DeCorso estaba sentado en el duro banco de su celda, en el sótano de la comisaría de la policía metropolitana del aeropuerto de Heathrow. Le habían quitado el cinturón, los cordones de los zapatos, el reloj y sus documentos. Si estaba nervioso, no se le notaba. Tenía más pinta de pasajero molesto por el contratiempo que de sospechoso de asesinato.
Cuando tres policías fueron a buscarlo, dio por sentado que lo escoltarían hasta la terminal, donde lo meterían en un avión con destino a Estados Unidos, pero en vez de eso lo llevaron a unos pocos metros de allí, a una sala de interrogatorios sin decoración alguna y con una iluminación estridente.
Dos hombres de mediana edad con traje oscuro entraron, se sentaron y le comunicaron que la conversación no se grabaría.
– ¿Van a decirme quiénes son? -preguntó DeCorso.
El hombre que estaba justo delante de él, al otro lado de la mesa, lo miró por encima de sus gafas.
– Eso no le concierne.
– ¿Se le ha olvidado a alguien decirles que me he acogido a la inmunidad diplomática?
El otro hombre hizo una mueca de desprecio.
– Nos pasamos la inmunidad diplomática por el forro de los cojones, señor DeCorso. Usted no existe, y nosotros tampoco.
– Si no existo, ¿por qué están interesados en mí?
– Su gente mató a uno de los nuestros en Nueva York -dijo el de las gafas-. ¿Sabe algo de eso?
– ¿Mi gente?
– Le diré lo que vamos a hacer -terció el otro hombre-. Vamos a contarle lo que sabemos, para que podamos dejarnos de gilipolleces, ¿de acuerdo? Usted trabaja en Groom Lake. Malcolm Frazier es su jefe. Vino hace poco a nuestro territorio para intentar comprar un libro antiguo interesante. Le ganó la puja un postor telefónico, desde Nueva York. Nuestro hombre fue a entregarlo y, antes de que pudiera comunicarse con nosotros, se lo cargaron. Luego, esta mañana, aparece usted apestando a sustancias inflamables tras preparar una barbacoa en casa del propietario original de ese libro.
DeCorso se quedó callado, poniendo su mejor cara de póquer.
El segundo hombre tomó el relevo.
– Bueno, esto es lo que hay, señor DeCorso: usted no es más que el pez pequeño. Nosotros lo sabemos, usted lo sabe. Pero si no nos sigue el juego, lo convertiremos en una ballena enorme a ojos de su gobierno. Hay cosas que queremos saber. Queremos saber qué capacidades operativas tiene en la actualidad Área 51. Queremos saber por qué les interesa tanto ese libro. Queremos saber qué información confidencial se esconde detrás del Suceso de Caracas. Queremos saber qué se nos viene encima. En pocas palabras, queremos que nos abra una ventana a su mundo, señor DeCorso.
DeCorso apenas reaccionó.
– No sé de qué demonios me hablan -fue lo único que consiguieron sacarle.
El hombre de las gafas se las quitó para limpiarlas con un pañuelo.
– Estamos preparados para impugnar su alegación de inmunidad. Estamos preparados para filtrar al público su papel en el incendio, lo que pondrá en evidencia a su gobierno y me temo que no favorecerá precisamente su carrera. Por otro lado, si se pasa a nuestro bando, su fortuna personal aumentará considerablemente ya que se convertirá en el orgulloso propietario de una cuenta en Suiza. Queremos comprarle, señor DeCorso.
DeCorso sacudió la cabeza con incredulidad y dejó de interpretar el papel de tipo imperturbable.
– ¿Queréis que trabaje para el MI6? -preguntó.
– Ahora se llama SIS. Esto no es una película de James Bond.
DeCorso soltó una risotada.
– Voy a repetirlo una vez más: me acojo a la inmunidad diplomática.
Se oyó un golpe seco y metálico, y la puerta se abrió. Uno de los oficiales de alto rango de la policía metropolitana irrumpió en la habitación.
– Siento interrumpir, señor -le dijo al tipo de las gafas-, pero unos caballeros desean verle.
– Dígales que esperen.
– Son el embajador de Estados Unidos y el secretario de Exteriores.
– ¿Se refiere a enviados suyos?
– ¡No, son ellos en persona!
