Capítulo 39

Lo único que iba despacio en la vida de Will era el lento goteo de los antibióticos hacia sus venas. Esa tarde de lunes, acostado en su cama del Hospital Presbiteriano de Nueva York, disfrutaba de un raro momento de soledad. Desde el instante en que las ambulancias y la policía llegaron a la casa de Spence en Henderson, se había visto rodeado de médicos, enfermeras, polis, agentes del FBI y un equipo de profesionales sanitarios de la ambulancia aérea que le estuvieron acribillando a preguntas durante todo el vuelo de Las Vegas a Nueva York.

Su habitación del hospital tenía una vista espectacular del East River. Si hubiera sido un apartamento, habría sido exorbitantemente caro. Sin embargo, por primera vez en su vida, Will echaba de menos su caja de zapatos de una sola habitación, porque era allí donde estaban su esposa y su hijo.

Aquel período de calma relativa no duraría mucho. Una enfermera menuda y severa le había dado un baño con esponja con la profesionalidad de un túnel de lavado. Mientras jugueteaba desganado con la comida de su bandeja, Will había visto unos minutos de noticias de deportes en la ESPN para recuperar cierta sensación de normalidad. Nancy no tardaría en llegar con una camisa y un jersey para cuando lo grabaran las cámaras de televisión.

Frente a su puerta, un cordón de agentes del FBI protegía su habitación y controlaba el acceso a la planta. Agentes del Departamento de Defensa y la CIA iban a por él, y el fiscal general estaba enzarzado en un conflicto interno con sus homólogos del Pentágono y Seguridad Nacional. Por el momento, el FBI no daba el brazo a torcer.

El mundo no estaba preparado para la noticia que inundó las calles, los buzones, los umbrales de las casas e internet una mañana de domingo, justo antes de Halloween.

En el Washington Post aparecieron unos grandes titulares que a primera vista hicieron pensar a la gente que el venerable periódico estaba lanzando un bulo.

el gobierno de ee.uu. tiene una gran biblioteca de libros medievales que predicen nacimientos y muertes futuras hasta el año 2027; harry truman construyó unas instalaciones secretas en área 51, nevada, para analizar los datos; el origen de la biblioteca: un monasterio inglés; presuntas conexiones con el caso del asesino del juicio final.

por Greg Davis (redacción),

en primicia para el Washington Post

El artículo de cinco mil palabras no era un bulo. Nombraba numerosas fuentes e incluía diversas declaraciones de Will Piper, ex agente especial del FBI que había llevado el caso Juicio Final, en las que describía las circunstancias de un tal Mark Shackleton, científico informático, investigador de Área 51 y artífice de una falsa serie de asesinatos en Nueva York, así como la violenta operación de encubrimiento orquestada por el gobierno para proteger las instalaciones secretas ocultas en el desierto desde hacía seis décadas. El Post tenía en su poder una copia de la base de datos correspondiente a la población de Estados Unidos hasta el año 2027, y había cotejado las predicciones sobre cientos de individuos de todo el país con registros contemporáneos de nacimientos y defunciones. Los datos coincidían.

También poseían unas cartas de los siglos XIV y XVI que explicaban el origen de los libros y los situaba en un contexto histórico. El artículo mencionaba una orden misteriosa de monjes sabios de la isla de Wight, pero hacía hincapié en la falta de pruebas fehacientes de su existencia. En artículos futuros, el Post profundizaría en la influencia que había tenido la Biblioteca en personajes históricos como Juan Calvino y Nostradamus.

Por último, estaba la cuestión de 2027. En una carta del siglo XIV había una anotación sobre algún tipo de acontecimiento apocalíptico, pero lo único que se sabía a ciencia cierta era que los libros no tenían entradas correspondientes a fechas posteriores al 9 de febrero de 2027.

Piper había sido el blanco de un ataque violento que se había cobrado la vida de sus suegros y había resultado herido en un enfrentamiento con agentes encubiertos del gobierno. Se desconocía su paradero, pero, según ciertas fuentes, su estado de salud era estable.

