24. Arthur Williams

Arthur Williams había elegido la hora punta para ir en coche hasta las afueras de Glasgow. La autopista de cuatro carriles iba colina abajo hacia el centro de la ciudad, dejando atrás un hospital gótico ennegrecido. Llevaban siete horas conduciendo, siete horas escuchando los grandes éxitos de Phil Collins porque a Bunyan le gustaba mucho. Bunyan estaba encantada con ese viaje al norte y estaba contenta de que Williams hubiese insistido en ir en coche, porque así el viaje era más largo que en avión. A Bunyan le pagaban el viaje como horas extra de trabajo y Williams, en cambio, quería un día de vacaciones, a lo mejor un día y medio. Había sido idea suya ir en coche. Lo iban a necesitar si arrestaban a Harris. No podían interrogarlo en una comisaría escocesa debido a la Ley Policial y de Pruebas Criminales, y tendrían que llevárselo a Carlisle. Sin embargo, Harris no parecía un posible sospechoso. El marido de la mujer asesinada número 14/2000 no tenía antecedentes, ni relación con criminales y vivía en un edificio seguro.

Les habían dicho que tenían que salir de la M 8 por el cruce dieciséis y girar dos veces a la derecha hasta llegar a Stewart Street. No querían ir allí directamente, tenían toda la inteligencia local que les hacía falta, pero era un acto de cortesía y Williams sabía, por propia experiencia, que más adelante tendrían que buscar más información.

– Sí -dijo Bunyan-. Y otra vez a la derecha. Debería ser esta.

La comisaría de Stewart Street estaba al final de una calle sin salida. Era un edificio grande, con el frontal de cristal, a dos minutos andando desde el centro de la ciudad. Detrás del edificio, el intenso tráfico de coches avanzaba lentamente por el paso elevado de la autopista. Sólo había coches de policía aparcados enfrente de la comisaría, todos en muy buen estado y con ruedas anchas, todos probados y algunos con luces de más. Williams se acercó al bordillo de la acera y tiró del freno de mano.

– Por Dios -suspiró Bunyan-. ¿Tienes que hacer eso?

Williams sonrió.

– Quisquillosa, quisquillosa, quisquillosa -dijo, y Bunyan le devolvió la sonrisa.

– Un coche no se conduce así -dijo ella.

– Te equivocas, detective Bunyan. Así es como yo conduzco un coche.

Salieron del coche y se abrigaron con las chaquetas. Era una noche seca y fría. Podían oír, en la distancia, el zumbido y el remolino de las gaitas.

– ¿Lo oyes? -preguntó Bunyan.

– Sí -dijo Williams.

– ¿Tocan esa música por todo el país?

– No -dijo Williams, pausadamente-. Alguien por aquí cerca está tocando la gaita.

Le dijeron al agente de la recepción que habían venido a ver al inspector Hugh McAskill. El agente llamó por teléfono.

– Les atenderá en un minuto -dijo.

– Hemos oído gaitas afuera -dijo Bunyan, inclinándose en el mostrador de recepción-. ¿Tocan las gaitas por todo el país?

El agente sonrió educado.

– No -dijo, con su acento claro y abierto, que hizo que Bunyan sonase como un alegre vendedor ambulante-. La Escuela de Gaiteros está al final de la calle. De allí salen gaiteros muy buenos.

– No sabría diferenciar un buen gaitero de uno malo -le dijo Bunyan a Williams.

– Sí que lo haría -dijo el agente, poniendo orden en el tablón de anuncios que tenían detrás-. Reconocería a un mal gaitero si lo oyese. Inspector McAskill -indicó mirando detrás de ella-, estos son el inspector Williams y la detective Bunyan de la policía de Londres.

McAskill era alto y tenía una cara triste. Les ofreció la mano.

– Hola -dijo, estrechando las suyas con fuerza-. Inspector Hugh McAskill. Lo siento mucho, pero ahora no puedo atenderles. Estamos un poco atareados. ¿Tienen el informe escrito?

– Sí, ¿llegamos muy tarde? -preguntó Bunyan, metiendo las manos en los bolsillos-. Es una lástima.

Williams se hizo cargo de la situación.

– Volveremos mañana por la mañana -dijo-. ¿Estará ocupado?

– No -McAskill sonó solemne-. Vengan hacia las ocho.

Williams asintió.

– Buena suerte con ese caso, entonces.

– Gracias -dijo McAskill-. Nos veremos mañana -dijo, dio media vuelta y desapareció por una doble puerta.

– Estamos arreglados -dijo Bunyan, una vez junto al coche-. Vaya desastre de tío.

– No seas estúpida -dijo Williams, perdiendo la paciencia al abrir el coche-. Ha ocurrido algo o quieren quitárselo de en medio.

Williams se sentó primero y luego Bunyan se sentó a su lado.

– ¿Cómo lo sabes? -dijo ella, sintiéndose ofendida porque la había llamado estúpida.

Williams se dio la vuelta para coger el cinturón y notó que le dolía la espalda al hacer ese movimiento.

– La única razón por la que un inspector estaría demasiado ocupado para tener una reunión a las siete de la tarde y te pediría que volvieras a las ocho de la mañana es porque ha ocurrido algo. Si no, estaría en su casa mirando The Bill, ¿no crees? Por eso estaba tan serio, nos lo estaba diciendo.

– Ya veo -dijo Bunyan-. Vuelve a poner Phil Collins.


