Capítulo 18

1344,

Londres

El barón Cantwell de Wroxall se despertó rascándose y pensando en botas. Al inspeccionarse los brazos y el abdomen encontró unas ronchas pequeñas, señal de que había compartido el colchón con chinches. ¡Por Dios santo! Era un privilegio, desde luego, estar en la corte, en calidad de invitado en el palacio de Westminster, pero sin duda no era deseo del rey que sus nobles fueran devorados vivos mientras dormían. Ya le ajustaría las cuentas al mayordomo.

Su habitación era pequeña pero por lo demás confortable. Tenía una cama, una silla, un arcón, una cómoda, velas y una alfombra para evitar el contacto con el suelo frío. Carecía de chimenea, por lo que a Charles no le habría gustado pasar allí una noche de invierno, pero en plena primavera resultaba agradable. En su juventud, antes de ganarse el favor real, cuando Charles visitaba Londres, se hospedaba en posadas, donde siempre, incluso en las más respetables, tenía que compartir cama con un desconocido. Aunque, por aquel entonces rara vez se acostaba en un estado de conciencia que no fuera de borrachera extrema, así que apenas le importaba. Ahora que era más viejo y había ascendido de rango, procuraba rodearse de las mayores comodidades. Hizo aguas menores en el orinal y se examinó el miembro en busca de llagas, precaución que tomaba siempre después de pasar la noche con meretrices. Aliviado, se puso a mirar por la vidriera. Entre los cristales verdosos alcanzaba a ver al norte la imponente curva del río Támesis. Un kogge de borda alta desplegaba las velas y navegaba hacia el estuario, cargado de mercancías. Bajo los aposentos reales, a la orilla del agua, un aguilucho lagunero se lanzaba en picado para cazar ratas y, río arriba, un trapero volcaba una carretilla de basura en el agua, a una distancia imprudentemente corta de Westminster Hall, donde el Consejo Real se reuniría al día siguiente. Aunque las vistas de la gran ciudad lo habían distraído momentáneamente, Charles devolvió la atención a sus pies, que parecían más ásperos y despellejados que de costumbre. Hoy tendría sus botas nuevas.

Con su peine de carey se alisó la barba puntiaguda, el largo bigote y el pelo, que le llegaba a los hombros, y después se puso a toda prisa sus bombachos y su camisa de lino, eligió su mejor par de calzas de lana verdes, se las enfundó hasta los muslos y las ató al cinto del pantalón. El jubón era un regalo de un primo francés, de un estilo que llamaban cotehardie, ajustado, forrado y azul, con botones de marfil. Pese a sus más de cuarenta años, seguía teniendo un cuerpo viril y en forma, y no dudaba en lucirlo. Como estaba en la corte, completó su atuendo con una túnica especialmente bonita, una desenfadada capa de brocado fino que le dejaba buena parte de las piernas al descubierto. A continuación, con desdén, se puso sus botas viejas haciendo una mueca de disgusto al verlas tan gastadas y deformadas.

Charles había alcanzado su posición gracias en parte a su linaje ilustre y en parte al sentido común. Había pruebas fiables de que la línea de sangre de los Cantwell se remontaba a la época del rey Juan sin Tierra, y de que sus antepasados habían tenido un papel secundario en las negociaciones con la Corona respecto a la Carta Magna. Sin embargo, la familia había formado parte de la nobleza venida a menos hasta que la fortuna les sonrió con el ascenso al trono de Eduardo III.

Edmund, el padre de Charles, había luchado junto a Eduardo II en la desafortunada campaña del rey inglés contra Roberto Bruce en Escocia y había resultado herido en la desastrosa batalla de Bannockburn. Si el desenlace hubiera sido más favorable para los ingleses, los Cantwell habrían podido prosperar en los años siguientes, pero desde luego Edmund no había desacreditado a la familia a los ojos de la Corona.

Eduardo II no era en modo alguno un monarca popular, y sus súbditos permitieron a todos los efectos que su esposa francesa y su amante traidor, Roger Mortimer, lo destronaran. Edward, el hijo del rey, contaba solo catorce años cuando derrocaron a su padre. Aunque fue coronado como Eduardo III, se convirtió en un títere de Mortimer, el Regente, que no solo quería que el rey depuesto fuese encarcelado, sino también ejecutado. El asesinato de Eduardo en el castillo de Berkeley, en Gloucestershire, fue un asunto sórdido. Los esbirros de Mortimer se le acercaron cuando estaba en la cama, le colocaron encima un colchón pesado para inmovilizarlo, y a continuación le introdujeron un tubo de cobre por el recto a través del cual le metieron un atizador al rojo para quemarle los intestinos sin dejarle marcas visibles. De este modo, el crimen no podría probarse, y la muerte se atribuiría a causas naturales. Además, para el astuto Mortimer era el castigo apropiado para un rey de quien se rumoreaba que era un sodomita.

