25. Alan

El viento empezó a soplar con más fuerza en la estación de autobuses, deslizándose por las calles hasta llegar a converger en la zona de espera delante de la ventanilla de los billetes. La estación era un recinto de cemento rodeado por una pared de ladrillos muy alta. Hasta hacía pocas semanas, era un rincón abandonado de la ciudad. El desarrollo había empezado hacía algunos años pero ya se habían construido un centro comercial, un párking con muchas plantas y una sala de conciertos. También habían reformado las paradas de autobuses. Todas las paradas se habían cerrado con paredes de cristal, diseñadas para evitar que los peatones se paseasen por delante de los autobuses de dos pisos. También se había redecorado el punto de venta de los billetes y se comentaba que las reformas habían costado una fortuna y, sin embargo, la estación aún era bastante deprimente. La mayor parte de los pasajeros eran lo suficientemente pobres como para pagarse solamente un paquete de tabaco, y el nuevo habitáculo era una zona permitida para fumadores. Así que, las personas que iban a coger el autobús tenían que esperarse fuera de la recién estrenada estructura, manteniéndola en condiciones para recibir a dignatarios.

Hicieron cola durante veinte minutos, con el viento soplando fuerte, para comprar el billete de vuelta a Londres, el que salía a las diez y media de la noche. El autobús de vuelta estaba completo.

– Pero no puede presentarse así como así, ¿lo entiende? -El hombre de detrás de la ventanilla hablaba muy despacio, como si estuviera acostumbrado a tratar con niños. Tenía unos pelos que le salían rectos de la nariz, como si tuviera un insecto a punto de asomar por el orificio nasal que hubiera oído un extraño ruido y se hubiera quedado paralizado.

– Lo entiendo perfectamente -dijo Maureen-. Tengo que hacer una reserva.

– Tiene que hacer una reserva, eso es, una reserva -dijo el hombre. Cogió el dinero y le dio el billete, sin soltarlo del todo cuando lo cogió Maureen-. Ahí tiene el número -dijo, señalando un número de teléfono que había al fondo pintado en rojo-, para cuando quiera hacer la reserva.

– Tengo que hacer una reserva -asintió Maureen.

– Tienes que hacer una reserva -sonrió Leslie.

– Eso es -dijo el hombre-. Tiene que hacer una reserva.

Mientras salían de la estación, Leslie dijo que no le gustaba la idea de que Maureen se fuera sin que hubiera ningún modo de contactar con ella. Era jueves, las tiendas estaban abiertas hasta muy tarde, y le dijo que quería que se comprara un móvil, pero Maureen dijo que se comería el corazón antes que comprarse un móvil. Llegaron a un acuerdo y decidieron que Maureen se compraría un busca, prometiéndole a Leslie que la llamaría cada vez que le dejara un mensaje. Escogió el más caro y dijo que se lo quedaba, pero el vendedor no dejaba de hablar.

– Me lo quedo.

– Puede usarse de muchas formas distintas y viene con pilas gratis.

– Me lo quedo.

– También tiene distintos tonos para que no la interrumpan en reuniones de trabajo importantes.

– Me lo quedo.

– La garantía de un año incluye una cláusula de piezas y recambios completa y cuesta cerca de…

Leslie se inclinó sobre el mostrador.

– Oiga, señor Branson -dijo, en voz alta-. Póngalo en una bolsa y coja el dinero.

Al cabo de tres minutos ya habían salido de la tienda y estaban en medio de la ventosa confusión de Sauchiehall Street.

– Eres una maleducada, Leslie.

– Ya lo sé.

Maureen se detuvo y miró a Leslie.

– Estamos a cinco minutos de la casa y ya no puedes retrasarlo más.

– Ya lo sé.


Jimmy abrió la puerta del todo al cuarto golpe. Su palidez cansada era todavía más exagerada con los ojos húmedos y su desánimo. Se quedó de pie, con miedo a levantar la cabeza y ver quién era, resignado a lo que fuera que le iba a pasar.

