1334,
isla de Wight, Inglaterra
Félix guió a la comunidad en el rezo de prima. Gracias a Dios, fue el oficio más breve del día, porque él estaba fatigado en extremo y volvía a sentir punzadas en la cabeza. La catedral estaba llena de hermanos y hermanas que respondían diligentemente, elevando la voz en un cántico tan dulce como los gorjeos de los pájaros posados en el tejado de la iglesia que llamaban a sus compañeros de los robles cercanos. Era una época única del año, en la que el ambiente en el interior de la catedral era, en una palabra, celestial; ni demasiado caluroso ni demasiado frío. Él pensó que sería una pena partir de este mundo en pleno esplendor del verano.
Con el ojo sano vio que los monjes intercambiaban miradas furtivas desde los bancos. Él era su padre, estaban intranquilos por él y, de hecho, por ellos mismos. La muerte de un abad siempre era motivo de preocupación mundana. La llegada de un nuevo superior lo cambiaba todo inevitablemente y alteraba el ritmo de vida de la abadía. Después de todos aquellos años, se habían acostumbrado a él. Tal vez incluso lo querían, pensó. El hecho de que la cadena de sucesión fuese incierta aumentaba la confusión. Paul, su prior, era demasiado joven para que el obispo lo nombrase abad, y dentro de los muros del monasterio no había otro candidato. Eso significaba que tendría que venir alguien de fuera. Por el bien de la comunidad, Félix intentaría seguir vivo durante el mayor tiempo posible, pero sabía mejor que todos ellos que el designio de Dios ya estaba escrito y era inalterable.
Desde el púlpito, elevado y tallado, recorrió la catedral con la mirada buscando a su visitante, pero Luke no se encontraba allí. Esto no sorprendió demasiado a Félix.
Cuando recitaba los últimos versos del salmo 116, un clásico de la hora prima, lo invadió una alegría repentina al caer en la cuenta de que Luke había llegado en el momento en que él ponía punto final a su carta de confesión. Sin duda, se trataba de algo providencial. El Señor había escuchado sus plegarias y le enviaba una respuesta. Como alabanza, Félix decidió incluir en la misa uno de sus himnos favoritos de prima, el antiguo Iam lucis orto sidere, «Ya que asoma el astro luminoso», un poema que databa de siglos atrás, de la época del santo fundador espiritual de su orden, Benito de Nursia.
Iam lucis orto sidere,
Deum precemur supplices,
ut in diurnis actibus
nos servet a nocentibus.
Ya que asoma el astro luminoso,
roguemos a Dios que nos ampare,
y que en nuestras tareas de este día
nos proteja de riesgos y de males.
El himno pareció elevar el espíritu de los fieles. La voz aguda de soprano de las monjas jóvenes resonaba de forma hermosa en la enorme nave de la fabulosa catedral.
Ut cum dies abscesserit,
noctemque sors reduxerit,
mundi per abstinentiam
ipsi canamus gloriam.
Para que cuando el día se retire
y la noche de nuevo descienda,
libres de los cuidados del mundo
ensalcemos su gloria eterna.
Al concluir la ceremonia, Félix se sentía rejuvenecido, y si veía doble y le dolía el ojo, apenas lo notaba. Al salir de la iglesia hizo una señal al hermano Víctor, el hospedero, y le pidió que guiase al visitante nocturno a sus aposentos.
La hermana Maria, que lo esperaba en la casa del abad, le sirvió enseguida té y avena gruesa endulzada con miel. El comió unos bocados para contentarla, pero le indicó con un gesto que despejara la mesa cuando el hermano Víctor llamó a la puerta.
En cuanto vio entrar a Luke, le vino a la memoria el día que lo conoció, unos cuarenta años atrás. Félix era prior cuando el joven fornido, cuyo aspecto era más propio de un soldado que de un aprendiz de zapatero, llegó a las puertas de la abadía y pidió que lo dejaran ingresar en la hermandad. Había viajado desde Londres con el fin de apartarse del mundo en la isla, pues había oído hablar de la devoción de la comunidad y de la sencilla belleza del monasterio. El muchacho no tardó en ganarse con su sinceridad e inteligencia a Félix, que lo admitió como oblato. Luke correspondió a su generosidad entregándose al estudio, la oración y el trabajo con un entusiasmo y un candor que cautivaron el corazón de todos los miembros de la orden.
Ahora tenía ante sí a un hombre de cincuenta y tantos años que aún era alto y fuerte, pero le había salido barriga. Su rostro, antes terso y bello, acusaba los estragos de la edad, y estaba flácido y surcado de profundas arrugas. La sonrisa radiante y juvenil había cedido el paso al gesto torcido hacia abajo de unos labios cubiertos de costras. Llevaba la ropa sencilla y gastada de un artesano, y el cabello entreverado de canas peinado hacia atrás y anudado en la nuca.
