42. Knutsford

Maureen observó la pequeña hilera de tráfico delante del taxi y vio que el taxímetro iba subiendo. Los ojos del taxista se cruzaron con los de ella en el retrovisor. Había intentado iniciar una conversación y sólo consiguió sacarle que iba a Glasgow porque vivía allí, antes de que a Maureen le empezara a doler mucho la garganta, y la conversación se acabó ahí.

– Hay mucho tráfico -dijo él, en voz alta por encima del ruido del motor, con los ojos sonrientes-. Cada vez se circula peor en Londres.

– ¿Estaremos allí a las siete y media?

– No lo sé. Lo intentaré. Pero, para ser honesto, a esta hora nunca se sabe.

Se iba a casa e iba a pelear antes del último grito. Dio unos golpecitos a la bolsa de ciclista, que estaba junto a ella en el asiento. Sabía lo que iba a hacer. Ruchill ya no le daba miedo.

El taxi entró en la terminal uno a las siete y veinte. Maureen le dio sesenta libras al taxista y subió corriendo la escalera mecánica, empujando a grupos de turistas con todo su equipaje. Le dolía el cuello cada vez que subía un escalón. No vio ninguna señal pero entró por un pasillo y se encontró delante de la puerta de embarque de la British Airways. Había una cola larga siguiendo el zig-zag marcado por una goma roja. La recorrió toda, mirando detrás de la gente, buscando a Liam. No estaba allí. Llegó a la puerta y tuvo que hacer cola para hablar con la señorita del mostrador.

– Escuche -dijo, casi sin aliento-. Mi hermano tiene mi billete para Glasgow y creo que ya ha entrado. ¿Puedo pasar y ver si está ahí?

Sin embargo, la mujer de maquillaje inmaculado no iba a dejarla entrar sin un billete.

– Lo siento -dijo, sonriendo-. Es por razones de seguridad.

– ¿Puede llamarlo por el micrófono?

– ¿En qué avión viajaba?

– En el de las siete y media.

– Bueno -dijo, sonriendo otra vez-. El de las siete y media acaba de embarcar. Está a punto de despegar, así que me temo mucho que ha llegado tarde.

– Llámelo -dijo Maureen con lágrimas en los ojos-. Llámelo. No se habrá ido sin mí.

– Me temo que, para llamarlo, tendrá que ir al mostrador de información -dijo, señalándole otro mostrador con su propia cola.

Maureen hizo cola. Había un hombre con un traje muy caro que compraba un billete a Edimburgo con una tarjeta de crédito, y tenía un problema con el límite de dinero. Le dio a la chica del mostrador otra tarjeta y ella la probó, pasándola por la máquina con una uñas muy largas de color rosa.

– Sí -dijo, mostrando una amplia sonrisa color Melocotón Fiesta-. Esta está bien, señor.

Hicieron una pausa para sonreírse mutuamente. Maureen encendió un cigarro.

– Perdone -dijo la mujer, levantándose y cogiéndola por el brazo-. Lo siento mucho pero no puede fumar aquí.

– ¿Por qué?

– Porque es una zona de no fumadores. Hay zonas especiales para fumadores -dijo, señalando las señales colgadas del techo.

Maureen tiró el cigarro y lo pisó, deseando llenarse los pulmones de humo una vez más. El hombre de negocios la estaba mirando fijamente.

– Entonces, ¿va a dejarla ahí?

– ¿Dejar el qué?

– La colilla. ¿La va dejar ahí en el suelo?

– Sí -dijo Maureen, intentando sonar lo más dura posible-. ¿Por?

El hombre de negocios miró a la mujer del mostrador y puso los ojos en blanco.

– Fumadores -dijo él, y ella miró la tarjeta de crédito.

La mujer tuvo la mano encima de la impresora un buen rato mientras salía el billete del hombre de negocios.

– Aquí tiene, señor -dijo ella, sonriendo-. Muchas gracias.

– No. -El hombre se dirigió a los pechos de ella-. Muchas gracias a usted.

Cogió el maletín y lanzó una mirada despectiva a Maureen antes de irse.

– ¿Puedo ayudarla? -dijo la mujer, sonriendo a Maureen, llevando a la práctica lo que le enseñaron en la escuela de azafatas.

– Quiero un billete para el próximo vuelo a Glasgow.

