Will se alegró de tener varios recados y tareas de los que ocuparse. A primera hora de la tarde, pasó por el colmado, la carnicería y la vinatería sin ver la gran caravana azul ni una sola vez. Lenta y metódicamente, picó las verduras, machacó las especias y doró la carne. Pronto el aroma a chile con carne marca de la casa inundó la microscópica cocina y el apartamento entero. Era el único plato que siempre le salía bien y que preparaba cuando tenía invitados a cenar.
Phillip estaba dormido cuando Nancy llegó a casa. Will le indicó con un gesto que no hiciera ruido antes de darle un abrazo de primer año de matrimonio, de aquellos en los que uno deja que las manos exploren.
– ¿Cuándo se ha ido Campanilla?
– Hace una hora. El se ha pasado el día durmiendo.
– Lo he echado tanto de menos… -Intentó soltarse de Will-. ¡Quiero ir a verlo!
– ¿Y yo qué?
– Él es el número uno. Tú eres el número dos [1]
Will la siguió hasta el dormitorio y la contempló mientras ella se inclinaba sobre la cuna y agitaba primero una pierna y después la otra para quitarse los zapatos. Ya lo había notado antes, pero cobró plena conciencia de ello en aquel momento: Nancy había adquirido una serenidad, una belleza femenina y madura que, francamente, lo había pillado por sorpresa. Will solía recordarle con picardía que cuando los habían emparejado para investigar el caso del Juicio Final, ella no lo volvía precisamente loco de deseo. Por aquel entonces, estaba más bien rellenita y se comportaba como una completa novata: tenía un empleo nuevo, mucho estrés, malos hábitos y cosas por el estilo. Lo cierto era que a Will siempre le habían ido más las chicas tipo modelo de lencería. En su época de estrella del fútbol adolescente se le habían grabado en la mente los cuerpos de las animadoras del mismo modo que a los patitos se les queda grabada la mamá pata. Desde entonces, a lo largo de toda su vida, cada vez que veía un cuerpo estupendo intentaba seguirlo.
En realidad, nunca había mirado a Nancy con interés hasta que una dieta estricta le había dado una figura más apetecible. «Vale, soy un tipo superficial», habría reconocido si alguien le hubiera hecho algún comentario al respecto. Pero el físico no había sido el único impedimento para el amor. Él había tenido que iniciarla en el cinismo. Al principio, su personalidad de recién graduada de la academia, entusiasta y ansiosa por complacer a los demás, lo ponía enfermo, como un virus intestinal. Pero era un profesor bueno y paciente, y bajo su tutela ella había aprendido a cuestionar la autoridad, a torear la burocracia y a vivir al borde del abismo en general.
Un día, agobiado por las complicaciones del caso del Juicio Final, Will había caído en la cuenta de que aquella mujer lo trastornaba, le tocaba todas las fibras. Se había puesto muy guapa. Su baja estatura había llegado a resultarle sexy, puesto que le permitía envolverla entre sus brazos y sus piernas casi hasta hacerla desaparecer. Le gustaba la textura sedosa de su cabello castaño, la forma en que se ruborizaba hasta el esternón, la risita que se le escapaba cuando hacían el amor. Era lista y descarada.
Sus conocimientos enciclopédicos de arte y su cultura eran fascinantes incluso para un hombre cuyo concepto de cultura era una peli de spiderman. Por si fuera poco, a Will incluso le caían bien sus padres.
Estaba listo para enamorarse.
Y entonces el asunto de Área 51 y la Biblioteca habían acaparado su atención y le habían dado el empujón definitivo. Lo habían llevado a replantearse su vida y a pensar en sentar la cabeza.
Nancy había sobrellevado el embarazo como una campeona, comiendo cosas saludables y haciendo ejercicio todos los días casi hasta el momento de romper aguas. Tras el parto, adelgazó rápidamente y recuperó la forma. Se había propuesto mantener el tipo y borrar los rastros de la maternidad como un objetivo profesional. Sabía que el FBI no la discriminaría abiertamente, pero quería asegurarse de que no la trataran, ni siquiera de forma sutil, como a una ciudadana de segunda que luchaba inútilmente por mantenerse a flote en el mar de testosterona de hombres jóvenes y dinámicos.
El resultado final de todo este flujo físico y emocional fue una maduración de mente y cuerpo. Nancy volvió al trabajo más fuerte y segura de sí misma que antes, con una estabilidad emocional sólida y fría como el mármol. Así lo comunicaba a sus amigas: el marido y el bebé se comportaban, todo iba bien.