DeCorso se levantó, estiró los brazos por encima de la cabeza y sonrió.
– ¿Me devuelven los cordones de los zapatos?
Will y Nancy iban sentados en el asiento trasero de un taxi que avanzaba por la Henry Hudson Parkway en dirección a White Plains. Nancy sujetaba a Phillip contra su pecho sin decir una palabra. Will notaba que ella seguía asimilando la avalancha de informaciones con que la había apabullado en su piso después de que Campanilla les entregase el bebé y se marchara.
Le había expuesto los hechos de forma descarnada; no había tiempo para preámbulos ni adornos: había encontrado pruebas del origen de la Biblioteca en Cantwell Hall. Monjes sabios. Calvino. Nostradamus. Shakespeare. De algún modo, los vigilantes habían conseguido localizarlo. Habían incendiado la casa y matado a los Cantwell. Tenía miedo de que después fuesen a por ellos. Debían marcharse de Nueva York de inmediato. Se abstuvo de mencionar la revelación Finís Dierum; no era un buen momento. Tampoco mencionó que era un cerdo mentiroso e infiel; tal vez nunca sería un buen momento para eso.
La primera reacción de Nancy fue recaer en el enfado. ¿Cómo había podido Will poner en peligro la seguridad de Philly? Si ella había visto venir esos problemas, ¿por qué él no había sido capaz? ¿Qué se suponía que debían hacer? ¿Pasar a la clandestinidad? ¿Desaparecer del mapa? ¿Esconderse en la lujosa caravana nueva de Will? Los vigilantes eran despiadados. ¿Qué más daba que los tres fuesen FDR? Eso no significaba que no fueran a sufrir las consecuencias.
Will encajó los ganchos al hígado sin defenderse. Nancy tenía razón: él había llegado a la misma conclusión.
Hicieron un par de maletas atropelladamente, añadieron algunos de los juguetes favoritos de Phillip, sus armas de servicio y algunas cajas de cartuchos.
Antes de irse, Nancy recorrió a toda prisa el apartamento para asegurarse de que todo estuviera apagado y tiró la leche por el fregadero. Cuando terminó miró a Will, que estaba sentado en el sofá, haciendo saltar a Philly sobre su rodilla, cautivado con las carcajadas y balbuceos de su hijo. A Nancy le cambió el estado de ánimo. Suavizó su expresión.
– Eh -le dijo en voz baja.
Él alzó la mirada y vio su esbozo de sonrisa.
– Hola.
– Somos una familia -afirmó ella-. Tenemos que luchar por seguir unidos.
El trayecto en taxi a Westchester les brindó la oportunidad de estudiar todas las posibilidades e intentar trazar algo parecido a un plan. Pasarían la noche en casa de los padres de Nancy. Les dirían que estaban fumigando el piso o alguna otra mentira por el estilo. Will llamaría a Jim Zeckendorf, su viejo compañero de habitación en la época de la universidad, que actualmente era abogado, para pedirle que los dejara quedarse en su casa de New Hampshire unos días. Hasta ahí llegaron. Tal vez los vientos gélidos del lago les darían la inspiración suficiente para decidir adónde dirigirse después.
Mary y Joseph Lipinski dijeron que recibirían encantados a Philly esa noche, pero parecía preocuparlos que su hija y su yerno se hubiesen metido en algún lío. Nancy ayudó a su madre a hornear una tarta mientras Will, pensativo, se quedaba en el salón esperando a que sonara su teléfono móvil nuevo. Joseph estaba en la planta de arriba con el bebé, escuchando la radio y leyendo el periódico. Por fin, Zeckendorf devolvió la llamada a Will.
– Eh, colega, no he reconocido el número -empezó a decir en su tono optimista de costumbre.
– Móvil nuevo -dijo Will.
Zeckendorf era el amigo más antiguo de Will, uno de los compañeros de residencia durante su primer año en Harvard con los que formaba un cuarteto de amigos al que también había pertenecido Mark Shackleton; aunque este no inspiraba a Will más que desprecio y pena. Le había hundido la vida al involucrarlo en la trama del Juicio Final y vincularlo para siempre con Área 51.