– Me temo que están embarcando en estos momentos.

– Bueno, entonces para el próximo.

– Lo siento, ese es el último vuelo -dijo, sonriendo, y Maureen sabía que estaba disfrutando de lo lindo.

– ¿Y a Edimburgo?

– No. Acabo de vender el último billete para el último vuelo.

Maureen sintió una rabieta de impotencia en el cuello y se abalanzó con la cara sucia encima del mostrador.

– Que te jodan -dijo, anotándose otro triunfo para la diplomacia de Glasgow.

Bajó la escalera, se moría de ganas de llenarse los pulmones de nicotina. Se metió en el ascensor equivocado y fue a parar a la estación Paddington Express. Compró un billete porque tenía miedo de que, si volvía a subir la escalera, se perdería en el aeropuerto. El billete costaba diez libras. Era la única pobre del andén. El túnel estaba revestido de placas de aluminio pulido y las sillas eran de auténtica madera de pino moldeadas. Intentó darle lástima a una millonaria excéntrica y se llevó la mano al dolorido cuello con marcas rojas. Un tren de alta velocidad entró en la estación y Maureen subió y se sentó al lado de la puerta. Cuando el tren se puso en marcha, todos los pasajeros en un radio de tres metros la estaban mirando fijamente. Cuando llegaron a Paddington y se levantó para bajarse, vio la televisión parpadeando encima de su cabeza. Salió corriendo por la estación, siguiendo las indicaciones de la parada de taxis. Abrió la puerta del coche y tiró la bolsa en el asiento.

– A la estación de autobuses Victoria -dijo.


A pesar de haber esperado hasta dos horas antes de que el autobús se fuera, Maureen tuvo que hacer cola en la apestosa oficina de venta de billetes y reservó uno para su vuelta aquella misma noche. La estación de autobuses estaba mucho más abandonada que la de Glasgow. Allí se reunían montones de viajantes desesperados que venían de todos los rincones del país con sus maletas, esperando el autobús que los tenía que llevar lejos. Las paredes de la estación también eran de cristal, algo que era una moda en el diseño de estaciones de autobuses o un sistema nacional para reducir el número de muertes entre los pasajeros que esperaban en la estación.

Maureen se fue a una cabina para llamar a Vik. Casi no pudo escuchar el mensaje del contestador porque a su lado había un hombre escuchando a Mariah Carey con el walkman y estaba cantando lo más alto que podía. Maureen gritó que lo volvería a llamar. Iba a casa esa noche. Lo llamaría cuando las cosas se estabilizaran un poco. Seguro que lo llamaría. Guardaría su encendedor y se lo devolvería cuando todo estuviera en orden. Susurró que pensaba en él, que iba a hacer que las cosas funcionaran, pero el sonido de fondo era tan alto que dudó que él entendiera la última parte.

Faltaban diez minutos para que el autobús saliera cuando consiguió, por fin, hablar con Liam.

– Mauri, ese billete me costó más de doscientas libras, joder.

– Te lo devolveré, Liam, lo siento.

– No me sobra el dinero, ¿sabes?

– Ya lo sé, Liam, te lo devolveré.

– Soy un pobre estudiante.

Maureen estaba segura de que Liam había estado ensayando aquella discusión todo el viaje de vuelta.

– Te lo devolveré mañana -dijo ella-. Lo siento mucho.

Liam se quedó callado un momento.

– ¿A qué hora llegas? -preguntó.

– No lo sé -dijo Maureen, mirando por la estación-. Sobre las seis y media de la mañana.

– Bueno, iba a ir a recogerte pero ahora te jodes -dijo, como si ella hubiera decidido la hora a propósito-. Mauri, siento lo de casa de Martha. Oí tus golpes en el suelo.

– Sí, y yo oí tus golpes en la cama.

– Perdón -se apresuró a decir él.

– No es a mí a quien debes pedir perdón -dijo Maureen.


En el mismo instante en que se sentó supo que todo iba a salir bien. El autobús estaba medio lleno y ella se las arregló para quedarse con la mitad de la última fila de asientos para ella sola. Una mujer mayor se sentó al otro lado, pegada a la ventana, dejando las bebidas ordenadas en el asiento de al lado.

