9. Noche de pelea

– Jimmy Harris no podría pegarle ni a una pandereta. -Maureen bebió un largo trago de whisky con lima y sintió cómo la delicada piel de la parte interior del labio superior se ajaba con el contacto de esa mezcla concentrada-. Le debe de haber pegado otra persona.

Leslie estaba sentada al otro lado de la mesa y rozaba con un dedo el dibujo de un posavasos empapado de cerveza. Estaban en el Grove, un pequeño bar situado debajo de un edificio de viviendas. Anteriormente, había sido la planta baja y aún podían verse las marcas de los muebles. Habían tirado los tabiques y se habían sustituido por pilares remachados con hierro fundido. Las luces eran brillantes y había dos televisores gigantes parpadeando en los dos extremos del reducido espacio. El bar atraía a un grupo de clientes habituales muy agradables; pululaban por el local, hablando y riendo, con un ojo puesto en la carrera de caballos mientras charlaban con los amigos. Leslie había estado pensando en lo que Maureen le había dicho en el Driftwood y se había puesto de muy mal humor. Maureen creía que Cammy la estaría esperando en casa y que Leslie estaría ansiosa por regresar antes de que se le reventara el grano de la nuca.

– ¿Qué te ha dicho? -preguntó Leslie despreocupada, como si no le importara, pero Maureen podía olerse que perseguía algo, algo demasiado privado y precioso como para compartirlo con ella.

– No mucho -dijo, encogiéndose de hombros-. Ann les debe dinero a unos usureros y él no cree que vuelva nunca. Se ha llevado la tarjeta de la prestación social de los niños y el dinero desaparece sistemáticamente.

Leslie se incorporó.

– ¿Ah, sí?

– Sí.

Leslie se paró a pensar en eso.

– ¿Así que lo está cobrando ella?

– No lo sé. ¿Cuándo llegó Ann a la casa?

– El nueve de diciembre -dijo Leslie, sin dudarlo ni un momento-. ¿Por qué?

– Hay un espacio de un mes entre que abandonó a Jimmy y acudió a nosotros. Por lo visto, iba y venía de Londres.

– ¿Quién te lo ha dicho?

– Él.

– Ya -dijo Leslie en un tono escéptico-. ¿Y por qué tendrías que creerte lo que diga ese gilipollas?

– Mira -dijo Maureen-. Sólo es un pobre hombre que no sabe nada. Ella no va a regresar y él no le pegó, y punto.

– ¿Sabes todo eso con sólo haberlo visto una vez?

Sin embargo, Leslie no había visto el piso desnudo, no había olido el ascensor, no podía ni imaginarse el esfuerzo que debe suponer para Jimmy levantarse cada mañana y seguir adelante. Maureen encendió un cigarro, amenazada por la imagen de los dientes afilados de Jimmy.

– Creo que Ann tenía un novio -dijo-, y que ha vuelto con él y que es él quien le pega. Ahora debe estar con él, divirtiéndose a costa del dinero de la prestación social mientras que ese pobre idiota lo único que tiene para sus hijos es pan acuoso y margarina.

Leslie la miró de manera despectiva.

– ¿Por qué crees que dice la verdad?

– Porque si estuviera mintiendo -dijo Maureen, con firmeza-, se hubiera inventado algo mejor.

Leslie observó cómo Maureen miraba miserablemente alrededor del bar, dando unos sorbos rápidos como lo hacía últimamente, suspirando fuerte, como si quisiera irse y estar sola. Leslie sabía que estaba nerviosa con eso de que Michael había vuelto a Glasgow, pero estaba nerviosa, enfadada y asustada por cualquier cosa. Cada vez pasaban menos tiempo juntas y Leslie no encontraba ninguna solución. A Maureen no le caía bien Cammy porque no era educado ni había ido a la universidad. Deberían de estar más unidas ahora que trabajaban juntas, pero no era así. Maureen estaba histérica la mitad del tiempo, y la otra mitad estaba aburrida, y tenía un novio nuevo que ni se había tomado la molestia de mencionar, Leslie tuvo que enterarse en la oficina por Katia. Estaba empezando a pensar que habían estado demasiado cerca, que el pasado había sido demasiado intenso, con lo de la campaña de los pósteres y lo de Millport, y había visto una faceta de Maureen que le daba miedo. Se avecinaba una bronca y sabía que sería de las fuertes. Le dio una calada al cigarro y miró al techo. Maureen estaba mirando los resultados de la carrera. Estaba mirando los resultados de la carrera en vez de hablar con ella.

– ¿Qué deberíamos hacer ahora? -preguntó Leslie.

Maureen tomó un trago de whisky y volvió a mirar los resultados de la carrera.

– ¿Quieres encontrar a Ann? -dijo.

– Sí -dijo Leslie.

– Bueno, entonces ¿por qué no preguntas en los bares alrededor del edificio? Puede que la hayan visto.

Leslie se la quedó mirando. Había ido a Millport con ella. Se había pasado un verano en un psiquiátrico haciéndole compañía, la había sacado a dar vueltas por ahí durante semanas después del asesinato de Douglas, y ahora Maureen no quería ayudarla.

– A ti te importa una mierda lo que le haya pasado a Ann, ¿no, Maureen?

Maureen suspiró.