El domingo por la mañana, la Casa Blanca, el Pentágono y el Departamento de Estado se negaron oficialmente a hacer comentarios sobre el asunto, pero altos cargos cercanos a la administración, concretamente el jefe del Estado Mayor de la Casa Blanca y el vicepresidente declararon al periódico, tras pedir que no se los nombrara, que no tenían ni idea de qué les estaba hablando el periodista del Post. Más tarde quedó claro que decían la verdad. No estaban al corriente de lo que ocurría en Área 51.

Para el lunes, la postura oficial de Washington había pasado gradualmente de «sin comentarios» a «la Casa Blanca emitirá próximamente un comunicado» y luego a «el presidente dirigirá un mensaje a la nación a las nueve de la noche, hora del Este».

El artículo del periódico provocó un revuelo que se propagó por todo el mundo a la velocidad de los electrones. Las revelaciones acaparaban casi todas las conversaciones del planeta. Esa primera tarde, prácticamente todos los adultos en pleno uso de sus facultades habían oído hablar de la Biblioteca y tenían una opinión al respecto. La curiosidad y el miedo se apoderaron de la gente.

En todos los rincones de Estados Unidos, los electores llamaban a sus representantes, y los congresistas y senadores llamaban a la Casa Blanca.

A lo largo y a lo ancho del mundo, los fieles acudían en masa a sus sacerdotes, rabinos, imanes y pastores, que, profundamente preocupados, intentaban conciliar el dogma oficial con la realidad que se desprendía de las últimas revelaciones.

Los jefes de Estado y los embajadores de prácticamente todos los países colapsaron el Departamento de Estado con peticiones de información.

Las emisoras de radio y las cadenas de televisión, tanto generalistas como por cable, dedicaban todos sus recursos y su tiempo a cubrir la noticia. Varias horas después del bombazo, se hizo patente un problema: no había nadie a quien entrevistar. Nadie había oído hablar del tal Greg Davis del Post, y el periódico se negaba a facilitar sus datos.

Will Piper estaba ilocalizable. El director del Post atendía a los medios y daba fe de la veracidad del artículo, pero no podía hacer otra cosa que remitirse a la versión de los hechos ya publicada. El periódico, que se resistía a hacer pública la base de datos, puso el asunto en manos de su abogado, del bufete Skadden Arps, que en un comunicado aseguró que se estaba estudiando la cuestión de la propiedad y la privacidad.

Así pues, por el momento, los entendidos no podían hacer otra cosa que entrevistarse los unos con los otros y sacarse de quicio mutuamente mientras los medios que solían recurrir a ellos se afanaban por contactar con filósofos y teólogos, personas cuyos teléfonos por lo general no sonaban durante los fines de semana.

Por fin, el lunes a las 18.00, hora del Este, CBS News emitió un comunicado de prensa urgente anunciando que el programa 60 Minutes ofrecería una entrevista en directo con Will Piper, el hombre que había destapado la noticia. El mundo solo tendría que esperar dos horas.

En la Casa Blanca se indignaron porque le robasen el protagonismo al presidente, y el jefe del Estado Mayor de la Casa Blanca llamó al director de CBS News para comunicarle que había en juego cuestiones de seguridad nacional y recordarle que el hombre a quien iban a entrevistar no había sido interrogado por las autoridades competentes. Dio a entender que podían llegar a presentarse cargos graves contra Piper y que era una fuente no autorizada y poco fiable. El director de la cadena mandó educadamente a la Casa Blanca a freír espárragos, y se dispuso a esperar con toda tranquilidad a que un tribunal federal emitiese una orden de prohibición.

A las 17.45, Will estaba sentado en su cama del hospital, luciendo un bonito jersey azul, bañado en la luz procedente de los focos. Teniendo en cuenta todo aquello por lo que había pasado, se le veía apuesto y relajado. Nancy estaba allí, sujetándole la mano y susurrándole palabras de aliento que los técnicos y productores de televisión no alcanzaban a oír.

El abogado de la cadena salió a toda prisa del ascensor en la planta de Will, agitando en el aire la orden judicial enviada por fax. El director de la cadena cuchicheaba en un corrillo con el productor ejecutivo del programa y con Jim Zeckendorf, que había acudido para asesorar a Will como amigo y como abogado. El director, que acababa de hablar con Will, estaba visiblemente conmovido.