Según la versión de Nancy, enamorarse de Will había sido algo absolutamente previsible. Su encanto de chico malo, peligroso y macizo la había atraído tanto como la luz a una polilla y resultaba igual de mortífero. Pero Nancy no iba a dejarse achicharrar. Era una chica dura y espabilada. Había llegado a acostumbrarse a la diferencia de edad -de diecisiete años-, pero no a la diferencia de actitud. Estaba dispuesta a pasar por alto las diabluras, pero se negaba a convivir permanentemente con una Bola de Demolición, el sobrenombre que Laura, la hija de Will, le había puesto en honor a los años de matrimonios y relaciones destrozados.
Ella no sabía si la afición de Will a la bebida era una causa o un efecto, ni le importaba, pero era algo tóxico, por lo que le había hecho prometer que lo dejaría. También le había hecho prometer que le sería fiel, que le permitiría progresar en su carrera y que se quedarían en Nueva York al menos hasta que ella consiguiera un traslado a algún sitio que les pareciera razonable a los dos. No le había obligado a prometer que sería un buen padre; intuía que eso no sería un problema.
Entonces había aceptado su proposición de matrimonio, con los dedos cruzados.
Mientras Nancy se echaba una siesta junto al bebé, Will terminó de preparar la cena y, para celebrarlo, remojó el gaznate con una copita de merlot. El arroz humeaba y la mesa estaba puesta cuando llegaron su hija y su yerno, muy puntuales.
A Laura se le empezaba a notar el embarazo; estaba radiante y feliz. Parecía un espíritu libre y grácil, una hippy moderna con su vestido vaporoso y sus botas ajustadas de caña alta. En realidad, pensó Will, su aspecto era muy parecido al de su madre hacía una generación. Habían enviado a Greg a Nueva York a cubrir una noticia para el Washington Post. La empresa pagaba el hotel y Laura se había apuntado al viaje para darse un respiro tras completar su segunda novela. La primera, Bola de Demolición, ligeramente basada en el divorcio de sus padres, estaba vendiéndose relativamente bien y había recibido buenas críticas.
A Will el libro seguía causándole dolor y, para colmo, cada vez que miraba su ejemplar, orgullosamente expuesto sobre una mesita en el cuarto de estar, no podía evitar pensar en el papel que había tenido en la solución del caso del Juicio Final. Sacudía la cabeza con la mirada perdida y entonces Nancy sabía hacia dónde vagaban sus pensamientos.
Will se percató de que Greg estaba de mal humor antes de que cruzara el umbral, así que se apresuró a ponerle una copa de vino en la mano.
– Anímate -le dijo cuando Laura y Nancy se fueron al dormitorio para disfrutar un rato con el bebé-. Si yo soy capaz, tú también.
– Estoy bien.
No lo parecía. Greg siempre había tenido un aspecto enjuto, hambriento, con las mejillas hundidas, la nariz angulosa y un hoyuelo profundo en la barbilla; el tipo de cara que arrojaba sombras sobre sí misma. Daba la impresión de que no se peinaba nunca. A Will le parecía la caricatura de un periodista beat cargado de cafeína y falto de sueño que se tomaba demasiado en serio a sí mismo. Aun así, era un buen tipo. Cuando Laura se quedó embarazada, Greg estuvo a la altura y se casó con ella sin nada de preguntas ni melodramas. Dos bodas Piper en un año. Dos bebés.
Los hombres se sentaron. Will le preguntó a Greg en qué estaba trabajando. Este le contó algo con voz monótona acerca de algún foro sobre el cambio climático y ambos se aburrieron enseguida. Greg estaba atravesando el bache del principio de la vida laboral. Aún no había encontrado una noticia a la que pudiera agarrarse para darle a su carrera el impulso que necesitaba. Will lo tenía bien presente cuando Greg preguntó por fin:
– Bueno, Will, la última vez que oí hablar del asunto, no se había sacado nada en claro del caso Juicio Final.
– Pues no. Nada.
– No llegó a resolverse.
– No. Nunca.
– Los asesinatos cesaron, sin más.
– Sí. Así fue.
– ¿No te parece un poco raro?
Will se encogió de hombros.
– Llevo más de un año fuera del caso.
– Nunca me contaste qué pasó, ni por qué te retiraron del caso, ni por qué dictaron una orden de detención contra ti, ni cómo se arregló todo.
– Tienes razón, nunca te lo conté. -Se levantó-.Voy a remover un poco ese arroz, porque si no tendremos que comérnoslo con escoplo. -Dejó solo a Greg en la sala, tomándose su vino con aire taciturno.
