A Will Piper nunca se le habían dado bien los bebés que lloraban, y menos aún los suyos. Tenía un recuerdo vago del bebé llorón número uno, de hacía un cuarto de siglo. En aquella época era un joven ayudante del sheriff de Florida al que le asignaban los peores turnos. Cuando llegaba a casa por la mañana, su hija de pocos meses ya estaba despierta y dando guerra con su rutina de bebé feliz. Cuando Laura empezaba a berrear en las raras ocasiones en que Will y su mujer pasaban la noche juntos, él mismo soltaba un gemido y se quedaba dormido antes de que Melanie hubiese sacado el biberón del calentador. Will no cambiaba pañales. Will no daba comidas. Will no apaciguaba llantos.Y se había marchado para siempre antes de que Laura cumpliese dos años.
Pero habían pasado dos matrimonios y toda una vida desde entonces, y ahora él era un hombre distinto, o al menos eso quería creer. Había dejado que lo convirtieran en algo parecido a un padre neoyorquino metrosexual del siglo XXI con todo lo que ello comporta. Si en el pasado había sido capaz de acudir a los escenarios de crímenes y tocar carne en descomposición, ahora podía cambiar un pañal. Si era capaz de realizar un interrogatorio a pesar de los sollozos de la madre de la víctima, podía enfrentarse al llanto de un bebé.
Lo cual no significaba que tuviera que gustarle.
Su vida había sido una sucesión de fases nuevas y hacía un mes que había iniciado la más nueva de todas, que combinaba jubilación con paternidad a tiempo completo. Solo habían transcurrido dieciséis meses desde el día en que se retiró repentinamente del FBI hasta el día en que Nancy volvió precipitadamente al trabajo tras la baja de maternidad. Esto lo dejaba a solas con su hijo, Phillip Weston Piper, al menos durante breves períodos. Su presupuesto no daba para pagar a una niñera más de treinta horas por semana, de modo que durante unas horas al día él tenía que apañárselas solo.
Este cambio de vida no era moco de pavo. Durante buena parte de sus veinte años en el FBI, Will había sido un criminólogo de primera fila, uno de los mejores cazadores de asesinos en serie de su tiempo. De no ser por lo que él llamaba sus «deslices personales», habría podido retirarse a lo grande, con toda clase de condecoraciones y un buen cargo honorífico como asesor de justicia penal.
Sin embargo, su debilidad por el alcohol y las mujeres, amén de su obstinada falta de ambición, habían torpedeado su carrera y lo habían llevado fatídicamente a ocuparse del caso del Juicio Final. Para el resto del mundo, el caso seguía sin resolverse, pero él conocía la verdad. Lo había resuelto, pero había tenido que pagar un precio muy alto por ello.
El resultado había sido una jubilación anticipada forzosa, un encubrimiento negociado y varias páginas repletas de cláusulas de confidencialidad. Lo único que había conseguido era salir con vida, y por los pelos.
La parte positiva era que el destino lo había unido a Nancy, su joven compañera en el caso del Juicio Final, la cual le había dado su primer hijo varón. Este tenía ya seis meses y, al percibir la ausencia de su madre cuando la puerta del apartamento se cerró tras ella, se puso a ejercitar los pulmones a conciencia.
Afortunadamente, los berridos de Phillip Weston Piper se aplacaron un poco cuando lo meció en sus brazos, pero se reanudaron en el momento en que su padre lo acostó de nuevo en su cuna. Deseando con todas sus fuerzas que el pequeño Phillip se agotara enseguida, Will salió muy despacio de la habitación. Puso en el televisor el canal de noticias por cable y subió el volumen para amortiguar los enervantes chillidos de su vástago.
Pese a su insomnio crónico, Will tenía la cabeza sorprendentemente despejada desde hacía unos días, gracias a la separación voluntaria de su colega Johnnie Walker. Guardaba la botella ceremonial de dos litros de Black Label, llena hasta tres cuartas partes, en el mueble sobre el que estaba el televisor. No era uno de aquellos borrachos rehabilitados que tenían que purgar de alcohol toda su casa. A veces cogía la botella, le guiñaba un ojo, discutía o charlaba un poco con ella. La provocaba más que ella a él. No asistía a sesiones de Alcohólicos Anónimos ni había buscado a «alguien con quien hablar». ¡Ni siquiera había dejado de beber! Con frecuencia se tomaba un par de cervezas o una copa generosa de vino, e incluso se le iba un poco la cabeza cuando tenía el estómago vacío. Simplemente se había prohibido a sí mismo tocar aquel néctar -ahumado, hermoso, ambarino-; era su amor, su enemigo. Le daba igual lo que dijeran los manuales sobre los adictos y la abstinencia. Podía cuidarse solo y se había prometido a sí mismo y a su flamante esposa que no volvería a beber hasta perder el sentido.