– Joder, Leslie, dame un respiro. Se ha largado. Acéptalo. Se largó y abandonó a sus hijos y a su pobre marido para pagarse las deudas de la bebida.

– ¿Su pobre marido? Yo no me creo esa mierda.

– Sé que él no le pegó.

– ¿Por qué? Porque parecía un tío normal, ¿no? -dijo Leslie, haciendo valer su cargo. Era un artículo de fe básico de las Casas de Acogida Hogar Seguro el que cualquier hombre era capaz de pegar a una mujer, y para ella, el hecho de que Maureen descartara la posibilidad de que hubiera sido Jimmy sólo porque era normal era lo mismo que llamarla idiota.

– Vale, Leslie. Déjalo. No se trata de una teología de las Casas de Acogida Hogar Seguro.

– Maureen, cada semana mueren dos mujeres asesinadas por su pareja o por un ex.

– A la mierda -gritó Maureen, perdiendo los nervios-. Ya sé todo eso. Sé que no le pegó porque es un pasota, y lo han utilizado, y tiene cuatro niños de menos de diez años y ella se ha largado y no le importa una mierda. Es posible que los usureros le dieran una paliza, ¿no se te ha ocurrido? Quizá fuera por eso que quería las fotos de la paliza, para usarlas como protección si volvían a buscarla.

Maureen le estaba gritando en medio del bar repleto de gente. Leslie no sabía qué hacer. No podía huir de otra pelea porque ya se había echado para atrás en Millport, y Maureen nunca la respetaría si se echaba atrás otra vez. Se apoyó en la mesa y le dijo, en voz baja:

– ¿Quieres pelea?

Maureen resopló, y le gritó:

– ¿Que si quiero qué?

– Salgamos y peleémonos y solucionemos esto de una vez por todas.

– ¿Qué coño te pasa?

– Me pelearé contigo -dijo Leslie, con calma-. Las cosas ya no son igual desde lo de Millport.

– ¡Qué pena que entonces no estuvieras tan lanzada! -Estuvo mal que Maureen dijera aquello pero ahora ya no había vuelta atrás. La última posibilidad de medir las palabras se desvaneció, y Maureen fue a por todas-. Has cambiado mucho desde que empezaste a salir con ese gilipollas de Cammy.

Leslie se levantó.

– ¿Cómo he cambiado?

Maureen también se levantó para estar frente a ella, dando un golpe en la mesa con el vaso, tirando el cenicero al suelo.

– Te crees perfecta -le gritó-. Siempre estás de mala leche. -La golpeó con el dedo en el hombro-. ¿Y por qué coño siempre te paseas por ahí enseñando las tetas?

– ¡señoras! -El camarero cruzó corriendo el local, gritando más alto que ellas-. señoras. O se calman o se van a su casa.

Se giraron las dos a la vez, mirándolo fijamente, y él supo que la pelea no iba a terminar ahí. Les indicó la puerta con las manos.

– Buenas noches a las dos -dijo firmemente.

Ellas cogieron los abrigos y los cascos y salieron furiosas del bar hacia la noche lluviosa, parándose en la acera mientras las puertas del bar se cerraban. Oían a la gente en el bar gritando un largo «Uuuuuuu» y riéndose de ellas. Leslie se inclinó hacia la cara de Maureen.

– Devuélveme mi casco.

Un poco de saliva fue a parar al ojo de Maureen.

– Toma -dijo, dándole el casco-. ¡Toma!

Leslie lo cogió y se fue por la esquina, dejando a Maureen sola en medio de la lluvia. Deberían haberse esperado cinco minutos. Al cabo de cinco minutos habrían llorado y se habrían abrazado. Se hubieran ido a casa con una botella y lo hubieran hablado. Maureen esperó en la acera, con la esperanza de que Leslie volvería.

Se abrió la puerta del bar y salió una pareja. Reconocieron a Maureen y sonrieron, pasándose los brazos por los hombros, y se fueron caminando bajo la tormenta. Las puertas se cerraron, golpeando el marco un par de veces, hasta que se quedaron quietas. No había nadie por la calle. Una manzana más arriba, alguien puso en marcha una moto y se fue en dirección oeste. Leslie no volvía. Maureen esperó. Leslie no volvía.

Se fue a casa andando bajo aquella molesta lluvia, demasiado triste y cansada como para pensar. La lluvia le resbalaba por la cara, le empapaba el pelo, le bajaba por el cuello y le mojaba la camisa. Ya había llegado a los pies de la empinada colina donde vivía cuando se acordó de Jimmy. Dio media vuelta y volvió caminando por la carretera, parándose en un cajero automático. Sacó doscientas cincuenta libras, entró en el edificio de Finneston y cogió el asqueroso ascensor hasta el segundo. Caminó de puntillas por el pasillo y metió el dinero por debajo de la puerta de Jimmy. Se fue corriendo escaleras abajo por si él salía y la veía. Sabía por propia experiencia que no hay nada que rebaje a alguien más ferozmente que la lástima, y Jimmy ya estaba suficientemente humillado.

Fue al llegar a la calle cuando admitió la verdad: volver para darle dinero a Jimmy sólo era una excusa. Quería volver a pasar por delante del bar, para ver si Leslie estaba allí. Se paró y miró al final de la calle hacia el Grove, demasiado avergonzada para entrar. Sin embargo, Leslie no estaba. Y Leslie no iba a volver.

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