Cottle subió de nuevo al taxi que lo esperaba y pidió al conductor que lo llevara al Grand Hyatt, donde tenía una habitación reservada. Pensaba darse una ducha rápida y después pasear por la ciudad. Tal vez se pasaría por un par de clubes antes de rendirse a la fatiga de un día inesperadamente largo. Mientras el taxi arrancaba, Cottle le dejó un mensaje breve a Toby Parfitt en el buzón de voz de la oficina para comunicarle que había realizado la entrega con éxito. Tenía que hacer una segunda llamada, pero esperaría a estar solo en el hotel.
Frazier debía tomar una decisión sobre el terreno: seguir al mensajero y sacarle información potencialmente importante o ir directo a por Piper y el libro. Necesitaba saber si Piper estaba solo. ¿En qué situación se encontraría si irrumpía por la fuerza? Si acababa metido en líos con la policía esa noche, lo crucificarían.
Le habría gustado tener una unidad de refuerzo preparada, pero no la tenía. Como conocía la fecha del fallecimiento de Cottle, su instinto le dijo que fuera primero a por el mensajero. Cuando el coche, con DeCorso al volante, empezó a alejarse del edificio de Will, Frazier alzó la vista hacia las ventanas iluminadas de la sexta planta y prometió para sus adentros que volvería más tarde.
En el Midtown, el taxi dejó a Cottle frente a la entrada del Hyatt de la avenida Vanderbilt. El joven bajó al cavernoso vestíbulo por la escalera mecánica. Mientras se registraba en recepción, Frazier y DeCorso lo observaban desde la zona de ascensores. Tarde o temprano Cottle tendría que dirigirse hacia allí.
– Intimídalo -le susurró Frazier a DeCorso-, pero no hace falta que lo destroces a hostias. Hablará. No es más que un mensajero. Averigua qué sabe de Piper y por qué quería el libro. Sonsácale si había alguien más en su piso. Ya sabes lo que hay que hacer.
DeCorso soltó un gruñido y Frazier se escabulló al bar del rincón del vestíbulo para que Cottle no lo descubriera.
Pidió una cerveza y encontró una mesa desocupada donde bebérsela tranquilamente. Había despachado la mitad cuando sonó su teléfono.
Era uno de sus hombres del centro de operaciones, que hablaba atropelladamente.
– Tenemos información sobre su objetivo, Adam Cottle.
Frazier no se sorprendía con facilidad, pero la noticia lo pilló desprevenido. Finalizó la conversación con un simple «vale» cargado de irritación y se quedó mirando su BlackBerry, intentando decidir si llamar a DeCorso. Dejó el teléfono sobre la mesa y apuró la otra mitad de la cerveza con un par de tragos. Seguramente era demasiado tarde para abortar la misión. Dejaría que siguiera adelante. Tal vez le costaría muy caro, pero no tenía alternativa. «El destino es la leche -pensó-. La cosa más descabellada del mundo.»
DeCorso siguió a Cottle al ascensor y levantó la mirada hacia la parte del techo donde suponía que estaba instalada la cámara de seguridad. Si las cosas se torcían, la policía se centraría en él -de eso no había la menor duda- después de descartar a los demás ocupantes del ascensor. Daba igual. Él no existía. Ni su cara, ni sus huellas, ninguna información constaba en otra base de datos que no fuese la del archivo del personal de Groom Lake; todos los vigilantes estaban fuera del sistema. Intentar investigarlo sería como buscar un fantasma.
Cottle pulsó el botón de su planta.
– ¿A qué piso va? -le preguntó cortésmente a DeCorso, el único que no había pulsado un botón.
– Al mismo que usted -respondió DeCorso.
Los dos salieron en la planta veintiuno. DeCorso se rezagó, fingiendo que buscaba su llave mientras Cottle consultaba el letrero que indicaba la dirección de las habitaciones y se encaminaba hacia la izquierda. El pasillo era largo y estaba desierto. Cottle tiraba de su maleta con los andares de quien se siente libre y despreocupado, propios de un soltero con una generosa cuenta de gastos para pasar una noche en la ciudad. Estaba cobrando nuevas fuerzas justo en el momento adecuado.
.Introdujo la llave en la ranura y una luz verde parpadeó. Su maleta aún no había cruzado el umbral cuando un ruido lo hizo mirar atrás. El hombre del ascensor estaba a un metro y se acercaba a toda velocidad.
– ¡Eh! -exclamó Cottle al verlo.
DeCorso cerró la puerta tras ellos de una patada.
– Esto no es un atraco -se apresuró a aclarar-.Tengo que hablar con usted.
Inexplicablemente, Cottle no parecía asustado.
– Ah, ¿sí? Pues lárgate de aquí y llámame por teléfono. ¿Estás sordo, colega? Que te largues, joder.
DeCorso no daba crédito. Aquello le estaba rompiendo los esquemas. El chico debería estar hecho un manojo de nervios, suplicando por su vida, ofreciéndole la cartera. En cambio, le estaba plantando cara.
– Dígame qué sabe de Will Piper, el tipo con el que acaba de reunirse -le ordenó.
