Capítulo 22

A la mañana siguiente, Edgar no se sentía tan aterido ni tan desdichado como de costumbre. Se levantó de la cama con energía, arropado por el espíritu de la emoción y la camaradería. Aunque Jean no había abandonado su actitud burlona y escéptica, Edgar creía completamente todo lo que relataba el abad en su carta.

Por fin tenía la sensación de que entendía el secreto familiar de los Cantwell y el significado del extraño libro. Pero, lo que era tal vez más importante para un joven asustado, solitario y desorientado en una ciudad extranjera: ahora tenía un amigo. Jean era amable y atento y, mejor aún, no era en absoluto desdeñoso. Edgar estaba harto del desdén que sobre él arrojaban como estiércol su padre, su hermano, sus profesores. El chico francés lo trataba con dignidad, como a un ser humano.

Antes de que Jean se retirase a su habitación para dormir, Edgar le había rogado que no descartase la posibilidad de que la carta fuese un relato verídico y fiel de los hechos, y no el simple desvarío de un monje loco. Edgar expuso un plan que llevaba un tiempo ideando y, para su gran alivio, Jean no lo había descartado de inmediato.

En la capilla, Edgar estableció contacto visual con Jean desde el otro extremo del banco y recibió el preciado regalo de un leve guiño. A lo largo de la mañana, ambos jóvenes intercambiaron miradas furtivas durante los rezos, en el aula y a la hora del desayuno hasta que, por la tarde, al fin se les presentó la ocasión de hablar en privado al principio de uno de sus poco frecuentes períodos de descanso.

Caía nieve a rachas, y un viento frío soplaba por el patio del colegio.

– Más vale que cojas tu capa -le aconsejó Jean-, pero date prisa.

Solo disponían de dos horas para su aventura, y pasarían varios días antes de que volvieran a tener la oportunidad. Aunque Jean era serio y estudioso, a Edgar le pareció que le gustaba la perspectiva de hacer una escapada, aunque la considerase una locura. Los dos salieron por la puerta del colegio y cruzaron la bulliciosa y resbaladiza rue Saint-Symphorien, esquivando caballos, carros y boñigas. Caminaban deprisa, con determinación, actitud que esperaban que los hiciese menos visibles para los ladrones y asesinos que rondaban por el barrio.

Se internaron en el laberinto de callejuelas resbaladizas atestadas de mercaderes de carros, cambistas y herreros. Con el sonido de martilleos y cascos de caballos en los oídos, se dirigieron a la rue Danton, que quedaba al oeste, no muy lejos de allí. Era una vía moderadamente ancha que, aunque carecía del esplendor del bulevar Saint-Germain, también era una calle comercial próspera. Las viviendas y tiendas de tres y cuatro plantas se apiñaban las unas contra las otras, y sus pisos superiores, apoyados sobre ménsulas, sobresalían por encima de las aceras. Las fachadas, pintadas de rojo y azul intensos, estaban revestidas de azulejos y paneles ornamentales. Unos letreros vistosos y evocadores identificaban los edificios como tabernas o tiendas. Estas daban a la calle, con mostradores en los que se exhibía todo tipo de artículos.

Encontraron el número 15 de la rue Danton a tres cuartos de camino del río, donde el gran Sena se divisaba a lo lejos como un tajo gris. Alzándose de la lie de la Cité, la aguja de la catedral de Notre-Dame de París dominaba el paisaje urbano como una lanza clavada en el cielo. Edgar había visitado la catedral en su primer día en París, y le había maravillado que el hombre fuera capaz de construir algo tan imponente. Su ubicación en aquel islote pequeño y rechoncho en medio del Sena la hacía aún más asombrosa. Se prometió visitarla lo más a menudo posible.

El número 15 correspondía a una casa en cuyos bajos se encontraba el taller de un artesano que hacía ollas y cacerolas, el único edificio de ese tramo de la calle que era de un austero blanco y negro; yeso blanco sin adornos y vigas negras vistas.

– Monsieur Naudin ha dicho que su apartamento está en la primera planta -recordó jean, señalando unas ventanas.

Subieron por la escalera fría y estrecha hasta el primer piso y llamaron a una puerta verde brillante. Al no obtener respuesta, la aporrearon de nuevo, con más fuerza e insistencia.

