1527,
Wroxall
Una nevada de mediados de invierno había cubierto el bosque y los campos que rodeaban Cantwell Hall de un manto blanco propicio para una buena jornada de cacería. El jabalí que la partida de Thomas Cantwell llevaba siguiendo toda la mañana era un animal rápido y fuerte, pero estaba perdido y a punto de acabar asado, pues sus huellas resultaban bien visibles en la nieve, y los perros de caza no se distraían con los olores habituales de la tierra.
El momento en que por fin lo abatieron fue lo bastante emocionante para rememorarlo al calor del fuego durante el resto de la temporada. Cuando el sol estaba en su punto más alto, y su resplandor en la nieve cegaba a los jinetes, los galgos por fin acorralaron al jabalí en un matorral de zarzas impenetrable. La bestia embistió e hirió con los colmillos a uno de los perros, pero a su vez fue mordido en los cuartos traseros por otro. Les plantó cara sin amilanarse, gruñendo y jadeando, con las ancas goteando sangre. Los cazadores lo observaban todo desde sus caballos, colocados en un semicírculo a una distancia prudente de allí.
El barón se volvió en su silla hacia su hijo Edgar, un chico canijo de diecisiete años de cara delgada y angulosa.
– Remátalo, Edgar. Haz que me sienta orgulloso de ti.
– ¿Yo?
– ¡Sí, tú! -respondió el barón, irritado.
Su hermano William se adelantó sobre su montura hasta que se colocó al lado de su padre.
– ¿Por qué no yo, padre?
William era un año más joven que Edgar, pero en muchos aspectos parecía mayor. Era de complexión más fuerte, tenía el mentón más cuadrado y ojos de cazador, inyectados en sangre.
– ¡Porque lo digo yo! -masculló el barón.
William crispó el rostro, furioso, pero se mordió la lengua.
Edgar miró en torno a sí a sus primos y tíos, que le gritaban palabras de aliento y le hacían alguna que otra broma sin mala intención. Hinchó el pecho y, al desmontar, uno de los criados le entregó el tokke. Era una lanza larga especialmente fabricada para la caza del jabalí, con una barra horizontal detrás de la punta para evitar que se clavara demasiado. Si se manejaba de forma correcta, podía atravesar el corazón y extraerse de la correosa piel con facilidad.
Edgar asió el tokke con ambas manos y avanzó despacio sobre la nieve. El jabalí, asustado, al verlo acercarse, se puso a gruñir y a chillar, lo que a su vez motivó que los perros rompiesen a aullar de forma estridente y febril. A Edgar se le hizo un nudo en la garganta cuando llegó a poca distancia del grupo de animales. Nunca antes se le había concedido semejante honor. Estaba ansioso por hacer las cosas bien y no mostrar temor. En cuanto se presentase la ocasión, se lanzaría a la carga y aprovecharía su altura para golpear al animal por encima del lomo de los perros. Vaciló unos momentos y miró hacia atrás. Su padre, impaciente, le hizo señas de que acabara de una vez con eso.
En el instante en que reunió el valor suficiente para atacar, el jabalí, desesperado, decidió arrancar a correr hacia delante para intentar escabullirse entre los perros. Uno de los galgos, presa del pánico, se levantó sobre sus patas traseras justo cuando Edgar se disponía a arrojar la lanza, por lo que tuvo que esperar. El jabalí se enzarzó con el perro en una violenta pelea que duró solo unos segundos antes de que el galgo quedase abierto en canal. Mientras los otros perros le lanzaban dentelladas a las ancas, el jabalí enfurecido se abalanzó hacia delante, apuntando directamente a la entrepierna de Edgar con los colmillos.