Se sentó en el sofá con sus grandes manos apoyadas lánguidamente sobre los muslos desnudos. Estaba listo para salir a correr, con su pantalón corto, su camiseta y sus zapatillas. La niñera volvía a retrasarse. Will se sentía atrapado, al borde de la claustrofobia. Pasaba demasiado tiempo en aquella pequeña celda con suelo de parquet. Pese a sus buenas intenciones, estaba a punto de estallar. Intentaba hacer lo correcto, cumplir con sus compromisos y todo eso, pero cada día se sentía más inquieto. Nueva York siempre le había resultado irritante y últimamente le provocaba náuseas.
El timbre lo salvó de las tinieblas. Un minuto después, la canguro trol, como él la llamaba (aunque no a la cara), entró despotricando del transporte público en lugar de disculparse. Leonora Monica Nepomuceno, una filipina de metro y medio de estatura, tiró su bolsa de plástico sobre la encimera de la cocina americana, se fue directa hacia el bebé que lloraba y apretó el cuerpecillo tenso de la criatura contra sus senos desproporcionados. La mujer, a la que Will echaba unos cincuenta años, era tan poco atractiva físicamente que, cuando él y Nancy se enteraron de que su apodo era «Campanilla», rieron a carcajadas hasta caer rendidos.
– Ay, ay -arrulló la niñera al bebé-. Tu tía Leonora está aquí. Ya puedes dejar de llorar.
– Voy a correr un rato -anunció Will con el ceño fruncido.
– Que sea un rato largo, señor Will -le recomendó Campanilla.
Salir a correr a diario se había convertido en parte de la rutina de jubilado de Will, un componente de su nueva vida. Hacía años que no estaba tan esbelto y fuerte; solo pesaba cinco kilos más que cuando había jugado al fútbol americano en Harvard. Estaba a punto de cumplir los cincuenta, pero aparentaba menos edad gracias a su dieta libre de whisky. Tenía un cuerpo robusto y atlético, una mandíbula firme, una juvenil mata de pelo castaño rojizo y unos ojos azules con un brillo de locura. Cuando llevaba su pantalón corto de nailon para hacer footing, las mujeres, incluso las jóvenes, volvían la cabeza para mirarlo. Nancy seguía sin acostumbrarse a aquello.
Una vez en la calle, se dio cuenta de que el veranillo de San Martín había pasado y hacía un frío incómodo. Mientras estiraba las pantorrillas y los tendones de Aquiles apoyado en una señal de tráfico, se planteó la posibilidad de subir un momento al piso para ponerse un chándal.
Entonces vio la caravana al otro lado de la calle Veintitrés Este. El vehículo arrancó, expulsando gases diesel por el tubo de escape.
Will había dedicado gran parte de los últimos veinte años a seguir y observar. Sabía cómo pasar inadvertido. El tipo de la caravana no sabía o le daba igual. Will se había fijado la noche anterior en aquel cacharro, que había pasado frente a su edificio a menos de diez kilómetros por hora, entorpeciendo el tráfico y provocando un concierto de bocinazos. Era difícil no reparar en aquel Beaver de gama alta, un vehículo mastodóntico de trece metros y de color azul marino, con laterales extensibles y ondas pintadas en gris y carmesí. Will había pensado: «¿Quién diablos conduce una autocaravana de medio millón de dólares por el bajo Manhattan a paso de tortuga, buscando una dirección? Si la encontrara, ¿dónde iba a aparcar ese mamotreto?». Pero fue la matrícula lo que disparó todas las alarmas.
Nevada. ¡Nevada!
Por lo visto, el tipo había encontrado un lugar para aparcar la noche anterior, al otro lado de la calle, pocos metros al este del edificio de Will; una hazaña prodigiosa, desde luego. El corazón le latía a toda velocidad, aunque aún no había arrancado a correr. Hacía meses que había perdido la costumbre de cuidarse las espaldas.
Grave error, al parecer. «Matrículas de Nevada. Venga ya», pensó.
Por otro lado, aquel no era el modus operandi de los vigilantes. No irían a por él en una caravana reconvertida en un carro de combate de andar por casa. Si alguna vez se decidieran a pillarlo en la calle, él no los vería venir. Eran profesionales, joder.