– ¡Hola! -gritó Jean a través de la puerta-. Madame Naudin, ¿estáis ahí?

Oyeron unos pasos por encima de su cabeza, y momentos después una mujer de mediana edad apareció en la escalera, arrastrando los pies. Se dirigió hacia los chicos, irritada.

– ¿Por qué hacéis tanto ruido? Madame no está en casa.

– ¿Puedo preguntaros dónde está? -inquirió Jean educadamente-. Somos estudiantes del colegio. Monsieur Naudin nos dijo que podríamos visitarla esta tarde.

– La han mandado llamar.

– ¿Adónde?

– No muy lejos. Al número ocho de la rue Suger. Al menos eso es lo que ha dicho.

Los muchachos se miraron entre sí y se marcharon a paso veloz. Podían llegar a esa dirección en diez minutos, pero tenían que darse prisa. Monsieur Naudin era el vigilante del Collège de Marche, un hombre tosco de barba desaliñada que detestaba a la mayoría de los jóvenes estudiantes que pasaban por la puerta que custodiaba, con la notable salvedad de Jean Cauvin. En todos los años que monsieur Naudin llevaba en el colegio, Jean era el único estudiante que lo había tratado con respeto, le decía «por favor» y «gracias» e incluso encontraba el modo de pasarle un par de monedas los días festivos. Sabía, por sus conversaciones, que la esposa de Naudin tenía una profesión que hasta ese día a él le interesaba poco: era comadrona.

En la rue Suger vivían y trabajaban los tejedores y otros artesanos textiles. El número ocho correspondía a una tienda que vendía rollos de tela y mantas. Fuera, en la calle, había una cuadrilla de mujeres que charlaban y caminaban de un lado a otro, ocupadas en sus cosas. Jean se acercó, las saludó con una ligera reverencia y preguntó si la comadrona Naudin se encontraba dentro. Le respondieron que estaba en la planta de arriba asistiendo al parto de la mujer del tejedor Du Bois. Nadie impidió a los jóvenes que ascendieran la escalera hasta el apartamento de Lorette du Bois, pero una mujer les cortó el paso en la puerta.

– ¡Los hombres no tienen permitido entrar en la habitación del parto! -gritó-. ¿Quiénes sois?

– Queremos ver a la comadrona -dijo Jean.

– Está ocupada, chaval. -La mujer se rió-. Podéis esperar con los demás hombres en la taberna. -Abrió la puerta de la vivienda y entró, pero Jean metió el pie para evitar que la cerrara.

Por el resquicio alcanzaban a ver el cuarto más próximo a la entrada, repleto de parientes de la madre. Más allá, se atisbaba el dormitorio, en el que solo se distinguían la ancha espalda y la cintura gruesa de la comadrona que cuidaba de la parturienta. Estaban interpretando un dúo apasionado: los gemidos y lamentos de madame Du Bois con el contrapunto de las instrucciones insistentes de la partera Naudin.

– Y ahora, respirad. ¡Empujad, empujad! Y ahora respirad, por favor, madame. ¡Si no respiráis, vuestro hijo se asfixiará!

– ¿Alguna vez habías visto nacer a un niño? -le susurró Jean a Edgar.

– Nunca, pero parece una tarea bastante escandalosa -respondió Edgar-. ¿Cuánto tiempo les llevará?

– ¡No tengo la menor idea, pero por lo que sé, podrían ser horas!

El grito desgarrador de un bebé los sobresaltó. La comadrona, aparentemente satisfecha, empezó a cantar una nana que pronto quedó ahogada por los berridos del recién nacido. Edgar y Jean solo entreveían algunas de las cosas que hacía madame Naudin: anudar y cortar el cordón umbilical, lavar al niño y darle fricciones de sal, y aplicarle miel a las encías para estimular su apetito, antes de envolverlo en unas mantitas tan ceñidas que, para cuando se lo entregó a su madre, parecía un cadáver diminuto y amortajado. En cuanto terminó, cogió el montón de monedas que estaba sobre la mesa y, limpiándose las manos en el delantal, salió como una exhalación del apartamento, farfullando algo sobre que tenía que prepararle la cena a su marido. Estuvo a punto de derribar a los dos jóvenes.