– Pasa, hijo mío, y siéntate a mi lado -lo invitó Félix-.Ya veo que eres tú, querido Luke, disfrazado de viejo.
– Yo también os he reconocido, padre -respondió Luke, mirando fijamente el ojo hinchado del abad y la cara que, aunque envejecida, le resultaba familiar.
– Te has fijado en mi dolencia -observó Félix-. Menos mal que has venido hoy a verme. Tal vez mañana habrías tenido que visitar mi tumba. Siéntate.
Luke se acomodó en el blando asiento de crin de una silla.
– Lamento oír eso, padre.
– Estoy en manos de Dios, como todo hombre. ¿Te han dado de comer?
– Sí, padre.
– Dime, ¿por qué no has asistido al rezo de prima en la catedral? Te he buscado pero no te he visto.
Luke contempló, incómodo, la suntuosidad de la sala del abad.
– No he podido -respondió simplemente.
Félix asintió con suavidad y tristeza. Lo entendía, por supuesto, y le agradecía que hubiera vuelto después de tantos años para cerrar el largo arco de dos vidas que habían discurrido juntas durante un tiempo antes de separarse un día de infausta memoria.
No había necesidad de que Luke le recordase al abad los detalles de ese día. Félix recordaba los hechos como si se hubieran producido unos minutos antes y no décadas atrás.
– ¿Adónde fuiste después de dejarnos? -preguntó de pronto el abad.
– A Londres. Nos fuimos a Londres.
– ¿«Fuisteis»?
– Elizabeth, la chica, se fue conmigo.
– Entiendo. ¿Y qué fue de ella?
– Es mi esposa.
La noticia dejó de piedra a Félix, pero decidió no juzgar a Luke.
– ¿Tenéis hijos? -preguntó.
– No, padre, ella es estéril.
Entre la bruma y la lluvia de una mañana de octubre que había quedado muy atrás, Luke vio horrorizado que la hermana Sabeline llevaba a rastras a Elizabeth, una novicia joven y asustada, al interior de la pequeña capilla que se alzaba en una zona apartada del terreno de la abadía. Durante sus cuatro años en Vectis, había oído rumores sobre las criptas, un mundo subterráneo, seres extraños que vivían bajo tierra y sucesos no menos inquietantes. Los otros novicios hablaban de ritos y perversiones; de una sociedad secreta, la Orden de los Nombres. Luke no concedía el menor crédito a esas habladurías fabricadas por mentes simples. Sí, había una capilla secreta, pero él no tenía por qué saberlo todo acerca del funcionamiento interno de la abadía. Tenía una misión en la que concentrarse: amar y servir a Dios.
La presencia de Elizabeth ponía a prueba su fe y su dedicación. Desde el primer día que la vio de cerca, detrás del dormitorio de las hermanas, donde la ayudó a recuperar una camisa que había volado de un tendedero, el rostro de la joven empezó a desplazar en su pensamiento los rezos y la contemplación. Su cabellera larga y bonita, que todavía no le habían cortado antes de tomar el hábito, sus pómulos altos, sus ojos azul verdoso, sus labios húmedos y su cuerpo grácil lo hacían enloquecer. Sin embargo, él sabía que si dominaba sus impulsos y se negaba a desviarse del buen camino, saldría del trance fortalecido y sería mejor siervo de Dios.
En ese entonces no podía saber que pasaría su última noche como monje en unos establos. Elizabeth le había rogado que acudiese. Estaba angustiada. Por la mañana, la llevarían a las criptas situadas bajo la capilla secreta. Le contó a Luke que iban a obligarla a yacer con un hombre. Le contó una historia de paridoras, sufrimiento y locura. Le suplicó a Luke que la despojase de su virginidad, en ese momento y allí, sobre la paja, para salvarla. Él se marchó a toda prisa, y el suave llanto de Elizabeth se confundió en sus oídos con los relinchos incesantes de los caballos.
A la mañana siguiente, Luke se escondió tras un árbol para vigilar el sendero que conducía a la capilla secreta. La brisa salobre procedente del mar lo mantenía alerta. Al alba, vio a la monja anciana y enjuta, la hermana Sabeline, arrastrar a la chica sollozante hacia el interior del edificio de madera. Se debatió por unos instantes antes de dar el paso que cambiaría para siempre el rumbo de su vida.
Entró en la capilla.
Vio una habitación vacía con suelo de pizarra, sin otro adorno que una sencilla cruz de madera cubierta de pan de oro. Había una puerta maciza de roble. Cuando la abrió, Luke distinguió una escalera de piedra que descendía en espiral hacia las profundidades de la tierra. Con paso vacilante, bajó los escalones iluminados por antorchas hasta llegar a una cámara fresca y pequeña en la que había una puerta antigua entreabierta, con una llave grande en su cerradura de hierro. La puerta giró pesadamente sobre sus goznes, y Luke se encontró dentro de la Sala de los Escribas.
