Capítulo 5

La sala de subastas de Pierce & Whyte estaba al lado del vestíbulo principal en la planta baja de la mansión georgiana. Los postores se registraban en la recepción y entraban en una estancia elegante y antigua con suelos de madera noble color ocre, techo alto de escayola y una pared recubierta de librerías que requerían una escalera de mano para llegar a los estantes superiores. Las ventanas de la sala daban a High Street, y, con las cortinas descorridas, los rayos de luz amarilla se entrecruzaban con las filas de sillas de madera perfectamente alineadas formando cuadros como los de un tablero de ajedrez. Había espacio para entre setenta y ochenta asistentes, y esa soleada mañana de viernes, la sala se estaba llenando rápidamente.

Malcolm Frazier había llegado temprano, ansioso por despachar el asunto cuanto antes. Tras registrarse ante una joven pizpireta que pasó por alto alegremente su malhumor, entró en la sala vacía, se sentó en la primera fila, justo enfrente del podio del subastador, y, con aire distraído, empezó a hacer girar su paleta de puja entre el pulgar y el índice. Conforme llegaban más personas, se hacía más patente que Frazier no era el habitual comprador de libros antiguos. Los demás postores no tenían aspecto de poder levantar ciento ochenta kilos en un banco de pesas, nadar cien metros bajo el agua o matar a un hombre con sus manos. Pero Frazier estaba visiblemente más nervioso que sus compañeros miopes y fofos, pues nunca había participado en una subasta y solo tenía una idea vaga del protocolo que debía seguir.

Echó un vistazo al catálogo y encontró el lote 113 en las páginas interiores. Si ese era el orden del día, le esperaba una sesión larga y tediosa. Mantenía la espalda erguida y rígida, con los pies firmemente plantados junto a su mochila; parecía un monolito con un rostro en el que predominaban los ángulos sobre las curvas. En la segunda fila, la silla situada detrás de él estaba desocupada porque su corpachón no dejaba ver el podio.

Frazier se había enterado de la subasta por un mensaje de correo electrónico enviado por el Pentágono a su BlackBerry cifrada. En ese momento él estaba empujando un carrito en un supermercado de las afueras de Las Vegas, siguiendo obedientemente a su mujer por la sección de lácteos. El tono que emitió el aparato era una señal de máxima prioridad, un pitido insistente que hizo que se le secara la boca como a un perro de Pavlov. Ese sonido de alerta en particular nunca presagiaba nada bueno.

Un filtro de Inteligencia de la Defensa del que ya nadie se acordaba y que analizaba todos los medios electrónicos en busca de las palabras clave «1527» y «libro» se había disparado, y un analista de bajo rango de la DIA comunicó el hallazgo a sus superiores, con curiosidad pero sin tener la menor idea de por qué a alguien de la inteligencia militar podía importarle un pimiento que una página web anunciara la subasta de un libro viejo.

Sin embargo, para los entendidos de Área 51, aquello era un bombazo. El único volumen que faltaba, la aguja en el pajar, había aparecido. ¿Dónde había estado ese libro durante todos esos años? ¿Sabía alguien lo que era? ¿Podía alguien averiguarlo? ¿Tenía ese volumen concreto algo especial que pudiera comprometer la misión del laboratorio? Se organizaron reuniones, se trazaron planos, se cursaron solicitudes a instancias superiores, se asignaron y enviaron fondos. La operación Mano Tendida era inminente, y Frazier fue elegido expresamente por el Pentágono para llevar a cabo el trabajo.

Los subastadores llegaron a la sala casi llena y ocuparon sus puestos. Toby Parfitt, impecablemente vestido, se acercó al podio para ajustar el micrófono y sus pertrechos para la subasta. A su izquierda, Martin Stein y otros dos altos cargos del departamento de libros se sentaron ante una mesa cubierta con una tela. Cada uno de ellos estableció una conexión telefónica para atender a quienes querían pujar por teléfono y, con el auricular contra la oreja, aguardaron tranquilamente a que comenzara la sesión.