Cottle soltó la maleta, y abrió y cerró los puños varias veces como si estuviera calentando para una pelea.
– Oye, no tengo ni puta idea de quién eres, pero o te vas por las buenas o te parto en dos y tiro las dos mitades fuera.
– No me pongas las cosas más difíciles de lo que son -le advirtió DeCorso aunque estaba pasmado ante la agresividad del muchacho-. Has pisado mierda, chaval. Vas a tener que colaborar.
– ¿Para quién trabajas? -quiso saber Cottle.
DeCorso sacudió la cabeza con incredulidad.
– ¿Tú me estás haciendo preguntas a mí? Tienes que estar de guasa. -Había llegado el momento de ejercer un poco de presión. Sacó una navaja del bolsillo del abrigo y la abrió con un movimiento rápido de la muñeca-. El libro. ¿Para qué lo quiere Piper? ¿Había alguien más con él esta noche? Dímelo y me esfumaré. Juega conmigo y verás lo que es bueno.
Por toda respuesta, Cottle se agachó, se encogió y de pronto se abalanzó sobre DeCorso. Lo estampó contra la puerta, y la fuerza del golpe hizo que la navaja cayera sobre la moqueta. De forma instintiva, DeCorso lanzó los puños contra la nuca de Cottle y lo apartó de un rodillazo en la barbilla.
Estaban a menos de un metro el uno del otro; se miraron durante una fracción de segundo antes de colisionar de nuevo. DeCorso vio que Cottle adoptaba la postura agazapada de un luchador entrenado, de un profesional, lo que no hizo más que aumentar su desconcierto. Bajó la vista hacia la navaja, y Cottle aprovechó ese instante para atacar otra vez, con una lluvia de puñetazos y patadas dirigidas al cuello y la entrepierna.
DeCorso usó su mayor masa corporal para parar los golpes y apartar a Cottle de la puerta. Echó una ojeada a la habitación en busca de otra arma. El tipo no iba a dejar que recuperase la navaja, y DeCorso no iba a poder neutralizarlo con las manos desnudas. El chico era demasiado hábil.
DeCorso embistió, y Cottle retrocedió, con tan mala fortuna que tropezó con su maleta y perdió el equilibrio. Cayó despatarrado, de espaldas, con la cabeza cerca de la mesita de noche. DeCorso arrojó sus ciento quince kilos de peso sobre el hombre, más menudo que él, y oyó el sonido del aire al salir del pecho oprimido de Cottle.
Antes de que este pudiera contraatacar con patadas o golpes, DeCorso extendió el brazo hacia la radio despertador y arrancó la clavija de la pared. Fuera de sí, bajó la contundente caja de plástico con fuerza sobre la mejilla de Cottle y siguió atizándole una y otra vez como un martillo pilón hasta que la radio quedó reducida a trozos de plástico y placas de circuitos, y la cara de Cottle, a un amasijo de sangre y huesos rotos. El chico gemía y maldecía entre secreciones.
DeCorso cayó de rodillas y torció el tronco para coger la navaja.
¿Dónde estaba?
Entonces la vio, destellando hacia él en la mano de Cottle. La hoja atravesó su abrigo y se quedó enganchada a la tela durante el tiempo suficiente para que DeCorso aferrase el antebrazo de Cottle con las dos manos y le partiese el hueso contra su rodilla.
El alarido salvaje de Cottle hizo que DeCorso perdiera el control. De repente, sus años de entrenamiento y disciplina se desmoronaron como un puente que una crecida arranca de sus pilares. La navaja estaba ahora en su mano y, sin un segundo de reflexión consciente, DeCorso se agachó, rajó el lado derecho del cuello ya ensangrentado del hombre, seccionando limpiamente la arteria carótida y se dejó caer hacia atrás para evitar el chorro de sangre.
Se quedó sentado, jadeando e intentando recuperar el aliento mientras miraba cómo Cottle moría desangrado.
Cuando logró recobrar la calma, cogió la cartera y el pasaporte de Cottle, y, para despistar, revolvió y dispersó el contenido de su maleta. Encontró el papel con la dirección de Piper y se lo guardó en el bolsillo.
Se marchó, con la respiración agitada.
La prensa hablaría del suceso durante dos días, antes de que los periodistas de la edición metropolitana perdieran el interés. Un hombre de negocios joven y extranjero había sido la desdichada víctima de un robo con violencia en un hotel.
Una tragedia, pero eran cosas que pasaban en la gran ciudad.
Will ni siquiera se fijó en la noticia. Tenía otras cosas en la cabeza.
En Londres, empezaron a saltar las alarmas cuando el siempre fiable Cottle no hizo su segunda llamada. El oficial al mando se preocupó lo bastante para llamar al móvil de Cottle, pero no obtuvo respuesta. Aunque era noche cerrada, en el edificio del Servicio Secreto de Inteligencia en Vauxhall Cross las luces siempre estaban encendidas. El jefe de la sección de Cottle en el SIS le pidió a un ayudante que telefoneara al Grand Hyatt para comprobar que se hubiese registrado.
Un recepcionista subió a la habitación de Cottle, aporreó la puerta y al entrar se encontró con una escena dantesca.