– ¿Qué hacéis aquí, mozalbetes? -les preguntó con su voz ronca.

– Conozco a vuestro esposo, madame. Me llamo Jean Cauvin.

– Ah, el estudiante. Me ha hablado de ti. ¡Eres uno de los que se portan bien con él! ¿Por qué has venido, Jean?

– Ese niño, ¿tiene nombre ya?

Con la cara enrojecida, ella puso los brazos enjarras.

– Sí, pero ¿qué te hace pensar que eso es asunto tuyo?

– Por favor, madame, decidme su nombre.

– Se llamará Fremin du Bois. Y ahora, si no os importa, tengo que ir a pelar y cocinar un poulet para que cene mi marido.

Los dos chicos se retiraron a toda prisa para poder llegar a tiempo a su siguiente clase. Para entonces nevaba de forma ininterrumpida, y las suaves suelas de sus botas de piel resbalaban sobre el barro congelado y los charcos de la calle.

– Ojalá nos dé tiempo de consultar el libro -resopló Edgar, sin aliento-.Ya estoy deseando que llegue la noche.

Jean se rió de él.

– ¡Si crees que el nombre Fremin du Bois figura en tu dichoso libro, también creerás que esta nieve sabe a natillas con bayas! Pruébala. -Dicho esto, Jean cogió un puñado y, con ánimo juguetón, lo lanzó al pecho de Edgar. Este contraatacó, y durante los siguientes minutos, ambos jugaron como niños despreocupados.

No muy lejos de Montaigu, en la rue de la Harpe, su ánimo se ensombreció cuando se encontraron con una procesión fúnebre, una comitiva espectral en medio de la nieve y el viento. La procesión iniciaba su recorrido en esos momentos, frente a la puerta de una residencia en la que habían colgado sargas negras. Un cortejo de deudos vestidos todos de negro llevaba en andas un ataúd. Al frente iban dos sacerdotes de la iglesia de Saint-Julien-le-Pauvre, la parroquia más antigua de París. La viuda, rodeada de sus hijos, se lamentaba en voz alta de su pérdida, y por las características de la procesión los chicos supusieron que el muerto era un hombre rico. Una larga fila de dolientes se estaba formando detrás, integrada por mendigos que sujetaban velas y esperaban recibir limosnas en el cementerio por sus servicios. Edgar y Jean aminoraron el paso, en señal de respeto, pero de repente el inglés se paró en seco y abordó a uno de los mendigos.

– ¿Quién es el difunto? -le preguntó en tono apremiante.

El hombre apestaba, seguramente más que el cadáver.

– Monsieur Jacques Vizet, señor. Un hombre devoto, naviero.

– ¿Cuándo ha muerto?

– ¿Cuándo? Por la noche. -El hombre estaba ansioso por cambiar de tema-. ¿Os importaría darle una limosna a un hombre pobre? -Su sonrisa desdentada y lasciva repugnó a Edgar, pero aun así llevó la mano a su talego y le dio al infeliz la moneda más pequeña que llevaba.

– ¿Eso a qué ha venido? -le preguntó Jean.

– Ya tengo otro nombre para mi dichoso libro -dijo Edgar alegremente-. ¡Venga, corramos el trecho que queda!

Cuando llegaron al pré aux clercs, sus compañeros desfilaban hacia el aula para la sesión obligatoria de estudios litúrgicos. El propio rector Tempête rondaba por el patio con su larga capa marrón, hundiendo su bastón en la nieve como si estuviese apuñalando la tierra. Las bocanadas de vaho indicaban que estaba refunfuñando para sí.

– ¡Cantwell! ¡Cauvin! ¡Venid aquí!

Los chicos tragaron saliva y, obedientemente, se acercaron al tirano barbado. Jean decidió que no era el mejor momento para corregir al clérigo por no emplear la forma latinizada de su nombre.

– ¿Dónde estabais?

– Hemos salido de los terrenos del colegio, rector -respondió jean.

– Lo sé.

– ¿Es que no está permitido? -preguntó Jean con aire inocente.

– ¡Os he preguntado adónde habéis ido!

– A la catedral de Notre-Dame, rector -dijo Edgar de pronto.

– Ah, ¿sí? ¿Por qué?

– Para rezar, rector.

– ¿De veras?