Poco antes de cumplir los dieciocho años, Eduardo, al enterarse de la espantosa muerte de su padre, planeó una venganza propia de un hijo. Los que se mantenían leales a su padre corrieron la voz de que el joven rey necesitaba personas que participasen en la conspiración. Algunos agentes del monarca se pusieron en contacto con Charles Cantwell, que accedió de buen grado a implicarse, no solo porque era leal al rey, sino también porque, como aventurero que había fracasado en diversos negocios, vio en ello una buena oportunidad de futuro. En octubre de 1330 se juntó con un pequeño grupo de valientes que, audazmente, se colaron por una entrada secreta en la fortaleza particular de Mortimer en el castillo de Nottingham, tomaron prisionera a la alimaña en su alcoba y, en nombre del rey, lo encarcelaron en la Torre de Londres para que se enfrentase a su macabro destino.

En señal de gratitud, Eduardo III, nombró barón a Charles y le concedió una renta real suculenta, así como terrenos en Wroxall, donde Charles comenzó de inmediato a hacer mejoras en su finca y a construir una buena casa de madera cuya magnificencia estuviera a la altura de su nombre, Cantwell Hall.

El caballerizo mayor tenía lista y ensillada la montura de Charles. Este partió al trote, por la margen norte del río, disfrutando de la templada brisa lo máximo posible antes de internarse en las callejuelas fétidas y estrechas de la ciudad de artesanos. Al cabo de una media hora, estaba cabalgando por la calle Thames, una vía relativamente amplia y despejada que discurría próxima al río, al oeste de la catedral de San Pablo, y donde le resultó fácil sortear carretillas, caballos y viandantes.

Al pie de la colina de Garrick, espoleó a su cabalgadura para que se dirigiese hacia el norte por un camino serpenteante y claustrofóbico, donde sintió la necesidad imperiosa de taparse la nariz con un pañuelo. La calle Cordwainers estaba flanqueada por dos canales de aguas negras, pero el hedor de los residuos humanos no era la peor agresión contra los sentidos de Charles. A diferencia de los zapateros, que fabricaban calzado barato con piel usada y se ganaban la vida a duras penas haciendo remiendos, sus colegas mejor valorados, los maestros de obra prima, necesitaban piel nueva para confeccionar sus botas. Por eso, esta zona de las afueras de la ciudad albergaba también mataderos y curtidurías, cuyas calderas, en las que se hervía el cuero, la lana y la piel de borrego, despedían unos olores fétidos.

Su buen humor de la mañana se había esfumado por completo cuando Charles desmontó tras haber llegado a su destino, un pequeño taller señalado con un letrero colgante de hierro forjado en forma de bota. Ató el caballo a un poste y, empapándose los pies en un charco, se dirigió al taller de dos plantas encajonado entre otras estructuras similares que formaban una larga fila de edificios gremiales.

De inmediato se olió que algo no iba bien. Mientras que los zapateros y otros maestros de obra prima de ambos lados de la calle tenían las puertas y ventanas abiertas en señal de prosperidad, este taller estaba cerrado a cal y canto. Charles refunfuñó entre dientes y aporreó la puerta con la mano. Como no obtuvo respuesta, golpeó de nuevo, más fuerte todavía; se disponía a emprenderla a patadas contra la condenada puerta cuando esta se abrió despacio, y una mujer asomó la cabeza, cubierta con un velo.

– ¿Por qué habéis cerrado? -exigió saber Charles.

La mujer era delgada como una niña, pero estaba demacrada como una anciana. Charles la había visto anteriormente en el taller, y aunque estaba avejentada, le había parecido que debió de ser toda una preciosidad en su juventud. Pero esa belleza se había difuminado, erosionada por las preocupaciones y el trabajo duro.

– Mi marido está enfermo, señor.

– Lo siento mucho, señora, créame, pero he venido a recoger mis botas nuevas.

Ella se quedó mirándolo, sin comprender.

