Capítulo 15

1334,

isla de Wight, Inglaterra

En la quietud de la noche, una hora después de laudes y dos antes de prima, Félix, superior de la abadía de Vectis, despertó con uno de sus terribles dolores de cabeza. Por la ventana se colaba el canto de los grillos, así como el batir suave y rítmico de las olas del Solent contra la playa cercana. Eran sonidos relajantes, pero solo le proporcionaron un momento de placer antes de que unas arcadas repentinas lo hicieran incorporarse de golpe. Buscó a tientas el orinal e intentó vomitar en él, pero no salió nada de su boca.

Tenía sesenta y nueve años y albergaba serias dudas de que llegara a la década siguiente.

Apenas tenía comida en el estómago. Lo último que había ingerido había sido un caldo de buey preparado por las hermanas, con médula grasienta y unos trocitos de zanahoria. Había dejado el cuenco medio lleno sobre su mesa de escribir.

Apartó las mantas a un lado, apoyó las manos en el colchón de paja y consiguió ponerse de pie, no sin tambalearse un poco. El golpeteo rítmico en su cabeza era como los mazazos repetidos del herrero contra un yunque y amenazaba con derribarlo, pero logró mantener el suficiente equilibrio para coger su pesado hábito forrado de piel, que había dejado de cualquier manera en una silla de respaldo alto. Se lo puso por encima del camisón y de inmediato notó la agradable sensación de entrar en calor. Encendió una vela amarilla y gruesa con pulso tembloroso y se dejó caer en la silla para masajearse las sienes. La luz de la vela jugueteaba con las losas pulidas pero irregulares del suelo de sus aposentos y se reflejaba en las vidrieras de colores alegres del patio.

La suntuosidad de la casa del abad siempre lo había incomodado. Cuando había ingresado en Vectis como novicio, hacía ya mucho tiempo, con la cabeza gacha en actitud humilde, su tosco hábito ceñido con un cordón y los pies desnudos y fríos, se sentía próximo a Dios y, por tanto, a la felicidad. Baldwin, su predecesor, un clérigo severo que ponía el mismo entusiasmo en repasar las cuentas del granero como en oficiar misa, había ordenado la construcción de una buena casa de madera que rivalizara con las que había visto en las abadías de Londres y Dorchester. Junto a sus aposentos había un salón magnífico con una chimenea ornamentada, un banco de madera labrada y vidrieras emplomadas. En las paredes colgaban tapices primorosamente tejidos, en Flandes y Brujas, con escenas de cacerías y hechos de los Apóstoles. Encima del hogar había una cruz artesanal de plata, tan larga como el brazo de un hombre.

Tras la muerte de Baldwin, acaecida muchos años atrás, el obispo de Dorchester había elegido a Félix, el prior de la abadía, para que lo sucediera como abad de Vectis. Félix rezó mucho para que Dios lo guiara. Quizá debía renunciar al boato del cargo y optar por un reinado modesto, dormir en una celda monacal con los hermanos, seguir llevando su hábito sencillo, comer en comunidad. Pero ¿acaso no mancillaría eso la memoria de su mentor, su confesor? ¿No sería como tachar a Baldwin de derrochador? Se inclinaba ante el poder de su recuerdo, del mismo modo que se había inclinado ante el poder del hombre cuando vivía. Siempre había sido un sirviente fiel, y nunca había desobedecido a Baldwin, ni siquiera cuando lo asaltaban las dudas. ¿Qué habría ocurrido si hubiera puesto en tela de juicio la decisión de Baldwin de disolver la Orden de los Nombres? ¿Serían distintas las cosas en la actualidad si él no hubiera encendido con sus propias manos el fuego que había reducido a cenizas la Biblioteca hacía casi cuarenta años?

Como se encontraba demasiado mal para arrodillarse, agachó su dolorida cabeza y murmuró una plegaria, con un acento bretón tan áspero y rústico como el que tenía de niño. La oración elegida, del salmo 42, le vino a la cabeza de forma espontánea, casi sorprendente.

Introibo ad altare Dei.Ad Deum qui laetificat juventutem meam.

Me acercaré al altar de Dios. Hasta Dios, la alegría de mi juventud.

Gloria Patri, et Filio, et Spiritui Sancto. Sicut erat in principio, et nunc, et semper, et in saecula saeculomm. Amen.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo, como era en un principio, y ahora y siempre, y por los siglos de los siglos. Amén.

Félix frunció los labios ante lo irónicas que resultaban estas palabras.

«Ahora y siempre, y por los siglos de los siglos.»

