Capítulo 23

Isabelle trabajó durante una hora en una traducción meticulosa que escribía en una libreta de hojas pautadas. La letra de Calvino era una serie de garabatos casi ilegibles, y las construcciones y la ortografía del francés antiguo le exigían recurrir a todas sus habilidades lingüísticas. En determinado momento hizo una pausa para preguntarle a Will si le apetecía «una copita». Aunque la tentación era muy grande, él declinó la oferta con determinación. Tal vez acabaría por ceder, o tal vez no, pero al menos no tomaría una decisión precipitada.

En cambio, optó por enviar un mensaje de texto a Spence. Supuso que el hombre debía de estar subiéndose por las paredes por no tener noticias suyas. No estaba dispuesto a mandarle un informe detallado de cada paso; no era su estilo. Durante sus años en el FBI, sacaba de quicio a sus superiores por mantener en secreto la evolución de sus investigaciones y ofrecer información solo cuando necesitaba una orden judicial, una citación o, mejor aún, cuando ya tenía el caso listo y envuelto para regalo.

Sus pulgares eran ridículamente grandes para las teclas del móvil, y la mecánica de escribir mensajes no era algo que le saliese de forma natural. Le costó una eternidad enviar un SMS de lo más simple: «Estoy haciendo progresos considerables. Van 2, faltan 2. No hay garantías pero tengo esperanzas. 1 cosa es segura. Ahora sabemos mucho más que antes. No te decepcionarás. ¡Dile a Kenyon que Juan Calvino está implicado! Espero volver a NY en un par de días. Piper».

Le dio a enviar y sonrió. Entonces se dio cuenta: las pesquisas en la vieja mansión, el reto intelectual de la caza… Lo estaba pasando bien; tal vez incluso tendría que replantearse lo de la jubilación, después de todo.

Quince minutos más tarde, el mensaje fue reenviado del centro de operaciones de Área 51 a la BlackBerry de Frazier. Su Lear- jet avanzaba cada vez más despacio por la pista de aterrizaje de Groom Lake hasta que al fin se detuvo. Frazier tenía que asistir a una reunión con el comandante de la base y el secretario Lester, que participaría por videoconferencia. Al menos tendría novedades de las que dar parte. Leyó el mensaje por segunda vez, se lo reenvió a DeCorso, que estaba sobre el terreno, y se preguntó: «¿Quién diablos es ese tal Juan Calvino?». Mandó un correo electrónico a uno de sus analistas para que elaborase una lista de todos los Juan Calvino que constaban en la base de datos.

Su analista tuvo la sensatez y el tacto de responder simplemente con un enlace a una página de la Wikipedia. Frazier le echó una ojeada antes de entrar en la sala de reuniones del Edificio Truman, situado muchos metros bajo tierra, al nivel de la Cripta. Por Dios santo, gimió para sí. ¿Un teólogo del siglo XVI? ¿En qué se estaba convirtiendo su trabajo?

Isabelle dejó la pluma y anunció que había terminado.

– De acuerdo, voy a ponerte en antecedentes: Calvino nació en 1509 en una aldea llamada Noyon, y lo enviaron a estudiar a París hacia 1520. Asistió a un par de escuelas afiliadas a la Universidad de París, primero al Collège de Marche de estudios generales, luego al de teología de Montaigu- ¿Seguro que no quieres una copa?

Will frunció el ceño.

– Me lo estoy pensando, pero no.

Ella se sirvió una copa de ginebra.

– En 1528 ingresó en la Universidad de Orleans para estudiar derecho civil, por voluntad de su padre. ¡Los abogados ganaban más que los clérigos, igual que ahora! Piensa que hasta ese momento él era un católico muy estricto y doctrinario, pero fue en esa época cuando tuvo lugar su gran conversión. Martín Lutero había caldeado el ambiente, desde luego, pero Calvino entró en escena pisando fuerte, rechazó el catolicismo y se volvió protestante. En esencia, fundó una nueva rama que imprimió un rumbo más radical a la religión. Hasta ahora, no se sabía qué provocó este cambio en él.

– ¿Hasta ahora? -preguntó Will.

– Hasta ahora. Escucha esto. -Cogió su libreta y comenzó a leer en voz alta.