– Jimmy -dijo Maureen, apoyando las manos en las rodillas y agachándose para que la mirase a los ojos-, soy yo.

Él miró a Leslie.

– Jimmy, es tu prima, Leslie. Es la hija de Isa. Quieren ayudarte.

– ¿Isa? ¿Isa? -Jimmy repitió el nombre, recordando una época pasada y un cariño desconocido para él.

– Sí -dijo Leslie, con mucho tacto-. Isa es mi madre.

Jimmy dejó la puerta abierta y volvió hacia el salón. Aún era temprano pero los niños ya estaban en la cama. Había ropa y zapatos muy pequeños esparcidos por el suelo. En el suelo, junto a la silla, había una botella de MadMan, una bebida alcohólica dulce y barata especial para los menores de doce años. La única bombilla no favorecía a Jimmy en absoluto. Tenía la piel de la sien y de la mandíbula de un color grisáceo, como si se estuviera muriendo desde fuera hacia dentro. Se sentó en la única silla de la sala, levantó una vieja fotografía de Ann, sujetándola con cuidado por un extremo.

– Lo siento, Jimmy -dijo Maureen-. ¿Ya se lo has dicho a los niños?

Jimmy negó con la cabeza.

– ¿Te ha dicho la policía lo que le pasó?

– Está muerta. -Suspiró, como si eso fuera lo único que importara.

Leslie se apoyó en la pared del fondo, cerca de la puerta, y encendió un cigarro.

– ¿Te han dicho que la asesinaron? -preguntó Maureen, agachándose junto a la silla, intentaba hablar bajo por si Jimmy se echaba a llorar delante de ella.

Él asintió, se inclinó un poco y se llevó la botella a la boca, bebiendo y tragando rápido. Estaba temblando: el extremo de la foto de Ann se agitaba como el ala de un insecto.

– Es la única foto que tengo.

Sonrió a Maureen, mostrando sus sucios dientes amarillos y sus ojos empezaron a emanar lágrimas. Jimmy se cubrió la cara con una mano y lloró en silencio, mientras los tendones del cuello se le tensaban como las cuerdas de una tienda de campaña y le caían rastros de saliva por la boca abierta.

Se quedó así mucho rato y Maureen lo observaba, con ganas de abrazarlo y acariciarlo si ella fuera mejor persona y no lo encontrase tan repulsivo. Encendió dos cigarros y deslizó uno entre los dedos de Jimmy, que tenía la mano apoyada en el brazo de la silla. Ya se había quemado la mitad cuando relajó los músculos del cuello. Se estremeció, apartó la mano mojada de su cara y se llevó el cigarro a la boca. Dio una calada larga y profunda. La ceniza le cayó encima de las piernas y él la sacudió con la mano mientras soltaba el humo.

– Ha venido la policía -dijo Jimmy-. No sé qué decirles.

– Sólo diles la verdad -dijo Maureen, pensando en qué le parecería a Leslie. Sacó la Polaroid del bolsillo y se la dio-. ¿Sabes quién es este hombre?

Jimmy se secó las lágrimas con la mano y miró a aquel hombre grande y bruto que tenía a su hijo cogido de la mano.

– No. Mi hijo me lo contó. Que le preguntó por la foto.

– No quería preguntártelo a ti. Pensé que, a lo mejor, era el novio de Ann.

– Ya -dijo Jimmy, sin importarle para nada la infidelidad. Señaló al hombre de la foto-. Le dijo al crío que necesitaba una foto para enviársela a su mamá.

Le tembló el pecho al respirar. Miró la foto de su mujer muerta y los ojos rojos volvieron a llorar. Sonrió, desolado.

– Jimmy -dijo Maureen, volviendo a insistir-, ¿por qué querría Ann una foto de ese niño en concreto? ¿Estaba especialmente orgullosa de él?

– No.