Peter Nieve, el joven ayudante de Toby, apostado a la derecha de su jefe, se revolvía nervioso, un lacayo listo para obedecer órdenes. Nieve se aseguró de estar más cerca de su jefe que el nuevo ayudante, Adam Cottle, que se había incorporado al departamento solo un par de semanas antes. Cottle era un rubio de veintitantos años con los ojos apagados, el pelo corto y dedos amorcillados. Su aspecto era más propio de un aprendiz de carnicero que de un comerciante de libros. Por lo visto, su padre conocía al director ejecutivo, y le habían pedido a Toby que lo contratara, aunque no necesitaba a otro ayudante; Cottle no solo carecía de un título universitario, sino de cualquier tipo de experiencia en el sector.

Nieve había sido implacable con él. Ahora que por fin tenía a alguien por debajo en el escalafón, aprovechaba para delegar sus tareas más rutinarias y humillantes en el joven anodino, que asentía en silencio y ponía manos a la obra como un tonto servil.

Toby paseó la mirada por el público, saludando a los asiduos con un leve movimiento de la cabeza. Había algunos rostros nuevos, pero ninguno tan imponente como el del caballero corpulento y musculoso que estaba sentado delante de él y que parecía curiosamente fuera de su elemento.

– Señoras y señores, ha llegado la hora señalada. Soy Toby Parfitt, el subastador, y me complace darles la bienvenida a la subasta de otoño de Pierce & Whyte de libros antiguos y manuscritos, un conjunto selecto y variado de artículos literarios de colección de la más alta calidad. Entre los numerosos objetos que ofrecemos hoy contamos con un auténtico tesoro formado por piezas de la colección que lord Cantwell guardaba en su finca de Warwickshire. Les comunico que también aceptaremos pujas telefónicas. Nuestro personal está a su disposición para aclarar cualquier duda que tengan. Así que, sin más preámbulos, vamos a empezar.

Una puerta trasera se abrió, y entró una bonita ayudante con guantes blancos, sujetando recatadamente el primer lote con los brazos extendidos frente a su pecho.

Toby la saludó y comenzó.

– El lote uno es un bello ejemplar de La unidad del arte, de John Ruskin, una conferencia que pronunció en la reunión anual de la facultad de Arte de Manchester en 1859 y se publicó en Oxford en 1870. Conserva las sobrecubiertas originales, que han adquirido un tono ligeramente amarronado, y sería una adquisición ideal tanto para admiradores de Ruskin como para historiadores. Les propongo un precio inicial de cien libras.

Frazier soltó un gruñido y se armó de paciencia para aguantar aquella dura prueba.

En Nueva York eran cinco horas menos, y aún faltaban dos para que el sol traspasara la fría bruma que flotaba sobre el East River. Spence y Kenyon se habían despertado temprano en su domicilio nocturno, el aparcamiento de unos grandes almacenes Wal-Mart en Valley Stream, Long Island. Tras preparar café y huevos con beicon en la cocina de la caravana, se pusieron en marcha para dirigirse al bajo Manhattan antes de la hora punta. Llegaron frente al edificio de Will a las cuatro y media. Él estaba esperándolos en la acera, tiritando de frío pero echando humo por el altercado casero de buena mañana.

No había sido una idea muy afortunada ponerse a discutir con su esposa mientras ella daba el pecho. Will se dio cuenta a media discusión. Se sentía como un desalmado por alzar la voz y ahogar los gorgoteos y chupeteos de su hijo, y ya no digamos por borrar de la cara de Nancy su expresión habitual de serenidad maternal. Por otro lado, le había prometido a Spence que lo ayudaría y alegó que al menos no había accedido a largarse a Inglaterra. Aunque esto no sirvió para apaciguar a Nancy. Para ella, el caso Juicio Final era cosa del pasado, y la Biblioteca un mal recuerdo que convenía olvidar. Era consciente del peligro que representaban los grupos en la sombra como los vigilantes. Pero quería volcarse en el presente y el futuro. Tenía un bebé y un marido a los que quería mucho. La vida le sonreía, pero podía derrumbarse de un día para otro. Advirtió a Will que no jugara con fuego.