Mi muy querido Edgar:

Me cuesta creer que hayan transcurrido ya dos años desde que me marché de Montaigu a Orleans para cursar la carrera de derecho. Echo mucho en falta nuestras conversaciones y nuestra camaradería, y confío, amigo mío, que durante el tiempo que te queda en París te veas merecidamente libre de la vara de Bedier. Sé cuánto ansias regresara tu preciada Cantwell Hall, y no puedo sino esperar que lo consigas antes de que la peste vuelva a Montaigu. Tengo entendido que se llevó a Tempête, que Dios se apiade de su alma.

Ya sabes, apreciado Edgar, que Dios, pese a mi origen oscuro y humilde, me concedió el honor de ser heraldo y ministro del Evangelio. Cuando era yo muy niño, mi padre tenía la intención de encaminarme al estudio de la teología. Pero cuando cayó en la cuenta de que la práctica del derecho resultaba muy lucrativa para quienes la ejercían, cambió de idea súbitamente. Así pues, me ordenó que abandonara el estudio de la filosofía y me consagrase al del derecho. Me esforcé cuanto pude, pero Dios me hizo tomar otro camino con las riendas secretas de su Providencia. Entenderás muy bien a qué me refiero, pues te hallabas presente en el momento de mi auténtica conversión, aunque ha sido necesaria una reflexión profunda para convencerme del rumbo que debía dar a mi vida.

Tu milagroso libro de las almas, tu valiosa joya de la isla de Vectis, demuestra que Dios controla por completo nuestro destino. Pudimos confirmarlo ese maravilloso día de invierno en París, cuando descubrimos que el libro predecía en efecto un venturoso nacimiento y una infausta muerte.

Descubrimos que solo Dios elige el momento de nuestro nacimiento y de nuestra muerte, y, por ende, todo lo que acontece durante nuestra estancia en la tierra. Por tanto, debemos adjudicar a Dios tanto ¡a presciencia como la predestinación. Cuando atribuimos presciencia a Dios, queremos decir que todas las cosas han estado siempre, y estarán por toda la eternidad, ante su mirada; que para su sabiduría no hay pasado ni futuro, sino que todos los sucesos son presente, hasta tal punto que no es solo que Él conciba la idea de dichos sucesos, sino que los ve y los contempla verdaderamente como si estuvieran desarrollándose ante Él.

Esta presciencia se extiende al mundo entero y a todos los seres. Por ello, solo Dios elige a quienes acoge en su seno, sin basarse en su mérito, su fe o sus corruptas indulgencias, sino únicamente en su propia misericordia. Las supersticiones del papado no importan. La codicia y el engreimiento de las formas degeneradas de! cristianismo no importan. Lo único que importa es el don de la devoción verdadera que recibí ese día, y que me llevó a arder en deseos de progresar hacia una doctrina más pura fundamentada sobre el poder absoluto y la gloria de Dios. Debo señalarte como el causante de que me imbuyese del deseo singular y piadoso de buscar todo aquello que es puro y sagrado, y por eso te da las gracias y te saluda tu amigo y servidor leal

IoannIs Calvinus

Orleans, 1530

Isabelle bajó la libreta.

– Vaya -se limitó a decir, sin aliento.

– Esto es algo gordo, ¿verdad? -preguntó Will.

– Sí, señor Piper, es algo muy gordo.

– ¿Cuánto debe de valer esta perla?

– ¡No seas tan materialista! Esto posee el mayor valor académico que puede imaginarse. Es la revelación de uno de los puntales de la revolución protestante. ¡La filosofía de la predestinación de Calvino se basa en su conocimiento de nuestro libro! ¿Te haces una idea?

– Suena a un dineral.

– Millones -suspiró ella.

– Antes de que terminemos, podrás añadir un ala nueva a la casa.

– No, gracias. Me conformo con reformar la instalación de agua y electricidad y el tejado. Apuesto a que ahora sí que aceptarás una copa.

– ¿Queda más whisky por ahí?

Después de la cena, Will siguió bebiendo a un ritmo lo bastante constante para notar que el cerebro empezaba a vibrarle de forma armónica. La idea de que llevaba dos y le faltaban dos reverberaba en su mente. Estaba a dos pistas de completar la misión y volver a casa. La situación aislada de la vieja y fría mansión, aquella chica preciosa, el whisky que corría a raudales; todo en conjunto lo embriagaba, minaba sus fuerzas y su determinación. «No es culpa mía -pensó, atontado-. No lo es.» Volvían a estar junto al fuego del gran salón.

– ¿Y los profetas? -preguntó Will haciendo un esfuerzo-. ¿Qué hay de los profetas?