Los ojos de Luke tardaron unos segundos en acostumbrarse a la tenue luz de las velas. Lo que vio escapaba a su comprensión: docenas de hombres y muchachos pelirrojos de piel clara, sentados hombro con hombro ante largas mesas dispuestas en filas, todos con una pluma que sujetaban con fuerza y mojaban en tinteros para escribir furiosamente en hojas de pergamino. Unos eran ancianos, y otros, poco más que niños, pero, a pesar de las diferencias de edad, todos se parecían notablemente entre sí. Cada rostro era tan inexpresivo como el de al lado. Su única señal de vivacidad era el brillo de sus ojos verdes, que fijaban con intensidad en las hojas de pergamino blanco.
La cámara tenía un techo abovedado, enyesado y encalado, de manera que reflejara mejor la luz de las velas. Había un máximo de diez escribas ante cada una de las quince mesas que llegaban hasta el fondo de la cámara. A lo largo de los muros laterales de la cámara había varios catres, algunos de ellos ocupados por pelirrojos que dormían.
Los escribas no prestaron la menor atención a Luke; tuvo la sensación de haber entrado en un reino mágico en el que quizá era invisible. Sin embargo, antes de que pudiera intentar buscar un sentido a todo aquello, oyó un grito lastimero, la voz de Elizabeth.
Los gemidos provenían de su derecha, de un hueco abierto a un lado de la cámara. Por instinto protector, corrió hacia el oscuro pasadizo abovedado y enseguida percibió los asfixiantes hedores de la muerte. Estaba en una catacumba. Avanzó a tientas por una habitación, rozando cadáveres amarillos con restos de carne en descomposición, apilados como leños en los nichos de las paredes.
Los gritos sonaron más fuerte, y en la habitación siguiente, Luke vio a la hermana Sabeline sosteniendo una vela. Se acercó con sigilo. La llama iluminaba la pálida piel de uno de los pelirrojos. Estaba desnudo, y Luke vislumbró sus glúteos secos y hundidos, los brazos escuálidos que colgaban a sus costados. Sabeline lo estaba aguijoneando, alterada por su frustración.
– ¡He traído a esta chica para ti! -exclamó. Como él no reaccionaba, la monja le ordenó-: ¡Tócala!
En ese momento, Luke vio a Elizabeth, hecha un ovillo en el suelo, tapándose los ojos, preparada para el contacto de un esqueleto viviente.
Luke actuó automáticamente, sin miedo a las consecuencias. Se lanzó hacia delante, agarró al hombre por los huesudos hombros y lo arrojó al suelo. Le resultó extremadamente fácil, como derribar a un niño.
– ¿Qué haces tú aquí? Pero ¿qué haces? -oyó chillar a la hermana Sabeline.
Sin hacerle caso, él le tendió la mano a Elizabeth, que pareció notar que no la estaba tocando una mano maligna, sino liberadora. Abrió los ojos y contempló su rostro con gratitud. El hombre pálido yacía en el suelo, intentando levantarse del lugar donde había caído a causa del brusco empujón de Luke.
– ¡Hermano Luke, déjenos solos! -gritó Sabeline-. ¡Ha violado un lugar sagrado!
– No me iré sin esta muchacha -gritó Luke a su vez-. ¿Cómo puede ser esto sagrado? Todo cuanto veo es maldad. -Tomó a Elizabeth de la mano y la ayudó a levantarse.
– ¡No lo entiende!-rugió Sabeline.
Luke oyó ruidos de caos y tumulto procedentes de la cámara: destrozos, golpes sordos, bandazos y sonidos como los de unos pescados grandes al caer sobre la cubierta de un barco, boqueando y retorciéndose.
El pelirrojo desnudo dio media vuelta y echó a andar hacia el estrépito.
– ¿Qué está pasando? -preguntó Luke.
Sabeline cogió la vela y se dirigió a toda prisa hacia la sala, dejándolos solos en la oscuridad.
– ¿Te han hecho daño? -le preguntó Luke a Elizabeth.
– Has venido a por mí -musitó ella.
Luke la ayudó a abrirse camino desde las tinieblas hasta la luz de la cámara.
El recuerdo de lo que vio debió de quedar grabado a fuego en el fondo de sus ojos, porque cada vez que los cerraba, todos los días de su larga vida, veía de nuevo a la hermana Sabeline, caminando como en trance por aquel escenario espantoso murmurando «Dios mío, Dios mío, Dios mío» una y otra vez, como si canturrease un salmo.
Para ahorrarle a Elizabeth aquella visión pavorosa, Luke le rogó que cerrara los ojos y dejase que él la guiara. Mientras se encaminaban con cuidado hacia la puerta, lo asaltó de pronto el impulso incontrolable de llevarse uno de los pergaminos extendidos sobre las mesas de madera, y eligió uno que no estaba empapado en sangre.