Zeckendorf, en cambio, era el reverso de la medalla. Era un triunfador, y Will lo consideraba una especie de ángel guardián. Como abogado suyo, Zeckendorf le había guardado siempre las espaldas. Cada vez que Will tenía dudas sobre un alquiler, una hipoteca, un problema con el departamento de personal de la oficina, un divorcio o, más recientemente, un acuerdo de cese con el FBI, Zeck estaba a su disposición para darle una cantidad ilimitada de consejos gratis. En cuanto aceptó ser el padrino de Phillip, abrió una cuenta de ahorros para los estudios del chico. Siempre había admirado la labor de Will como defensor de la ley, por lo que veía cierta nobleza en ser su benefactor.
Últimamente se había convertido también en el garante de su supervivencia. Cuando Will logró huir de los vigilantes llevándose consigo la base de datos de Área 51 pirateada por Shackleton, nombró a Zeckendorf depositario de una carta escrita y sellada a toda prisa con instrucciones de que la abriese en caso de que Will desapareciera.
Era el seguro de vida de Will.
Will había dicho a los vigilantes que el dispositivo de memoria obraba en poder de una persona que lo sacaría a la luz si a él le pasaba algo. No les quedó más remedio que creerle. En realidad, las llamadas mensuales de Will a Zack eran más que nada una excusa para que los dos viejos amigos mantuviesen el contacto.
– Siempre es un placer hablar contigo, pero ¿no me habías llamado hace poco? -preguntó Zeck.
– Ha surgido algo.
– ¿Qué ocurre? Te noto un poco raro.
Will nunca le había contado detalles a Zeck. Ambos lo habían preferido así. El abogado había atado algunos cabos. Sabía que la carta sellada de Will tenía algo que ver con el caso Juicio Final y lo que le había sucedido a Mark Shackleton. También sabía que guardaba alguna relación con la jubilación anticipada de Will, pero eso era todo. Tenía claro que Will corría algún peligro y que, de alguna manera, esa carta lo protegía.
Siempre le había ofrecido a Will una combinación perfecta de asesoramiento legal y bromas de ex compañero de habitación. Will se imaginaba la expresión de preocupación en el rostro terso de Zeck, y sabía que seguramente se estaba alisando de forma compulsiva el pelo rebelde y encrespado con la mano, como hacía siempre que se ponía nervioso.
– He cometido una estupidez.
– Vaya, qué novedad.
– ¿Recuerdas mi acuerdo de confidencialidad con el gobierno?
– Sí, ¿qué ocurre con él?
– Digamos que me lo he saltado a la torera.
Zeck lo interrumpió, adoptando de pronto un tono profesional.
– Oye, no se hable más. Deberíamos vernos para tratar el asunto.
– Me preguntaba si podríamos quedarnos un par de días en tu casa de New Hampshire, si no estáis usándola vosotros.
– Por supuesto. -Hizo una pausa-.Will, ¿es segura esta línea?
– Es un teléfono limpio. Tengo uno para ti; te lo enviaré.
Zeck percibió la tensión en la voz de Will.
– De acuerdo. Tú procura mantener a salvo a Nancy y a mi ahijado, capullo.
– Así lo haré.
Como Will y Nancy no habían avisado con mucha antelación de su llegada a White Plains, los Lipinski insistieron en ir a un restaurante para no tener que preparar una cena con las sobras que tenían. Dejaron junto a una ventana abierta una tarta de manzana recién horneada para que se enfriase mientras estaban fuera. En la habitación que había sido de Nancy y que ahora utilizaba con Will como cuarto de invitados, ella se estaba maquillando frente al espejo de su tocador infantil. En el reflejo veía a Will sentado en la cama, atándose los cordones de los zapatos con aspecto cansado y abatido.
– ¿Te encuentras bien?
– Estoy hecho una mierda.
– Se te nota. ¿Eran buena gente?
– ¿Los Cantwell? -preguntó él con tristeza-. Sí. El viejo era todo un personaje. Un lord inglés de la cabeza a los pies.
– ¿Y la nieta?
– Una chica preciosa. Y lista. -Se le hizo un nudo en la garganta-. Parecía que el futuro le deparaba grandes cosas, pero no pudo ser.
Will temió haber hecho una confesión sin querer, pero si Nancy había sospechado algo, lo dejó correr.
– ¿Te ha devuelto Jim la llamada?
– Sí. Nos dejará su casa de Alton. Allí no nos encontrarán. Les daré a tus padres un teléfono de prepago para que puedas mantener el contacto con ellos.