De forma instintiva, el muchacho retrocedió un paso, pero la bota se le hundió en la nieve. Perdió el equilibrio en el acto y cayó de espaldas, al tiempo que el mango de la lanza se clavaba en el suelo. Providencialmente, el jabalí, con un gruñido, saltó y se empaló por el tórax en la hoja del tokke a unos pocos palmos de donde habría convertido al joven Edgar en un eunuco. Con un alarido espantoso y sangrando a borbotones, el jabalí murió justo entre las piernas inmóviles del chico.
Edgar seguía temblando a causa del frío y de su experiencia traumática cuando la partida de caza se reunió de nuevo junto al ardiente fuego del gran salón. Los hombres hablaban a voces y soltaban sonoras carcajadas mientras devoraban grandes trozos de pastel regados con jarras de vino. El joven William participaba alegremente en las bromas, encantado con las penalidades de su hermano. Solo Edgar y su padre guardaban silencio. El barón, sentado en su enorme sillón, bebía malhumorado, y Edgar, apartado en un rincón, se remojaba el gaznate con vino dulce.
– ¿Vamos a comernos ese jabalí? -preguntó uno de los primos de Edgar.
– ¿Por qué no íbamos a hacerlo? -quiso saber otro.
– ¡Porque nunca me he comido una bestia que se ha suicidado!
Los hombres se rieron con tantas ganas que les saltaron las lágrimas, lo que no hizo más que poner más taciturno al barón. Su primogénito era una fuente de preocupaciones y disgustos. Daba la impresión de que no destacaba en nada importante. Era un alumno poco entusiasta a quien sus preceptores toleraban pero no alababan, su piedad y su atención a los rezos eran sospechosas, y sus aptitudes como cazador estaban en entredicho. Lo ocurrido ese día confirmaba las dudas de su padre. El chico había salido con vida de milagro. El barón era tristemente consciente de que las únicas actividades que Edgar dominaba eran las de beber e irse de putas.
Durante los doce días de Navidad, el barón había orado en la capilla familiar, había hecho un profundo examen de conciencia y había llegado a una decisión sobre el futuro del muchacho. Ahora estaba más convencido que nunca de que era acertada.
Edgar apuró su copa y llamó al criado para que se la llenase de nuevo. Al ver la expresión de amargura en el rostro de su padre, se echó a temblar una vez más.
Por la tarde, Edgar despertó de la siesta en su fría y oscura habitación en la planta superior de Cantwell Hall. Utilizó la única vela que no se había apagado para encender las otras y echó unos troncos pequeños sobre los rescoldos de la estrecha chimenea. Se puso una capa gruesa sobre el camisón y asomó la cabeza por la puerta. Al final del pasillo, Molly, la doncella, estaba en su puesto, sentada en un banco junto a la alcoba de lady Cantwell, esperando sus órdenes. Era una joven de baja estatura y busto turgente, casi un año más joven que Edgar, y llevaba el pelo negro embutido en una cofia de lino. Había estado atenta por si él aparecía, y le sonrió con timidez.
Edgar le hizo señas con un dedo para que se acercara, y ella se levantó cautelosamente y avanzó despacio hacia él. Sin decir una palabra, entró tras él en su habitación, siguiendo la rutina que tenía tan bien aprendida. Justo cuando la puerta iba a cerrarse a sus espaldas, William Cantwell salió de su dormitorio y alcanzó a ver cómo Molly penetraba a hurtadillas en la habitación. Hecho unas pascuas, bajó la escalera a toda velocidad, listo para hacer una de sus travesuras.
Edgar se tumbó en la cama y le dedicó una amplia sonrisa a la doncella.
– ¡Hola, Molly!
– Hola, milord.
– ¿Me has echado de menos?
– ¿No os vi ayer? -preguntó ella con dulzura.
– Eso fue hace tanto tiempo… -repuso él, enfurruñado, y dio unas palmadas en el lecho-. ¿Vendrás a verme otra vez?
– Tenemos que darnos prisa.-Soltó una risita-. Milady podría llamarme en cualquier momento.
– Tardaremos lo que tardemos, ni más ni menos. No se puede interferir en las leyes inmutables de la naturaleza.
