32. Limón ahumado

Maureen se levantó a las seis en punto y la televisión todavía funcionaba. No había soñado nada en especial pero no podía volver a dormirse. Sabía que a Sarah le molestaría si merodeaba por la casa, así que se quedó en su habitación y se dio otro baño. Después de mirar durante media hora la actualidad de la bolsa por la tele en el programa de la mañana, su sentido de la honradez dio paso al deseo de un café y un cigarro. Puso los platos sucios de la cena en la bandeja y bajó la escalera en silencio hasta la cocina.

La calefacción se había enfriado durante la noche pero todavía desprendía algo de calor y Maureen se acercó una silla, sentándose junto al radiador, apoyándose en la plancha con una taza de café en la mano. Sarah había dejado un montón de panfletos sobre Jesús en la mesa. Todos tenían un título atractivo en la tapa y unas ilustraciones increíblemente malas de un Jesús ario diciéndoles a un grupo de negros lo que tenían que hacer, Jesús sonriente junto a unas ovejas, el pequeño Jesús riendo en un pesebre. Por lo que Maureen sabía, Sarah nunca había sido creyente. Recordaba vagamente oírla hablar de su familia como la altísima Iglesia de Inglaterra, implicando que, en cierto modo, aquello era catolicismo aunque con otro nombre.

Por las ventanas del fondo de la cocina se veía un gran prado verde precioso con grandes arriates, cubierto por la niebla helada. La vida de Sarah debía de ser una delicia estética. Cada día veía cosas preciosas. Maureen había estado tan ocupada intentando salvar el cuello que había olvidado el significado de rodearse de cosas bonitas, cosas que quería ver y tocar. Pensó en Jimmy y en la escasez de encanto de su vida, la constante opresión de la pobreza y la necesidad. Alguien había cobrado el dinero de los niños y ella estaba segura de que Moe, la reina de las transferencias, tenía algo que ver en eso. Maureen estaba segura de que Jimmy era inocente. Le había dicho que sólo había estado un día en Londres y todavía no encontraba una solución al tema del colchón.

Buscó por todos los armarios y preparó la mesa para un desayuno en condiciones. Hizo té y sacó la mermelada y los tazones para los cereales. Cogió dos camelias del jardín y las puso en un vaso de agua, colocándolas como centro de mesa. Las flores rojas combinaban con el mantel de rayas azules tipo Cornualles, y la mesa quedó muy alegre y navideña.

Con los cigarros y el encendedor de Vik en la mano, abrió la puerta trasera y salió al tranquilo jardín, encendió un cigarro y miró a su alrededor. Escuchaba, a lo lejos, el ruido de una ciudad que se ponía en marcha para ir a trabajar. La espesa niebla se estaba abriendo, levantándose por encima de la hierba, elevándose para encontrarse con la mañana. Maureen dio una calada y dejó que la nicotina le recorriera todo el cuerpo, hasta la punta de los dedos, abriéndole los folículos pilosos, apaciguando los bordes rabiosos de sus ojos, poniéndole las pilas para el nuevo día. Miró dentro de la cocina y vio una montaña de casi un metro de periódicos viejos apilados en un hueco junto a la puerta trasera, preparados para el reciclaje. Se acabó rápido el cigarro, apagándolo en el escalón de piedra que había fuera y tiró a la basura el filtro.

Separó todos los Evening Standards de la última semana, de lunes a lunes, y los puso en el extremo de la mesa grande. Pasaba las páginas leyendo por encima los titulares, buscando alguna referencia al asesinato. La policía debió de tardar unos días en identificar a Ann y en seguirle la pista hasta la casa de acogida. Habían llamado a la oficina preguntando por Leslie el martes, así que Maureen empezó por el periódico del jueves anterior pero no encontró nada. Revisó el del viernes y tampoco encontró nada. Revisó el del lunes, leyendo minuciosamente hasta las noticias más pequeñas, intentando encontrar alguna pista. Estaba leyendo una pequeña historia acerca de una exposición de arte cuando levantó la mirada para rascarse los ojos y lo vio: «Accidente de moto permite un descubrimiento horripilante». Un hombre que iba al trabajo se había visto envuelto en un accidente de moto, y había ido a parar encima de un colchón que estaba en la orilla, con un cuerpo hundido encima. El hombre no había hecho declaraciones pero un miembro de la división policial del Támesis había dicho que la descripción coincidía con la de una mujer desaparecida. La policía le daba a la muerte un carácter sospechoso. El periódico del martes la identificaba como Ann Harris, una mujer cuya hermana había denunciado la desaparición tan sólo unos días antes. Maureen dejó los periódicos en su sitio y volvió a salir al jardín para fumarse otro cigarro.