Él se mantuvo en sus trece. Cogió su chaqueta y salió a toda prisa del apartamento, pero al instante empezó a sentirse como una basura. Sin embargo se negó a volver a entrar y pedirle disculpas. El toma y daca de la vida conyugal era un concepto que él entendía intelectualmente, pero que no tenía interiorizado, y tal vez nunca lo tendría. Farfulló algo acerca de ser un maldito calzonazos y pulsó con fuerza el botón del ascensor, como si intentara sacarle el ojo a alguien.

– Menos mal que no haremos esto en mi casa -reconoció Will en cuanto subió a la caravana.

– ¿Ha empezado el día con mal pie, señor Piper? -preguntó Spence.

– Llámame Will de ahora en adelante, ¿vale? -respondió malhumorado-, ¿Tenéis café? -Se repantigó en el sofá.

Kenyon le sirvió una taza mientras Spence pulsaba el botón de «indicaciones de voz» de su dispositivo GPS y arrancaba el vehículo. Su destino era el centro comercial de Queens, donde Will supuso que podrían aparcar sin demasiados problemas.

Cuando llegaron, seguía siendo de noche, y faltaban varias horas para que abrieran las tiendas. El estacionamiento no tenía vega, y Spence aparcó cerca del exterior. Su teléfono móvil tenía plena cobertura, así que no tenían que preocuparse por la calidad de la señal.

– En Londres son las diez de la mañana. Ya llamo yo -dijo Spence, levantándose y empujando la máquina de oxígeno con ruedas.

Depositó el móvil sobre la mesa de la cocina en modo manos libres y los tres se sentaron alrededor mientras él marcaba el número con el prefijo internacional. Una operadora los conectó con la casa de subastas.

– Pierce & Whyte. Al habla Martin Stein. ¿Su nombre, por favor?

– Soy Henry Spence y le llamo desde Estados Unidos. ¿Me oye bien?

– Sí, señor Spence, alto y claro. Esperábamos su llamada. Nos sería muy útil que nos indicara los lotes por los que le interesa pujar.

– Solo por uno, el lote 113.

– Entiendo. Bueno, es posible que no lleguemos a ese artículo hasta bien entrada la segunda hora.

– He enchufado el móvil a la corriente y tengo las facturas al día, así que por mí no hay problema.

En Londres, Frazier luchaba contra el jet lag y el aburrimiento, pero era demasiado disciplinado y estoico para hacer muecas, bostezar o retorcerse en su asiento como una persona normal. Los libros viejos se sucedían en un tedioso desfile de cartón, piel, papel y tinta. Crónicas, novelas, libros de viajes, poemarios, tratados de ornitología, ciencia, matemáticas, ingeniería… Él parecía ser el único de los presentes que no estaba fascinado. Los demás, empapados en sudor, mejoraban con vehemencia la oferta de sus competidores, cada uno con su estilo particular. Algunos agitaban su paleta de puja ostentosamente, mientras que otros alzaban la suya de forma casi imperceptible. Los más asiduos hacían gestos -asentían con la cabeza, torcían la boca, arqueaban una ceja- que el personal de la casa reconocía como indicaciones. Estaba claro que en aquella ciudad sobraba la pasta, pensó Frazier, mientras la gente ofrecía miles de libras por volúmenes que él ni siquiera querría para calzar una mesa.

En Nueva York ya había amanecido, y el sol inundaba la caravana. De vez en cuando, Stein se ponía al teléfono para informarles de la marcha de la subasta. Se estaban acercando. Will empezaba a impacientarse. Había prometido regresar a casa antes de que Nancy tuviera que irse a trabajar, y el tiempo se agotaba. El cuerpo de Spence emitía todo tipo de ruidos: resollaba, tosía, aspiraba por un inhalador y susurraba palabrotas.

