Capítulo 28

Will e Isabelle estaban sentados en la biblioteca, con la carta de Nostradamus frente a ellos, en una mesa. La enormidad de sus descubrimientos de los dos últimos días los había dejado agotados. Cada uno parecía más trascendental que el anterior. Se sentían como dos almas flotando en el ojo de un huracán; todo lo que los rodeaba estaba en calma y la rutina seguía su curso, pero sabían que se encontraban cerca de una tormenta que giraba violentamente en torno a ellos.

– Nuestro libro -murmuró Isabelle- ha tenido un efecto profundo en grandes hombres. Cuando acabemos con esto, iré corriendo a comprarme un ejemplar del libro de Nostradamus y lo leeré con renovado respeto.

– Tal vez fue tu libro el que hizo grandes a Calvino y Nostradamus -dijo Will, tomando un sorbo de café-. Sin él, quizá hubieran sido hombres del montón.

– A lo mejor nos hace grandes a nosotros también.

– Ya estamos otra vez. -Will se rió-. Sé que cada vez te cuesta más hacerte a la idea de guardar esto en secreto, pero prefiero que vivas muchos años en el anonimato a que tengas una vida afamada pero corta.

Ella no le hizo caso.

– Tenemos que encontrar la última pista, aunque no sé cómo podría superar a las tres primeras. ¡Solo de pensar en las cosas que hemos descubierto…!

Will sintió el impulso de llamar a Nancy para agradecerle su aportación. Debía de estar en el trabajo.

– Todo se centra en el hijo que pecó -dijo.

Isabelle frunció el ceño.

– En este caso no sé ni por dónde empezar. -Oyó que la llamaban desde el gran salón-. ¡Abuelo! -gritó-. Estamos en la biblioteca.

Lord Cantwell apareció, con el periódico bajo el brazo.

– No sabía dónde te habías metido. Hola, señor Piper. ¿Todavía por aquí?

– Sí, señor. Espero que hoy sea el último día que paso aquí.

– ¿Acaso mi nieta no está siendo una buena anfitriona?

– Al contrario, señor. Es estupenda. Pero tengo que volver a casa.

– Abuelo -dijo Isabelle de pronto-, ¿consideras que algún Cantwell fue un gran pecador?

– ¿Aparte de mí?

– Sí, aparte de ti -respondió ella, siguiéndole la broma.

– Bueno, mi bisabuelo perdió buena parte de la fortuna familiar en un negocio especulativo con un naviero. Si es pecado ser tonto, entonces sí que fue un gran pecador, supongo.

– Yo estaba pensando en épocas anteriores, el siglo XVI más o menos.

– Bueno, como ya te he dicho, al viejo Edgar Cantwell siempre se lo consideró un poco como una oveja negra. El hombre se cambiaba la chaqueta de católico a protestante y viceversa con la velocidad de un galgo. Yo diría que era un oportunista, pero logró evitar la prisión y conservar la cordura.

– ¿Hubo alguien con una fama aún peor? -preguntó ella.

– Pues…

Por la expresión de su abuelo, a Isabelle le pareció que se le había ocurrido algo.

– ¿Sí?

– Estaba William, el hermano de Edgar Cantwell, supongo. Por ahí hay colgado un retrato pequeño de él cuando era niño. A principios del siglo XVI mató sin querer a su padre, Thomas Cantwell. Aparece también en el cuadro grande que está en la pared sur del salón. Es el que va a caballo.

– Sé a cuál te refieres -dijo Isabelle, con curiosidad creciente-. ¿Qué fue de William?

Lord Cantwell hizo un gesto como de cortarse la garganta.

– Se quitó de en medio, según se dice. Pero no sé si es cierto.

– ¿Cuándo ocurrió? ¿En qué año? -preguntó Isabelle.

– Que me aspen si lo sé. La mejor manera de averiguarlo sería echar un vistazo a la fecha de su lápida.

Will e Isabelle se miraron y se levantaron de un salto.

– ¿Crees que estará en la parcela familiar? -inquirió ella, emocionada.

– No lo creo -dijo lord Cantwell con indiferencia-; lo sé.

– ¡No me diga que hay un cementerio familiar aquí! -exclamó Will en voz lo bastante alta para que el viejo hiciera una mueca.

– Sígueme -dijo Isabelle, y salió corriendo por la puerta.

Lord Cantwell sacudió la cabeza, se sentó en uno de los sillones desocupados y se puso a leer el periódico.