Le extrañó mucho que Moe hubiera denunciado la desaparición de Ann. Ann no vivía con ella, seguro que había desaparecido antes, y Maureen sabía algo de la realidad de convivir con un alcohólico. Si Ann había salido de juerga y la policía la encontraba y la devolvía a casa, sólo buscaría dinero y traería problemas. Los cambios de humor y las quejas exageradas estaban a la orden del día en todas las familias con un alcohólico y el hecho de que Ann fuera por ahí diciendo que su vida estaba en peligro posiblemente era la ocurrencia del mes. Si Moe estaba dispuesta a cargarse a cualquiera, seguramente no querría llamar la atención de la policía de esa manera. No tenía ningún sentido que Moe denunciara la desaparición de Ann.

Sarah apareció por la puerta de la cocina con una bata de cuadros escoceses de hombre y las zapatillas viejas.

– Buenos días -dijo-. Vaya, has puesto la mesa.

– Sarah, has sido tan amable conmigo. -Maureen se levantó-. Esta mañana te preparo yo el desayuno.

A Sarah sólo le faltó aplaudir de la alegría.

– Oh, ¡qué amable! -dijo, y se sentó mientras Maureen hacía las tostadas.

Estaban en mitad del desayuno cuando Sarah puso las puntas de los dedos encima del montón de panfletos de Jesús y los empujó hacia Maureen.

– ¿Por qué no lees algo mientras desayunas? -dijo.

Maureen sonrió.

– Estás de coña, ¿no? -dijo.

A partir de aquel momento, el ambiente se enrareció.


Maureen se había subido al tren equivocado. Se bajó en London Bridge y empezó a recorrer a pie el largo camino hasta Brixton. Sólo eran las nueve y no tenía demasiado que hacer antes de volver a encontrarse con Kilty Goldfarb. Mientras caminaba miraba los altos edificios de oficinas, miles de ventanas con cuarenta o cincuenta trabajadores detrás de cada una de ellas cada día de la semana, creyendo que son los protagonistas de la película del año. Observó la boca del metro engullendo gente, los autobuses repletos y los coches particulares pegados los unos a los otros, vio el río de gente que cruzaba la calle, cabizbajos, como si no existiera nadie más en el mundo, como si saber el teléfono de los demás fuera demasiado. Y lo era. Maureen estaba completamente convencida de su insignificancia.

Cruzó por el paso subterráneo en Elephant and Castle, disfrutando de la sensación de que nada importaba de verdad, ni la verdad sobre el pasado, ni si alguien creería en ella, ni la bebida de Winnie ni el ultimátum de Vik. Era el lugar perfecto para huir de un pasado doloroso. Podría pasarse años enteros en casa intentando encontrarle sentido a una serie de acontecimientos. No había ningún significado, ni ninguna lección que aprender, ni ninguna moral, nada tenía sentido. Podría pasarse la vida entera tratando de encontrarle el sentido a todo eso, como los jugadores con su estrategia secreta. No importaba nada, en realidad, porque una ciudad anónima es el equivalente moral de una habitación a oscuras. Entendía por qué Ann había ido allí, se había quedado y había muerto allí. No sería tan duro. Lo único que tenía que hacer era romper los lazos con los suyos. Llamaría a Leslie y a Liam algunas veces, diría que estaba bien, perfecta, cada vez espaciaría más las llamadas, empezaría una vida nueva y ellos se olvidarían de ella.

Escuchó el ruido y siguió caminando, esperando que pasara de largo, pero seguía constante y se dio cuenta de que era el busca. Liam quería que lo llamase a casa. Se le aceleró el pulso cuando leyó su nombre, como si hubiera estado perdida y encontrada de inmediato.

– Vuelve a casa urgentemente.

– ¿Qué?

– Maureen, han encontrado a Neil Hutton muerto. Lo han asesinado.

Maureen frunció el ceño.

– ¿Cómo? ¿Un francotirador?

– Le agujerearon el culo. Creo que hasta Mossad hubiera tenido problemas para meter la bala por ahí.

– Pero si no llevo aquí ni dos días.

– Mira, la manera cómo lo mataron es un aviso, y hasta que no sepamos sobre qué era el aviso tienes que volver a casa.

– Liam, tranquilízate. Sólo estoy preguntándole a la hermana de Ann sobre sus deudas y cosas por el estilo, no me estoy metiendo en una guerra de camellos.