Cuando presentaron el lote 112, a Frazier se le despejó la cabeza y la descarga de adrenalina le aceleró la respiración. Era un volumen gordo y viejo, y en un principio Frazier lo confundió con su objetivo. Toby se deshizo en alabanzas del libro y pronunció su título en un latín fluido.

– El lote 112 es un magnífico ejemplar de la obra de anatomía de Raymond de Vieussens Neurographia Universalis, Hoc Est, Omnium Corporis, Humani Nervorum, publicado en 1670 en Frankfurt por G. W Kuhn. Contiene veintinueve grabados en papel de vitela de la época y, salvo por unas pequeñas roturas, se trata de una copia extraordinaria de un tratado de medicina histórico. El precio de salida es de mil libras.

Había varios individuos interesados que comenzaron a pujar enérgicamente. Un anticuario de las últimas filas, un hombre voluminoso que llevaba un fular y durante toda la mañana había mostrado su entusiasmo por los artículos de tipo científico, llevaba la voz cantante y subía el precio agresivamente en incrementos de cien fibras. Cuando pasó la tormenta, su oferta final era de dos mil trescientas fibras.

Martin Stein se puso al aparato de nuevo.

– Señor Spence -anunció-, hemos llegado al lote 113. Por favor, esté atento.

– Muy bien, caballeros, allá vamos -dijo Spence.

Will consultó su reloj, inquieto. Todavía estaba a tiempo de llegar a casa para evitar una monumental bronca doméstica,

Frazier clavó los ojos en el libro en el instante en que lo llevaron a la sala. Incluso desde lejos, no le cupo la menor duda de que era uno de ellos. Se había pasado dos décadas en la Biblioteca y los alrededores, por lo que no había error posible. Había llegado el momento. Llevaba toda la mañana siguiendo la subasta y había aprendido cómo funcionaban las pujas. «Bueno, listo para la batalla», pensó para mentalizarse.

Toby habló del libro con melancolía, como si lamentara desprenderse de él.

– El lote 113 es un artículo único, un registro manuscrito fechado en 1527, bellamente encuadernado en pergamino, con más de mil páginas de la vitela de mejor calidad. Posiblemente tenía una guarda que fue reemplazada hace mucho tiempo. Al parecer, el libro contiene una lista exhaustiva de nacimientos y muertes, con un regusto internacional, por los múltiples idiomas europeos y orientales que aparecen en él. El volumen forma parte de la colección familiar de lord Cantwell quizá desde el siglo XVI, pero por lo demás no se ha podido precisar su procedencia. Hemos consultado a colegas académicos de Oxford y Cambridge, pero no hay consenso respecto a su origen o propósito. Sigue siendo, si se me permite decirlo, un enigma envuelto en misterio, pero se trata de una curiosidad excepcional que ofrezco a un precio inicial de dos mil libras.

Frazier levantó su paleta con tal brusquedad que casi sobresaltó a Toby. Era el primer movimiento físico significativo que el hombretón hacía en casi dos horas.

– Gracias -dijo Toby-. ¿Alguien ofrece dos mil quinientas?

Por el pequeño altavoz, Will oyó a Stein ofrecer dos mil quinientas.

– Sí, está bien.

Stein le dirigió un gesto afirmativo a Toby.

– Un postor telefónico ofrece dos mil quinientas -dijo el subastador-. ¿Alguien sube a tres mil?

Frazier se rebulló, incómodo. Había esperado no tener competencia. Alzó la paleta.

– Estamos en tres mil, vamos a por tres mil quinientas -seguido rápidamente de un «gracias» mientras señalaba hacia las filas de atrás. Al volverse, Frazier vio que el tipo voluminoso del fular asentía-. Ahora vamos a por cuatro mil -dijo Toby velozmente.

Stein comunicó la puja.

– ¿Qué coño se han creído? -musitó Spence a sus compañeros-. Ofrezco cinco mil.

– Aquí suben a cinco mil -anunció Stein al podio.