– Al menos mamá y papá están contentos por tener a Philly aquí esta noche.
Frazier detestaba la falta de autonomía. Se sentía como un peón por tener que llamar al secretario Lester cada pocas horas, pero si no lo hacía con la puntualidad de un reloj, el ayudante de Lester lo llamaba a él. El asunto DeCorso había marcado su destino. La avalancha de mierda era inminente.
Lester contestó. Sonaba como si estuviera en una fiesta, con voces de fondo y entrechocar de copas.
– Espere un momento -dijo Lester-. Deje que encuentre un lugar más tranquilo.
Frazier estaba solo en su coche. Había echado a sus hombres al frío de la noche para poder hablar en privado. Caminaban de un lado a otro junto a su ventanilla con cara de pocos amigos, y un par de ellos con un cigarrillo en la mano.
– Bien, aquí estoy -dijo Lester-. ¿Estado de la misión?
– Ya está hecho. Ahora solo hay que esperar.
– ¿Probabilidades de éxito?
– Altas. Muy altas.
– No podemos permitirnos otra metedura de pata, Frazier. No imagina cuánto nos ha perjudicado que dejara que pillasen a su hombre. Esto ha salpicado a las más altas instancias. Me han dicho que el primer ministro hizo salir del cagadero al presidente para gritarle por teléfono. Le soltó una perorata interminable sobre el abuso de confianza entre aliados, el perjuicio para la relación especial entre ambos países y demás. Entonces los británicos amenazaron con retirar su apoyo naval a la operación Mano Tendida, lo cual me jodería la vida en varios aspectos. No tiene usted ni idea de los problemas logísticos que acarrea este asunto. Será casi tan monumental como lo de la invasión de Irak. En cuanto se produzca el Suceso de Caracas, tenemos que estar listos para actuar. Con los británicos o sin ellos.
– Sí, señor, entendido -dijo Frazier con voz inexpresiva.
– Eso espero. Bien, pronto tendrá usted su recompensa. Como gesto de reconciliación, el presidente ha accedido a abrirse el quimono por primera vez. Va a dejar que los británicos visiten Área 51. Enviarán a un equipo del SIS la semana que viene, y usted será su anfitrión y les dispensará un trato exquisito. Pero le juro, Frazier, que si fastidia esta operación, les serviré su culo en bandeja.
Después de cenar en un Applebee’s, Joseph detuvo el coche frente a una oficina de UPS que abría toda la noche para que Will le enviase un teléfono móvil a Zeckendorf. Phillip dormía apaciblemente en su sillita para el coche. Cuando Will regresó al vehículo, hizo un comentario sobre el frío que hacía. Caía una lluvia helada a la que poco le faltaba para ser aguanieve. Joseph, tan ahorrador como siempre, chasqueó la lengua.
– Como Philly está aquí, encenderé la calefacción.
La familia se preparó para irse a dormir, mientras la caldera de gasóleo ronroneaba en el sótano como una vieja amiga. Arroparon a Philly en su cuna, y Nancy se fue a la cama a leer una revista. Los Lipinski se retiraron a su dormitorio a ver un programa de televisión, y Will se quedó solo en el salón, taciturno y completamente agotado pero demasiado inquieto para dormir.
De pronto lo asaltó el deseo incontenible de beber, no una copa del consabido Merlot de Joseph, sino un buen vaso de whisky escocés. Sabía que los Lipinski no eran aficionados a los licores, pero él buscó por la casa por si algún invitado les había llevado una botella como regalo. Como no encontró ninguna, cogió las llaves del coche de Joseph y salió a hurtadillas de la casa para dirigirse a un bar.
Llegó a la avenida Mamaroneck, la calle comercial principal, y aparcó frente a un parquímetro, cerca de Main Street. Hacía una noche de perros, lluviosa y deprimente, así que había poco movimiento en la calle. Unos metros más adelante, vio el único edificio bien iluminado, el nuevo hotel Ritz-Carlton, y se encaminó hacia allí, con el cuello subido para protegerse de la lluvia.
El bar estaba en lo alto del edificio, en la planta cuarenta y dos. Will se arrellanó en una butaca y contempló la vista como si estuviera en una nave espacial. Al sur, Manhattan se divisaba como una franja de lucecitas que flotaban en la oscuridad. No había mucha gente en el bar. Will pidió un Johnnie Walker. Se prometió a sí mismo que no se pasaría con la bebida.