El cementerio de los Cantwell estaba en un claro rodeado de árboles en el extremo más alejado de la finca, una zona no muy visitada, pues a lord Cantwell lo afligía visitar la tumba de su esposa y ver la parcela reservada para sus restos mortales. Isabelle se acercaba allí de vez en cuando, sobre todo en las mañanas soleadas de verano, cuando el buen tiempo contrarrestaba el ambiente sombrío del lugar. Como llevaba semanas desatendido, la maleza había crecido bastante. Los hierbajos, que empezaban a marchitarse en esa época del año, se encorvaban perezosamente sobre las piedras.

Había más de ochenta lápidas; pocas para un cementerio de pueblo, muchas para un camposanto familiar. No todos los Cantwell reposaban allí. A lo largo de los años, muchos habían caído en alguna guerra u otra y estaban enterrados en campos de batalla ingleses o en otros países. Cuando salieron al claro, Isabelle le explicó a Will lo difícil que había sido conseguir que el ayuntamiento local diese permiso a su padre para enterrar allí a su esposa.

– Por las normas de sanidad -resopló indignada-. ¿Y las tradiciones qué?

– Me gusta la idea de un cementerio familiar -comentó Will con delicadeza.

– Yo ya he elegido un sitio para mí. Al pie de ese hermoso limero.

– Bonito lugar -dijo Will-, pero no tengas prisa.

– Eso no depende de mí, ¿verdad? Todos estamos predestinados, ¿ya no te acuerdas? Muy bien, al lío: ¿dónde está nuestro pecador?

La lápida de William Cantwell era una de las más pequeñas del camposanto y estaba casi totalmente cubierta de maleza, por lo que hizo falta una busca metódica para localizarla. La encontraron hacia el centro del claro y en ella no constaba más que el nombre y el año de su muerte, 1527.

– «Con el hijo que cometió un pecado horrendo» -dijo Will-. Supongo que necesitamos una pala.

Isabelle fue al cobertizo del jardín y regresó con dos palas. Aunque estaban solos, pusieron manos a la obra sintiéndose culpables, mirando de vez en cuando hacia atrás, pues no estaban realizando una actividad socialmente aceptable.

– Nunca había profanado una tumba -declaró Isabelle con una risita.

– Yo sí -dijo Will. No bromeaba. Hacía años, por un caso que estaba investigando en Indiana, pero no tenía ganas de hablar de ello, e Isabelle no le pidió más detalles-. Me pregunto a qué profundidad los plantaban en esa época.

Estaba haciendo buena parte del trabajo, por lo que había empezado a sudar. Como había otras dos sepulturas de antepasados cerca, el espacio no era suficiente para que ambos cavaran a la vez.

Will se quitó la chaqueta y el jersey y continuó sacando tierra oscura y fértil hasta que formó un montículo sobre una tumba cercana. Cuando llevaban una hora, los dos empezaron a desanimarse; se preguntaron si William estaba realmente enterrado allí. Will salió del agujero y se sentó en la hierba. El sol de la tarde brillaba con una intensidad otoñal y soplaba un viento frío. Las hojas del limero de Isabelle susurraban ruidosamente sobre sus cabezas.

Ella tomó el relevo y saltó a la fosa como una niña a una piscina. Sus dos pies tocaron el fondo a la vez con un golpe que sonó curiosamente a hueco.

– ¿Qué ha sido eso? -preguntaron al mismo tiempo.

Isabelle, con un nudo de emoción en la garganta, se puso de rodillas y comenzó a rascar el suelo con la punta de la pala hasta que dejó al descubierto una superficie metálica áspera.

– ¡Dios santo, Will! ¡Creo que lo hemos encontrado! -gritó.

Cavó alrededor del objeto y despejó los bordes. Era un rectángulo de cerca de medio metro de largo y veinte centímetros de ancho. Will la miró mientras hincaba la pala en el suelo junto a uno de los bordes largos y hacía palanca.

Era una caja de cobre totalmente deslustrada. Debajo se entreveía la madera podrida y mohosa de un ataúd. Isabelle le tendió la caja a Will, que estaba arriba.

Aunque la cubría una gruesa pátina verde y negra, saltaba a la vista que se trataba de una pieza de metalistería bellamente grabada con unas patas pequeñas y redondeadas. Los cantos de la tapa tenían incrustaciones de un material duro y rojo. Cuando Will lo frotó con la uña, se descascarilló.

– Es una especie de cera -dijo-, para sellar o para velas. Querían cerrar la caja herméticamente.