Subieron a toda prisa la empinada escalera de caracol, cruzaron la capilla y salieron a la lluvia y la niebla. La obligó a seguir corriendo hasta que se encontraron lejos de las puertas de la abadía. Las campanas de la catedral repicaban para dar la alarma. Tenían que llegar hasta la orilla del mar. Tenía que sacarla de la isla.
– Dime, ¿por qué has regresado a Vectis? -inquirió Félix.
– Lo que vi ese día me dejó marcado de por vida, y no quería irme a la tumba sin comprender. Hace tiempo que acariciaba la idea de regresar. Por fin me ha sido posible.
– Es una lástima que dejaras la Iglesia. Recuerdo tu gran devoción y tu generosidad de espíritu.
– Ya no me queda nada de eso -repuso Luke con amargura-. Me lo arrebataron.
– Eso me entristece, hijo mío. Sin duda consideras la abadía de Vectis un lugar de pecado y maldad, pero no es así. Nuestro elevado cometido tenía un propósito sagrado.
– ¿Y cuál era ese propósito, padre?
– Satisfacer las necesidades de Dios al atender a las necesidades de esos escribas endebles y mudos. Por intervención divina, su labor se prolongó durante siglos. Estaban llevando un registro, Luke, un registro de los nacimientos y los óbitos de todos los hijos de Dios, de entonces y del futuro.
– ¿Cómo era posible?
Félix se encogió de hombros.
– La información pasaba de la mano de Dios a las manos de aquellos hombres. Tenían una determinación extraña, única. Por lo demás, en muchos sentidos eran como niños y dependían totalmente de nosotros para subsistir.
– No solo para eso -espetó Luke.
– Sí, tenían la necesidad de reproducirse. Su labor era titánica. Requería que miles de ellos trabajaran durante cientos de años. Era nuestro deber proporcionarles los medios.
– Lo siento, padre, pero eso es una abominación. Obligaban a sus hermanas a convertirse en meretrices.
– ¡En meretrices no! -exclamó Félix. La emoción hizo que le subiera la presión dentro de la cabeza y que el ojo le palpitara con violencia-. ¡En siervas! ¡Estaban al servicio de un bien superior! ¡Es algo que los forasteros no pueden entender! -Se apretó la sien con la mano, dolorido.
Luke, temeroso de que el anciano muriese delante de él, moderó el tono.
– ¿Qué ha sido de su obra?
– Había una Biblioteca inmensa, Luke; sin duda la mayor de toda la cristiandad. Ese día estuviste cerca, pero no llegaste a verla. Después de que huyerais, el abad Baldwin, de bendita memoria, ordenó que se cerrara la Biblioteca y que la capilla fuera arrasada por el fuego. Tengo la certeza de que la Biblioteca quedó reducida a cenizas.
– ¿Por qué se tomaron esas medidas, padre?
– Baldwin creía que el hombre no estaba preparado para las revelaciones de la Biblioteca. Y sospecho que te tenía miedo, Luke.
– ¿A mí?
– Temía que revelaras los secretos, que llegaran otros, que los forasteros nos juzgaran, que hombres malintencionados explotaran la Biblioteca con fines perversos. Tomó una decisión, y yo la llevé a efecto. Yo mismo causé los incendios.
Luke vio su pergamino en la mesa del abad, enrollado y sujeto con una cinta.
– El pergamino que me llevé ese día… Os ruego que me expliquéis su significado, padre. Me tiene obsesionado.
– Luke, hijo mío, te contaré todo cuanto sé. Pronto moriré. Llevo una carga enorme sobre los hombros, pues soy el último hombre vivo que tiene conocimiento de la Biblioteca. He puesto por escrito esa información. Por favor, deja que me quite ese peso de encima entregándote el texto y que abuse de tu generosidad pidiéndote algo más.
Se acercó a su arcón y sacó el descomunal libro. Luke se apresuró a ayudarlo, pues el volumen parecía pesar demasiado para el anciano.
– Es el único que queda -dijo Félix-. A ti y a mí nos une otro vínculo, Luke. Tú no sabías por qué te llevaste el pergamino aquel día, y yo no sé por qué salvé este libro de las llamas. Tal vez a ambos nos guió una mano invisible. ¿Te llevarás tu pergamino y también este libro, que contiene una carta escrita por mí? ¿Dejarás que este viejo te traspase su carga?
– Cuando era joven, fuisteis amable conmigo y me acogisteis, padre. Haré lo que me pedís.
– Gracias.
– ¿Qué debo hacer con ello?
Félix alzó la vista hacia el techo de la lujosa estancia.
– Eso le corresponde a Dios decidirlo.