El caos reinaba en el salón de James Harris. Tenía cuatro hijos por debajo de los diez años y todos estaban muy nerviosos ante la visita de dos personas de Londres. Los dos mayores estaban saltando en el único sillón de la sala, montando por turnos el respaldo como si fuera un caballo. Los dos pequeños, casi bebés, estaban sentados en el suelo, jugando con los platos de plástico de espagueti, tirándoselos por los pantalones de algodón y por el pelo. James Harris parecía un hombre a punto de estallar.

– ¿Po-déis-de-jar-de-ha-cer-eso? -gritó.

Los dos del sillón bajaron la voz durante dos minutos pero luego volvieron a lo mismo.

– Señor Harris -dijo Williams, notando lo suave que era su acento en comparación con el de Jimmy-, ¿puede decirles que vayan arriba? Necesitamos hacerle unas preguntas sobre su mujer.

La respuesta de Harris fue muy rara. Abrió los ojos rojos tanto como pudo y agitó la cabeza.

– No -murmuró, pero los dos niños del sillón lo habían oído.

– ¿Mamá? -dijo el mayor, saltando del sillón y corriendo hacia ellos en la puerta.

– ¿Mami va a venir pronto? -dijo su hermano, corriendo detrás de él.

Los pequeños dejaron de tirarse espaguetis a la cara y miraron hacia arriba. Williams no podía creérselo. Ese cabrón no les había dicho nada. Bunyan abrió la boca para decir algo pero Williams dio un paso al frente.

– De acuerdo -dijo, vocalizando y hablando con mucha autoridad-. He oído que dibujáis muy bien. -Abrió la libreta y arrancó dos páginas en blanco del final-. Tengo dos hojas de papel. Una para cada uno.

Williams las aguantó encima de la cabeza de los niños y ellos miraron hacia arriba. Cuánto más fuera de su alcance las tenían, más seguros estaban de que dibujar en aquellas páginas era lo que habían estado deseando hacer durante años.

– Lo que quiero ahora -dijo-, es que dos niños tranquilos y silenciosos vayan despacio al otro lado del salón y busquen un bolígrafo cada uno.

Los niños salieron disparados.

– Hacedlo en silencio -les ordenó Williams en voz alta.

Los más pequeños estaban fascinados. La cena ya no les importaba en absoluto, querían hacer lo que hacían los mayores, querían caminar despacio por el salón mirando el suelo. El mayor volvió corriendo con un bolígrafo en la mano.

– ¡Ya tengo uno! -gritó. -Tranquilo -enfatizó Williams. El otro volvió con un rotulador inorado con la punta rota en la mano. Williams les dio el papel, se lo dejó en el suelo delante de ellos.

– Quiero que dibujéis una casa y unos niños jugando. Tomaos el tiempo que haga falta. Podéis empezar.

Los niños se sentaron en el suelo inclinándose sobre su trozo de papel, tan entusiasmados que parecía que era el primer trabajo organizado que hacían en su vida. Williams se giró hacia Harris.

– ¿Cómo lo ha hecho? -dijo Harris, mirando a los niños-. A mí no me hacen ningún caso.

– Señor Harris -dijo Williams, hablando con voz de adulto-, necesitamos hablar con usted y nos gustaría que estuviéramos solos. ¿Los niños van mañana al colegio?

– Sí.

– Bueno, entonces vendremos mañana.

Se dieron la vuelta para marcharse pero Harris sujetó la puerta con la mano, impidiéndoles salir.

– ¿A qué, mmm? -Se mordió el labio-. ¿A qué hora vendrán?

– ¿Sobre las dos? ¿Le va bien?

– Sí, a las dos está bien. -Soltó la puerta-. Hasta mañana.

Williams salió a la galería de cemento pero Bunyan se quedó quieta.

– ¿No deberíamos…? -Señaló hacia el salón.

– ¿Qué pasa? -preguntó Williams, perdiendo la paciencia.

– Los niños están dibujando para ti -dijo Bunyan.

El mayor se levantó, agitando su dibujo y gritando que ya había terminado. Casi provoca una pelea al pisar el dibujo de su hermano cuando corría hacia la puerta y se lo daba a Bunyan. Había dibujado una casa con un tejado y un niño que saludaba desde la ventana del segundo piso.

– Es precioso -dijo Bunyan, canturreando con esa voz indulgente con la que debía hablarle a su hija de tres años-. Nos está saludando, ¿verdad?

– Sí.

Su hermano menor lo siguió y le dio a ella un papel llenó de líneas moradas.

– Yo lo he dibujado con color -dijo.

– Este es muy bonito -dijo embobada-. Mira qué casa tan bonita. Me encantaría vivir ahí.

– Nos vamos -dijo Williams, muy seco.

Bunyan no tuvo más opción que seguirlo, saludando a los niños, que estaban en pijama en la fría galería. El olor a orina era asqueroso.

– Dios -dijo Bunyan, mientras veía los dibujos-. Pobrecitos.

– ¿Por qué no les habrá dicho a sus hijos que su madre está muerta?

– Culpabilidad -dijo Bunyan y Williams asintió-. ¿Dónde aprendiste a tratar así a los niños?

– Era profesor -dijo Williams-, antes de ponerme a perseguir criminales.

Bunyan pensó que todo encajaba. Williams nunca escuchaba a nadie y también era un mandón.

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