Ella había subido y estaba junto a él.

– Espero que lo consiguieran -dijo con expectación.

Fueron lo bastante disciplinados para rellenar de nuevo el agujero antes de concentrarse en la caja, pero cuando lo hicieron se entregaron a la tarea a toda prisa. Una vez que la fosa quedó tapada, corrieron a la casa y fueron directos a la cocina, donde Isabelle encontró un cuchillo pequeño pero robusto. Desprendió la cera endurecida de todo el contorno y, con la avidez de una niña que abre el primer regalo en Navidad, arrancó la tapa.

Había tres hojas de pergamino, con manchas de color verde cobrizo, pero secas y legibles. Isabelle las identificó de inmediato.

– Will -susurró-. ¡Son las últimas páginas de la carta de Félix!

Se sentaron a la mesa de la cocina. Will la vio recorrer la página con la mirada a toda velocidad y mover ligeramente los labios, y la animó a traducirla sobre la marcha. Ella comenzó a leerla despacio, en voz alta.

El noveno día de enero del año 1217 de Nuestro Señor, llegó el fin para la Biblioteca y la Orden de los Nombres. Los escribas, que eran más de cien, habían estado comportándose de un modo extraño, trabajando sin la diligencia habitual. Era como si hubieran perdido toda vitalidad. De hecho, no acertábamos a explicamos su lasitud, pues no podían expresar lo que sentían o pensaban. Antes de dicho día, acaeció algo, un presagio de lo que iba a ocurrir. Uno de los escribas, en una asombrosa violación de las leyes humanas y divinas, se quitó la vida, clavándose la pluma en el ojo hasta hundirla en la sustancia de su cerebro.

Después, el Día Final, me pidieron que acudiese a la Biblioteca, donde me encontré con una escena que aún me biela la sangre cuando la recuerdo. Desde el primero basta el último de los escribas, todos los hombres y muchachos de ojos verdes, se habían atravesado el ojo con la punta de la pluma y habían causado su propia muerte. Sobre sus mesas de escribir, cada uno había terminado de escribir una última página, algunas de las cuales estaban manchadas desangre. Y en las páginas de todos ellos se leían idénticas palabras: de febrero de 2021. Finis Dierum». Habían finalizado su trabajo. No había más nombres que anotar. Habían llegado hasta el Final de los Días.

El gran Baldwin, en su sabiduría suprema, proclamó que la Biblioteca debía ser destruida, pues la humanidad no estaba preparada para la revelación que contenía. Yo mismo supervisé el traslado de los escribas muertos a sus criptas, y fui el último hombre en atravesar las vastas cámaras de la Biblioteca entre las interminables filas de estantes con libros sagrados. Pero esta, Señor, es mi confesión: prendí fuego con mis propias manos a los montones de heno dispuestos alrededor de la Biblioteca. Para encenderlos utilicé las hojas que llevaban escritas las palabras Finis Dierum hasta que todas quedaron reducidas a cenizas. Vi cómo el fuego consumía ¡as vigas y el edificio se venía abajo. Pero, pese a las órdenes de Baldwin, no arrojé una antorcha a las criptas. No soportaba la idea de ser el artífice terrenal de la destrucción de la Biblioteca. Creía fervientemente, y sigo creyéndolo, que esta decisión corresponde solo a Dios Todopoderoso. A decir verdad, ignoro si el incendio arrasó la enorme Biblioteca situada debajo del edificio. Lo único que me consta es que el suelo ardió durante largo rato. Mi alma lleva también mucho tiempo consumiéndose, y cuando camino sobre el terreno calcinado, no sé si bajo mis pies hay cenizas o páginas.

Mas he de confesar, amado Señor, que por un arranque de locura blasfema elegí al azar un libro de la Biblioteca antes de que quedara clausurada y quemada. Hoy día sigo sin saber por qué.

Por favor, te suplico que me perdones por mi maldad. Es el volumen que tengo ante mí. Este libro y esta epístola son prueba y testimonio de lo que ha ocurrido. Si tu deseo, Señor, es que destruya este libro y esta carta, lo haré de buen grado. Te pido, Dios, Señor, mi Salvador, que me envíes una señal, y yo satisfaré tu deseo. Seré tu obediente y más humilde servidor hasta el fin de mis días.

Félix

El texto de la tercera y última hoja, quebradiza y amarillenta, estaba escrito por otra mano. Parecía un garabato trazado a toda prisa. Solo había dos renglones.