En otro tiempo, su barba era tan poblada y negra como el carrillo de un jabalí. Había sido un hombre robusto y musculoso, capaz de soportar con ánimo incansable los rigores de la vida monástica, las raciones exiguas, los fríos vientos del mar que helaban los huesos, el trabajo manual que castigaba el cuerpo pero mantenía a flote la comunidad, la brevedad de los períodos de sueño entre las horas canónicas que salpicaban la noche y el día con rezos comunitarios. Ahora, tenía la barba rala, de un color blanco sucio como el pecho de una gaviota, y las mejillas hundidas. Sus vigorosos músculos se habían debilitado y atrofiado, y su piel, despojada de tersura, estaba seca como un pergamino y cubierta de unas costras que picaban y lo distraían de la oración y la meditación.

Pero el cambio físico más alarmante que estaba sufriendo era el de su ojo derecho, había empezado a hincharse y a quedarse inmóvil. Era un proceso lento pero continuo. Al principio, solo había notado una mancha rosa y seca, como una mota de polvo que no pudiera quitarse del ojo. Luego, las leves punzadas que sentía en la parte de atrás del globo ocular empeoraron, y empezó a tener problemas de visión. Al principio, se le nublaba la vista; después, veía destellos, y ahora las imágenes se desdoblaban de tal manera que tenía dificultades para leer y escribir con los dos ojos abiertos. En las últimas semanas, todos los hombres y las mujeres de la abadía se habían fijado en la inquietante hinchazón de su ojo. Cuchicheaban entre sí mientras ordeñaban las vacas o trabajaban en los campos, y durante los rezos suplicaban a Dios que tuviese piedad de él.

El hermano Girardus, encargado de la enfermería de la abadía y buen amigo de Félix, lo visitaba a diario y se ofrecía a dormir en el suelo de su amplia habitación por si el abad necesitaba su ayuda durante la noche. Girardus no podía determinar la naturaleza de su mal, pero suponía que se debía a un bulto en el interior de la cabeza que ejercía presión sobre el ojo y le ocasionaba el dolor. Si se tratara de un forúnculo bajo la piel, podría abrírselo con una lanceta, pero nadie salvo Dios era capaz de curar un bulto dentro del cráneo. Le preparaba a su amigo infusiones de corteza y cataplasmas de hierbas para aliviar el dolor y la inflamación, pero, sobre todo, rezaba.

Félix meditó durante varios minutos, antes de ir arrastrando los pies hasta el arcón de palisandro situado entre la cama y la mesa. Cuando se agachaba el ojo le dolía demasiado, por lo que se puso de rodillas para abrir la voluminosa caja. Contenía vestiduras, hábitos viejos y sandalias, además de una manta adicional. Bajo la suavidad de la tela había algo duro y sólido. Sacarlo y llevarlo hasta su mesa de escribir casi consumió sus escasas fuerzas.

Era un libro pesado, antiguo, del color de la miel oscura, producto de un siglo remoto. Suponía que era el último que quedaba, el único superviviente del incendio que él mismo había provocado. El motivo por el que lo había mantenido escondido con tanto celo durante tanto tiempo era que llevaba inscrita una fecha para la que faltaban casi doscientos años: 1527.

¿Qué persona viva lo entendería? ¿Cuáles de sus hermanos sabrían reconocer lo que era y adorar su divinidad? ¿O quizá lo confundirían con un espectro de blasfemia y maldad? Todos los que estaban con él ese día gélido de enero de 1297, cuando el infierno visitó la tierra, estaban muertos y enterrados. Él era el último testigo que quedaba, y esto representaba una carga para su alma.

Félix encendió unas velas más pequeñas que iluminaron su escritorio con un arco de luz danzarina y pajiza. Abrió el libro y sacó un fajo de hojas de papel de vitela sueltas que había hecho cortar en el scriptorium de la abadía para que su tamaño se ajustase al de las tapas. Había estado trabajando febrilmente en el manuscrito, temeroso de que su dolencia se lo llevase antes de terminar.

Era una tarea meticulosa y ardua verter sus recuerdos en el papel mientras luchaba con su visión doble y sus terribles jaquecas. Tenía que mantener cerrado el ojo derecho para enfocar la vista en la página y procurar que los movimientos de su pluma siguieran una línea recta. Escribía por la noche, cuando reinaba el silencio y nadie llegaría de improviso y descubriría su secreto. Cuando no podía más, devolvía el libro a su escondrijo y se desplomaba en su camastro antes de que las campanas de la abadía llamaran a la siguiente oración en la catedral.

Cogió con delicadeza la primera de sus páginas y, con un párpado cerrado, se la acercó a los ojos. El encabezamiento rezaba: «Epístola de Félix, superior de la abadía de Vectis, escrita el año de Nuestro Señor de 1334».