– Muy bien -continuó Toby con soltura-. ¿Alguien ofrece seis mil?

Frazier sintió una punzada de ansiedad. Tenía fondos de sobra, pero había creído que aquello sería un paseo. Levantó su paleta de nuevo.

– Ofrecen seis mil. ¿Alguien ofrece siete mil?

El hombre del fular sacudió la cabeza, y Toby se volvió hacia la mesa de los teléfonos. Stein habló, escuchó y volvió a hablar hasta que anunció, no sin ciertas ínfulas:

– Ofrecen diez mil.

– Permítanme el atrevimiento de pedir doce mil -dijo Toby con aplomo.

Frazier soltó una maldición entre dientes y alzó la mano.

Spence tenía las palmas húmedas. Will vio que se las secaba con la camisa.

– No tengo tiempo para jueguecitos -dijo el hombre.

– Es su dinero -comentó Will, y tomó un sorbo de café.

– Voy a subir a veinte mil, señor Stein.

La noticia levantó un murmullo en la sala. Frazier parpadeó, sin dar crédito. Palpó el bulto de su móvil en el bolsillo de su pantalón, pero llamar era prematuro. Todavía tenía mucho margen de maniobra.

El bigote de Toby se elevó ligeramente cuando el labio se le curvó hacia arriba de la emoción.

– Muy bien, entonces, ¿alguien ofrece treinta mil?

Frazier entró al trapo sin vacilar.

Tras unos instantes, llegó la respuesta de la mesa de los teléfonos.

– ¡La puja asciende a cincuenta mil libras!

El rumor del público se hizo más fuerte. Stein y Toby se miraron con incredulidad, pero el segundo consiguió guardar su compostura característica.

– Estamos en cincuenta mil -dijo simplemente-. ¿Alguien ofrece sesenta mil? -Le hizo a Peter Nieve una señal de que se acercara y le susurró que fuera a buscar al director ejecutivo.

Frazier notaba que el corazón le latía con fuerza en su robusto pecho. Estaba autorizado a pagar hasta doscientos mil dólares, equivalentes a unas ciento veinticinco mil libras, cifra que sus superiores le habían asegurado que sería un colchón más que suficiente dado que calculaban que el libro costaría como máximo tres mil libras. No había un penique más en la cuenta de depósito de Pierce &Whyte que habían abierto especialmente para él. Y ya casi habían alcanzado la mitad de esa suma. «¿Quién cojones está compitiendo conmigo?», se preguntó, rabioso, y alzó la paleta con determinación.

Spence pulsó el botón de silencio de su teléfono.

– Ojalá pudiera mirar a la cara al hijo de puta que está pujando -se quejó en voz alta-. ¿Quién narices pagaría esa cantidad de pasta por un libro que parece un censo antiguo?

– Tal vez alguien que sabe lo que es -dijo Will en tono siniestro.

– No me parece muy probable-repuso Spence-, a menos que… Alf, ¿tú qué opinas?

Kenyon se encogió de hombros.

– Es posible, Henry, siempre es posible.

– ¿De qué estáis hablando? -preguntó Will.

– Los vigilantes. Los matones de Área 51 podrían haberse enterado, supongo. Aunque, espero que no. -Acto seguido, declaró-: Voy a darle un empujoncito al asunto.

– Pero ¿cuánto dinero tiene? -le preguntó Will a Kenyon.

– Un montón.

– Y no puedo llevármelo a la tumba -dijo Spence, y desactivó el modo silencio del teléfono-. Stein, hágame el favor de ofrecer cien mil libras. Se me está agotando la paciencia.

– ¿He oído bien? ¿Ha dicho cien mil libras? -preguntó Stein con la voz entrecortada.

– Así es.

Stein sacudió la cabeza.

– La puja telefónica es ahora de cien mil libras -anunció en alto.

Frazier vio que la expresión de Toby pasaba de la emoción a la suspicacia. «Ese tipo debe de haberse dado cuenta de que este libro es mucho más importante de lo que creía», pensó.