9 de febrero de 2027

Finis Dierum

Isabelle se puso a llorar, primero con suavidad, luego en un crescendo, cada vez más fuerte, hasta que prorrumpió en sollozos y jadeos, con el rostro enrojecido. Will la miró con pena, pero estaba pensando en su hijo. Phillip tendría diecisiete años en 2027, sería un joven lleno de esperanzas. Estuvo en un tris de deshacerse en lágrimas también, pero se levantó y posó las manos sobre los convulsos hombros de Isabelle.

– No sabemos si es verdad -dijo.

– ¿Y si lo es?

– Supongo que no nos queda más remedio que esperar para averiguarlo.

Ella se puso de pie, como invitándolo a estrecharla entre sus brazos. Permanecieron abrazados durante largo rato hasta que él le dijo de forma escueta y sin rodeos que había llegado el momento de partir.

– ¿Tan pronto?

– Si regreso a Londres esta noche, podré coger un vuelo por la mañana.

– Por favor, quédate solo una noche más.

– Debo irme a casa -dijo simple y llanamente-. Echo de menos a mi gente.

Ella se sonó la nariz y asintió.

– Volveré -le prometió Will-. Cuando Spence haya terminado con estas cartas, estoy seguro de que se las devolverá a la familia Cantwell. Son vuestras. Tal vez algún día puedas inspirarte en ellas para escribir el libro más importante de la historia.

– En vez de esa tesis mediocre que escribiré, ¿verdad? -Lo miró a los ojos-. ¿Dejarás aquí el poema?

– Un trato es un trato. Podrás arreglar tu tejado.

– Nunca olvidaré estos últimos días, Will.

– Yo tampoco.

– Tu esposa es una mujer con suerte.

Él sacudió la cabeza con actitud culpable.

– Yo tengo mucha más suerte que ella.

Isabelle pidió por teléfono un taxi, mientras él subía a su habitación a hacer la maleta. Cuando terminó, envió dos mensajes de texto.

Para Spence:

Misión cumplida. He encontrado las 4. Vuelvo con ellas mañana. Prepárate para algo increíble.

Para Nancy:

Eres genial. Acertaste el profeta. Es alucinante. Llego mañana. No t imaginas cuánto t echo de menos. No volveré a irme de tu lado.

Esa noche, en Cantwell Hall volvió a reinar el silencio y a haber solo dos residentes: un anciano que dormía y su nieta, que daba vueltas y más vueltas en la cama. Antes de acostarse, Isabelle había pasado por la habitación de invitados y se había sentado en la cama. Todavía olía a Will. Ella aspiró ese olor y rompió a llorar de nuevo hasta que se oyó a sí misma decir «no seas tonta». Se hizo caso, se enjugó los ojos y apagó la luz.

DeCorso observaba, oculto tras los arbustos. El cuarto de invitados quedó a oscuras y, a continuación, se encendió una luz en la habitación de Isabelle. Miró la esfera luminosa de su reloj. Se agachó y escribió un mensaje cifrado a Frazier en su BlackBerry, pulsando furiosamente con sus recios pulgares las teclas que brillaban en la oscuridad.

Mi trabajo en Wroxall casi ha terminado. He recibido los datos del hotel y el vuelo de Piper del centro de operaciones. ¡Ha usado su tarjeta de crédito! Aún no se huele que vamos a por él. El plan es interceptarlo antes de que llegue a Heathrow. Espero instrucciones respecto a los Cantwell.

Frazier leyó el mensaje y, cansado, se frotó el cuero cabelludo. Aunque en el desierto era media tarde, bajo tierra la hora del día era una abstracción. Frazier llevaba dos días enteros sentado a su mesa y no quería pasar allí otro más. La operación estaba llegando a su punto crítico, pero había decisiones finales que tomar, y su jefe había dejado claro que, en vista de lo desagradables que resultaban las opciones, serían responsabilidad de Frazier, no suya.

– Esas cosas forman parte de su trabajo, no del mío -había gruñido Lester por teléfono, y a Frazier le habían dado ganas de replicar: «Así podrás mantener las manos limpias y dormir por las noches».

La decisión respecto a Piper fue la más fácil de tomar para Frazier.

DeCorso lo interceptaría en su hotel de Heathrow, lo inmovilizaría por todos los medios necesarios y se apoderaría de todos los objetos que Piper hubiera encontrado en Cantwell Hall. Un equipo de extracción de la CIA los recogería en el hotel y los llevaría a la base militar estadounidense en Mildenhall, donde los esperaría un avión de transporte de la armada enviado por el secretario Lester. Piper era FDR, así que no había posibilidades de que DeCorso matase al muy cabrón, pero nada le impedía dejarlo hecho un Cristo. «Que pase lo que tenga que pasar -pensó Frazier-, siempre y cuando nos apoderemos de todo el material que pueda poner en peligro la integridad de la misión de Área 51.»