Cuando la criada se sentó a los pies de la cama, él la agarró y la atrajo hacia sí. Acto seguido comenzaron a revolcarse de un lado a otro del lecho, manoseándose y haciéndose cosquillas el uno al otro hasta que ella soltó un fuerte «¡ay!» y se frotó la coronilla con el ceño fruncido.
– ¿Qué guardáis debajo de la almohada? -preguntó.
Apartó el cojín. Debajo había un libro grande y pesado con el número 1527 grabado en el lomo.
– ¡Deja eso! -exclamó Edgar.
– ¿Qué es?
– Es solo un libro, y no te incumbe en absoluto, moza.
– Entonces, ¿por qué lo tenéis escondido?
Edgar tendría que aplacar la viva curiosidad que había despertado en ella antes de seguir adelante con el asunto que los ocupaba.
– Mi padre no sabe que lo he sacado de su biblioteca. Es muy celoso de sus libros.
– ¿Por qué os interesa? -preguntó ella.
– ¿Te has fijado en la fecha, 1527? Cuando yo era niño, me intrigaba que un libro llevara inscrita una fecha futura. Me fascinaba. Mi padre siempre me decía que el libro encerraba un gran secreto y que cuando yo tuviera veintiún años, me mostraría una carta antigua que guarda en una caja sellada y que me lo revelaría todo. Me gustaba imaginar cómo sería yo en 1527, el año en que cumpliría los dieciocho. Pues bien, ese año ha llegado. Estamos en 1527, por si no lo sabías. El libro ha alcanzado la mayoría de edad, y yo también.
– ¿Es mágico, milord?
El volvió a ponerle la almohada encima y la asió de nuevo.
– Si tanto le interesa la magia a la pequeña Molly, tal vez quiera ver mi varita.
Edgar estaba demasiado absorto en sus actividades amatorias para oír que lo estaban llamando con insistencia para que bajase a cenar. En el momento más inoportuno, su padre abrió la puerta de golpe para encontrarse a su hijo con sus posaderas rosadas sobresaliendo de un lío de camisones remangados y la cara enterrada entre unos pechos generosos.
– ¿Qué demonios…? -gritó el barón-. ¡Deja de hacer eso de inmediato! -Se quedó mirando boquiabierto mientras los jóvenes amantes intentaban adecentarse deprisa y corriendo.
– Padre…
– ¡No hables! Aquí el único que habla soy yo. Tú, chiquilla, abandonarás ahora mismo esta casa.
Ella rompió a llorar.
– Por favor, excelencia, no tengo adónde ir.
– Eso no me concierne. Si dentro de una hora sigues en Cantwell Hall, te haré azotar. Y ahora, ¡fuera de aquí!
Ella salió corriendo de la habitación, con la ropa desarreglada.
– En cuanto a ti -dijo el barón a su acobardado hijo-, te veré en la mesa, donde se te informará de tu destino.
La mesa del gran salón, un largo tablero colocado sobre caballetes, estaba dispuesta para el banquete de la noche, y el numeroso clan de los Cantwell atacaba ruidosamente los primeros platos de la cena. El fuego abrasador y la aglomeración de cuerpos habían desterrado el frío de aquella noche de invierno. Thomas Cantwell estaba sentado en el centro, junto a su esposa. Aunque le preocupaban los devaneos de su hijo, tenía un hambre voraz, avivada por el ejercicio de la caza. Había engullido su sustancioso potaje de capón y estaba empezando a tomarse el caldo de jamón y puerros. Pronto servirían el jabalí asado, su plato favorito, así que había que dejar sitio.
La chachara cesó de repente cuando Edgar hizo su entrada, con la vista en el entarimado en vez de en los rostros de sus parientes o de los criados. Supuso que todos lo sabían; tendría que soportarlo. Sus primos jóvenes y burlones, sus tíos incluso, habían cometido los mismos deslices, pero esa noche él era el único a quien habían pillado con las manos en la masa.