– ¿De verdad te sientes con energía suficiente para buscar la siguiente pista? – repuso ella-.Yo estoy agotada. -También arrastraba las palabras. Iban directos hacia una repetición de la jugada.

– Dime nombres de profetas.

Ella crispó el rostro.

– Veamos… Isaías, Ezequiel, Mahoma. No sé.

– ¿Hay alguna relación entre alguno de ellos y la casa?

– No se me ocurre ninguna, pero estoy hecha polvo, Will. Sigamos por la mañana, estaremos más frescos.

– Tengo que regresar a casa pronto.

– Empezaremos temprano, te lo prometo.

No la invitó a su habitación; tuvo la fuerza de voluntad suficiente para no hacerlo.

En cambio, se sentó en un sillón lleno de bultos junto a la cama y escribió torpemente un mensaje de texto a Nancy: «La pista 2 estaba detrás de un azulejo con un molino. Otra revelación. La trama se complica. Pasemos a la pista 3. ¿Conoces nombres de profetas? Ojalá estuvieras aquí».

Veinte minutos más tarde, cuando empezaba a vencerlo el sueño, no tuvo la fuerza de voluntad suficiente para evitar que Isabelle entrara a hurtadillas en su habitación.

– Oye, lo siento -farfulló mientras ella se deslizaba bajo las sábanas-. Mi esposa…

Ella soltó un quejido.

– ¿Puedo quedarme a dormir? ¿Solo a dormir? -le preguntó como una niña.

– Claro. Siempre estoy dispuesto a probar algo por primera vez.

Ella se durmió acurrucada contra él y, al amanecer, no se había movido ni un milímetro.

Era una mañana agradable y templada para esa época del año. Después del desayuno, Will e Isabelle pensaban aprovechar que hacía un día radiante para pasear al aire libre y definir su plan de ataque.

Cuando Will subió a por su jersey, Nancy lo llamó al móvil.

– ¿Qué pasa? -contestó-. Es temprano para ti.

– No podía dormir. Estaba releyendo tu poema.

– Ah, muy bien. ¿Y eso?

– Me pediste ayuda, ¿recuerdas? Te quiero en casa, así que estoy motivada. ¿La segunda pista era importante?

– Sí, en un sentido histórico. Voy a tener mucho que contarte. El nombre de un profeta. ¿A qué crees que se refería el viejo Willie? Tú eres forofa de Shakespeare.

– En eso estaba pensando. Seguro que Shakespeare conocía todos los profetas de la Biblia: Elías, Ezequiel, Isaías, Jeremías… además de Mahoma, claro.

– Ella ya ha pensado en esos.

– ¿Quién?

Él titubeó por unos instantes.

– Isabelle, la nieta de lord Cantwell.

– Will… -dijo ella, muy seria.

– Es solo una estudiante -se apresuró a aclarar, y añadió-: Ninguno de esos nombres nos dice nada.

– ¿Y Nostradamus? -preguntó ella.

– Isabelle no lo ha mencionado.

– Dudo que Shakespeare nombrase a Nostradamus en ninguna de sus obras, pero en esa época ya debía de ser famoso en toda Europa. Sus Profecías eran un best seller. Las he consultado de madrugada.

– Vale la pena tenerlo en cuenta -dijo Will-. ¿Qué pinta tenía Nostradamus?

– Era un tipo con barba y una túnica.

– Hay muchos de esos por aquí -suspiró Will.

El jardín trasero de la casa estaba descuidado y lleno de hierbajos altos que empezaban a marchitarse con el clima otoñal. En otro tiempo había sido un bello jardín de dos hectáreas que había ganado premios y ofrecía vistas panorámicas de los campos y bosques por encima de los setos de arbustos autóctonos. En su momento de mayor esplendor, el abuelo de Isabelle tenía contratados a un jardinero a tiempo completo y a un ayudante, y él mismo trabajaba en él con sus propias manos. Ningún otro rincón de Cantwell Hall acusaba tanto como ese jardín las consecuencias de la edad avanzada del viejo y de la merma de su cuenta corriente. Un chico de la localidad cortaba el césped y arrancaba las malas hierbas de vez en cuando, pero los bosquecillos y los inmaculados arriates se encontraban en un estado lastimoso.