La calle era de doble sentido, y la autocaravana estaba orientada hacia el oeste. Will solo tenía que correr en la dirección opuesta, hacia el río, y doblar algunas esquinas para perder de vista el vehículo. Pero entonces no sabría si alguien lo había elegido como presa o no, y no le gustaba quedarse con la duda. Así que echó a correr hacia el oeste, no muy deprisa, para facilitarle las cosas al tipo.
La autocaravana abandonó el lugar donde estaba aparcada y lo siguió. Will apretó el paso, en parte para ver cómo reaccionaba el conductor, en parte para entrar en calor. Llegó al cruce con la Tercera Avenida y se quedó trotando sin avanzar, esperando a que el semáforo para peatones se pusiera verde. La autocaravana estaba unos treinta metros más atrás, tenía delante una fila de taxis. Will se puso la mano a modo de visera. A través del parabrisas alcanzó a distinguir la figura de dos hombres. El que iba al volante llevaba barba.
Cuando reanudó la marcha, Will cruzó la calle corriendo y siguió adelante esquivando a los pocos viandantes que circulaban por la acera. Por el rabillo del ojo, vio que la autocaravana continuaba avanzando por la calle Veintitrés, pero eso no demostraba nada. La prueba definitiva llegó en Lexington, cuando él torció a la izquierda y enfiló hacia el sur. Efectivamente, el vehículo también giró.
«La cosa se pone caliente -pensó Will-.Al rojo vivo.»
Su destino era Gramercy Park, una plaza arbolada y rectangular situada a unas manzanas del centro de la ciudad. Las calles que la delimitaban eran todas de sentido único. Si lo estaban persiguiendo, se divertiría un rato.
Lexington desembocaba delante del parque, en la calle Veintiuno, donde el tráfico circulaba en sentido oeste. Will corrió hacia el este, por la parte exterior de la vega del parque. La autocaravana tuvo que tomar la dirección contraria y unirse al flujo de vehículos.
Will empezó a correr por el perímetro del parque en el sentido de las agujas del reloj. Cada vuelta le llevaba unos pocos minutos. Vio que el conductor de la caravana las pasaba moradas con los giros cerrados a la izquierda, que hacían que rozara los coches aparcados en las esquinas.
Que lo estuvieran siguiendo no tenía ninguna gracia, pero Will no podía evitar sonreír, divertido, cada vez que la gigantesca caravana lo pasaba de largo en su circuito contrario a las agujas del reloj. Aprovechaba cada encuentro para echar un vistazo a sus perseguidores. Aunque no le parecían demasiado amenazadores, uno nunca podía estar seguro. Definitivamente, aquellos payasos no eran vigilantes, pero había otras personas que le tenían ganas. Había puesto entre rejas a muchos asesinos. Los asesinos tenían familia. La venganza era un asunto familiar.
El conductor era un tipo mayor, de pelo más bien largo y una barba de color ceniza. Por la cara mofletuda y los hombros abultados dedujo que era un hombre corpulento. El que iba en el asiento del copiloto era alto y delgado, también de cierta edad, con unos ojos abiertos como platos que lanzaban miradas furtivas a Will. El que iba al volante se negaba tozudamente a establecer contacto visual, como si de verdad creyera que él no los había calado.
En su tercera vuelta, Will avistó a dos agentes de la policía de Nueva York que patrullaban a pie por la calle Veinte. La zona de Gramercy Park era muy exclusiva; era el único parque privado de Manhattan. Quienes residían en los edificios circundantes tenían llave de la verja de hierro forjado y era muy notoria la presencia de la policía, que merodeaba por allí a la caza de atracadores y de pervertidos. Will se les acercó jadeando.
– Agentes. Esa caravana de ahí. La he visto detenerse. El conductor estaba acosando a una niña pequeña. Creo que intentaba convencerla de que subiera.
Los polis lo escucharon con cara de póquer. El monótono acento sureño de Will siempre minaba su credibilidad. Había recibido muchas miradas de extrañeza en Nueva York.
– ¿Está seguro?
– Soy ex agente del FBI.
Will se quedó a mirar unos minutos. Los polis se plantaron en medio de la calle e hicieron que la caravana se detuviera agitando las manos. Entonces Will se marchó. Sentía curiosidad, por supuesto, pero quería dirigirse al río para dar su vuelta de siempre. Además, tenía la corazonada de que volvería a ver a aquellos individuos.
Por si las moscas, cuando llegara a casa sacaría la pistola del cajón del tocador y la engrasaría un poco.