Jimmy se levantó despacio, con una mano debajo del cigarro para que la ceniza no cayera al suelo. Trajo de la cocina un platillo roto para usarlo como cenicero. Maureen lo cogió y apagó su cigarro, dejando el mechero de Vik debajo de la pata de la silla, sin que nadie la viera.

– ¿Te dijo el niño cuándo hicieron la foto? -preguntó.

Jimmy volvió a sentarse.

– Era el último día de clase antes de las vacaciones de Navidad. Mire, ahí se ve la tarjeta que hizo para mí -dijo, señalando la tarjeta roja y blanca que el niño llevaba en la mano.

– ¿El último día de clase? ¿Qué día sería, el 21 de diciembre?

– Sí.

– Jimmy, ¿me harás un favor? Quiero que vayas mañana a preguntar si alguien ha cobrado hoy el dinero de los niños. ¿Lo harás?

– Vale.

– Este es el número de mi busca -lo copió del folleto en el reverso de un billete de autobús y se lo dio-. ¿Me llamarás y me dejarás un mensaje si te dicen algo? Una mujer te preguntará qué mensaje quieres dejar, tú se lo dices y a mí me aparece escrito aquí -dijo, enseñándole el busca, y volvió a guardarse la Polaroid en el bolsillo.

Leslie dio un paso adelante con un número de teléfono escrito en el interior de un paquete de tabaco.

– Este es el número de mi madre -dijo dándole el paquete, y Maureen se dio cuenta de que no le daba el suyo particular.

– La hija de Isa, ¿eh? -dijo Jimmy.

– Sí.

– Eres su orgullo y su alegría. Me gusta tu madre. Isa. Una buena persona. Amable.

Jimmy hablaba más alto y más deprisa, derecho a otro ataque de lágrimas. Unos golpes en las escaleras les llamaron la atención. Jimmy se limpió la cara, secándose las lágrimas y apartándose el pelo negro de la cara. El hijo mayor apareció en la puerta del salón, llevaba un jersey encima del pijama gastado. Arrastraba unos calcetines grises de la escuela. Leslie retrocedió y se apoyó en el marco de la puerta, como si el pequeño la hubiera asustado.

– ¿Quién es, papá? -dijo el niño, sin mirar a Leslie o a Maureen. Sólo quería que su padre le dijera que todo estaba bien.

Jimmy abrió los brazos.

– Todo está bien, hijo -dijo, cariñosamente, y el niño corrió hacia él, se subió encima de su rodilla y se agarró con los brazos alrededor del cuello de Jimmy.

Tenía nueve años. La última vez que Maureen lo había visto, estaba actuando como un tipo duro y era demasiado mayor para sentarse en las rodillas de su padre. Lo estaba haciendo por Maureen y Leslie, por si habían venido para hacerle daño a Jimmy. Maureen se lo imaginó sentado en el piso de arriba, escuchando que llamaban a la puerta, intentando escuchar la conversación hasta que la tensión y la preocupación llegaron a su límite y tuvo que bajar y comportarse como un niño de cuatro años. Pensó en su padrastro, George, en la boda de su prima Betsy George se quedó horrorizado cuando descubrió que nadie había sacado nunca a bailar a Maureen. La sacó a la pista y la dejó allí en medio, de pie, mientras él bailaba el vals solo por toda la pista. La hizo sentirse como una niña pequeña, mimada y preciosa, pero no lo era, tenía doce años, pesaba cerca de treinta y ocho quilos y, viéndolo en retrospectiva, debió de ser demoledor para los pies de George. Lo recordaba sudando y resoplando cada vez que levantaba un pie para dar otra vuelta más. Estaba compensándola por la ausencia de Michael, siempre estaba compensando la ausencia de Michael.

Jimmy Harris apagó el cigarro en el platillo y sentó al niño en el regazo.

– ¿Ves a esta señora? -dijo, señalando a Leslie, que estaba apoyada con desgana en la puerta-. Es tu prima Leslie. Leslie, este es Alan.