Cerca de la casa había un huerto abandonado y, justo al otro lado, dos macizos triangulares de dimensiones generosas a cada lado de un eje central de grava que conducía a otro huerto. Los macizos estaban bordeados de arbustos de hoja perenne, y en otra época crecían en ellos un césped ornamental y amplios parterres de perennifolias. Ahora más bien parecían tristes matorrales selváticos. Más allá del huerto había un extenso prado infestado de maleza que le encantaba a Isabelle cuando era una niña despreocupada, sobre todo en verano, época en la que el prado quedaba cubierto por el blanco espectacular de las margaritas.

– Dos para la alegría -dijo de pronto, apuntando con el dedo.

Will alzó la vista, perplejo, y miró al cielo azul con los ojos entornados.

– Allí, en el tejado de la capilla, dos urracas. «Uno para la pena, dos para la alegría, tres para el chico, cuatro para la chica.»

La hierba estaba mojada, y pronto sus zapatos quedaron empapados. Avanzaron con dificultad entre la broza del arcén en dirección a la capilla, cuya torre lanzaba destellos bajo el sol, como haciéndoles señas.

Isabelle ya estaba muy acostumbrada a la rareza de aquel edificio de piedra, pero, al verlo, Will se quedó tan impresionado como la primera vez. Cuanto más se acercaban, más lo confundía aquella visión.

– La verdad es que parece una broma extraña -comentó.

Su aspecto icónico era idéntico al de la catedral de Notre-Dame de París, con su fachada gótica, sus arbotantes, las dos anchas torres rematadas con arcos ojivales, la nave y el crucero coronados con una aguja primorosamente labrada. Pero era una versión en miniatura, casi un juguete para niños. Si en la gran catedral había espacio de sobra para seis mil fieles, en aquella capilla de jardín cabrían a lo sumo veinte. La aguja de París se erguía imponente a casi setenta metros de altura, mientras que la de Cantwell medía doce metros escasos.

– No se me dan muy bien las matemáticas -dijo Isabelle-, pero la escala corresponde a una fracción precisa del original. Por lo visto, Edgar Cantwell estaba obsesionado con eso.

– ¿Te refieres al Edgar Cantwell de la carta de Calvino?

– Al mismo. Regresó a Inglaterra después de estudiar en París y, un tiempo después, encargó la construcción de la capilla en honor de su padre. Es una obra arquitectónica única. A veces algunos turistas se desvían de la ruta de senderismo del fondo del valle para visitarla, pero no hacemos ningún tipo de publicidad. Se enteran exclusivamente por el boca a oreja.

Will levantó la mano para tapar el sol.

– ¿Es una campana eso que brilla en la torre más cercana?

– Debería tocarla para que la oigas. Es una miniatura en bronce de la que Quasimodo tañía en El jorobado de Notre-Dame.

– Tú eres más guapa que él.

– ¡Qué galante!

Continuaron su paseo en dirección al prado. Isabelle se disponía a decir algo cuando se percató de que Will se había detenido y estaba contemplando el campanario.

– ¿Qué pasa?

– Notre-Dame -dijo, y luego, en voz más alta-: Notre-Dame. Se parece bastante a Nostradamus. ¿Crees que a lo mejor…?

– ¡Nostradamus! -gritó ella-, ¡Nuestro profeta! ¡«Muy alto, sobre el nombre de un profeta»! Nostradamus se llamaba en realidad Michel de Nostredame. Will, eres un genio.

– Más bien el marido de un genio -murmuró.

Ella lo agarró de la mano y lo llevó casi a rastras por la vereda que conducía a la capilla.

– ¿Se puede subir ahí? -preguntó Will.

– ¡Sí! Pasé buena parte de mi infancia en esa torre.

Había una puerta recia de madera en la base de la torre. Isabelle la abrió empujando con el hombro, y la madera hinchada chirrió al raspar el umbral de piedra. Se dirigió rápidamente al púlpito y señaló en el rincón una puertecita tipo Alicia en el país de las maravillas.

– ¡Aquí arriba!

Pasó por la estrecha abertura casi con la misma facilidad que cuando era niña. A Will le costó un poco más. Sus anchos hombros se quedaron atascados, así que tuvo que quitarse la chaqueta para que no se le rasgara. Ascendió detrás de Isabelle por una escalera claustrofóbica de madera que era poco más que una escala de mano con pretensiones, hasta la plataforma en que se alzaba un andamio de madera que rodeaba la gastada campana colgante.

– ¿Te dan miedo los murciélagos? -preguntó ella, demasiado tarde.