Una hora y tres copas después, aunque no estaba borracho tampoco estaba del todo sobrio. Tenía la vaga conciencia de que un grupo de tres mujeres de mediana edad que estaban en la otra punta del bar lo miraban con insistencia y que la camarera se mostraba muy atenta con él. Típico. Le ocurría constantemente, y por lo general sacaba partido de ello, pero esa noche no estaba de humor.
En cierto modo había sido un ingenuo al creer que podía firmar un acuerdo de confidencialidad y dejar atrás la Biblioteca sin que conocer su existencia supusiera una carga que lo convertía en esclavo de su destino. Había intentado olvidarlo, vivir la vida sin pensar en los grilletes de la predestinación, y durante un tiempo lo había conseguido, hasta que Spence y Kenyon habían aparecido con su caravana.
Ahora estaba metido en ello hasta las orejas, abrumado por la certeza de que Isabelle y su abuelo habían muerto porque él había tenido que visitarlos. Y Spence había tenido que convencerlo de que viajara a Inglaterra. Y Will había tenido que jubilarse a causa del caso Juicio Final. Y" Shackleton había tenido que robar la base de datos y cometer aquellos delitos. Y Will había tenido que ser su compañero en la residencia de estudiantes. Y antes había tenido que poseer las dotes atléticas y la inteligencia necesarias para ingresar en Harvard. Y el padre alcoholizado de Will había tenido que conseguir que se le levantara y cumplir como un campeón la noche que lo engendró. Y la cadena de acontecimientos seguía y seguía…
Pensar en ello bastaba para volverse loco, o al menos para entregarse a la bebida.
Después de la tercera copa decidió dejarlo y pagó la cuenta. Sentía el deseo apremiante de regresar a casa a toda prisa, meterse en la cama haciendo ruido para despertar a Nancy, estrecharla en sus brazos, decirle otra vez cuánto lo sentía y cuánto la quería, y tal vez, si a ella le apetecía, hacer el amor, recibir la absolución. Regresó corriendo al coche y diez minutos después entró sigilosamente en el cálido y acogedor hogar de los Lipinski.
Se sentó en el borde de la cama y se desvistió, mientras las gotas de lluvia tamborileaban en el tejado. Philly dormía plácidamente en su cuna. Will se deslizó bajo las sábanas y posó la mano sobre el muslo de Nancy. Notó la piel caliente y tersa al tacto. La cabeza le daba vueltas. Sabía que debía dejarla dormir, pero la deseaba.
– Nancy. -Al ver que no se movía, insistió-. Cariño.
Le dio un pellizco suave, pero ella no reaccionó. Otro pellizco. Luego, una sacudida. ¡Nada!
Alarmado, Will se incorporó y encendió la luz. Ella, tendida de costado, no se despertó pese al brillo intenso de la lámpara de techo. Le dio la vuelta para que quedara boca arriba. Nancy respiraba de forma superficial. Tenía las mejillas enrojecidas. De color rojo cereza.
Fue entonces cuando se percató de que su propio cerebro funcionaba con lentitud, no por la borrachera, sino por algo que lo entorpecía, como barro arenoso en unos engranajes.
– ¡Gas! -gritó con todas sus fuerzas y, haciendo un gran esfuerzo, se levantó para abrir las dos ventanas de par en par.
Se abalanzó hacia la cuna de su hijo y lo cogió en brazos. Tenía el cuerpecito laxo y su piel parecía de plástico rojo reluciente.
– Joseph! -aulló Will-. ¡Mary!
Empezó a practicarle a Philly el boca a boca mientras bajaba corriendo la escalera. En el recibidor cogió el teléfono, abrió la puerta de la calle de un empujón y depositó al bebé sobre el áspero felpudo. Se puso de rodillas. Entre soplo y soplo de aire que insuflaba a su hijo por la nariz y la boca diminutas, haciendo que se le hinchara el pecho, telefoneó a urgencias.
A continuación, tomó una decisión desesperada. Depositó al bebé en el felpudo y entró corriendo a buscar a Nancy, llamándola a pleno pulmón, como si intentara despertar a los muertos.