Cogió la orden, la dobló y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta.

– Esta es la noticia más escandalosa de la historia sobre la operación de encubrimiento más escandalosa de la historia. Me da completamente igual si tengo que pasarme el resto de mi puñetera vida entre rejas. Empezaremos a emitir en directo dentro de quince minutos -dijo su abogado.

Cassie Neville, la veterana presentadora de 60 Minutes, se acercó por el pasillo majestuosamente, seguida de una cuadrilla de ayudantes. Pese a sus sesenta y tantos años, después de una sesión de maquillaje y peluquería de una hora, tenía un aspecto juvenil y radiante acentuado por la mirada severa y los labios fruncidos que eran su sello distintivo. Sin embargo, esa tarde estaba con los nervios a flor de piel por las prisas y el tema que iba a tratar, y le expresó sin rodeos su principal preocupación al director de la cadena.

– Bill, ¿crees que es prudente hacer esto en directo? ¿Y si ese tipo es un fiasco? Estaremos acabados.

– Cassie -respondió él-, me gustaría que conocieras a Will Piper. Acabo de conversar con él durante un rato y puedo asegurarte que no es ningún fiasco.

– Solo quisiera recordarles -terció Zeckendorf- que le he aconsejado a Will que no responda a preguntas sobre el asesinato de los Lipinski o sobre las circunstancias en que resultó herido. Hay una investigación criminal en curso que no podemos comprometer.

Nancy se hizo a un lado cuando Cassie entró en la habitación. La presentadora se fue directa hacia la cama de Will y lo miró fijamente a los ojos.

– Bueno. Me han dicho que no es usted un fiasco.

– Me han llamado de muchas maneras, señora, pero esa no es una de ellas.

– Hacía muchos años que nadie me llamaba señora. ¿Es usted del sur, señor Piper?

– Del noroeste de Florida. La Riviera de los Palurdos.

– Bien. Es un placer conocerle en estas circunstancias tan extraordinarias. Estaremos en el aire dentro de diez minutos, así que tenemos que ir preparándonos. Quiero que esté relajado y que se comporte con naturalidad. Me han dicho que es posible que esta sea la entrevista con más audiencia de todos los tiempos. El mundo quiere conocer esta historia. ¿Está listo, señor Piper?

– No hasta que me llame Will.

– De acuerdo, Will. Vamos allá.

El director hizo con un gesto de la mano la cuenta atrás hasta uno y apuntó con el dedo a Cassie, que alzó la vista y empezó a leer en el teleprompter.

– Buenas noches, señoras y señores. Soy Cassie Neville, y hoy el programa 60 Minutes les ofrecerá una entrevista histórica y exclusiva desde esta habitación de hospital en Nueva York, donde el hombre que está en boca de todo el mundo nos dará su punto de vista sobre la que creo sinceramente que es la noticia más extraordinaria de nuestro tiempo: la revelación de que existe una Biblioteca misteriosa que predice el nacimiento y la muerte de todos los hombres, mujeres y niños del planeta. -Añadió una frase de su cosecha-. Me dan escalofríos solo de decirlo. Por si fuera poco, también se nos ha revelado que el gobierno de Estados Unidos ha mantenido en secreto desde 1947 la existencia de esta Biblioteca, que está oculta en Área 51, en Nevada, donde se utiliza para investigaciones clasificadas. Y esta noche me acompaña el hombre que ha hecho estas revelaciones, el ex agente del FBI, Will Piper, que no está aquí a título oficial; es más, ha sido un fugitivo que ha tenido que huir y esconderse de fuerzas del gobierno que han intentado silenciarlo. Pues bien, ya no es un fugitivo. Esta noche está conmigo para contarles su increíble historia. Buenas noches, Will.

Los nervios de Cassie empezaron a disiparse tras los primeros minutos de la entrevista. Will estaba tranquilo, se expresaba con fluidez y claridad y resultaba tan creíble que tanto ella como la audiencia estaban pendientes de cada palabra. Sus ojos azules y su rostro apuesto seducían totalmente a la cámara. En los planos que mostraban las reacciones de Cassie saltaba a la vista que la había cautivado.

