DeCorso salió de la carretera de circunvalación norte y entró en el aparcamiento de Hertz. Eran las tres de la madrugada, estaba cansado y quería llegar al Marriott del aeropuerto, lavarse para quitarse el olor a sustancias inflamables del cuerpo y dormir unas horas antes de lidiar con Piper. Como era muy tarde y no había ningún empleado del hotel en el aparcamiento, llevó su maleta al vestíbulo. Había un solo recepcionista en el turno de noche, un sij joven y aburrido con un turbante y un polo, que lo registró con gestos maquinales y empezó a prepararle la factura.
Le cambió la expresión y se quedó mirando la pantalla de su ordenador.
– ¿Algún problema? -preguntó DeCorso.
– Se me queda colgado. Tengo que ir a ver qué pasa con el servidor. Enseguida vuelvo.
Desapareció por una puerta. DeCorso giró la pantalla para echarle un vistazo, pero estaba en blanco. Pasó su peso de una pierna a otra, impaciente y cansado, y tamborileó con los dedos en el mostrador de recepción.
La rapidez con que llegó la policía lo impresionó desde un punto de vista puramente profesional. Las luces azules centellearon en el aparcamiento y rodearon la oficina. DeCorso sabía que los polis ingleses normales no iban armados, pero aquellos tipos llevaban fusiles de asalto. Debía de ser una unidad antiterrorista del aeropuerto. No se andaban con chiquitas, así que cuando le gritaron que se tumbase en el suelo, él obedeció sin vacilar, aunque antes soltó un taco de rabia.
Cuando le pusieron unas esposas de plástico y le incorporaron con brusquedad, miró a la cara al oficial que estaba al mando. Era de la policía secreta, un subinspector que parecía tan pagado de sí mismo como un gato que ha cazado un canario.
– ¿A qué viene esto? -quiso saber DeCorso.
– ¿Ha estado alguna vez en Wroxall, Warwickshire, señor?
– Nunca he oído hablar de ese sitio.
– Pues, curiosamente, la policía local recibió una denuncia de un ciudadano que alertaba sobre un vehículo sospechoso que rondaba la zona por un camino de tierra. Su vehículo, señor.
– No puedo ayudarlos.
– Ha habido un incendio con víctimas mortales hace unas horas en una casa de Wroxall. La matrícula de su Ford Mondeo coincide con la del vehículo denunciado. Hemos estado esperando a que apareciera usted. -El subinspector olfateó el aire-. ¿Percibo un ligero olor a queroseno, señor?
DeCorso le dedicó una mirada de desprecio.
– Solo tengo una cosa que decirle.
– ¿Cuál, señor?
– Tengo inmunidad diplomática.
Will despertó temprano en el Marriott de Heathrow, sin saber nada del incendio ni de sus consecuencias. Sin que nadie lo molestara, cogió el autobús lanzadera a la Terminal 5 y embarcó en el vuelo de las 9.00 de British Airways al aeropuerto JFK; sus ronquidos resonaron en la zona de primera clase durante casi toda la travesía sobre el Atlántico.
Tras aterrizar en Nueva York, Will pasó por el control de aduana antes del mediodía, hora local. Atravesó la zona de llegadas a grandes zancadas, sacó su teléfono móvil y se lo guardó de nuevo sin haberlo utilizado. Había decidido tomar un taxi y darle una sorpresa a Nancy en su oficina. Sería divertido.
Era antes del mediodía en Nevada, y Frazier estaba en el centro de operaciones de Área 51, presa del pánico. Se habían enterado por medio de las noticias locales del Reino Unido de que DeCorso había cumplido con éxito la primera parte de su misión. Cantwell Hall, una vieja mansión señorial en tierras de Shakespeare, era el escenario de un crimen todavía humeante. Pero ¿dónde narices estaba DeCorso? No era propio de él desaparecer del mapa cuando estaba realizando este tipo de trabajos. Intentaron contactar con él por teléfono y correo electrónico, pero estaba ilocalizable.
La línea de Frazier se iluminó y él contestó, con la esperanza de que se tratara de su hombre, pero en su lugar oyó la voz conocida de un ayudante del secretario de Marina, que le indicó que esperara a que el señor Lester se pusiera al aparato. Frazier golpeó la mesa con el puño, enfadado. No era un buen momento para que Lester llamase para pedir que le pusieran al tanto de las novedades.
– ¡Frazier! -atronó Lester-. ¿Qué pasa?
Esto descolocó a Frazier. ¿Qué manera de iniciar una conversación era esa?
– ¿Disculpe, señor?
– Acabo de recibir una llamada del Departamento de Estado, que a su vez ha recibido una llamada de la embajada estadounidense en Londres. ¡Uno de tus hombres está en el trullo, alegando inmunidad diplomática!
