30. Moe

Brixton Hill era una carretera ancha, rápida. Estaba flanqueada por unos bloques de pisos que, como tenían unos enormes jardines delanteros de césped y gravilla, parecían castillos feos. Más allá de la colina, los bloques recibían toscos nombres de ciudades escocesas como Dumbarton, Renton o Steps. Dumbarton Court debió de ser el sueño de su diseñador cuando fue construido. Con una decoración muy barroca, tenía balcones blancos en toda la fachada y barrotes metálicos que acentuaban las líneas horizontales, redondeadas en las juntas. Plantas muertas, trozos de muebles rotos y piezas de ropa tendida fracturaban las líneas rectas de los pórticos. A consecuencia del ataque de los rayos del sol y los gases, las ropas blancas se habían vuelto grises y se desgarraban como hojas de papel.

Maureen giró en Dumbarton Road, tal como le había indicado la señora Akitza, y dio la vuelta al bloque, buscando la entrada. En el patio trasero había un grupo de adolescentes gritándose los unos a los otros, y el círculo de cemento amplificaba el sonido de las voces. La entrada a los apartamentos del uno al veintinueve era un estrecho hueco de escalera, con la abertura de la puerta de cemento blanqueado y ladrillos de cristal.

Supo que era la entrada por el hueco de la escalera. A alguien se le había caído una cuchara cuando la estaba quemando y ahora estaba enganchada en el revestimiento de plástico del suelo. Más arriba, un charco de vomitado se había secado junto a la pared. Hacía demasiado frío para sentarse en las escaleras y los yonquis habían dejado los restos de su vicio tirados por ahí.

Llamó al timbre, oyó los pasos en el recibidor y se sintió observada por la mirilla de la puerta. Se abrió la puerta y apareció una delgada mujer de casi cincuenta años. El pelo corto de Moe era grueso y del mismo rubio que el de Ann, pero el color rosado se había apagado debajo del maquillaje. Era una mujer guapa con grandes ojos verdes y las cejas pintada con un lápiz marrón. Llevaba una modesta falda con vuelo de color marrón y una blusa de seda color beige, metida por dentro de la falda para destacar su delgada figura.

– Hola, ¿señora Akitza?

– Ah, sí… ¿Maureen?

Moe retrocedió hacia el recibidor, balanceando las piernas como si los huesos de la cadera y la pelvis fueran una sola pieza. Jadeaba constantemente, convirtiendo la respiración superficial en «ahs», como si en todo momento hiciera pequeños y maravillosos descubrimientos.

– Ah, gracias por llamar antes de venir -dijo, con un acento que era una mezcla de las vocales abiertas de Glasgow y las fuertes consonantes inglesas-. Me ha permitido, ah, limpiar un poco. Debo pedirle que no fume, ah, me da miedo. -Se señaló el pecho-. El corazón.

– No se preocupe -dijo Maureen, preguntándose si realmente olía a humo o sólo era un recuerdo-. Es muy amable por recibirme.

– Pase a la sala -dijo Moe, estremeciéndose por un dolor en el brazo-, y siéntese, ah. ¿Le apetece una taza de té?

– Me encantaría, gracias -dijo Maureen, entrando por la luminosa puerta del salón.

Esperó hasta que Moe hubo entrado cojeando en la cocina, para echar un vistazo al salón. Era un rectángulo alargado y bajo, con una ventana horizontal con barrotes, tan ancha como la pared. Un juego de sofá y dos sillones tapizados en chenilla verde llenaban la sala. En la repisa de la ventana había un jarrón con tulipanes muertos y sin pétalos, con los estambres negros esparcidos por el suelo y el alféizar de la ventana como una cascada de cerillas usadas. La luz del sol entraba por una esquina de la ventana, iluminando el polvo que se arremolinaba perezoso en la atmósfera. Había pruebas de la discapacidad de Moe por toda la habitación: había un andador delante del sofá y una silla de ruedas plegable apoyada en la pared. Maureen fue a sentarse pero vio un palito de Eazigrip. El extremo puntiagudo estaba pegajoso, como si alguien hubiera estado recogiendo comida del suelo con él. Maureen retrocedió y descubrió un cenicero muy mal escondido debajo de la falda de la silla. Había un cigarro apagado. Se agachó y puso la mano encima de la colilla. Todavía estaba caliente. Se levantó y sonrió.