Una vez establecidos los hechos, ella quería conocer su opinión sobre la Biblioteca, como si él fuera un tipo corriente, el vivo representante del hombre de a pie.

– Mi hermano John falleció el año pasado de forma inesperada a causa de un aneurisma -dijo Cassie, con una lágrima asomándole a los ojos-. ¿Alguien lo sabía, o podría haberlo sabido de antemano?

– Sí, tengo entendido que sí -respondió Will.

– Eso hace que me sienta enfadada -dijo ella.

– No es para menos.

– ¿Cree que su familia o él mismo deberían haber sido informados?

– Eso no me corresponde a mí decirlo. No soy una autoridad en cuestiones morales, pero creo que si alguien del gobierno dispone de esa información, debería facilitársela a quien se la pida.

– ¿Y si las personas no quieren saberlo?

– Yo no le daría a nadie esa información contra su voluntad.

– ¿Se buscó usted a sí mismo?

– Sí -contestó-. Estaré vivo al menos hasta 2027.

– ¿Y si en lugar de eso hubiera averiguado que iba a morir la próxima semana, o el mes que viene, o dentro de un año?

– Estoy seguro de que cada persona reaccionaría de un modo distinto, pero creo que yo personalmente me lo tomaría con calma y viviría al máximo cada día que me quedara. A lo mejor hasta resultarían ser los mejores días de mi vida.

Esta respuesta hizo sonreír a Cassie, que asintió en señal de aprobación.

– 2027. Usted ha dicho que los libros llegan hasta el año 2027.

– Así es. Hasta el 9 de febrero de ese año.

– ¿Por qué no van más allá?

– Yo diría que eso nadie lo sabe.

– Se hace referencia a algún suceso apocalíptico, ¿no es cierto?

– Estoy convencido de que la gente necesita verlo de ese modo -dijo Will con serenidad-. Pero es algo bastante vago, así que creo que no hay motivo para ponerse histérico.

– Esperemos que no. También ha dicho que se sabe muy poco de las personas que escribieron esos libros.

Will sacudió la cabeza.

– Está claro que poseían un poder extraordinario. Todo lo demás serían conjeturas por mi parte. Habrá hombres y mujeres mucho más capacitados que yo para opinar sobre eso. No soy más que un agente federal jubilado.

Neville adelantó la mandíbula, gesto con el que se había hecho famosa.

– ¿Es usted un hombre religioso?

– Me criaron como baptista, pero no soy lo que se dice muy religioso.

– ¿Puedo preguntarle si cree en Dios?

– Algunos días más que otros, supongo.

– ¿Ha influido la Biblioteca en sus creencias?

– Me ha enseñado que hay cosas en el mundo que no comprendemos. Supongo que eso no es tan extraño.

– ¿Cuál fue su reacción cuando se enteró de la existencia de la Biblioteca?

– Seguramente la misma que la de la mayoría de la gente. Me quedé de piedra. Lo sigo estando.

– Hábleme de Mark Shackleton, el empleado del gobierno que robó la base de datos y resultó herido de gravedad en un tiroteo.

– Lo conocí en la universidad. Yo estaba presente cuando le dispararon. Me parecía un tipo triste, patético incluso.

– ¿Qué lo movió a cometer el fraude del caso Juicio Final?

– Creo que fue la codicia. Decía que quería una vida mejor.

– La codicia.

– Sí. Era un hombre muy listo. Habría podido salirse con la suya.

– Si usted no hubiera descubierto el pastel.

– No lo hice solo. Mi compañera, la agente especial Nancy Lipinski, me ayudó. -La buscó con la mirada detrás de una de las cámaras y le sonrió-. Ahora es mi esposa.

– Una mujer afortunada -comentó Cassie con coquetería-. El gobierno de Estados Unidos no quiere que tengamos conocimiento de la Biblioteca.

– Sí, creo que eso es bastante evidente.

– Y había personas del gobierno dispuestas a matar para proteger el secreto.

– Ha muerto gente.

– Usted era un objetivo.

– Lo era.

– ¿Es por eso por lo que ha salido a la palestra y ha comunicado la historia a la prensa?

Will se inclinó todo lo que pudo.