– Muy bien -dijo Toby sin alterarse, mirando directamente la cara desafiante de Frazier-. Me pregunto si el señor estará dispuesto a subir a ciento veinticinco mil.

Frazier asintió y abrió la boca por primera vez en toda la mañana.

– Sí -dijo.

Estaba al límite. La última vez que había sentido algo parecido al pánico fue cuando tenía poco más de veinte años y era un joven soldado de las fuerzas especiales. Estaba en una flotilla en la costa oriental de África, y la misión se fue al garete. Los habían descubierto y estaban en una inferioridad numérica de treinta a uno, bajo el fuego de lanzagranadas de unos cabrones rebeldes. Esta situación era peor.

Frazier sacó el móvil y, con las teclas de marcación rápida, llamó al secretario de Marina que, en ese momento, estaba jugando un partido matinal de squash en Arlington. El teléfono sonó varias veces dentro de la taquilla, y al final Frazier oyó: «Aquí Lester. Deje su mensaje y me pondré en contacto con usted».

Stein comunicó la nueva puja de ciento veinticinco mil. Spence le pidió que esperara un momento y puso el teléfono en silencio.

– Es hora de acabar con esto de una vez -masculló a sus compañeros. Will se encogió de hombros. Era su dinero. Cuando reanudó la comunicación con Stein, dijo-: Ofrezco doscientas mil libras.

En cuanto Stein dio a conocer esta nueva cifra, Toby se agarró al podio con las dos manos, como para no perder el equilibrio. El director ejecutivo de Pierce & Whyte, un aristócrata muy serio y canoso, observaba desde un lado de la sala, juntaba y separaba las puntas de los dedos con nerviosismo. Entonces Toby se dirigió cortésmente a Frazier.

– ¿Desea mejorar la oferta el señor?

Frazier se levantó y se retiró a un rincón en el que no había nadie.

– Tengo que hacer una llamada -dijo. Notaba una opresión en la garganta que hizo que su voz sonara casi cómicamente chillona para un hombre de su tamaño.

– El señor puede tomarse un momento -concedió Toby.

Frazier llamó de nuevo al móvil de Lester y luego a su línea del Pentágono, donde le respondió un ayudante. En susurros, acribilló al pobre desdichado a preguntas.

Toby lo miró pacientemente durante un rato.

– ¿El señor desea mejorar la oferta? -preguntó de nuevo.

– ¡Un segundo! -gritó Frazier.

Se oyó un runrún entre los presentes. Aquello era de todo punto inusual.

– Bueno, ¿lo tenemos? -preguntó Spence por teléfono.

– El otro postor está realizando una consulta, me parece -respondió Stein.

– Pues dígale que espabile -resolló Spence.

Frazier sintió un sudor frío. La misión estaba al borde del descalabro, y el fracaso no era una posibilidad prevista. Él estaba acostumbrado a resolver problemas por medio de la fuerza y la violencia calculadas, pero sus métodos habituales no servían de nada en aquella sala elegante del centro de Londres repleta de bibliófilos demacrados.

Stein enarcó las cejas para indicarle a Toby que el postor telefónico se estaba impacientando.

Toby, a su vez, atrajo la severa mirada del director ejecutivo, y ambos asintieron con la cabeza para confirmar la decisión.

– Me temo que, a menos que oigamos una puja más alta, tendré que adjudicar este lote por doscientas mil libras.

Frazier intentó no hacerle caso. Seguía gritándole en susurros a su teléfono.

Toby alzó con ademán melodramático su martillo de subastador, más alto de lo habitual.

– Señoras y caballeros -dijo despacio, con voz clara y orgullosa-. Doscientas mil a la una, doscientas mil a las dos y… ¡vendido al postor telefónico por doscientas mil libras!

Toby golpeó el tablero con el martillo, y el sonido hueco y satisfactorio resonó por un momento antes de que Frazier girase sobre sus talones.

– ¡No! -gritó.

Загрузка...