El autobús salió del centro de Londres, cruzó el valle del Swiss Cottage y entró en la autopista M1. Maureen se puso cómoda, apoyó la cabeza en la ventana, veía a gente pasar en coche, casas con sus respectivos jardines, vio cómo las casas que estaban en el valle desaparecían por el marco de la ventana y, de repente, se dio cuenta de lo cerca que había estado de la muerte. Había cambiado de idea y había peleado en el último momento, como la pobre Ann. Pobre Ann, tendida en el sofá con el labio hinchado y los cuatro feos niños.

Maureen estaba a punto de llorar pero los doloridos aros de cartílago de la garganta se resistían. Iba a casa a enfrentarse a todo el mundo, consciente de la sacudida que había sufrido su frágil coraje. Volvía a casa, a Glasgow, y por primera vez recordó que tenía una vida más allá de los problemas del presente. Adoraba los colores de la ciudad, allí tenía un lugar y una historia, entendía la extraña amabilidad de la gente y la racionalidad que se esconde detrás de aquel clima tan brutal. Había echado de menos la pureza del aire, los giros arcaicos del vocabulario y el áspero discurso gutural. Pronto podría bañarse en su bañera, sin la intrusión de Ruchill, y dormir profundamente en su propia cama. Leslie estaría a salvo y Liam ya se había salvado. Ya no le importaba Ann en absoluto, no le importaba si Moe no tenía ningún sentido.

La autopista dejó la ciudad a sus espaldas y entró en un paisaje gris y plano que llegaba hasta el horizonte, bordeado por pueblos difuminados y pequeñas carreteras secundarias. Maureen dobló las piernas contra el pecho y se envolvió en el sucio abrigo, que ya no era demasiado bueno para ella ni para el autobús, y miró por la ventana la triste costa suburbana de Inglaterra.


Joe McEwan llevaba once horas trabajando y no se encontraba demasiado bien. Bebía mucho café y fumaba veinticinco cigarros diarios, o al menos eso pensaba su médico. Ya no había casi nadie en la comisaría; sólo quedaban los adictos al trabajo y los divorciados. La investigación del caso Hutton no llegaba a una conclusión satisfactoria. Ninguna de las pruebas que habían conseguido era fiable. Testigos aterrados cambiaban sus declaraciones, de una estúpida mentira pasaban a otra todavía más estúpida, y habían invertido en ese caso el presupuesto de las próximas tres semanas. Los rumores y las declaraciones de los testigos habían indicado el lugar donde lo habían cogido, el nombre del bar donde lo habían matado, el nombre del conductor y, por implicación, el nombre del jefe que había ordenado el asesinato. Incluso sabían el nombre del tipo que había robado el taxi. Lo único que la policía no tenía era ni una sola prueba fiable, ni un testigo serio. Innes abrió la puerta con el pie y entró en la comisaría. Estaba muy sonriente, los grandes dientes medio escondidos detrás del bigote, su entusiasmo contrastaba con la apatía de los demás. Vio a McEwan y casi cruzó corriendo la sala hasta su despacho.

– Mire el correo electrónico -dijo, haciéndole una señal para que fuera hasta el ordenador mientras él encendía el sistema y encontraba lo que estaba buscando-. Mire esto.

Era un mensaje de la policía de Londres. El texto relataba que seguían la pista de una mujer escocesa llamada Marian Thatcher. Había llamado al 999 y había dado información detallada importante acerca del asesinato de Ann Harris. Desde la misma cabina, alguien había llamado instantes antes a la comisaría de Stewart Street pero puede que no hubiera ninguna relación entre las dos llamadas. Habían seguido al taxi y la mujer había intentado, sin éxito, conseguir un billete de avión para Glasgow. Inness abrió un documento adjunto y se abrió una foto en color desde la parte de arriba de la pantalla. Tres segundos más tarde, McEwan estaba sonriendo. Era una foto desenfocada de Maureen O'Donnell saliendo de una cabina y parando un taxi.

– ¿Qué, eh? -sonrió Inness-. Se lo dije.

– Genial -dijo McEwan, sonriendo, y se encendió un cigarro de enhorabuena.