– Hola, Alan -dijo Leslie, con cara de asco.

– Hola -dijo Alan, olvidándose de que estaba haciendo ver que estaba dormido y levantándose-. Tú ya viniste otro día -le dijo a Maureen. Tenía los mismos dientes que Jimmy-. ¿Ya has encontrado a mi mamá?

Nadie supo qué decirle.

– Todavía no, hijo.

– ¿La encontrarás?

– No lo sé, chico.

Jimmy le dio una palmada en la espalda.

– Venga, deberías estar en la cama. Sube tú solo.

– Quiero que vengas tú -dijo, cogiendo a Jimmy del brazo.

– No, Alan. Ahora estoy hablando con ellas…

– Jimmy -dijo Maureen-. Nosotras nos vamos.

El niño sonrió.

– No -dijo Jimmy-. Ya es mayor para…

– Nos vamos -dijo Maureen-. Tú llévalo arriba.

Se levantó y Leslie se fue hacia la puerta, con muchas ganas de salir de allí. Maureen acarició el pelo rubio del niño.

– Adiós, Alan. Hasta pronto.

Alan no la miró. Estaba agarrado a su padre, con miedo de soltarse. No lo dejó ni salir a despedirse.

– Ya nos veremos, Jimmy -dijo Maureen, mirando hacia el salón, pero Jimmy estaba ocupado tratando de no caerse encima de su hijo.

Maureen cerró la puerta despacio y siguió a Leslie hasta el ascensor. Había corriente de aire en el pasillo y los televisores resonaban tras las puertas de los vecinos. El ascensor ya no olía a orina, pero había quedado un olor muy amargo. AMcM aún era un soplapollas pero Rory T se le había unido en el intento.

– Dios-gruñó Leslie-. Mi madre les dará comida intravenosa cuando los vea. ¿De qué va toda esa historia de «Papá, no vayas a la mina hoy»?

– Cada noche vienen acreedores con amenazas, el crío tiene miedo por lo que pueda pasarle -dijo Maureen, pensando en algo positivo que decir para que Jimmy dejara de parecer el hombre más patético del mundo-. Son una familia muy unida.

– Son una familia muy asustada -la corrigió Leslie-. Ese crío sabe lo que le va a pasar a su padre. Lo sabe mejor que él.

– ¿Vas a entregarle las fotos a la policía?

– No lo sé -dijo Leslie pausadamente, mordiéndose el labio inferior. Se rascó los ojos-. Pero a la primera señal de que es culpable, yo misma iré a Peel Street y se las daré a la policía.

Maureen se rió mientras las puertas del ascensor se abrían en el vestíbulo vacío. Leslie se dirigió hacia la puerta y Maureen la siguió hacia el jardín delantero oscuro y ventoso. Esperó hasta que Leslie hubo sacado la cadena de la moto.

– Uy -dijo, teatralmente-. Me he dejado el encendedor arriba. Tardo un minuto.

Llamó a la puerta muy flojo para que el niño no la oyera. Jimmy estaba contento de ver que era ella, y aún más contento de ver que venía sola.

– ¿Por qué ha vuelto? -le preguntó, con la puerta abierta.

Maureen miró hacia la escalera y vio el pelo revuelto de Alan encima de la baranda del rellano. Le dijo:

– Vuelvo a ser yo.

Alan se levantó y la miró. Tenía los ojos hinchados y cansados.

– Vuelve a la cama, hijo -dijo dulcemente-. No pasa nada. Sólo me he dejado algo.

Jimmy miró hacia arriba, aparentemente sorprendido de que el niño estuviera allí.

– Vete a la cama -dijo, levantando la mano como amenaza-. Venga.

Alan se levantó y volvió a su cuarto, cerrando la puerta con cuidado, para no despertar a sus hermanos. Jimmy la condujo hasta el salón, cerrando la puerta que daba al recibidor para que Alan no los oyera. Maureen se agachó y recogió el encendedor de Vik.