– ¿Es que no me has oído, mujer? ¡Vengo a por mis botas!

– No hay botas, señor.

– Pero ¿qué dices? ¿Acaso no sabes quién soy yo?

A la mujer le temblaba el labio.

– Sois el barón de Wroxall, señor.

– Exacto. Entonces sabrás que vine hace seis semanas. Tu marido Luke, el maestro de obra prima, hizo unas hormas de madera de mis pies. ¡Le pagué la mitad por adelantado, mujer!

– Ha estado enfermo.

– ¡Déjame entrar! -Charles se abrió paso hacia el interior y echó un vistazo a la reducida habitación. Hacía las veces de taller, cocina y vivienda. A un lado había un hogar para cocinar, utensilios, una mesa y sillas, y al otro, un banco de artesano, sobre el que se amontonaban varias herramientas y unas pocas pieles de oveja curtidas. En un estante colgado en la pared, encima del banco, había docenas de moldes de madera. Charles fijó la vista en una horma que llevaba grabada la palabra «Wroxal».

– ¡Esos son mis pies! -exclamó-. ¿Dónde están mis botas?

Se oyó una voz procedente de la planta superior.

– ¿Elizabeth? ¿Quién está ahí?

– No pudo empezar a hacerlas, señor -insistió ella-. Cayó enfermo.

– ¿Está arriba? -preguntó Charles, alarmado-. No habrá peste negra en esta casa, ¿verdad, señora?

– Oh, no, señor. Tiene la tisis.

– Entonces subiré a hablar con él.

– Por favor, no lo hagáis, señor. Está demasiado débil, eso podría matarlo.

En los últimos años, Charles había perdido la costumbre de no salirse con la suya. A los barones se los trataba como a… barones, y tanto los siervos como la pequeña nobleza les consentían todos sus caprichos. Se quedó inmóvil, en una postura agresiva, con los brazos enjarras y sacando mentón.

– Así que no hay botas -dijo al fin.

– No, señor. -La mujer luchaba por contener el llanto.

– Os pagué medio noble por adelantado -dijo con frialdad-. Devuélveme el dinero. Con intereses. Me conformo con cuatro chelines.

Entonces brotaron las lágrimas.

– No tenemos dinero, señor. No ha estado en condiciones de trabajar. He empezado a intercambiar con otros miembros del gremio su provisión de pieles por comida.

– ¡De modo que no hay botas ni tampoco dinero! ¿Qué me propones que haga, mujer?

– No lo sé, señor.

– Por lo visto, tu marido pasará sus últimos días en prisión a discreción de Su Majestad, y tú también conocerás el interior de una celda para morosos. Cuando vuelvas a verme, iré acompañado del alguacil.

Elizabeth se puso de rodillas y se abrazó a sus pantorrillas enfundadas en las calzas.

– No, por favor, señor. Tiene que haber otra solución -sollozó-. Llevaos sus herramientas o lo que os plazca.

– Elizabeth -la llamó de nuevo Luke con voz débil.

– Todo va bien, querido -le respondió ella.

Aunque mandar a esos ladrones a la cárcel habría complacido a Charles, sabía que sería más útil pasar el resto de la mañana en el taller de otro maestro de obra prima que recorriendo la hedionda ciudad en busca del alguacil. Sin abrir la boca, se acercó al banco de trabajo e inspeccionó la colección de tenazas, punzones, agujas, mazos y cuchillos que había encima. Soltó un resoplido. ¿De qué le serviría todo aquello? Cogió una cuchilla semicircular.

– ¿Esto qué es? -preguntó.

Ella seguía arrodillada.

– Es un trinchete, un cuchillo de zapatero.

– ¿Qué iba a hacer yo con esto al cinto? -comentó él, con sorna-. ¿Cortarle la nariz a alguien? -Revolvió un poco más la mesa y concluyó-: Esto es basura para mí. ¿No tenéis nada de valor aquí?

– Somos pobres, señor. Por favor, llevaos las herramientas y marchaos en paz.

Charles empezó a caminar de un lado a otro, paseando la mirada por la pequeña habitación en busca de algo que lo satisficiera lo suficiente para no denunciarlos. Sus posesiones eran muy escasas, y similares a las que sus criados tenían en sus miserables casas.

