48. Martirio blanco

La cara de Siobhain medía seis metros y los miraba enfadada. Estaba demasiado cerca de la cámara, el rostro salía por los bordes de la pantalla.

– Me llamo Siobhain McCloud, del clan McCloud.

El público se rió mientras los más inseguros les decían a sus vecinos que los conocían.

Siobhain se alejó de la cámara. Estaba de pie en su salón beige y todo a su alrededor, el suelo, la pantalla de la televisión, el sofá, el alféizar de la ventana, estaba lleno de fotos recortadas. Había fotos de niños en una bañera, de perros, de comida, de modelos y fotos de los lectores, de pasteles caseros, de cimas de montañas y de hoteles para veranear. Le dijo al público que había recortado las fotos que le habían gustado y que se divertía coleccionándolas en álbumes. Abrió uno y la iluminación de Liam dio vida a la foto. Se veía un carruaje de caballos con una pareja dentro, grotescamente feos, vestidos de novios. La cámara acercó la imagen.

– Estos -dijo Siobhain- son Sandra y John, de Newcastle, en el día más feliz de su vida -pasó la página-, y esta es mi foto preferida, la de un cangrejo.

Su actuación era algo rara y muy forzada. Hablaba demasiado alto y decía cosas muy superficiales. Enseñó un plato de pescado y habló de su familia. Eran nómadas en las Highlands de Escocia. Describió cómo dragaban los ríos en verano, caminando por el río y revolviendo las orillas, pasaban de las superficies más movidas a las aguas más tranquilas hacia el sur, encontraban perlas y las vendían en la ciudad. La cámara enfocó el retrato que había encima de la chimenea y ella explicó la historia de su hermano pequeño, Murdo, cuando se ahogó en un pequeño arroyo en otoño y cómo la profunda pena hizo que su madre se fuera lejos de las Highlands. Se giró hacia la foto de un hotel italiano, señaló la bandera que había encima de un castillo fortaleza y explicó que, antiguamente, según la iglesia, había tres tipos de martirio. El rojo significaba la muerte, el verde significaba vivir como un ermitaño en las montañas y el martirio blanco significaba el exilio, abandonar tus tierras y tu familia para preservar la fe. Tenía un acento muy marcado y no se la veía nada guapa. Tenía la cara gorda y la barbilla se le unía al pecho, como a Hitchcock.

– Se me ve muy gorda -le susurró indignada a Maureen.

Los otros cortos habían recibido un breve aplauso, pero cuando se encendieron las luces después del corto de Liam, todo el mundo aplaudió, algunos por educación, otros porque lo sentían de verdad. Un par de jóvenes que querían llamar la atención empezaron a silbar y a gritar desde la última fila. El público se levantó y empezó a desfilar hacia la salida. Maureen intentó encontrar a Lynn entre el gentío pero el collarín no le permitía moverse demasiado.

– Se me veía muy gorda -dijo Siobhain, mirando a la pantalla.

– ¿Qué te ha parecido? -le preguntó Maureen a Leslie.

– Un poco largo, ¿no? -dijo Cammy, como si no estuviera sentado en un cine y no llevara una chaqueta celta acolchada.

– Por Dios -dijo Kilty Goldfarb, agitando el cucurucho que se estaba comiendo hacia él, exasperada-. Ha durado nueve minutos, tío. ¿A ti qué te pasa? ¿Tienes el cerebro defectuoso?

– Tranquila -dijo Cammy incómodo-. Creo que ha durado demasiado… -Echó una ojeada al cine, consciente de que se había equivocado.

– A la gente le ha gustado, ¿no? -dijo Leslie, para encubrirlo.

Liam tenía razón sobre la luna de miel de tres meses. Maureen veía que Leslie se molestaba con Cammy cuando decía algo estúpido. Al parecer, también había cambiado de opinión acerca de lo de tener hijos, aunque no le había dicho a Maureen por qué. Liam llegó desde las últimas filas, abriéndose camino entre la gente, y se quedó junto a Maureen, colorado y orgulloso.

– ¿Qué os ha parecido?

– Brillante -dijo Leslie.

– Increíblemente genial -dio Kilty.