Durante la cena, Laura estaba exultante. Tenía las hormonas en plena efervescencia, sobre todo después de acunar a Phillip en brazos e imaginarse que era suyo. Se llevaba a la boca grandes cucharadas de chile con carne y, entre un bocado y otro, charlaba animadamente.
– ¿Cómo lleva papá la jubilación?
– Ha perdido vitalidad -observó Nancy.
– Estoy aquí sentado. ¿Por qué no me lo preguntas a mí?
– Vale, papá, ¿cómo llevas la jubilación?
– He perdido vitalidad.
– ¿Lo ves? -Nancy se rió-. Con lo bien que estaba al principio…
– ¿Cuántos museos y conciertos puede soportar un hombre?
– ¿Qué clase de hombre? -preguntó Nancy.
– Uno como Dios manda, a quien le guste ir de pesca.
– ¡Pues vete a Florida! -exclamó Nancy, exasperada-. ¡Vete a pescar al golfo durante una semana! Le pediremos a la canguro que venga más horas.
– ¿Y si te hacen trabajar horas extras?
– Me tienen investigando robos de identidad, Will. Me paso todo el día conectada a internet. No hay peligro de que me hagan trabajar horas extras hasta que me asignen casos de verdad.
Will cambió de tema, molesto.
– Quiero ir todos los días, cuando me dé la gana.
A Nancy se le borró la sonrisa de la cara.
– Lo que quieres es que nos mudemos.
Laura le dio una patada a Greg por debajo de la mesa para que interviniese.
– ¿Lo echas de menos, Will? -preguntó Greg.
– ¿El qué?
– Trabajar. El FBI.
– Qué dices, hombre. Echo de menos la pesca.
Greg carraspeó.
– ¿Alguna vez has pensado en escribir un libro?
– ¿Sobre qué?
– Sobre todos tus asesinos en serie. -Al fijarse en la mirada fulminante de Will, se apresuró a añadir-: ¡Excepto el del Juicio Final!
– ¿Por qué iba yo a querer remover toda esa mierda?
– Fueron casos célebres, historia popular. A la gente le fascina eso.
– ¿Historia? Para mí es basura truculenta. Además, no se me da bien escribir.
– Encárgaselo a un negro. Tu hija escribe. Yo también. Creemos que se venderá bien.
Will se enfadó. De haber estado borracho, habría estallado, pero el nuevo Will se limitó a arrugar el entrecejo y a negar con la cabeza lentamente.
– Tenéis que buscaros la vida solos. No soy la gallina de los huevos de oro.
– ¡Will! -exclamó Nancy, propinándole un manotazo en el brazo.
– ¡Greg no se refería a eso, papá!
– ¿No? -Sonó el timbre. Will se puso en pie apoyándose en los brazos de la silla y pulsó el botón del telefonillo, irritado-. ¿Quién es? -El timbre sonó otra vez. Y luego otra-. ¿Qué narices…?
Refunfuñando, bajó en el ascensor y se encontró con el vestíbulo vacío. Cuando se disponía a salir a toda prisa a la calle para echar una ojeada, vio una tarjeta de visita pegada con cinta adhesiva a la puerta del edificio, a la altura de los ojos.
«Henry Spence, presidente del Club 2027» -decía, y debajo aparecía un número de teléfono con el prefijo 702. Las Vegas. Había un mensaje escrito a mano en letras pequeñas de imprenta-: «Sr. Piper, llámeme cuanto antes, por favor». 2027.
Al ver la fecha, aspiró entre dientes.
Abrió la puerta. Fuera hacía fresco y, en la oscuridad, unos cuantos hombres y mujeres caminaban por la acera, bien abrigados, con aire decidido, como solían caminar los vecinos de aquel barrio residencial. No había nadie en la calle ni ninguna caravana a la vista.
Sacó el teléfono móvil del bolsillo, donde lo llevaba durante el día para hablar con Nancy sobre el bebé. Marcó el número.
– Hola, señor Piper. -La voz hablaba en un tono animado, casi festivo.
– ¿Con quién estoy hablando? -preguntó Will con cautela.
– Soy Henry Spence. Estoy en la autocaravana. Gracias por devolverme la llamada tan rápidamente.
– ¿Qué quiere?
– Hablar con usted.
– ¿Sobre qué?
– Sobre 2027 y otros temas.
– No creo que sea una buena idea. -Will se dirigía a toda prisa a la esquina para intentar avistar la caravana.
– Detesto recurrir a los tópicos, señor Piper, pero se trata de un asunto urgente, de vida o muerte.
– ¿La muerte de quién?
– La mía. Me quedan diez días de vida. Concédale a un hombre que está a punto de morir una última voluntad: hable conmigo.