Epílogo

Seis meses después,

isla de Wight, Inglaterra

Era una tarde resplandeciente y fresca de primavera. El amarillo del sol y el verde del césped recién cortado eran de una viveza que parecía irreal. Más allá de los prados, las gaviotas sobrevolaban el Solent, entre chillidos apremiantes.

La torre de ladrillo rojo de la iglesia, recortada contra el cielo despejado y azul, era un objetivo irresistible para las cámaras de los turistas. Aunque la abadía de Vectis siempre había estado abierta al público, las revelaciones sobre su antigua Biblioteca la habían convertido en un lugar de enorme interés, para gran consternación de los monjes que vivían allí. Los fines de semana, voluntarias de la aldea de Fishbourne realizaban visitas guiadas, más que nada para intentar reunir a los visitantes en grupos, pues de este modo alteraban menos la rutina de la vida monástica que si vagaban desperdigados y sin rumbo por la iglesia y los terrenos de la abadía.

El bebé que iba en el cochecito se puso a llorar. Esto pareció irritar a los turistas, en su mayoría personas mayores que habían dejado muy atrás la época en que les gustaban los niños, pero los padres ni se inmutaron.

La madre echó un vistazo al pañal.

– Voy a buscar un sitio para cambiarlo -dijo Nancy, y se alejó del grupo en dirección a la cafetería.

Will asintió y continuó escuchando a la guía, una mujer de mediana edad con una pronunciada joroba que señalaba unos brotes tiernos que asomaban por detrás de una valla para conejos y peroraba sobre la importancia de las verduras para una orden religiosa.

Will había estado deseando irse de vacaciones para huir del mundo frenético que había creado en torno a sí. Tenía entrevistas por conceder, libros que escribir, todas las obligaciones que lleva consigo la fama. Todavía había paparazzi apostados en la calle Veintitrés. Aparte de eso, había contraído otros compromisos. Alf Kenyon, que se había recuperado casi por completo de la herida en la rodilla, iba a emprender una gira pocos meses después para promocionar su libro sobre Juan Calvino, Nostradamus y los documentos de Cantwell. Kenyon le había pedido que lo acompañara en sus apariciones en los medios, y Will no había podido negarse. Por otro lado, Dane Bentley iba a celebrar pronto una despedida de soltero y una boda, aunque Will no estaba muy seguro de con cuál de sus novias se iba a casar.

Por el momento, Will había conseguido no pensar en la vorágine de acontecimientos de los últimos meses y concentrarse en el presente. Le fascinaba todo lo relacionado con su visita a la isla: la gélida y ventosa travesía en ferry con el coche desde tierra firme; el almuerzo en un pub de Fishbourne -donde había titubeado en la barra antes de pedir una Coca-Cola-; la primera vista del monasterio desde el sendero; los monjes, que, a pesar de sus hábitos y sus sandalias, parecían hombres normales… hasta que se habían dirigido en fila a la iglesia exactamente a las 14.20 para la misa de nona. Dentro del templo, todos se habían transformado al unísono en seres distintos. La concentración con que rezaban y entonaban sus cánticos, la fuerza de su determinación, la seriedad de su placer espiritual, creaban una barrera entre ellos y los visitantes, que se habían quedado sentados en la parte posterior de la iglesia abovedada, observando con curiosidad y con una incómoda sensación de voyeurismo.

Ahora, los monjes estaban realizando sus tareas de la tarde: unos se ocupaban del jardín y los gallineros; otros trabajaban dentro, en la cocina o en los talleres de cerámica o encuadernación. No eran muchos, menos de una docena, casi todos mayores. En estos tiempos la vida monacal atraía a muy pocos jóvenes. La visita guiada estaba llegando a su fin, y Will todavía no había visto lo que lo había llevado hasta allí. Levantó la mano, al igual que otros turistas. Todos estaban interesados en lo mismo, y la guía lo veía venir.

Le dio la palabra a él porque destacaba entre la multitud, alto y apuesto, con un brillo de inteligencia en los ojos.

– Quisiera ver el monasterio medieval.

El grupo prorrumpió en un murmullo. Eso era lo que todos querían.

– Ya. ¡Qué curioso que me pida eso! -bromeó ella-. Precisamente iba a indicarles cómo llegar allí. Solo tienen que seguir ese camino y andar menos de cuatrocientos metros. Todo el mundo quiere ir allí últimamente, aunque no hay gran cosa que ver, solo unas ruinas. Ahora hablando en serio, señoras y señores, comprendo su interés y los animo a que visiten el lugar con un silencio contemplativo. El sitio está señalado con una pequeña placa.

Mientras la guía respondía a las preguntas, no le quitaba ojo a Will; cuando terminó se acercó a él y estudió atentamente su cara, sin ningún escrúpulo.

– Gracias por la visita -le dijo él.

– ¿Puedo preguntarle algo?

Él asintió.

– ¿No será usted por casualidad el señor Piper, el estadounidense que sale en las noticias por su relación con todo este asunto?

– Sí, señora.

Ella sonrió de oreja a oreja.

– ¡Ya me lo parecía! ¿Le importa si aviso al abad de que está usted aquí? Creo que querrá conocerle.

Dom Trevor Hutchins, abad de la abadía de Vectis, era un hombre corpulento de cabello cano que rebosaba entusiasmo. Guió a Will y a Nancy por el camino de grava hasta los derruidos muros medievales del antiguo monasterio. Les pidió que le dejaran empujar el cochecito para «dar un paseo al jovencito».