– Jimmy, ¿por qué fuiste a Londres la semana pasada?

Jimmy no contestó.

Ella señaló el sitio en la pared donde había dejado la bolsa.

– Vi tu bolsa con la etiqueta de la compañía aérea.

Jimmy inspiró tembloroso.

– ¿Lo sabe la policía? -susurró.

– No lo sé.

Jimmy se reclinó en la silla, sintiéndose culpable y desenmascarado. Sonrió nervioso.

– Pensé que mi suerte había cambiado.

– ¿Qué hacías allí?

– Alguien dejó un billete de avión por debajo de la puerta -dijo-. Era por la noche. En un sobre. Con una carta. Decía que tenía que ir a un bufete de abogados en Brixton.

– ¿Y por qué fuiste?

La miró, sin acabar de entender la pregunta.

– Era de un abogado -dijo, simplemente, como si fuera tan importante como una orden del Papa.

– ¿Qué te decía?

– Algo de un dinero.

– ¿Qué dinero?

– De una herencia. Alguien se había muerto y me había dejado dinero. Si no iba, no me lo iban a dar.

– ¿Como en las películas? -dijo Maureen, con tristeza.

– Exacto -asintió-. Como en las películas.

Maureen sacó su paquete de tabaco y le ofreció un cigarro, y los encendió con el encendedor de Vik.

– ¿Qué pasó cuando fuiste a la oficina del abogado? -dijo ella.

Jimmy cogió el platillo de detrás de su silla. Sacó un poco de humo e hizo una pausa.

– Fui a la dirección. Era la oficina de un abogado pero no de ese, era otro nombre. Se llamaban así hasta hace un tiempo, pero luego se cambiaron. Ellos no me habían enviado la carta. No había ninguna herencia. Debió de ser una broma de alguien -sonrió nervioso-, pero yo pensé: «Bueno, por lo menos, iré en avión», ya sabes?

– ¿Aún tienes la carta?

– ¿La del abogado?

– Sí.

– Creo que sí. -Rebuscó entre un montón de recibos al lado de la silla-. Tiene que estar por aquí.

Se puso de pie, levantó el cojín de la silla y encontró un sobre con una dirección impresa y sin sello. El membrete rezaba «McCallum and Headie» con un tipo de letra asequible en la mayoría de procesadores de texto. La carta estaba escrita con la misma letra y el papel era de mala calidad. Ni siquiera habían pasado el corrector por el texto: Jimmy tenía que presentarse en la oficina a las 14.00 del jueves o perdería cualquier derecho de reclamación sobre la herencia. Volvió a dejar el cojín en su sitio y se sentó.

– Jimmy. -Maureen estaba sorprendida por su ingenuidad-. ¿En qué estabas pensando cuando te fuiste?

– Pensé que mi suerte había cambiado. -Agitó la cabeza mirando la carta-. ¿Usted lo habría sabido, verdad? -Se la quedó mirando. Maureen no quería decirle que sí pero Jimmy ya lo sabía.

– ¿Qué día fuiste?

– Hace una semana.

– ¿El jueves pasado?

– Sí. La policía dice que estuvo en el río una semana, más o menos. Eso quiere decir que yo estaba en Londres cuando sucedió, ¿no?

– ¿Cuándo recibiste el billete?

– Lo dejaron por debajo de la puerta la noche anterior.

Jimmy no encontraría agua en el mar ni en cien años. Puede que los niños estuvieran mejor con los asistentes sociales pero Jimmy se merecía un descanso en su vida de perros. Sólo un descanso. Ella volvió a mirar la carta. Liam tenía un abogado. Solía mentir sobre eso si salía el tema delante de alguien, hacía ver que no sabía nada de abogados si el nombre del bufete aparecía en el periódico. Solía decir que podías deducir los detalles más íntimos de alguien con sólo mencionar el nombre de su abogado, cuánto ganaba, si era hetero o gay, con quién salía, en qué trabajaba. Maureen escribió el nombre y la dirección del bufete en la carta y se guardó el trozo de papel en el bolsillo.