Will salió de la terminal a la pálida luz de esa mañana de llovizna. Se dirigía hacia la parada de taxis cuando oyó un bocinazo sonoro y vio que la caravana de Spence se acercaba a la terminal. Frunció el entrecejo, molesto. Pensaba ir a verlos a la hora convenida, pero antes quería reconciliarse con su esposa, coger a Philly en brazos y darle un beso en su carita mofletuda. La puerta de la caravana se abrió, y Will se encontró frente al rostro gordo y barbado de Spence. Curiosamente, este no parecía contento de verlo. Le hizo señas con aire apremiante para que subiera.
Kenyon iba y venía por el interior del vehículo.
– Hemos estado dando vueltas -dijo con nerviosismo-. Menos mal que estás aquí y que te hemos encontrado.
Will se sentó mientras Spence pisaba el acelerador.
– ¿Por qué no me habéis llamado al móvil?
– No me he atrevido -respondió Spence, con expresión sombría-. Han quemado la casa. Sale en todas las noticias de Inglaterra.
A Will se le dispararon todas las alarmas, su sentido del equilibrio se descontroló; se sintió mareado y con ganas de vomitar.
– ¿La chica? ¿Su abuelo?
– Lo siento, Will -dijo Kenyon-. No nos queda mucho tiempo.
Will notó que se le humedecían los ojos y se echó a temblar.
– Llevadme al centro, a las oficinas del FBI. Tengo que pasar a recoger a mi esposa.
– Cuéntanos qué has descubierto -le pidió Spence enérgicamente.
– Tú conduce, yo hablaré. Después nuestro trato habrá concluido. Para siempre.
Frazier corrió por los pasillos del edificio Truman, con dos de sus hombres trotando tras él. Subieron en el ascensor al nivel del suelo y luego montaron de un salto en un todoterreno que los esperaba para llevarlos al aeródromo. Un Learjet aguardaba en la pista, listo para despegar, así que Frazier ordenó que partiese de inmediato. Los pilotos preguntaron cuál era su destino.
– Nueva York -gruñó Frazier-. Me da igual cuánto tarden habitualmente en llegar allí. Hay que tardar menos.
Will resumió los días anteriores con frases escuetas y directas, al estilo militar. El asombro por el descubrimiento, la emoción de la búsqueda y el pasmo ante la revelación quedaron ensombrecidos por la demoledora noticia. ¿Habían muerto porque él había metido las narices en el asunto? La idea le pasó por la cabeza. Sí y no, concluyó con amargura; sí y no. Un maldito sabio monje pelirrojo había escrito sus nombres en un pergamino hacía mil años: Mors. El día anterior era su día. Era inevitable. Nada podría haber cambiado su destino.
«Es para volverse loco», pensó.
«Debería volverme loco.»
Cuando finalizó su informe robótico, entregó a Kenyon los originales de la carta de Félix, la carta de Calvino, la carta de Nostradamus y las correspondientes traducciones de Isabelle, escritas a mano con todo cuidado. En el vuelo desde Londres, Will había dividido la carta de Félix en dos partes, tal como Isabelle y él la habían encontrado, para recrear la emoción de su descubrimiento. Pero el impacto del relato ya no le importaba demasiado.
Cerró los ojos mientras Kenyon leía en voz alta las traducciones y Spence conducía, con los dientes apretados, moviendo su pesado pecho al compás de los silbidos de la máquina de oxígeno.
Kenyon, con el aliento entrecortado, iba haciendo comentarios y digresiones. Aunque habría sido difícil encontrar a un hombre más afable y de modales más exquisitos, al leer las cartas de Cantwell, su delgado cuerpo se estremeció, electrizado, y se le desorbitaron los ojos.
La carta de Félix los entusiasmó. De golpe y porrazo, todos aquellos años de discusiones y conjeturas sobre el origen de la Biblioteca quedaban superados, gracias a un testimonio de la época.
– ¿Lo ves, pedazo de acémila? -gritó Kenyon-. ¡Yo tenía razón! De la mente de Dios a la mano de un escriba. Esta es la prueba definitiva. Por fin, el hombre tiene la respuesta a la pregunta que se hace desde tiempos inmemoriales.
Spence negó con la cabeza.
– ¿Prueba de qué? ¿Por qué Dios? ¿Por qué no puede haber una fuerza sobrenatural o mística tras esa historia del séptimo hijo? O, ya puestos, ¿por qué no extraterrestres? ¿Por qué tiene que ser siempre Dios?
– ¡Oh, por favor, Henry! Pero si está claro como el agua. -De pronto, cayó en la cuenta de que la carta estaba incompleta-. ¿Dónde está el final? ¿No hay nada más?