Señor, soy tu sirviente. Alabado seas, y gloria a ti Grande eres, Señor, y grandes deben ser tus alabanzas. Mi fe en ti es el don que me has dado e inspirado por la humanidad asumida por tu Hijo.

Estoy decidido a traer a la memoria las cosas que sé, las cosas que vi y las cosas que hice.

El recuerdo de quienes me han precedido me llena de humildad, pero el más valioso y venerado es el de Josephus, santo patrón de Vectis, cuyos huesos sagrados descansan en la Catedral. Y es que fue Josephus quien, en su amor verdadero y absoluto hacia Dios, fundó la Orden de los Nombres a fin de exaltar al Señor y afirmar su divinidad. Soy el último miembro de la orden; todos los demás han entregado el alma. Si no dejo constancia de los hechos y sucesos del pasado, la humanidad se verá privada del conocimiento que yo y solo yo, pecador mortal, poseo. No está en mi mano decidir si dicho conocimiento es apropiado para la humanidad. Ese juicio te corresponde a ti, Señor, en tu infinita sabiduría. Yo escribiré humildemente esta epístola, y tú, Señor, decidirás su destino.

Félix dejó la hoja sobre la mesa para que su ojo sano descansara un momento. Cuando sintió que estaba listo para continuar, pasó unas páginas y siguió leyendo.

Lo sucedido ese día se ha transmitido de boca en boca entre hermanos y hermanas desde la noche de los tiempos. Josephus, prior de Vectis en ese entonces, asistió a un nacimiento en el fatídico día siete del séptimo mes del año de Nuestro Señor de 111. El momento estuvo marcado por la presencia del Cometes Luctus, un cometa rojo y resplandeciente que hasta la fecha no ha vuelto a aparecer. La esposa de un trabajador estaba encinta, y si daba a luz a un niño, este sería el séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón. Así sucedió, y el padre, atemorizado y entre lamentos, mató a golpes a la criatura. Ante el asombro de Josephus, la mujer alumbró entonces a un octavo hijo, gemelo del anterior, que recibió el nombre de Octavus.

A Félix no le costó evocar una imagen de Octavus, pues había visto muchos recién nacidos como él a lo largo de los años, pálidos, que no lloraban, con los ojos verde esmeralda y una pelusa rojiza que brotaba de su rosado cuero cabelludo. ¿Sospechó Josephus, entre la cama del parto, manchada de sangre y líquido amniótico, y los murmullos de las comadronas aterradas, que Octavus era en realidad el séptimo hijo?

El padre, creyendo que el pequeño Octavus debía estar cerca del Señor, lo llevó a la abadía de Vectis a una tierna edad. El niño no hablaba ni quería estar en compañía de hombres, por lo que Josephus se apiadó de él y aceptó que quedara al cuidado de la abadía. Fue entonces cuando Josephus hizo un descubrimiento milagroso. Pese a no haber recibido enseñanza alguna, el muchacho era capaz de escribir letras y números. Y no letras ni números cualesquiera, Dios Todopoderoso, sino los nombres de tus hijos mortales y de los días de su nacimiento y su muerte futura. Este don de la adivinación infundió a Josephus admiración y miedo. ¿Se trataba de un poder oscuro nacido del mal o un rayo de luz celestial? Josephus, en su sabiduría, convocó un consejo de religiosos de la abadía para deliberar sobre el muchacho, y a raíz de ello se fundó la Orden de los Nombres. Estos sabios monjes llegaron a la conclusión de que no estaba interviniendo una fuerza maligna, pues, de lo contrario, ¿por qué había sido confiado el muchacho a su cuidado? Sin duda era obra de la Providencia, una señal, evidenciada por la confluencia del número sagrado siete, de que el Señor había elegido a Octavus, esa humilde criatura, para que fuera su auténtica, voz de revelación divina. Así pues, se decidió proteger al muchacho y enclaustrarlo en el scriptorium, donde se le proporcionaría una pluma, tinta y pergamino, y se le permitiría dedicarlas horas a su auténtica vocación.

Como el dolor de cabeza no remitía, Félix se levantó de la mesa para prepararse una vasija de infusión de corteza. Removió los rescoldos en la chimenea de la enorme habitación y añadió un puñado de ramitas. Pronto, el agua en el cazo de hierro colgado de una barra empezó a emitir un silbido. Félix regresó a su alcoba arrastrando los pies para seguir leyendo.

