corto y llevaba los labios pintados de un color muy discreto. Llevaban trajes oscuros, él pantalones y ella una falda que le llegaba por las rodillas, que McEwan no aprobó en absoluto. Si hubieran venido de cualquier otra región, ni siquiera se hubiera molestado en estar presente, pero venían de Londres y quería hacerles saber que estaban en su territorio.

– En primer lugar, gracias por su colaboración, señor -dijo Williams, y McEwan reconoció su acento-. Nos ha sido de gran ayuda.

– ¿Es de la zona sur? -preguntó McEwan.

– Sí -dijo Williams, y sonrió-. Mi padre era policía. Govan, del sesenta y dos hasta el setenta y nueve.

– ¿Por qué está en la policía de Londres?

– Una forma de rebelión -dijo, y McEwan le devolvió la sonrisa. La policía de Londres no despertaba muchas simpatías entre los departamentos de policía regionales. Los consideraban arrogantes y vagos. Al padre de Williams no le hubiera hecho mucha gracia.

– ¿Se ha quedado con su familia esta noche?

– No, ya no viven aquí. Nos quedamos en un hostal en Battlefields.

– Eso queda un poco lejos.

– Ya, pero es acogedor.

– Sí. -McEwan le indicó a Inness que podía empezar la reunión.

Inness ojeó las notas que tenía.

– No hay mucha información sobre la fallecida -dijo-, así que no sé en qué podemos ayudarles. Interrogamos al marido cuando se denunció la desaparición, y dijo que no la había visto desde noviembre. Las observaciones dicen que es un hombre tranquilo, muy preocupado por la seguridad de su mujer. La zona donde vive no está mal, es pobre pero no es una mala zona.

– ¿Quién es el principal sospechoso? -preguntó McEwan.

Un poco molesto por la intrusión, Williams se irguió.

– Bueno -dijo-, el marido ya la había apalizado antes, pero no podemos demostrar que estuviera en Londres y todavía no hemos podido interrogarle.

– ¿No fueron a su casa ayer por la noche?

– Sí -interrumpió Bunyan-, pero no pudimos interrogarle porque no se lo había dicho a sus hijos.

McEwan ignoró a la mujer de la minifalda y siguió mirando a Williams, contestándole a él como si fuera el hombre el que le había hecho la pregunta.

– ¿No les había dicho que había desaparecido?

– No les había dicho que está muerta -dijo Williams, levantando las cejas.

McEwan inclinó la cabeza hacia un lado y suspiró.

– ¿Cuántos niños? -preguntó.

– Cuatro -dijo Williams.

McEwan agitó la cabeza ante las anotaciones.

– Siempre tienen hijos -dijo, muy serio-. Esos desastres de matrimonios siempre tienen hijos.

– Sí, señor -asintió Williams-. Siempre hay hijos.

Williams hablaba muy despacio, deferente pero firme, y McEwan pensó que podría llegar a gustarle si trabajaran juntos.

Inness pasó la página de su libreta y empezó a leer otra vez.

– Tienen cuatro hijos, que ya conocen, y, obviamente, ya conocen las Casas de Acogida Hogar Seguro.

– Sí -dijo Bunyan, apoyándose en la mesa con las manos-. Iremos allí después.

Hugh McAskill golpeó la puerta entreabierta y miró dentro.

– ¿Qué pasa? -dijo McEwan.

– La novia de Hutton está abajo, señor.

– Bueno -dijo Williams, levantándose-, veo que tienen mucho trabajo, así que nos vamos.

– De acuerdo -dijo McEwan-. Seguiremos en contacto acerca de su investigación. Si podemos hacer algo, ya lo saben.

McAskill estaba de pie en la puerta, abriéndosela a los policías londinenses, y los siguió para indicarles el camino hasta las escaleras. Inness se quedó en la puerta un rato.

– ¿Está buena, no? -dijo McEwan, aliviando su conciencia, dándole la razón.

– Sí, señor, sí que lo está.

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