Will aguardó a que su hija se hubiese marchado, los platos estuviesen lavados y su esposa e hijo se hubiesen dormido para salir sigilosamente del apartamento a fin de encontrarse con el hombre de la autocaravana.
Se subió la cremallera de la chaqueta bomber hasta el cuello, metió las manos en los bolsillos de sus téjanos para mantenerlas calientes y caminó de un lado a otro por la acera, preguntándose si hacía bien en seguirle la corriente al tal Henry Spence. Como una medida de precaución extrema, se había colgado la pistolera del hombro y estaba familiarizándose de nuevo con el peso del acero sobre el corazón. La calle estaba desierta y oscura y, aunque pasaba algún que otro coche, Will se sentía solo y vulnerable. Se sobresaltó al oír el aullido repentino de una sirena de ambulancia que se dirigía al Hospital de Bellevue y notó que la culata del arma se movía adelante y atrás, apretada contra el forro de su chaqueta, al compás de su respiración agitada.
Justo cuando estaba a punto de mandarlo todo a la porra, la caravana apareció y redujo la velocidad hasta detenerse con un suspiro de los frenos. La puerta del lado del acompañante se abrió y Will se encontró ante un rostro barbudo que lo contemplaba desde lo alto del asiento del conductor.
– Buenas noches, señor Piper -lo saludó el hombre.
Algo se movía en la parte de atrás del vehículo.
– Tranquilo, solo es Kenyon. Es inofensivo. Suba a bordo.
Will se encaramó y se quedó de pie junto al asiento del copiloto, intentando hacer un análisis instantáneo de la situación. Era una costumbre de los viejos tiempos. Le gustaba presentarse en un nuevo escenario de un crimen y absorber cada detalle como un aspirador gigante, tratando de asimilarlo todo de un vistazo.
Había dos hombres: el conductor robusto y un tipo desgarbado apoyado en una encimera, en medio de la caravana. El conductor, con pinta de sexagenario, tenía un físico que le habría permitido disfrazarse de Papá Noel sin necesidad de usar relleno. Su poblada barba, del color de las ardillas, se derramaba sobre una camisa de lana a cuadros y colgaba, laxa, entre dos tirantes marrones. Tenía una cabellera abundante y entrecana lo bastante larga para hacerse una cola de caballo, aunque él la llevaba suelta sobre el cuello de la camisa. Tenía manchas en la piel, erupciones rojizas en las mejillas, y los ojos cansados y turbios. Sin embargo, las patas de gallo parecían rastros de una vivacidad ya extinguida.
Luego estaban sus aparatos. Llevaba unos tubos de plástico verde claro enrollados al cuello y metidos en la nariz por medio de unas cánulas. Los tubos serpenteaban por su costado y estaban conectados por el otro extremo a una caja de color marfil, que ronroneaba suavemente a sus pies. El hombre necesitaba una máquina de oxígeno.
El otro tipo, Kenyon, también tenía más de sesenta años. Era prácticamente un saco de huesos con un jersey abrochado hasta el cuello. Alto, desgarbado, de ademán mesurado, tenía el pelo bien cortado con la raya marcada, la barbilla prominente que denotaba un carácter apasionado y la mirada de un militar, un misionero o un creyente fervoroso de… algo.
El interior de la caravana era la quintaesencia del vehículo recreativo, un despliegue de opulencia sobre ruedas, con azulejos de mármol negro, armarios de raíz de arce pulida, tapicería en blanco y negro, pantallas planas de vídeo y elegantes luces empotradas. En la parte de atrás estaba la suite principal, con la cama deshecha. Había platos sucios en la pila y un olor a cebolla y a salchicha impregnaba el vehículo. Se notaba que llevaban un tiempo viviendo allí, viajando por carretera. Había mapas, libros y revistas sobre la mesa del comedor, zapatos, pantuflas y calcetines arrugados en el suelo, gorras de béisbol y chaquetas desperdigadas en sillas.
La conclusión inmediata de Will fue que no corría peligro. Podría seguirles el juego durante un rato para ver adónde llegaba.