Liam suspiró y Maureen podía notar cómo pensaba mil cosas a la vez.

– Por favor, Mauri -dijo, lentamente-. Por favor vuelve a casa.

– ¿De qué se trata en realidad? ¿Pasa algo con Michael?

– No -gritó Liam-. ¡Se trata de Hutton!

– No me grites.

– ¡Idiota! -gritó Liam-. Le agujerearon el culo, joder, Maureen.

– Dios, no te alteres, no estoy haciendo nada peligroso por aquí.

– Maureen, si Ann era su correo y tú vas por ahí preguntando por ella, te van a matar a ti. -Liam estaba casi histérico-. Le agujerearon el culo, Mauri. Piensa en lo que te harían a ti.

A Maureen le costó Dios y ayuda convencer a Liam de que no perdiera los nervios, que la casa de Sarah era segura y que volvería a casa pronto, en un par de días. Liam le hizo prometer que si, por cualquier motivo, se asustaba lo llamaría, él le reservaría un billete de avión con su dinero y que, en tres horas, estaría en casa.

– A mí me sobra el dinero -dijo ella-. Puedo reservar el billete yo misma.

– Y escucha -dijo él-, no menciones mi nombre delante de nadie. Ni siquiera le des tu nombre a nadie.

– ¿Por qué?

– Podrían relacionarnos al uno con el otro.

– Ya -se rió-, porque somos los dos únicos O'Donnell de Gran Bretaña.

Liam hizo una pausa tan larga que Maureen pensó que se había cortado la llamada.

– Hola, ¿Liam? Liam, ¿estás ahí?

– No tienes ni idea -estaba diciendo entre dientes, casi para sí mismo-. No tienes ni puta idea de lo que pasa.


Maureen pasó por delante de la puerta, intentando mirar el interior y adivinar la clientela, pero habían forrado las pequeñas ventanas con plástico reflectante naranja y todo movimiento dentro era, en realidad, un reflejo de la calle. Abrió la puerta y entró, con la espalda recta y la barbilla alta, intentando causar sensación. El bar estaba dividido en dos zonas justo delante de la puerta, separadas por una barra compartida. A la izquierda había una sala para los bebedores de verdad, con mesas, ceniceros y poco más. La sala de la derecha tenía cuadros en las paredes y un tablero para jugar a dardos, y estaba cerrada como un altar. El bar desprendía un fuerte olor a humo de cigarro teñido con una esencia industrial de limón. Maureen recordaba el olor de cuando trabajó en la taquilla del Apollo. Era un espray industrial que se vendía en barriles de cinco litros, con la garantía de eliminar cualquier olor. El equipo de limpieza lo usaba cuando alguien del público se ensuciaba o derramaba leche en las cortinas o las alfombras.

Maureen entró en la sala social y se sentó en la barra, se sacó el abrigo y esperó a que el camarero la atendiera. El sol se reflejaba directamente sobre las baldosas del suelo, formando pequeños charcos amarillos y descubriendo lo sucio que estaba el suelo. La barra de madera tenía muchas marcas de quemaduras de cigarro y charcos de agua. Veía, a través de un arco, la sala de los auténticos bebedores. Había un hombre solo apoyado en la mesa junto a su cerveza, dormido, con el sucio anorak marrón colgando hacia un lado por la cantidad de monedas que llevaba en un bolsillo. No le veía la cara. La sala social estaba vacía. Eran las once y media de un sábado por la mañana y la actividad del día todavía no había empezado.

Encendió un cigarro mientras el camarero llegaba y le pidió una limonada y un whisky en vasos separados. Tenía unos cuarenta años, era negro, llevaba unos vaqueros y una camisa de seda azul con el último botón sin abrochar, dejando ver borlas de pelo al estilo afro en el pecho como un puzzle de topos. Le puso la limonada de máquina, y una cantidad mínima de whisky de la botella y dejó los dos vasos en la barra. Maureen cogió la limonada y bebió un sorbo. El sirope grasiento formaba espirales en el agua, reflejadas por la luz. El camarero la estaba mirando, quería hablar con ella, estaba ocupado en la imposible tarea de limpiar la barra. Al final, hizo un movimiento con la cabeza señalando el whisky y le preguntó si esperaba a alguien.

– No -dijo Maureen, entre tragos de limonada-. Sólo he entrado porque estaba muerta de sed.