– Me veía muy gorda -dijo Siobhain, molesta, como si Liam hubiera manipulado la imagen con una lente especial.

– Creo que ha sido un poco largo -dijo Cammy, con firmeza ahora que había otro hombre en el grupo.

Liam lo miró perplejo.

– Creo que ha ido bastante bien -dijo mirando a su alrededor-. Lynn tenía que trabajar hasta tarde, pero ya tendría que haber llegado.

Leslie cogió a Maureen del codo y le dijo que ella y Cammy habían venido en coche, que iban a llevar a Siobhain a su casa y que se pasarían por casa de Jimmy a recoger a Isa, ¿le venía de gusto ir y ver a los niños?

– No puedo -dijo Maureen-. Tengo que ir a ver a una persona.

A Cammy le costó reprimir su alegría.

– Genial -dijo, sonriendo-. Hasta otro día, entonces.

Leslie y su séquito se perdieron entre la muchedumbre. Algunas personas reconocieron a Siobhain y se la quedaron mirando mientras salía, pensando que era una actriz fabulosa. Kilty los siguió con la mirada.

– Tenías razón sobre ese tipo, Mauri -dijo-. Es un completo gilipollas.

Maureen suspiró, consternada.

– ¿Qué le habrá visto Leslie?

Liam se encogió de hombros.

– A las de su familia les van los imbéciles, ¿no?

Maureen asintió.

– Pues sí.

– Y aquí -dijo él-, llega otra a la que le van los imbéciles.

Lynn había visto el corto desde la última fila e iba hacia ellos caminando de lado entre la gente. Maureen se sintió implicada en la traición de Liam. No se había sentido igual con Lynn desde lo de Martha. La estaba decepcionando al no contárselo, pero no podía, no era asunto suyo. Había intentado hacer que Liam se sintiera mal diciéndole que Martha podía tener el VIH, pero él le dijo que había tomado precauciones. Lynn pasó por encima de una butaca y llamó a Liam.

– Tu corto ha hecho que Siobhain pareciera idiota.

– No es verdad -dijo él.

– En realidad -dijo Kilty-, parecía que estaba un poco chalada.

– Es tu mejor corto -dijo Maureen.

– ¿En serio? -dijo él.

– Sí. Kilty, ¿tienes tu llave?

– Sí -dijo Kilty-. ¿No vienes a tomar algo con nosotros?

– No puedo -dijo Maureen-. He quedado.


Mientras aparcaba el coche, Vik pensó en Maureen, sentada en su casa con la calefacción al máximo y los grandes rizos bailándole en la cara mientras se reía de algo que daban en la tele. Subió por Sauchiehall Street, con las manos en los bolsillos y la cabeza baja para cortar el viento. Había mucha gente en los bares, para ser lunes. Los vendedores del Issue y los mendigos se arremolinaban alrededor de las colas de los cines y los borrachos iban calle arriba y calle abajo, buscando un bar para beber durante toda la noche. Había un grupo de mujeres de la fábrica con el uniforme de nailon azul frente a la puerta de Porter's, haciendo cola para entrar en el karaoke, y los estudiantes se reunían frente al Baird Hall.


Mark Doyle estaba esperando en el Equal Café. No se había quitado la chaqueta, era un hombre sucio y solo sentado en una mesa pequeña junto a la ventana, fumando. Movió la cabeza cuando la vio.

– ¿Todo bien?

– ¿Has llegado temprano? -dijo ella.

– Sí, un poco.

– ¿Quieres comer algo?

Él se encogió de hombros. No parecía estar muy cómodo. Maureen no sabía si había estado alguna vez en un café.

– ¿Qué hay? -dijo, comportándose como un espía nervioso.

– ¿Pastel casero? -Él agitó la cabeza-. ¿Algo frito?

Él volvió a agitar la cabeza.

– Tengo el estómago revuelto.

– ¿Sopa?

– ¿De qué tipo?

– Minestrone.

– Vale, esa me gusta. Tomaré una taza.

La camarera estaba tomando nota en otra mesa. Maureen miró a Doyle. No era un hombre al que le gustara andarse por las ramas, así que ella ni lo intentó.

– ¿Crees que a Pauline le hubiera gustado que nosotros nos conociéramos ahora?