Ya era tarde y Maureen se despertó con los primeros dolores en el cuello. Miró a su alrededor y vio la carretera gris y las luces rojas de los coches y la mujer mayor sentada al otro extremo del asiento mirando por la ventana. Eran las tres y pronto pararían para descansar. Podría fumarse un cigarro. Miró por la ventana la fría noche y pensó en todos aquellos que iban a Londres y nunca volvían. En los pobres hombres y mujeres que iban a buscar trabajo y un futuro más brillante y en los chalados como ella, que iban a arreglar el mundo y seperdían por el camino. Notó un golpe en el codo y, cuando se giró, se encontró con que la mujer mayor le ofrecía un vaso de zumo de naranja. Le dio las gracias, pero ya había vuelto a su sitio, y ya volvía a estar mirando por la ventana. Maureen se lo bebió y el zumo ácido se llevó el sabor a cigarros mustios y a sangre y a leche blanca.

El autobús se metió en una salida de la autopista sin reducir la velocidad y llegó al aparcamiento a ochenta por hora. Los pasajeros, asustados, se irguieron, miraron por la ventana, agarrados al asiento de delante. El autobús frenó y se paró. Maureen se levantó y se fue directa hacia la puerta. Cuando puso el pie en el suelo ya tenía un cigarro en la boca y lo estaba encendiendo. Llenó los pulmones vacíos.

Hacía frío y mucho viento, como mandaba en Escocia, le tembló la nariz y sintió un cosquilleo en la piel. Caminó despacio hacia la estación de servicio, quedándose descolgada del resto de pasajeros, tomándose tiempo para disfrutar del clima, fumando y dejando que el viento se llevara la ceniza. Las puertas automáticas se abrieron y Maureen se encontró con un letrero dándole la bienvenida a la estación de servicio de Knutsford. El nombre le recordaba a Ann, pero no sabía por qué.

Fue al baño y se lavó la cara y las manos, pensando en Moe, en Tam y en Elizabeth. Aún no sabía qué papel tenía Moe en toda la película. Se miró el cuello en el espejo. Las marcas rojas se estaban volviendo de color azul oscuro. El pulgar de Frank Toner había quedado perfectamente marcado en el lado derecho de su pequeño cuello. Se acordó. Aquí fue donde Ann bajó del autobús y no volvió a subir. Posiblemente conoció a alguien y se fue a dar una vuelta, pero si llevaba drogas no habría actuado de un modo tan despreocupado. Casi como un acto reflejo, Maureen metió la mano en el bolsillo, sacó la fotocopia arrugada de Ann y se fue a la tienda. Había dos personas en el mostrador pero las dos habían empezado después de Navidad. Eran nuevas. Mientras pensaba lo imprudente que era dejar a dos personas nuevas a cargo de la tienda, Maureen se fue al restaurante. Se detuvo y vio que había cámaras de vigilancia por todas partes. Podían haber dejado tranquilamente a los dos principiantes a cargo de la deuda de Brasil y no habría pasado nada. En el vestíbulo vio la señal de una pizzería. Giró la esquina y se encontró con una cafetería con sillas y mesas rojas de plástico. Una camarera de unos cincuenta años estaba limpiando las mesas con más cuidado del que se merecían.

– Perdone -dijo Maureen, con una voz más ronca que antes-. ¿Lleva mucho tiempo trabajando aquí?

– Sí, cinco meses.

– Estoy intentando averiguar qué le pasó a una amiga mía que viajaba en el autobús nocturno hacia Glasgow. Hace un mes, se bajó para estirar las piernas y no volvió al autobús.

– Es verdad -dijo, doblando el paño-. Ya me acuerdo.

Maureen sacó la fotocopia y se la enseñó.

– Sí, me acuerdo -asintió la mujer-. ¿No fue terrible? Nos quedamos todos muy impresionados.

Maureen estaba sorprendida de que las noticias de la muerte de Ann hubieran llegado hasta Knutsford.

– ¿Cómo ha oído hablar de eso?

– Porque la vi, cariño. La vi salir del lavabo y cómo la metían en una ambulancia. Fue muy triste. Nos quedamos todos helados.

– ¿En una ambulancia?

– Sí, la atracaron, en los lavabos de señoras. Le dieron una paliza. Le robaron la bolsa.

– ¿La bolsa?

– Sí, la bolsa de mano. No la encontramos hasta al cabo de media hora. Los que lo hicieron ya debían de estar muy lejos.