Se empeñó en contarles de nuevo la historia que ya habían oído sobre el cierre y el saqueo de la abadía medieval en 1536 como consecuencia de la Reforma de Enrique VIII; el desmantelamiento de las piedras de la mampostería, una a una, para enviarlas a Cowes y Yarmouth con el fin de construir castillos y fortificaciones. El majestuoso complejo ya no era ni sombra de lo que había sido, y no quedaban de él más que muros bajos y cimientos.

La abadía moderna la habían erigido unos monjes franceses a principios del siglo XX, con ladrillo rojo para recuperar la tradición benedictina, cerca del terreno sagrado donde se alzaba la antigua. El abad llevaba ya casi veinticinco años en Vectis, desde que era un joven recién licenciado en estudios clásicos por Cambridge.

En cuanto doblaron un recodo del camino, aparecieron ante ellos los desiguales restos de la abadía. Estaban en un campo desde el que se dominaba el Solent y, al otro lado de la estrecha franja de mar, se divisaba la imponente costa meridional de Inglaterra. Los muros de argamasa y guijarros que habían sobrevivido al paso de los siglos eran fachadas descabaladas en las que aún se apreciaban las aberturas de lo que habían sido ventanas y arcos. Unas ovejas pacían cerca de las ruinas.

– ¡He aquí la antigua abadía de Vectis! -dijo el abad-. ¿Es como esperaba usted, señor Piper?

– Parece un lugar tranquilo.

– Sí, lo es. Aquí tenemos tranquilidad para dar y regalar. -Señaló las paredes que habían pertenecido a la catedral, la sala capitular y los dormitorios. Más lejos estaban dispersos los restos de la muralla de la abadía medieval.

– ¿Dónde estaba la Biblioteca?

– Aquí no. Más adelante. Como era de esperar, la construyeron en un sitio recóndito.

Will tomó a Nancy de la mano cuando llegaron a la hondonada en un prado cercano, una gran extensión de forma rectangular hundida un metro por debajo del resto del campo. En el borde de la depresión había un mojón de granito recién colocado con una placa de bronce. La inscripción era sorprendentemente escueta: LA BIBLIOTECA DE VECTIS: 782-1297.

El abad se subió encima del mojón.

– Este ha sido su regalo para el mundo, señor Piper -comentó-. He leído en internet todo acerca de lo que hizo.

Nancy se rió al imaginarse a los monjes navegando por internet.

– ¡No se sorprendan, tenemos una conexión de alta velocidad! -presumió el abad.

– No todo el mundo lo ve como un regalo -repuso Will.

– Bueno, desde luego no es una maldición. La verdad nunca lo es. Todo lo relacionado con la Biblioteca me reconforta bastante. Detrás de ello percibo la mano firme de Dios. Me siento vinculado con el abad Félix y con todos aquellos de sus predecesores que protegieron y alimentaron celosamente ese enorme esfuerzo como a una orquídea delicada que se marchitaría si la temperatura subiera o bajara un grado. Me he aficionado a venir aquí a meditar.

– ¿Le preocupa el 2027? -preguntó Nancy.

– Aquí vivimos el presente. Nuestra comunidad se preocupa de trabajar para alabar al Señor, celebrar las misas y rezar las oraciones de las Sagradas Escrituras. En esencia, nos preocupamos de conocer a Jesucristo. No nos preocupan el año 2027, los asteroides ni todas esas cosas.

Will le sonrió.

– En mi opinión, el revuelo en torno al 2027 es seguramente algo positivo. Todo el mundo estará demasiado ocupado estudiando rocas del espacio y cosas así para machacar a sus semejantes. Por una vez, tenemos una meta común. Ganemos o perdamos, estoy convencido de que serán los mejores diecisiete años de nuestra historia.

El abad le devolvió el cochecito del bebé a Nancy.

– Es un jovencito estupendo, y tiene unos padres magníficos. Le espera un futuro prometedor. Y ahora, tengo que dejarlos. Quédense todo el tiempo que quieran.

– ¿Te alegras de haber venido? -le preguntó Nancy cuando se quedaron a solas.

Will bajó la vista a la hondonada y se imaginó a los escribas pelirrojos de ojos verdes que habían trabajado allí en silencio durante siglos, a los monjes que guardaban su secreto como un deber sagrado y el sangriento episodio que había puesto fin a todo aquello. Intentó visualizar cómo debía de ser entonces la Biblioteca, con su inmensa colección de libros gruesos y pesados en su cavernosa cripta. Todavía albergaba la esperanza de que, algún día, lo invitaran a Nevada para que viese cómo era la Biblioteca en la actualidad. Pero dudaba mucho que eso fuese a ocurrir pronto.

– Sí, me alegro. Y me alegro de que Philly y tú estéis aquí conmigo. -Dirigió la mirada al mar, más allá del prado-. Caray, qué tranquilidad se respira aquí.

Se quedaron durante un rato más, hasta que el sol empezó a ponerse. Debían tomar el ferry y hacer un largo recorrido en coche. En un cementerio familiar, en la tierra natal de Shakespeare, había una tumba bajo un limero que quería visitar antes de tomar el vuelo de regreso a Miami. Nancy tenía una oficina del FBI en Florida a la que aclimatarse y una casa que decorar.

Y él tenía que ir a pescar en las tentadoras aguas del golfo de México.

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