Él se rozó la piel escamada de la cara.

– Creo que sí -dijo-. Sin embargo, nunca me habló de ti. Por lo que sé, igual podría ser que no te aguantara.

Levantó una ceja y Maureen sonrió. La huraña camarera se acercó a su mesa y Maureen pidió dos tazones de sopa y un poco de pan.


Vik giró para cruzar la calle y miró hacia el interior del Equal Café. Maureen O'Donnell estaba sentada junto a la ventana, iluminada por la luz blanca brillante. Llevaba un collarín de color carne y estaba relajada y feliz. Frente a ella, había un hombre alto, moreno, con la espalda ancha. No era su hermano: no se parecía en nada a ella. Vik siguió caminando y cruzó un poco más abajo. Cuando entró en el Va-riety, pidió una cerveza y descubrió que estaba temblando del disgusto. Cuando Maureen se fuera a Garnethill, tendría que pasar por delante del Variety. Se acordaría de que él estaba allí. Siempre iba allí los lunes. Él y Shan siempre iban al Variety.


– Elizabeth -dijo Doyle-. Está muerta.

– ¿Qué ocurrió?

– Salió bajo fianza. Fue a comprar droga. Sobredosis -explicó la historia como si leyera por encima una noticia breve de la parte de sociedad del periódico.

– Dios -dijo Maureen-, eso es terrible.

– No, no lo es -dijo Doyle.

La camarera les trajo dos platos de sopa con picatostes grasientos y un plato con pan blanco cortado a rebanadas.

– ¿Por qué querías verme? -preguntó Doyle, apoyando las grandes manos en la mesa, sin tocar los cubiertos.

Maureen se detuvo con la cuchara a un centímetro de la boca. La volvió a dejar en el plato.

– Mi padre ha vuelto a Glasgow.

Doyle asintió como si ya lo supiera.

– Es un mal padre -dijo ella-. Es como el tuyo.

Él la miró a los ojos.

– No -dijo él.

– Pero…

– Después, no puedes dar marcha atrás. Al principio, piensas que los tienes metidos en la cabeza, pero cuando cruzas la línea, entonces sí que te tienen prisionera para siempre. No eres mejor que ellos.

Sin embargo, lo de Millport no la había hecho más débil, se había sentido mejor, después, más fuerte, más poderosa. Si era capaz de controlarse y no perder los estribos como hizo con Toner, sabía que esta vez podría conseguirlo.

– Lo que me hizo, fuera lo que fuera -dijo ella-, forma parte del pasado.

Doyle asintió.

– Ya pasó -dijo él.

– Esa época pasó.

Se miraron el uno al otro. Doyle levantó la cuchara y sorbió un poco de sopa.

– ¿Y qué época toca ahora? -dijo él.

– Mi hermana está embarazada. Quiero saber qué tengo que hacer.

– Ponla sobre aviso.

– Ya lo he hecho. No me cree.

Doyle agitó la cabeza, mirando la mesa.

– No lo hagas.

– ¿Qué más puedo hacer?

– Aléjate. Vete. No es asunto tuyo.

– No puedo irme.

– No puedes detenerlo.

– Sí que puedo. Tú lo sabes. Los dos lo sabemos. Sí que puedo detenerlo.

Doyle volvió a agitar la cabeza.

– Te arruinarás la vida.

Envolvió el mango de la cuchara con la mano y lo dobló, nervioso, arrancándose la piel de los nudillos y convirtiéndola en cortes rojos de piel fragmentada. Empezó a comerse la sopa. Maureen, decepcionada, lo observaba. A ella le hubiera gustado que él hubiera dicho que sí, que hubiera hecho sugerencias o incluso que se hubiera ofrecido a ayudarla.

– Las cosas nunca se acaban, ¿verdad? -dijo ella.

– No -dijo Doyle, y masticó un picatoste.


Vik esperó toda la noche. Se quedó sentado en un taburete, observando la puerta durante cuatro horas, fingiendo hablar con Shan sobre Gram Parsons y la alienación del Motherwell. Cada vez que se abría la puerta, el corazón le daba un vuelco. Esperó y esperó hasta que los camareros gritaron que era la hora de cerrar, pero Maureen no apareció.

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