Se abrió un panel oculto en la pared y la cabeza de Moe apareció en la ventanilla. Empujó una bandeja de té por la repisa.

– Se lo, ah, pasaré por aquí si no le importa…

Maureen cogió la bandeja, pero no encontró ningún sitio dónde dejarla. Tuvo que esperar a que Moe entrara despacio en la sala y, haciendo un gran esfuerzo por agacharse, sacaba un puf de piel estampado. Maureen dejó la bandeja encima del puf, escuchando cómo Moe jadeaba.

– ¿No se encuentra bien, Moe? -preguntó.

Moe se golpeó el pecho con una mano.

– Ah, angina de pecho -dijo-. Una enfermedad, hah, horrorosa.

– Sí -dijo Maureen.

– Ah… ¿Dijo que conocía a la familia de Jimmy Harris?

– Sí. Conozco a su prima y a su tía.

De repente, Moe se apoyó en el respaldo del sillón y se agarró con fuerza el hombro izquierdo, con dificultad para respirar. Maureen la observaba sin inmutarse. Moe creía que era una asistenta social. Si estaba totalmente dispuesta a montar toda aquella actuación de discapacidad para una extraña, sería capaz de tirarse a cualquiera por un fajo de dinero. Por una angina de pecho le daban ocho o nueve libras por semana. Más un plus por movilidad si declaraba que no podía andar, y de ahí lo de las caderas bloqueadas. A Moe se le pasó el ataque y buscó una expresión de lástima en los ojos de Maureen, golpeándose el pecho. Maureen quería darle un manotazo en la pierna y retarla a un concurso de hula-hoop.

– Siéntese, deje que sirva yo el té -dijo.

Moe se dejó caer en el sillón, sentándose encima del pegajoso Eazigrip.

– ¿Leche y azúcar? -preguntó Maureen.

– Uh-huh. -Moe observaba el té, preocupada.

Maureen le echó dos terrones de azúcar, lo removió y le ofreció la taza y el plato. Moe se agarró a los brazos del sillón y se echó hacia delante para coger la taza. Detrás de ella, el pegajoso Eazigrip se cayó en el brazo del sillón, rozándolo con la punta. Moe cogió la taza y se reclinó, clavando la porquería en la silla.

– Siento mucho lo de su hermana, señora Akitza.

Moe asintió con tristeza.

– Ya, oh, llámeme Moe -dijo-. ¿Jimmy sabe que ha venido?

– Sí. Quería hacerle algunas preguntas sobre Ann.

– Sí. -Moe respiró con la nariz seca y bajó la mirada-. Me llevaron a Horseferry Road para identificar el cadáver.

– Debió de ser horrible -dijo Maureen, pensando en Douglas.

Moe se inclinó hacia delante, alargando el brazo para coger una pasta. Le faltaba casi un metro para que los dedos estirados llegaran al plato. Maureen se la quedó mirando un momento, preguntándose por qué hacía eso, antes de coger el plato de las pastas y ofrecérselo. Moe cogió una y le dio las gracias, con una sonrisa de reproche, rencorosa por lo que había tardado.

– ¿Ann vino a verla cuando estuvo en Londres?

Moe asintió.

– Sí -dijo, mordiendo la pasta-. Siempre venía.

– ¿Vino la última vez?

– Vino a pedirme dinero. Yo no tengo dinero. Por mi estado, no puedo trabajar.

– ¿Cuándo vino?

– En Nochevieja, ah, el viernes.

– ¿Y sólo dijo eso, si le podía dejar dinero?

– Sí, estaba muy asustada, ah -dijo Moe muy seria, hablando despacio-. Alguien la estaba persiguiendo. Estaba escondiéndose para salvar la vida.

Maureen asintió.

– Bueno, ahora está muerta -dijo Moe, y frunció el ceño como si su hermana hubiera perdido el autobús. Sorbió un poco de té.

– Jimmy dice que tenía muy mal aspecto -dijo Maureen.

Moe se estremeció.

– Sí, horrible, hah.

– Dice que le dispararon.

– No. -Parecía muy segura y se señaló la nuca-. Le abrieron el cráneo. Ah, tenía los pies quemados, y las manos también.