Se oyó un bocinazo procedente de un coche. Luego otro.
– Siéntese -dijo Spence, muy serio, pronunciando con claridad-. Los neoyorquinos no son la gente más paciente del mundo.
Will obedeció y se acomodó en el asiento del acompañante mientras Spence cerraba la puerta y arrancaba bruscamente. Ante el riesgo de caerse, el tipo alto dobló su largo cuerpo para sentarse en el sofá.
– ¿Adónde vamos? -preguntó Will.
– Voy a conducir siguiendo una especie de patrón geométrico. No se imagina lo complicado que resulta aparcar este armatoste en Nueva York.
– Ha sido todo un desafío -añadió el otro-. Me llamo Alf Kenyon. Es un placer conocerle, caballero, a pesar de que esta mañana por poco consigue que nos detengan.
Aunque no se sentía amenazado, Will tampoco estaba demasiado a gusto.
– ¿De qué va todo esto? -preguntó con sequedad.
Spence redujo la velocidad y frenó frente al semáforo en rojo.
– Compartimos cierto interés por Área 51, señor Piper. De eso va todo esto.
– Que yo sepa, no he estado allí -repuso Will con voz inexpresiva.
– Bueno, no es nada espectacular, al menos a nivel del suelo -dijo Spence-. Bajo tierra, es otro cantar.
Pero Will no estaba dispuesto a morder el anzuelo.
– Ah, ¿sí? -El semáforo se puso verde, y Spence se dirigió hacia el norte-. ¿Cuánto gasta por kilómetro este trasto?
– ¿Es eso lo que le interesa, señor Piper? ¿El consumo energético?
Will flexionaba los músculos del cuello para tener a los dos hombres a la vista en todo momento.
– Oigan, no tengo la menor idea de qué saben o creen saber sobre mí. Solo quiero que quede claro que no sé una mierda sobre Área 51. A simple vista diría que este cacharro gasta como mínimo cincuenta litros por cada cien kilómetros, así que les ahorraré dinero si me bajo aquí y regreso a casa andando.
– Estamos seguros de que ha firmado acuerdos de confidencialidad -se apresuró a decir Kenyon-. Nosotros también. Somos tan vulnerables como usted. También tenemos familia. Sabemos de qué son capaces. Eso nos pone en la misma situación.
– Vamos a depender unos de otros -terció Spence-. No me queda mucho tiempo. Ayúdenos, por favor.
El tráfico en Broadway era fluido. A Will le gustó mirar la ciudad desde aquel trono elevado. Se sentía distanciado de Nueva York; no quería tener nada que ver con ella. Se imaginó que secuestraba la caravana, que echaba a los dos tipos a patadas, daba media vuelta rápidamente para recoger a Nancy y a su hijo, y enfilaba hacia el sur hasta que las azules y cristalinas aguas del golfo de México aparecieran tras el enorme parabrisas.
– ¿Qué es lo que cree que puedo hacer por usted?
– Queremos saber qué significa 2027 -respondió Spence-. Queremos entender qué tiene de especial el 9 de febrero. Queremos saber qué pasará el 10 de febrero. Creemos que usted también desea averiguarlo.
– ¡Es imposible que no quiera! -agregó Kenyon enérgicamente.
Por supuesto que quería. Pensaba en ello cada vez que contemplaba a su hijo durmiendo en la cuna, cada vez que hacía el amor con su mujer. El futuro no quedaba tan lejos, ¿o sí? Diecisiete años. Pasarían en un abrir y cerrar de ojos. Y él estaría allí. Estaba FDR. Fuera del registro.
– Su tarjeta dice algo del Club 2027. ¿Cómo se hace uno miembro de ese club?
– Usted ya es miembro.
– Qué curioso. No recuerdo haber recibido mi carnet de socio por correo.
– Todo aquel que conoce la existencia de la Biblioteca es miembro. De facto.
Will tenía los dientes tan apretados que le dolían.
– De acuerdo. Ya está bien. ¿Por qué no me dicen quiénes son?