– ¿Te vio alguien en Londres? -dijo Maureen-. ¿Alguien podría reconocerte?

– No. Sólo fui durante un día. No podría haberlo hecho de otra manera… los niños, ya sabe. Me sentí como un verdadero ejecutivo, hacia Londres por la mañana y volviendo por la noche. La comida estuvo bien. Me guardé el postre para los niños.

Maureen pensó en el colchón.

– ¿No conoces a nadie en Londres, Jimmy?

– No. Conozco a Moe, pero no lo suficiente como para ir a su casa. ¿Debería ocultarles eso a los polis?

– No lo sé -dijo Maureen-. No les des mucha información. Espera a que te pregunten.

– De acuerdo -dijo Jimmy, asintiendo con los ojos abiertos, como si eso fuera de gran ayuda.

De repente, Maureen, desesperada, necesitaba un trago de whisky.

– ¿Sabes que la hermana de Ann vive en Streatham?

Jimmy no entendía la relación.

– Se lo dije yo -dijo.

– Streatham está al lado de Brixton. Vieron a Ann en un bar de aquella zona.

– ¿Ah, sí? -dijo Jimmy-. Eso no lo sabía. Sabía que todo era Londres. Es lógico porque está casada con un negro.

– Jimmy, hay negros por todo Londres, no sólo en Brixton.

Jimmy sabía que lo estaba corrigiendo y también sabía que él estaba equivocado. Hundió la barbilla en el pecho. Maureen se sintió como una oradora moralista.

– Moe es… vive muy bien -dijo él.

– Seguro que sí. Aunque es una coincidencia, ¿no? ¿Qué el abogado y Ann estuvieran en la misma zona? ¿Ann se llevaba bien con su hermana? ¿Tanto como para quedarse en su casa?

– Sí, seguro, estaban muy unidas. Ya sabes cómo son las hermanas.

Maureen no lo sabía; ella tenía dos hermanas pero no sabía cómo eran las hermanas. Se acordó que Leslie la estaba esperando abajo y se puso el abrigo.

– También me dejaron dinero por debajo de la puerta la otra noche -dijo Jimmy con rapidez-, mucho dinero. No sé qué hacer con él.

– ¿Cuánto dinero?

– Doscientas cincuenta libras. ¿Qué cree que significa?

– ¿Qué hiciste con el dinero?

– Lo escondí.

Le daba vergüenza admitirlo.

– Jimmy, el dinero te lo dejé yo. Puedes gastártelo como quieras. Pero no le des mi nombre a la policía, ¿vale?

Jimmy frunció el ceño con el humo del cigarro.

– Mira -dijo Maureen-, Isa y Leslie van a cuidar de ti, vendrán por aquí para conocer a los niños por si, bueno, por si tienes que irte. Yo me voy a Londres unos días, a ver si averiguo qué le pasó a Ann.

Jimmy la miró con una expresión ausente.

– ¿Por qué hace esto por mí?

Sin embargo, no lo hacía por él.

– Y me puso ese dinero por debajo de la puerta -dijo-. ¿Por qué?

Maureen se sonrojó. Ella lo hacía porque le daba lástima, porque era la persona más lamentable, triste y antipática que jamás había conocido, dentro o fuera del psiquiátrico. Si la vida fuera un poco más cruel con Jimmy, entonces Michael viviría muchos años rodeado de su familia y amigos y ella se moriría muy pronto.

– Yo también he pasado malas épocas -dijo.