– ¿No es más conveniente, rector -intervino Jean, dispuesto a mentir por su nuevo amigo-, ejercitar el alma que el cuerpo mortal? La catedral es un lugar maravilloso para alabar a Dios, por lo que este paréntesis nos ha sido de lo más provechoso.

Tempête apretó la empuñadura del bastón con la mano, decepcionado por no tener una excusa para blandirlo como un garrote. Masculló algo ininteligible y se alejó.

Edgar tuvo que esforzarse al máximo para evitar la vara durante el resto del día. Tenía la mente en otro sitio. Ardía en deseos de coger su libro y comprobar si la nieve sabía en efecto a natillas.

Al atardecer había dejado de nevar, y cuando los alumnos regresaron a su dormitorio después de los últimos rezos, el resplandor de la luna hacía que la nieve del patio pareciera engastada con millones de diamantes. Edgar se volvió hacia atrás y vio que Jean lo seguía. Para ser tan escéptico, estaba lleno de vigor y entusiasmo.

Cuando Edgar entró en su habitación, Jean le pisaba los talones, y una vez encendidas las velas, este se quedó observando al inglés mientras sacaba el libro del baúl.

– Encuentra la fecha -lo presionó Jean-. ¡El 21 de febrero, vamos!

– ¿Por qué estás tan exaltado, Jean? Tú no crees en el libro.

– Estoy ansioso por demostrar que es una patraña y así poder volver a mis estudios más productivos sin más distracciones.

– Eso ya lo veremos -resopló Edgar.

Se sentó en la cama e inclinó el libro de modo que le diese la luz. Pasó las páginas con frenesí hasta que encontró la primera entrada correspondiente al día 21 del mes. Apoyó allí un dedo para marcar el punto y siguió pasando las hojas hasta dar con la primera anotación del 22.

– Cielo santo -susurró-. Hay muchísimos nombres para un solo día.

– Sé sistemático, amigo mío. Empieza por el primero y continúa hasta el último. De lo contrario, nos harás perder el tiempo.

Al cabo de diez minutos, Edgar tenía los ojos rojos y empezaba a sucumbir al cansancio de un largo día.

– Ya he pasado de la mitad, pero me da miedo saltarme algo. ¿Puedes terminar tú la tarea, Jean?

Le cedió su sitio ajean, que deslizó despacio el dedo por la página de renglón en renglón, de un nombre a otro. Pasó una hoja, luego otra, pestañeando rápidamente y pronunciando en voz baja todos los nombres, algunos de ellos difíciles o imposibles de descifrar dada la gran variedad de idiomas y escrituras.

De pronto, su dedo se detuvo.

– Mon Dieu!

– ¿Qué pasa, Jean?

– ¡Lo veo, pero me cuesta creerlo! Mira, Edgar, aquí: ¡21 de febrero de 1537, Fremin du Bois Natus!

– ¡Te lo dije! ¡Te lo dije! ¿Qué me dices ahora, mi descreído amigo francés?

Un cuarto de página más abajo, sus ojos se posaron en estas palabras: «21 de febrero de 1537 Jacques Vizet Mors».

Dio unos golpecitos a la entrada con el dedo y animó al asombrado Jean a leerla también.

Un espasmo nació en su diafragma y ascendió por su pecho hasta la garganta y la boca. Edgar se alarmó por los sollozos de Jean hasta que se percató de que las lágrimas de su amigo eran de alegría.

– Edgar -exclamó-, es el momento más feliz de mi vida. ¡He comprendido, en un instante y con claridad meridiana, que Dios lo prevé todo! Las buenas obras u oraciones no pueden obligar a Dios a cambiar sus sagrados designios. Todo está escrito. Todo está predestinado. Estamos verdaderamente en manos de Dios, Edgar. Ven, arrodíllate conmigo. ¡Alabemos la gloria del Todopoderoso!

Los dos muchachos se postraron de hinojos, el uno al lado del otro, y rezaron largamente hasta que Edgar apoyó despacio la cabeza en la cama y se puso a roncar. Jean lo ayudó con delicadeza a acostarse en el colchón y lo tapó con la manta. Reverencialmente, devolvió el voluminoso libro al baúl, apagó las velas y salió de la habitación sin hacer ruido.

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