– Oiga, soy un patriota. Estuve en el FBI. Creo en la ley y el orden y en nuestro sistema judicial. El gobierno no puede ser juez, jurado y verdugo por mucho que esté protegiendo información clasificada. Tengo suficientes razones para creer que iban a silenciarme a mí, a mi familia y a mis amigos si no hacía algo para evitarlo. Han matado a gente mientras intentaban acabar conmigo. Prefiero dejar mi destino en manos de mis conciudadanos.

– Me han avisado que no piensa usted responder a preguntas sobre el matrimonio Lipinski o sobre cómo resultó usted herido. Se está recuperando a buen ritmo, ¿verdad?

– Sí. Todo eso saldrá a la luz a su debido tiempo, supongo. Y, sí, gracias, me pondré bien.

– Cuando informaba usted a la prensa sobre el supuesto caso Juicio Final, lo llamaban Piper, el de la flauta. ¿Es usted como el flautista de Hamelín?

– No sé tocar la flauta, ni me entusiasman las ratas.

– Ya sabe a qué me refiero.

– No bailo a las órdenes de nadie, eso seguro, pero tampoco me he considerado nunca un líder.

– Eso podría cambiar esta noche. Dígame, ¿por qué decidió contar todo esto a un periodista muy joven del Washington Post que lo dio a conocer ayer en ese sorprendente artículo de primera plana?

– Es el marido de mi hija. Pensé que eso le daría un empujoncito a su carrera.

Cassie se rió.

– ¡Qué sinceridad! -Entonces se puso seria de nuevo-. Bueno, Will, para finalizar: ¿qué hay que hacer? ¿Se hará pública la información de la Biblioteca? ¿Cree que debería hacerse pública?

– ¿Se hará pública? Tal vez alguien debería preguntárselo al presidente esta noche. ¿Debería hacerse pública? Mi consejo es que reúnan a un montón de personas listas y buenas de todo el mundo en una gran sala para que determinen qué es lo mejor. No me corresponde a mí decidirlo, sino al pueblo.

Cuando las luces de tungsteno se apagaron y a Will le quitaron el micrófono de la solapa, Nancy safio de entre las sombras y le dio un abrazo de oso.

– Los tenemos pillados -susurró-. Tenemos a esos cabrones pillados por los huevos. Ya no podrán hacernos nada. Estamos a salvo.


El presidente de Estados Unidos pronunció un discurso breve, muy centrado en el tema de la seguridad nacional, sobre el peligro que representaban para el país los enemigos exteriores y la importancia vital de las operaciones secretas. Aludió indirectamente al papel que desempeñaba Área 51 en la compleja estructura de los servicios de inteligencia y prometió consultar a los líderes del Congreso y del mundo durante los días y semanas siguientes.


En su piso de Islington, Toby Parfitt leía el ejemplar de The Guardian que le había dejado el repartidor mientras un cruasán se calentaba en el horno tostador. Un periodista había encontrado el viejo catálogo de artículos en subasta de Pierce & Whyte. En portada aparecían una foto del libro de 1527 y un comentario tipo «no sabe/no contesta» de Toby, a quien el periodista había llamado la noche anterior para pedirle su opinión.

En realidad, tenía opiniones muy rotundas al respecto, pero no eran aptas para el público. ¡Había tenido ese libro en sus manos! Había sentido un vínculo emocional con él. Era sin duda alguna uno de los libros más valiosos del planeta. ¡Y ahora había quien aseguraba que había un soneto de Shakespeare escondido bajo sus guardas!

¡Doscientas mil libras! ¡Lo había vendido por doscientas mil miserables libras!

Se llevó a los labios la taza de té del desayuno con mano temblorosa.

Unos días después, el Post anunció que no permitiría a nadie acceder a su copia de la base de datos mientras no hubiese una sentencia firme sobre la demanda federal que exigía su devolución y que se estaba remitiendo a instancias cada vez más altas, previsiblemente hasta llegar al Tribunal Supremo. Entre tanto, el nuevo periodista estrella del periódico, Greg Davis, empezó a hacer entrevistas y a demostrar que se le daba bastante bien.

Por otro lado, ni el circo mediático ni la indignación popular daban señales de remitir; ni remitirían durante mucho tiempo. La vida y la muerte eran temas candentes.

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