Se bebió la taza de café en el salón y escribió en una pequeña lista las cosas que necesitaría en Londres. Las cartas de Angus estaban esparcidas encima de la mesa. Las había estado leyendo otra vez, intentando encontrarles una lógica, pero se había alterado y ahora ya no podía ni tocarlas y las apartó. Dejó la taza de café encima y fue al armario del recibidor a buscar la bolsa. Era una bolsa de ciclista grande, de goma, negra con una raya roja en el medio. La compró por el pequeño pez bordado con hilo plateado. La bolsa tenía un asa ancha que le quedaba en medio del pecho. Estaba hecha para los hombres, no para una mujer con pechos grandes, y el asa le quedaba en medio de la caja torácica, levantándole una teta y apretándole la otra hacia abajo, pero era más informal que una mochila y le cabrían más cosas. La sacó y se agachó, mirando la mancha de sangre en el suelo, donde yacía el recuerdo de Douglas y de tiempos pasados. Se levantó y miró hacia la cocina, por la ventana, a través de la llovizna y las nubes negras, la sombra gris de Ruchill. No iba a volver a lo mismo, pasara lo que pasara. No volvería a una casa donde tuviera miedo de mirar por la ventana.

Se llevó la bolsa a su habitación y empezó a hacerse la maleta. Se estaba mintiendo a ella misma, calculando una estancia de tres días a una semana, metiendo pantalones, calcetines, vaqueros y un par de jerséis. En el baño, recogió la pasta de dientes y la crema tan cara de Maxine y discos de algodón para desmaquillarse los ojos. Tiró la bolsa a las baldosas del suelo, se sentó en el borde de la bañera y se puso a llorar. Sintió la llamada de Londres, la atracción de una ciudad anónima sin Ruchill, ni su familia, ni el hospital, ni su historia. Sintió que no iba a regresar jamás.

Dejó correr el agua, se desvistió despacio, se metió dentro del agua hirviendo de la bañera y encendió un cigarro, tragándose la nicotina mojada. La atmósfera húmeda se filtró en el papel y apagó el cigarro. Lo dejó en la repisa de la bañera, observando su cuerpo enrojecido por la elevada temperatura del agua y empezó a llorar otra vez, encogiéndose de amargura y dolor, deseando ser cualquier otra persona.

Sonó el teléfono en el recibidor y se escuchó la voz, sobria y triste, de Winnie, dejando un mensaje en el contestador.

– Maureen -dijo-, soy tu madre. -Su voz no contenía ni una pizca del melodrama al que Maureen estaba acostumbrada, nada de rabietas prematuras ni de emociones fuertes irracionales. Eran las nueve de la noche de un miércoles: debería estar muy borracha-. Siento mucho los mensajes que te estado dejando pero yo te quiero y quiero hablar contigo. Por favor, llámame. Es urgente.

Maureen esperó un momento, contenta porque había pasado algo y así tenía una misión entre manos. Se lavó la cara, mojándose la piel con violencia una y otra vez, hasta quedarse extasiada. Agarró la cadenita con el dedo gordo del pie y destapó la bañera, se sentó y salió del agua.

Estaba sudada, secándose con la toalla, cuando Liam contestó al teléfono.

– No, Mauri, está bien.

– Casi no he reconocido su voz.

Liam se rió.

– Eso es porque está sobria. -Maureen oyó a Lynn gritar de fondo «Hola, Mauri»-. Lleva tres días sobria.

– ¿Tres días? ¿Y las noches?

– Me refiero a tres días enteros sobria.

– ¡Joder! ¿Cómo está?

– Bien -dijo Liam-, está igual de loca que cuando estaba borracha pero duerme menos y se expresa con más elocuencia.

De repente, Maureen estaba muy contenta de tener una buena razón para no estar en contacto con Winnie. Su madre había intentado dejar la bebida algunas veces y la familia había vivido algunos de sus momentos más tristes. Maureen recordaba las partidas de cartas con Winnie después del colegio, manteniéndola ocupada hasta la hora de cenar, ayudándola a superar otra media hora de su día infernal. Winnie temblaba como un potrillo cuando tenía el síndrome de abstinencia. No apartaba los ojos de las agujas del reloj y lloraba a medida que pasaban los dolorosos minutos, pensando en que la alternativa era el desasosiego eterno. Nunca aguantaba más de un día, porque en un momento u otro la tenían que dejar sola.