Después detendrían a Spence y a los compinches que tuviera, y se llevarían a la Cripta el volumen que faltaba. Suponía que se celebraría alguna especie de ceremonia in situ, pero ese era el tipo de nimiedades que incumbían al contraalmirante de la base.

La decisión sobre Cantwell Hall era más complicada. Al final, Frazier hizo lo que ya había hecho a menudo en situaciones similares. Dejó que la Biblioteca le ayudase a tomar una determinación. Tras estudiar las fechas de fallecimiento de las personas implicadas, asintió, atando cabos. A continuación se concentró en los detalles del plan. No tenía duda de que De-Corso cumpliría con su cometido eficientemente. Lo único que le preocupaba eran los ingleses. El SIS había reaccionado al asunto Cottle como un enjambre de avispones enfurecidos, y lo que menos necesitaba en ese momento era que DeCorso hurgara con un palo en el avispero. Le indicaría que obrase con cautela, con una cautela excepcional. Pero, si ponía en la balanza riesgos y beneficios, estaba convencido de que era el camino correcto. ¿De qué serviría neutralizar a Piper si la chica y su abuelo podían irse de la lengua sobre lo que fuera que hubiesen descubierto?

Escribió un mensaje de correo electrónico a DeCorso en que le comunicaba sus órdenes y le lanzaba una severa letanía de advertencias.

Seguramente, esa sería su última misión con DeCorso, pensó, sin el menor atisbo de sentimentalismo.

Cuando Isabelle apagó la luz de su habitación, DeCorso miró por su telescopio de visión nocturna para cerciorarse de que ella no saliera a dar vueltas por la casa. Esperó media hora larga, a fin de estar más seguro, y se puso manos a la obra. Contaba con un cóctel que era su favorito para este tipo de trabajo; barato, fácil de comprar, con el equilibrio perfecto entre velocidad y alcance. Queroseno, disolvente de pintura y combustible para acampadas mezclados en la proporción justa. Se acercó a la casa arrastrando dos bidones de veinte litros y comenzó a verter el líquido en silencio a lo largo del perímetro del edificio. La vieja estructura de la época Tudor prendería con bastante rapidez, pero no quería que quedaran resquicios. Quería crear un anillo de fuego.

Continuó hasta dar la vuelta completa y regresar al jardín trasero. Todavía quedaba un bidón medio lleno. Valiéndose de una pequeña ventosa y un cortavidrios con punta de diamante, hizo un agujero en la ventana de la sala francesa, justo debajo de la habitación de Isabelle. Vació dentro el líquido que quedaba. Acto seguido, con la indiferencia de un trabajador de fábrica al final de su turno, encendió una cerilla y la tiró a través del cristal.

Isabelle estaba soñando.

Yacía en el fondo de la tumba de William Cantwell. Notaba encima el peso de Will, que estaba haciéndole el amor, y la tapa del ataúd de madera crujía y chirriaba debajo de ellos. La sorprendía, y de hecho la angustiaba profundamente el placer tan inapropiado que sentía en aquel escenario tan tétrico. Pero de pronto veía el cielo, por encima del hombro de Will. El sol del ocaso despedía un brillo anaranjado, y la brisa agitaba su limero. El suave susurro de sus grandes ramas verdes la tranquilizaba, y la invadía una felicidad absoluta.

Mientras ella sucumbía a la intoxicación por humo, el fuego devoraba la planta baja de Cantwell Hall. Los delgados paneles, los tapices y las alfombras, las habitaciones repletas de muebles viejos ardían como astillas y yesca. En el gran salón, los retratos al óleo de Edgar Cantwell, sus antepasados y sus descendientes burbujeaban y siseaban antes de desprenderse uno tras otro de las paredes en llamas.

En el dormitorio de lord Cantwell, el viejo había muerto a causa de la inhalación de humo antes de que el fuego llegara hasta allí. Cuando llegó, trepó por las paredes y se propagó por los muebles hasta su mesilla de noche, donde prendió la esquina de lo último que había leído antes de dormirse.

El poema de Shakespeare se arrugó hasta formar una bola amarilla ardiente, antes de quedar reducido a cenizas.

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