2. Daniel

Londres es una ciudad muy salvaje y ella no pertenecía a ese ambiente. Puede que jamás la hubiesen encontrado de no ser por Daniel. Habría desaparecido por completo, un miembro desaparecido de una familia destruida, una cara casi desconocida en un marco lleno de bares.

Daniel se había levantado de muy buen humor. Era un soleado día de enero y se dirigía a su primer turno como camarero en un club privado de Chelsea frecuentado por futbolistas y personas conocidas. Apenas había tráfico, las luces de los faros se entrecruzaban, mientras contaba los minutos para llegar al trabajo. Redujo la velocidad al llegar al cruce, puso el intermitente de la derecha, hacia la calle ancha que bordeaba el río. Tomó la curva fácilmente, valiéndose de su peso para inclinar la moto, deslizándose a través de los coches parados en el semáforo. Estaba a punto de enderezarse cuando vio pasar por su lado a toda velocidad un Mini plateado, las llantas desprendían chispas rojas a medida que iba rozando el borde del pavimento. Contuvo el aliento, giró el manillar a la izquierda y cruzó la calle, por encima de la acera, hasta que la rueda delantera chocó con el muro del río a más de cincuenta kilómetros por hora. La rueda trasera perdió contacto con el asfalto y catapultó a Daniel por los aires justo cuando el Mini pasó por detrás de él. Voló de espaldas los diez metros interminables que había hasta el río, y aterrizó encima de una pequeña isla de barro en la orilla. No había corriente, y de todos los escombros que flotan por el Támesis en los que podía haber ido a parar, cayó en un colchón empapado de barro.

Se chequeó inmediatamente las costillas y las facultades y comprobó que todo estaba en orden. Dio gracias a Dios, recordó que no creía en Dios y se otorgó todo el mérito a sí mismo. Pasmado ante su habilidad y su destreza de reflejos, se puso de pie encima del colchón y de la mano izquierda le resbalaba un material viscoso hasta la superficie mugrienta. Mirando el líquido en sus manos ahuecadas, cerró el puño con fuerza. Un grupo de gente preocupada se abalanzó sobre el muro, gritando desesperadamente hacia él. Daniel agitó una mano.

– Estoy bien -gritó-. No se preocupen. ¿Están todos bien?

Los peatones miraron a su izquierda y asintieron. Daniel sonrió y miró hacia abajo. Estaba sentado encima de un cadáver, la suela de su zapato se hundía en el muslo de ella. Se puso de pie, agitó el colchón hasta que el brazo de la chica cayó en la orilla embarrada. Llevaba un nomeolvides de oro grueso con una inscripción: ann. Retrocedió estupefacto hacia el río, sin poder apartar la vista de ella, intentando que la imagen tuviera sentido.

Ahora la podía ver entera, una barriga rosa y azul hinchada, una cabeza sin rostro rodeada de cabellos grises grasientos, descoloridos por el agua voraz. Le faltaba un pedazo irregular de piel gelatinosa en la barriga. Daniel gritó, un grito de animal estrangulado, sacudió la mano izquierda en el aire, esparciendo la carne desintegrada. Se agachó y metió la mano en el río marrón para intentar librarse de aquella sensación. Jadeando, se giró y señaló a aquella cosa podrida que colgaba del colchón.

Un hombre le gritó desde lo alto del muro del río:

– ¿Está herido?

Daniel miró hacia arriba. Los ojos se le salían de las órbitas. La cabeza del hombre era una mancha que flotaba encima del muro. Los ojos de Daniel volvieron al cadáver, sobresaltados por su presencia.

El hombre, con buena intención, le hablaba lentamente, vocalizando cuidadosamente.

– ¿Puede oírme? -gritó-. Soy socorrista.

Daniel intentó mirar hacia arriba pero cada vez los ojos volvían a ella. Imaginó que se había movido y el miedo lo dejó sin aliento. Empezó a llorar y levantó la mirada.

– ¿Es policía? -gritó, con una voz que casi no reconocía.

– No -respondió el hombre-. Soy socorrista. ¿Necesita atención médica?

– Llamen a la policía, joder -gritó Daniel, con los ojos llenos de lágrimas y la boca completamente abierta. Agitó la mano en el aire mientras la piel le hervía de asco-. Llamen a la policía, joder.

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