– ¿Cómo se las ha arreglado para mantenerse sobria?

– Ha ido a Alcohólicos Anónimos.

– ¿Con ese gilipollas de Benny?

– No -dijo Liam-. Con él no. Dice que el de Glasgow es enorme, así que puede que nunca se lo encuentre.

Benny había ido al colegio con Maureen y Liam. Había dormido en el suelo de Maureen durante tres meses mientras se recuperaba de su adicción al alcohol y luego la había traicionado de tal manera con respecto a Douglas, que Liam le había roto la mandíbula de un puñetazo. La última vez que alguno de los dos lo había visto, estaba sentado en un hospital con el brazo roto y con la cara morada como una ciruela. Ver a Winnie sobria y la posible reaparición de un amigo traicionero de la infancia eran dos emociones demasiado fuertes para Maureen. Cerró los ojos y tomó la decisión de que no viviría ni hablaría con ninguno de los dos. Como mínimo durante una temporada.

– Me he comprado un busca -dijo ella, orgullosa de sí misma por poder hablar en un tono alegre-. ¿Quieres el número?

– Claro -dijo él, y se lo apuntó-. Entonces, ¿te vas a Londres?

– Dentro de una hora, en el autobús nocturno.

– Por Dios, yo no cogería ese autobús por nada del mundo -dijo Liam, hablando en voz alta para que Lynn lo oyera-. Cuídate mucho por ahí abajo. No menciones el nombre de Hutton a nadie.

Estaba vestida y lista para irse, cuando su mano descolgó el teléfono y marcó el número de Vik. Tenía puesto el contestador.

– Contesta, Vik -dijo-. Por favor, contesta.

Esperó un momento y él no contestó, así que le dijo que esa noche cogía el autobús nocturno hacia Londres y que lo llamaría más tarde y que lo sentía, otra vez, que lo sentía mucho. ¿Por favor, cógelo? Tenía su encendedor. ¿Por favor? Se sintió ridicula y sucia y fea, como si todo lo que Katia pensaba de ella fuera cierto. Cuando colgó vio una rendija negra en la ventana del dormitorio. Michael estaba allí afuera. Levantó su incisivo dedo, preparado para empezar a cortar. Maureen contuvo la respiración y esperó hasta que el pánico desapareció.


Jimmy estaba sentado en la silla, preocupado por lo que le diría a la policía al día siguiente, y acabándose la botella de MadMan, cuando escuchó un ruido en el recibidor.

– Hijo -dijo, levantándose y dirigiéndose hacia la puerta-, ¿te quieres ir a tu cama a dormir?

Alan no estaba en el recibidor. Jimmy miró las escaleras. Tampoco estaba allí. Miró hacia arriba a la puerta de la habitación de los niños y estaba igual de cerrada que cuando había acompañado a Maureen O'Donnell hasta la puerta. Miró hacia abajo. Había un sobre marrón en el suelo, alguien lo había dejado en el buzón. Lo recogió y lo abrió. Sacó las fotografías y las miró. Le habían pegado una buena paliza pero las heridas se le estaban curando. Observó que los moretones eran amarillos y verdes, y no negros como debían haber sido. En una foto llevaba un sombrero de papel hecho con un paquete de Navidad, sentada en una mesa ante una gran cena y con otras cuatro o cinco mujeres, sonriéndole a la cámara. En otra, estaba sentada en un sofá con otra mujer con los dientes estropeados y la nariz chata. En otra, estaba de pie junto al árbol de Navidad con un montón de mujeres y en la pared, detrás de ellas, había una señal colgada que indicaba dónde estaban las salidas de emergencia. Fueron las últimas Navidades de Ann, el día de Navidad en la casa de acogida. Jimmy pasó el dedo por encima de aquella cara tan querida y lloró, dando las gracias otra vez a Maureen O'Donnell por su amabilidad.

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