Era una opción muy poco probable. El Coach and Horses era un mundo aparte, no un bar que se encuentra a la vuelta de la esquina. Limpió los grifos cerca de ella, fregándolos con un trapo húmedo roto, y cruzó la mirada con ella tres o cuatro veces.

– ¿Lleva mucho tiempo trabajando aquí? -preguntó Maureen, intentando sonar informal.

Él le contestó que llevaba dos o tres años, y luego volvió a limpiar la barra y a mirarla. Ella cogió el vaso de whisky. No había casi nada en el vaso, lo suficiente para darle color al cristal. Estaba segura de que la estaban estafando. Quizá fuera por eso que el camarero la miraba.

– Es una lástima echar a perder un vaso con una cantidad tan ínfima -dijo ella.

– ¿Viene de Glasgow? -preguntó el camarero.

Maureen asintió.

– Ya -dijo-. Allí venden el whisky en cuartos de pinta. Aquí sólo ponemos un octavo.

– ¿Y eso es legal?

– Por supuesto -se rió él-. Y cobramos lo mismo.

– Apuesto a que aquí no deben de venir demasiados escoceses.

– De hecho, sí, porque preparamos el Tennent's. -Ilustró la afirmación señalando un par de grifos de cerveza.

– Ah -dijo Maureen, sonriendo y haciendo ver que le importaba.

No tenían nada más que decirse. Aparte de una conversación agradable, el camarero parecía incapaz de decir algo sin llevar la conversación hasta un punto muerto. Maureen echó una ojeada a la sala.

– Acaba de salir del tren, ¿no? -dijo él.

– Sí -dijo ella, intentando sonreírle otra vez-. ¿Por qué? ¿Porque no conocía la medida del whisky?

– No -dijo él, señalando el abrigo-. Siempre van demasiado abrigados, los que salen del tren.

Maureen le ofreció la mano.

– Maureen O'Donnell -dijo ella.

Él le dio un flojo apretón de manos.

– Hola -dijo, negándose a decir su nombre.

Maureen sospechaba que sabía hacerlo mejor. Separó su mano y volvió a coger el vaso.

– Así que vienen muchos escoceses, ¿no? -dijo ella.

– Sí.

– Seguro que conozco a la mitad de ellos. ¿Viene por aquí Neil Hutton?

El camarero la miró con un aire despectivo, como si hubiera explicado un chiste verde.

– ¿Y Frank Toner?

– ¿Quién?

– Frank Toner. Grande, con gafas. -Sacó la Polaroid del bolsillo y se la enseñó-. ¿Ve a este hombre? -dijo-. ¿Viene por aquí?

– ¿Por qué?

Maureen volvió a meterse la foto en el bolsillo.

– Tenía que encontrarme con él.

El camarero torció la boca hacia un lado mientras tiraba la toalla encima de la barra. Maureen lo observó durante un minuto. No le gustaba nada. Apagó el cigarro en un cenicero y saltó del taburete, cogiendo su abrigo.

– Viene aquí a beber -dijo el camarero, despacio.

– ¿La mayoría de las noches?

– Algunas noches.

Maureen le enseñó la fotocopia de la cara de Ann.

– ¿Es su novia?

El camarero se estremeció al ver la foto.

– No -dijo, con la mirada fija en la barra mientras la limpiaba.

– ¿Cómo puede estar tan seguro?

Se quedó pensativo.

– Quizá -dijo, dándole vueltas al asunto-, quizás era su novia. No les sigo la pista.

– ¿Era?

– ¿Eh?

– Bueno -dijo Maureen-, yo he dicho «es» y usted ha dicho «era».

La miró fijamente a los ojos.

– No la he visto durante una temporada.

– Oh -dijo Maureen. Él sabía que Ann estaba muerta y no tenía ninguna intención de contárselo a Maureen-. Pero ¿los había visto juntos?

Él se encogió y ser rió para sí mismo.

– Hace mucho, antes de Navidad. Quizás era su novia… -Levantó la mirada hacia ella-… Quizás.

– ¿Ella venía por aquí?

– Solía venir muy a menudo. Venía con él. Luego, después de Navidad, vino sola. Estaba muy deteriorada. -Se encogió de hombros otra vez.

Maureen se esperó un segundo pero era obvio que no sabía nada más. Escribió el número de su busca en una hoja de papel de su libreta, la dejó en la barra y la tapó con un billete de cinco libras.

– Mójese la punta de la lengua con eso -dijo ella, intentando sonar agradable pero sonó a chica espabilada-. Ya nos veremos.

Salió del bar a la calle soleada, dejando tras de sí el limón ahumado.

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