Justo encima de ellos, había una colonia de murciélagos de Natterer con el vientre blanco colgados cabeza abajo. Unos pocos echaron a volar y comenzaron a atravesar los arcos zumbando y a revolotear enloquecidos por la torre.

– No me entusiasman.

– A mí sí -chilló ella-, ¡Son unos seres adorables!

En el interior de la torre, él apenas podía estar de pie sin golpearse la cabeza. Entre los arcos de piedra se divisaban unos campos esmeradamente arados y, más allá, la iglesia del pueblo. Will apenas se fijó en el paisaje. Estaba buscando algo, un escondrijo, cualquier cosa. No veía nada más que madera y obra de mampostería.

Empujaba con la palma de la mano los bloques dé piedra unidos con argamasa, pero todo lo que estaba a su alcance era sólido y firme. Isabelle ya se había puesto a cuatro patas en el suelo para inspeccionar las tablas cubiertas de guano. De pronto, se levantó y empezó a rascar enérgicamente algo con el tacón de la bota, ocasionando que se formara una pequeña nube de excrementos secos.

– Me parece que hay una inscripción en esta tabla, Will, ¡mira!

El se agachó y tuvo que reconocer que había una especie de grabado pequeño y curvo en una de las tablas. Se llevó la mano a la cartera y sacó su tarjeta VISA, que utilizó como rasqueta para limpiar la madera. Allí, con toda claridad, se apreciaba una figura redonda de cinco pétalos y unos tres centímetros de largo, grabada en la madera.

– ¡Es una rosa Tudor!-exclamó Isabelle-. No puedo creer que no la hubiera visto antes.

Will señaló al techo con un gesto.

– Es culpa de ellos. -Dio un fuerte pisotón sobre la tabla, pero esta no se movió-. ¿Qué opinas? -preguntó.

– Voy a buscar la caja de herramientas.

En un abrir y cerrar de ojos, desapareció escaleras abajo y él se quedó a solas con unos cientos de murciélagos. Los miró con recelo, ahí colgados como adornos de Navidad, y rezó porque nadie hiciera sonar la campana.

Cuando Isabelle regresó con la caja de herramientas, él metió un destornillador largo y fino en el espacio entre dos tablas, lo golpeó con el martillo y repitió la maniobra a lo largo del borde de la pieza que tenía la inscripción, mirando de vez en cuando hacia arriba para asegurarse de no alborotar a los mamíferos aletargados.

Una vez hubo abierto una rendija lo bastante grande, introdujo el destornillador hasta el fondo y lo usó como palanca para levantar la tabla medio milímetro, a trompicones. Insertó otro destornillador más grueso en la abertura y empujó hacia abajo con todo su peso. La tabla crujió y salió despedida hacia arriba, de modo que quedó suelta, en su mano.

Debajo había un hueco de unos treinta centímetros entre el suelo y las tablas del techo de abajo. A Will no le hacía ninguna gracia palpar el interior de un agujero oscuro, sobre todo habiendo tantos murciélagos por ató, pero, con una mueca, metió la mano, decidido.

De inmediato notó el tacto del vidrio en las yemas de sus dedos.

Asió un objeto liso y frío y lo sacó a la luz.

Una botella vieja.

Tenía forma de cebolla, de un vidrio soplado grueso de color verde oscuro, con una base plana y un cuello con borde de hilo trenzado. Tenía la boca sellada con cera. Will levantó la botella para mirarla a contraluz, pero el cristal era demasiado opaco. La agitó. Se oyó un repiqueteo leve.

– Hay algo en el interior.

– Adelante -lo apremió ella.

Will se sentó, sujetó la botella entre los zapatos y empezó a descascarillar la cera con uno de los destornilladores hasta que vio la parte de arriba de un corcho. Cambió el destornillador por uno de estrella y dio unos golpecitos suaves al tapón para hundirlo en la botella, hasta que fue a parar al fondo.

Puso la botella boca abajo y la agitó con fuerza.

Un rollo formado por dos pergaminos cayó sobre sus rodillas, Las hojas estaban lisas e inmaculadas.

– Ya estamos otra vez -dijo, sacudiendo la cabeza-.Aquí es donde entras tú.

Isabelle desenrolló las hojas con dedos temblorosos y las examinó. Una estaba escrita a mano; la otra, impresa.

– Es otra carta dirigida a Edgar Cantwell -susurró-.Y la portada de un libro muy antiguo y muy famoso.

– ¿Cuál?

– ¡Las profecías de Nostradamus!

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