Sus ojos se posaron en un arcón que estaba cerca de la chimenea. Sin pedir permiso, lo abrió. Dentro había abrigos de invierno, vestidos y cosas por el estilo. Charles metió las manos y, por debajo de la ropa, notó algo duro y plano. Al apartar las prendas, vio la tapa de un libro.

– ¿Tenéis una Biblia? -exclamó. Los libros eran artículos escasos y caros. Nunca había conocido a un campesino o artesano que poseyera uno.

Elizabeth se santiguó y movió los labios como si rezara en voz baja.

– No, señor, no es una Biblia.

Charles extrajo el pesado libro del cofre y lo examinó. Desconcertado por la fecha grabada en el lomo, 1527, lo abrió. Un fajo de pergaminos sueltos cayó al suelo. Los recogió y echó una ojeada rápida al texto en latín. Vio el nombre Félix en la hoja superior y dejó el fajo a un lado. Acto seguido, inspeccionó las páginas del libro y recorrió con los ojos la aparentemente interminable lista de nombres y fechas.

– ¿Qué es este libro, señora?

El miedo secó las lágrimas de Elizabeth.

– Es de un monasterio, señor. El abad se lo dio a mi marido. No sé qué es.

Lo cierto es que Luke nunca le había hablado del libro. Cuando regresó a Londres de Vectis años atrás, lo guardó en el arcón sin decir una palabra, y allí se quedó. Él se cuidaba mucho de no decirle nada que le recordara Vectis. En su casa jamás se mencionaba este nombre. Sin embargo, ella intuía que el libro era maligno, y hacía la señal de la cruz cada vez que tenía que abrir el arcón por algo.

Charles pasó una página tras otra, cada una relativa al año 1527.

– ¿Se trata de algún tipo de brujería? -inquirió Charles.

– ¡No, señor! -Y esforzándose por mostrar convicción, añadió-: Es un libro sagrado de los buenos monjes de la abadía de Vectis. Fue un obsequio para mi esposo, que conoció al abad en su juventud.

Charles se encogió de hombros. Sin duda el libro valdría algo, tal vez más de cuatro chelines. Su hermano, más diestro con la pluma que con la espada, sabría calcular su valor. Cuando regresara a Cantwell Hall, le pediría su opinión.

– Me llevaré el libro como compensación, pero estoy muy descontento con nuestro trato, señora. Quería estrenar botas para el Consejo Real, y lo único que me he llevado es una decepción.

Ella guardó silencio mientras el barón colocaba de nuevo los pergaminos sueltos dentro del libro y salía a la calle dando grandes zancadas. Metió el libro en su alforja, montó y partió en busca de otro zapatero.

Elizabeth subió la escalera y entró en el diminuto dormitorio donde Luke yacía febril y consumido. Su hombre sano y robusto, el que le había salvado la vida, había desaparecido y en su lugar había quedado ese cascarón viejo y marchito. Su vida se estaba apagando. El cuartucho olía a muerte. Tenía la pechera de la camisa manchada de sangre seca y marrón, esputos y algunas gotas más recientes, de un color rojo intenso. Ella le levantó la cabeza para que tomase un sorbo de cerveza.

– ¿Quién era? -preguntó él.

– El barón de Wroxall.

Los ojos llorosos de Luke se abrieron como platos.

– No llegué a hacerle sus botas. -Le dio un ataque de tos muy fuerte, y ella tuvo que esperar a que se le pasara.

– Se ha ido ya. Todo se ha solucionado.

– ¿Cómo lo has resarcido? Me pagó por adelantado.

– Todo ha salido bien.

– ¿Le has dado mis herramientas? -preguntó él, con tristeza.

– No. Eso no.

– Entonces, ¿qué?

Elizabeth tomó la mano laxa de su marido entre las suyas y lo miró a los ojos con ternura. Por unos instantes, ambos volvían a ser dos jóvenes inocentes, solos contra las fuerzas arrolladoras y crueles de un mundo desquiciado. Hacía ya muchos años, él se había aventurado a salvarla, como un caballero andante, y la había rescatado de esa cripta pestilente y de su terrible destino. Ella se había pasado el resto de la vida intentando pagárselo dándole un hijo, pero por desgracia había fracasado. Tal vez, de una forma modesta, ese día lo había salvado al echarle un hueso al lobo hambriento. Su amado Luke podría seguir durmiendo en su lecho.

– El libro -dijo ella-. Le he dado el libro.

Él parpadeó con incredulidad antes de volverse despacio hacia la pared y prorrumpir en sollozos.

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