Con el paso de los años, el joven Octavus se convirtió en un hombre cuya singular determinación no jaqueó un ápice. Trabajaba noche y día, y sus libros, que contenían nombres acompañados de predicciones sobre nacimientos y muertes, formaban ya una pequeña pero creciente biblioteca. Durante todo ese tiempo, Octavus no mantenía conversaciones ni tratos con sus semejantes, y la Orden de los Nombres atendía a todas sus necesidades fisiológicas, amén de proteger a su persona y su trabajo. Un funesto día, Octavus, consumido por la lujuria animal, violó a una pobre novicia, que gestó y dio a luz a su hijo, un bebé con un semblante extraño como el de su padre. El niño, a quien pusieron el nombre de Primus, tenía los ojos verdes y el pelo rojizo, y, al igual que Octavus, era mudo como un leño y, con el tiempo, reveló poseer los mismos poderes que su padre. Donde antes solo había uno, pasó a haber dos, sentados el uno al lado del otro, escribiendo los nombres de los vivos y los muertos.

La infusión amarga le alivió un poco el dolor, lo que le permitió leer más deprisa y terminar el pasaje que había escrito la noche anterior.

Los días se convirtieron en años, los años en décadas y las décadas en siglos. Los escribas nacían y morían, y los guardianes de la Orden de los Nombres también llegaban a este mundo y se iban al otro, no sin antes proporcionarles receptáculos femeninos para la procreación. La biblioteca llegó a tener un tamaño que desafiaba la imaginación, y, a fin de guardar mejor los libros sacros, la orden excavó enormes cavernas en las que la biblioteca estaría oculta y a salvo, y los huesos de los escribas muertos, sepultados en catacumbas sagradas.

Durante muchos años, amado Señor, fui el humilde prior de Vectis, un sirviente leal del gran abad Baldwin y fiel miembro de la Orden de los Nombres. Confieso, Señor, que no me complacía procurarles hermanas jóvenes para que las utilizasen para sus fines, pero llevaba a cabo mi misión lleno de amor hacia ti y con la convicción de que tu biblioteca debía perdurar a fin de que tus futuros hijos contaran con la información contenida en sus anales.

Hace tiempo que perdí la cuenta de todas las criaturas mudas traídas al mundo que han crecido para ocupar su lugar en la Sala de los Escribas, pluma en mano, codo con codo con sus hermanos. Sin embargo, no olvido la única ocasión en que vi a una de las hermanas elegidas alumbrar, no a un varón, sino a una niña. Tenía entendido que no era la primera vez que ocurría tan raro suceso, pero nunca había visto nacer a una niña hasta ese momento. La niña muda de ojos verdes y pelirroja creció, pero, a diferencia de sus parientes, no desarrolló el don de la escritura. A los doce años, fue expulsada y entregada a Gassonet el judío, un mercader de grano, quien se la llevó de la isla e ignoro qué hizo con ella.

Satisfecho, Félix estaba listo para finalizar sus memorias. Mojó la pluma y continuó el relato con su letra florida. Escribió las páginas finales tan deprisa como pudo hasta que su obra quedó terminada.

Dejó la pluma y se permitió el lujo de escuchar el canto de los grillos y las gaviotas mientras se secaban los últimos renglones. Vio por las ventanas que el negror de la noche daba paso poco a poco a una penumbra gris. La campana de la catedral no tardaría en sonar, y él tendría que hacer acopio de fuerzas para dirigir a la congregación en el rezo de prima. Tal vez debería echarse un rato. Pese a su malestar, se sentía como si se hubiera quitado un gran peso de encima, de modo que aprovechó la oportunidad para cerrar los ojos y disfrutar de un descanso breve pero tranquilo.

Cuando se puso de pie, las campanas empezaron a repicar. Félix suspiró. Acabar el texto le había llevado más tiempo de lo que había previsto. Se dispuso a prepararse para la misa.

De repente, oyó unos golpes firmes en la puerta.

– ¡Adelante! -gritó.

Era el hermano Víctor, el hospedero, un joven que rara vez iba a la casa del abad.

– Padre, os ruego que me disculpéis. He esperado a que dieran las campanadas.

– ¿Qué sucede, hijo mío?

– Un viajero llegó a nuestras puertas anoche.

– ¿Y le diste albergue?

– Sí, padre.

– Entonces, ¿por qué vienes a informarme?

– Se llama Luke. Me ha suplicado que os entregue esto. -Víctor le tendió un pergamino enrollado y atado con una cinta. Félix lo cogió, desató el lazo y alisó la hoja.

De pronto palideció. Víctor tuvo que sostener al viejo monje por debajo de los brazos para evitar que cayese al suelo.

En la hoja solo había una línea escrita y una fecha: 9 de febrero de 2027.

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