La bolsa de Ann. Iba a todas partes con ella, por miedo a que se la robaran, llamando la atención allí donde iba. Si Tam Parlain le dijo a Maxine cuándo iba a llegar el paquete, puede que Hutton la estuviera esperando en la estación de servicio, vigilándola, esperando para hacer lo que hacía mejor: aniquilar al más débil. Debían de saber que bajaría del autobús y que viajaría con una bolsa valorada en miles de libras. Parlain y Maxine actuaban por cuenta propia, uniéndose a Hutton en contra de su propia familia y Toner. Toner debía de saber que Maxine vivía con Hutton y debió descubrir lo que habían hecho antes de que Hutton apareciera muerto en un rincón misterioso. Elizabeth le había dicho que Toner quería hablar con Ann, y Senga le había dicho a Leslie que Ann reconoció la foto de Toner en el periódico. Parlain había matado a Ann para que no hablara. Pobre Ann. Toner no la podía proteger aquí, puede que en Glasgow y en Londres, sí, pero no en aquella jungla. Puede que todavía tuvieran las cintas de las cámaras de seguridad y, si ya no las tenían, la ambulancia tuvo que registrarlo en algún sitio.

Volvió al autobús, se paseó por la hierba, se fumó el último cigarro, preguntándose qué le pasó a Ann. ¿Cómo de desesperada debió de sentirse? ¿Cuánto dinero necesitaría para correr un riesgo como aquel? Pero eso era con lo que contaba Frank Toner, con alguien lo suficientemente desesperado como para arriesgarse de aquel modo.


Williams ya se había levantado de la cama y se estaba poniendo los pantalones antes de que Hellian hubiera terminado la frase.

– … debajo del sofá que coinciden superficialmente con la sangre y el pelo de la víctima. Obviamente, no lo sabremos seguro hasta que lo analicen en el laboratorio.

Williams apoyó el teléfono en el hombro y se arrodilló, buscando los zapatos debajo de la cama. Las alfombras del hostal eran una reliquia espantosa de los años setenta: resbalaban como una caja de ceras de colores derretida y olía a perro.

– ¿Ha dicho Parlain?

– Sí, Tam, TAM, Parlain, PARLAIN. Trabaja para la familia Adams.

– Otra vez esos imbéciles. ¿Te han dicho para quién trabajaba?

– Para un tal Frank Toner, f.r.a.n…

– ¿Y ella ha comprado un billete para el autobús nocturno?

– Sí, pero no podemos confirmar que se haya subido en él. El inspector Joe McEwan la conoce y se ha ofrecido para que uno de sus oficiales vaya a echar un vistazo.

– Será mejor que vaya en ese autobús. ¿Se da cuenta de que si esto se sabe antes de que la interroguemos pueden matarla?

– No se sabrá, señor.


Maureen no podía dormir. Los cigarros y la historia de Ann la habían desvelado y tenía muchas ganas de llegar a casa, al frío, a las casas rojas y amarillas de los vecinos, al cielo grande y a los niños maleducados. Sabía quién era en Glasgow y sabía que iba a pelear hasta el último segundo y que se salvaría. Eran las cuatro y media cuando llegaron a las colinas. Laderas empinadas llenas de barro y rocas irregulares que estaban cu-biertas de nieve y, de repente, la temperatura del autobús descendió. Ella miró las cimas desnudas y vio a las familias que salían de sus casas con el rebaño de ovejas, miles de Coach and Horses por todo el mundo, auxiliando a aquellas almas que no podían volver a casa, que ni siquiera sabían dónde estaba su casa. Maureen apoyó la cabeza en la ventana y lloró por la belleza del paisaje, resoplando y cubriéndose la cara con las manos, intentando no hacer ruido. La mujer mayor estaba a su lado.

– ¿Por qué lloras? -preguntó.

Maureen respiró hondo.

– Escocia. -Señaló por la ventana-. Es tan bonita. He estado mucho tiempo fuera de casa.

– Eso está bien -dijo la mujer-. Este es el Lake District.


El autobús se adentró en un día que se resistía a amanecer, cruzó las tierras bajas y entró en el valle Clyde. Un cielo totalmente despejado de color azul eléctrico quedaba interrumpido por una gruesa nube negra y, en la sombra gris oscuro que provocaba en la tierra, estaba Glasgow, su Glasgow, y empezó a llorar otra vez.

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