Maureen la observaba, acordándose de la mañana que encontró a Douglas muerto en el salón. Hacía seis meses pero a Maureen todavía le daban escalofríos cuando se acordaba de la imagen. Moe había visto a su hermana hacía menos de una semana. Intentaba con todas sus fuerzas parecer afectada pero no lo estaba demasiado.

– Ah, me dijo que le habían disparado en la cabeza.

– Ah, no. El río le dejó la cara destrozada pero no le dispararon. Jamás había visto nada como eso, hah. Le habían cortado las piernas. -Dibujó unas líneas por detrás de las rodillas-. Todavía llevaba la pulsera. Nuestra madre se la dio, como una reliquia. La reconocieron por la pulsera, ¿sabe? Haber pasado por todo eso y, ah, todavía la llevaba… Nunca se la quitaba. La llevaba a todas partes.

Hizo un gesto alrededor de la muñeca, rozando el hueso con los dedos. Maureen asintió otra vez, pero ya tenía una idea bastante clara de toda la historia de la pulsera.

– ¿Es la pulsera dorada?

– Ajña.

Una ambulancia pasó colina abajo con la sirena encendida, la vieron a través de los sucios cristales de la ventana. Moe se bebió el té, mirando a Maureen. No dijo nada.

– ¿Sabía que Ann estuvo en una casa de acogida para mujeres maltratadas antes de desaparecer?

– Ajá.

– La policía va a creer que Jimmy tiene algo que ver con su asesinato…

– Buen, hah, hombre, Jimmy -interrumpió.

– Sí -dijo Maureen-. Es un buen hombre. ¿Cree que le pegaba a Ann?

Moe se quedó mirando su pasta y se encogió de hombros.

– Hah, no lo sé. Ann podía llegar a ser una persona difícil, ¿hah?

– Porque bebía.

Moe tragó saliva y miró hacia la oscuridad.

– ¿Lo que mató a Ann fue la bebida, en realidad, hah?

Maureen asintió.

– Las compañías, hah, con las que iba. -Moe parecía triste-. Era una buena chica. De otro modo, jamás hubiera ido con ellos.

– La policía llamó a Glasgow para informar a la casa de acogida para mujeres maltratadas de que Ann estaba muerta, y preguntaron por una persona en concreto. ¿No sabrá cómo consiguieron ese nombre?

– Leslie Findlay de las Casas de Acogida Hogar Seguro. Ann me lo dijo cuando vino y yo se lo dije a la policía.

– ¿Por qué cree que le mencionó ese nombre?

– Hah, por si sucedía algo, supongo.

– Fue una suerte que se acordara del nombre tan bien -dijo Maureen, cautelosa-, porque si no se lo hubiera dicho puede que la policía jamás hubiera sabido que Ann estuvo en una casa de acogida.

– Sí que lo fue. Suerte.

Maureen sacó la Polaroid del bolsillo y se la dio a Moe.

– ¿Conoce a este hombre?

Moe se acercó la foto.

– No.

Maureen alargó el brazo para coger la foto pero Moe no quería devolvérsela.

– ¿Puedo quedármela? -dijo.

– ¿Por qué quiere quedársela si no lo conoce?

– Sale mi sobrino. Puede que nunca más vea a los hijos de Ann. Casi no puedo salir de casa. No estoy bien.

– Me temo que la voy a necesitar. -Maureen tuvo que quitarle la foto de las manos porque no quería dársela-. Ya le diré a Jimmy que le envíe unas fotos del colegio. Moe, ¿tiene usted el libro de la asignación familiar de Ann?

Moe se puso tan nerviosa que casi le da una patada a la bandeja.

– No, no lo tengo, hah, hah, hah -empezó a resoplar y a mirar al suelo.

Maureen se inclinó hacia delante y la tocó en el brazo.

– Eh, tranquilícese, lo siento, sólo era una pregunta.

– Pero ¿por qué me hace todas estas preguntas? Yo nunca haría eso, es ilegal.

La luz del sol entró por el alféizar de la ventana e iluminó la frente de Moe. Sus poros transpiraban por debajo del maquillaje.

– La estoy disgustando -dijo Maureen-. Lo siento. Veo que no se encuentra bien. Espero que tenga buenos amigos y vecinos por aquí.

Moe frunció la boca, disgustada.