Se sentó al lado de su padre y tomó unos tragos de una jarra de barro llena de vino.
– Te has perdido la bendición de la mesa, Edgar -lo reprendió su madre en voz baja.
Su hermano William, sentado junto a su madre, sonrió con malicia.
– Yo diría que ha tenido su propia bendición -susurró.
– ¡Silencio! -rugió el barón-. No vamos a hablar de esto en mi mesa.
El banquete prosiguió, entre conversaciones dispersas y apagadas. Uno de los hombres, que había estado en la corte hacía poco, preguntó a los demás qué opinaban de la petición del rey para que el Papa anulara su matrimonio con la reina Catalina. Los Cantwell, que admiraban mucho la piedad de la reina, no le tenían el menor aprecio a la ramera Bolena, pero, incluso entre familiares, tocar ese tema era peligroso. La influencia de Enrique se hacía sentir en cada parroquia. Thomas aseguró a su familia que se llegaría a un acuerdo. La idea de que se produjera un cisma con el Papa por esta cuestión era impensable.
Les llevaron el jabalí trinchado en una fuente de madera gigantesca, y ellos lo devoraron ávidamente con rebanadas de pan negro. Cuando dieron cuenta del plato principal, les sirvieron gachas con crema junto con higos secos, nueces y vino especiado. Al terminar, el barón se limpió las manos y la boca con el mantel que colgaba de la mesa, se aclaró la garganta y, cuando estuvo seguro de que su hijo le prestaba toda su atención, hizo el anuncio que tenía planeado.
– Como mis hermanos y mi buena esposa saben, no estoy satisfecho con tu educación, Edgar. -La áspera seriedad de su voz hizo que los demás comensales bajaran la vista.
– ¿No lo estás, padre?
– Esperaba mejores resultados. Tu tío Walter sacó mucho provecho de su educación en Oxford y ahora es, como bien sabes, un abogado de prestigio en esa ciudad. El grado de exigencia de Merton College, por otro lado, ha bajado mucho.
A Edgar empezó a temblarle el labio inferior.
– ¿En qué sentido, padre?
– ¿Tú te has visto? -bramó el barón-. ¿Qué otra prueba necesito? ¡Estás más versado en vino, meretrices y canciones que en griego, latín y la Biblia! No volverás a Oxford, Edgar. Continuarás tu formación en otro lugar.
Edgar pensó en sus amigos y en sus confortables aposentos en Merton. Había una taberna muy acogedora cerca del colegio universitario cuyo propietario iba a empobrecerse.
– ¿Dónde, padre?
– Irás al colegio de Montaigu, en la Universidad de París.
Edgar levantó la mirada, aterrado, y escrutó el rostro adusto de su primo Archibald. El monstruo taciturno, que se había pasado seis años allí, agasajaba a Edgar desde hacía tiempo con relatos sobre su austeridad y rigurosidad.
Su padre se levantó de la silla y, antes de salir de la gran sala dando grandes zancadas, declaró:
– ¡A fe que ese colegio te domará y te convertirá en un Cantwell decente y temeroso de Dios! ¡Prepárate para viajar a París, muchacho! Esa repugnante ciudad será tu hogar.
Archibald esbozó una sonrisa y se cebó en el desdichado joven.
– Solo hay tres cosas que debes saber de Montaigu, primito: la comida es mala, las camas son duras y los golpes también. Te recomiendo que disfrutes del vino que te estás tomando, pues el poco que consigas por allí estará bautizado.
Edgar se puso de pie, ayudándose con los brazos. No iba a permitir que sus infames parientes lo viesen llorar.
– Brindo por mi hermano, que está a punto de partir -dijo William, alegre por el vino de la cena que se le había subido a la cabeza-. Que las buenas damas de París respeten y honren su pureza y piedad recién halladas.