– Por aquí son todos unos animales -dijo-. Unos malditos animales. No hay ningún sitio seguro. El otro día atracaron a una mujer a la hora de comer. A plena luz del día. Son unos animales.

– Por Dios. Bueno, usted tiene a su marido.

Maureen miró el salón. No había ningún signo de que allí viviera un hombre, no había zapatos desparejados por el suelo, ni chaquetas, ni un sillón especial delante de la televisión con el mando a distancia sobre el brazo.

– Ah -dijo Moe, con suficiencia-. Ah, nos tenemos el uno al otro.

Maureen no creía que pudiera escuchar otra mentira sin llamarle la atención. Le dio a Moe el número de su busca y se levantó para marcharse.

– Es agradable oír su acento -dijo Moe, marcando las erres y abriendo las vocales, exagerándolo mucho-. Es de Glasgow.

– Sí -dijo Maureen, sonriendo.

– Yo me casé con un londinense. No puede vivir en Escocia… ni siquiera podíamos ir a visitar a mi familia. Es negro, ya sabe.

– Sí -dijo Maureen, acordándose del hombre calvo del autobús y notando la vergüenza de la familia de ella-. Lo siento mucho. ¿Lleva mucho tiempo casada?

– Catorce años. Los escoceses son muy racistas.

– Bueno -dijo Maureen-. Seguro que tiene razón.

Moe se levantó del sillón y la acompañó hasta el vestíbulo.

– Ah… Ann tuvo una vida muy difícil -dijo, apesadumbrada.

Maureen la dio unos golpes en el brazo y le dio las gracias por su tiempo. Bajó el primer tramo de escaleras, escuchando el resoplido regular, el resoplido de Moe detrás de ella. Moe llevaba casada catorce años con el mismo hombre y había salido de casa muy pocas veces, pero seguía cuidando su imagen. Era como hablar de la paz en África.

Hubiera vendido su alma por una siesta. Bajó la colina, la calle ancha y subió la escalera hasta la estación del tren elevado. Cuando llegó el expreso de Dartford, Maureen encontró un asiento libre junto a la puerta. Se sentó en el tren climatizado, deseando poder fumarse un cigarro, con los tobillos ardiendo por el radiador que tenía debajo del asiento y los ojos llorosos por el aire frío que entraba por la ventana. Cerró los ojos un momento. Le encantaba estar allí, ocupándose del caso de Ann, lejos de Michael y Ruchill, donde Winnie no podía encontrarla y Vik no podía pedirle una respuesta.

Intentó llamar a casa de Leslie desde la estación Blackheath pero no había nadie. Sin realizar una elección consciente, hizo otra llamada y marcó el número de Vik.

– ¿Diga? -dijo Vik.

– Hola, ¿qué tal? -dijo Maureen, con el corazón en la gola, haciendo que le temblara la voz-. Pensé en llamarte y ver cómo estabas.

– Estoy bien.

– Tengo, mmm, tengo tu encendedor. -Estaba intentando que su voz sonara tranquila y relajada, pero no funcionaba. Parecía que se iba a poner a llorar.

– Oh -dijo Vik fríamente-. Me lo dejé.

– Sí. Estaba debajo del sofá. -Ella asintió y los dos esperaron, cada uno a que el otro dijera algo y arreglara las cosas entre ellos.

– ¿Has pensado en lo que te dije? -dijo él.

– Sí, Vik, lo he estado pensando. -Se calló otra vez, encogiéndose con el teléfono en la mano y deseando no haberle llamado.

– ¿Por qué me has llamado?

El corazón le latía tan fuerte que casi no podía oírlo.

– He pensado en lo que dijiste, Vik, y yo quiero lo mismo. No sé si seré capaz. Te echo de menos.

– ¿Estás en Londres?

– Sí, estoy aquí, sí. -No debería haber llamado. Respiró hondo y cerró los ojos-. Vik, quiero ser feliz y alegre pero no lo soy. No sé qué hacer.

– No te estoy pidiendo que seas feliz por mí, Maureen, lo único que quiero es que no lo pagues conmigo si no eres feliz.

– ¿Qué tal tu barriga?

– Bien.

Se escucharon respirar el uno al otro durante un momento.

– Se me están acabando las monedas -dijo, cuando empezaron a sonar las señales.

– ¿Me llamarás otra vez?

– ¿Mañana?

Y la llamada se cortó.

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