Will, que tenía la cabeza gacha, la alzó.
– Sí -dijo-. Hay más. Sigue.
Kenyon pasó a la carta de Calvino y leyó el final en un tono cada vez más triunfal.
– Puede que tú no estés convencido, Henry, pero ¡sí lo estaba el teólogo más grande de su época!
– ¿Qué otra cosa iba a pensar? -resopló Spence-. Lo interpretó en función del contexto que le era familiar. Eso no tiene nada de raro.
– ¡Eres un caso perdido!
– Y tú eres monolítico.
– Bueno, hay algo en lo que podemos estar de acuerdo. Esto es una prueba concluyente de dónde obtuvo Calvino su fe inquebrantable en la predestinación.
– Eso no te lo negaré -dijo Spence.
Kenyon se lanzó al ataque.
– ¡Y si yo quiero creer con absoluta certeza, como Calvino, que Dios sabe todo lo que va a ocurrir porque El ha decidido lo que ocurrirá y por tanto hace que ocurra, eso tampoco podrás negármelo!
– Puedes creer lo que quieras.
Los dos viejos amigos esgrimían sus argumentos sin hacer el menor esfuerzo por incluir a Will en la conversación. Les había quedado claro que quería que lo dejaran en paz.
La carta de Nostradamus arrancó una risita a Spence.
– ¡Siempre había pensado que era un viejo charlatán!
– Por lo visto tenías razón a medias -señaló Kenyon-. Por algún motivo, los poderes no se transmitían en su totalidad por vía materna. Nostradamus heredó solo una parte. Por eso sus predicciones son tan vagas.
Aunque el tráfico era muy denso en la autopista E D. R., la caravana se acercaba sin prisa pero sin pausa a la salida del bajo Manhattan.
– Muy bien, Alf-dijo Spence-. Ha llegado el momento de la pista número cuatro. Va a ser el plato fuerte, ¿verdad, Will?
– Sí -contestó Will, desmoralizado-. Es la hostia.
Kenyon pasó a las últimas páginas en la carpeta de Will. Leyó la traducción de Isabelle del final de la carta de Félix en voz monótona y baja, y cuando terminó, todos se quedaron callados. Llovía de nuevo, y los limpiaparabrisas se movían lentamente de un lado a otro como un metrónomo.
– Finis Dierum -dijo al fin Kenyon.
– Es lo que siempre había temido -murmuró Spence-. El peor panorama imaginable. Joder.
– No estamos seguros -farfulló Kenyon.
– Sabemos que dentro de tres días estaré muerto -espetó Spence.
– Así es, viejo amigo. Eso lo sabemos. Pero esto es algo totalmente distinto. Podría haber otra explicación para el suicidio en masa. A lo mejor les pasó algo y se les cruzaron los cables. Una enfermedad mental, una infección o adivina qué.
– O tal vez dieron en el clavo. ¡Por lo menos reconoce que es posible!
– Claro que es posible. ¿Contento?
– Has satisfecho el deseo de un moribundo al darme la razón. ¿Qué tal si sigues así durante un par de días más?
Will lo interrumpió para darle una indicación.
– Gira aquí.
Estaba harto de esos dos viejos, harto de la Biblioteca y de todo lo que tenía que ver con ella. Había sido un error dejar que lo arrastraran de vuelta a su mundo de locos. Quería perder de vista a Spence y a Kenyon, y olvidar todo lo que había ocurrido. El 2027 era el futuro. Él quería ver a su mujer y a su hijo. Quería vivir el presente.
Guió a Spence hasta la oficina central del FBI en Liberty Plaza y esperó a que abriese la puerta de la caravana.
– Fin del trayecto, chicos -anunció Will-. Siento lo de la semana que viene. ¿Qué puedo decir? ¿Sigue en pie lo de dejar que me quede con la caravana?
– Te enviarán el título de propiedad y las llaves. Alguien te dirá dónde debes ir a recogerla.
– Gracias.
La puerta del lado del pasajero seguía cerrada.
Spence exhaló un fuerte suspiro.
– ¡Tienes que dejarme ver la base de datos! ¡Tengo que saber qué será de mi familia! No quiero morirme sin saber si llegarán vivos al año 2027.
Will explotó.
– ¡Olvídalo! No pienso volver a mover un maldito dedo por vosotros. ¡Nos habéis puesto en peligro a mi familia y a mí! Me he metido en un brete de cojones gracias a vosotros, y no tengo ni idea de cómo voy a salir de esta. Vuestros vigilantes no son más que asesinos a sueldo con un pase para salir de la cárcel.
Spence intentó tomarlo del brazo, pero Will se apartó.
– Abre la puerta.
Spence dirigió a Kenyon una mirada suplicante de desesperación.
– ¿Hay algo que podamos hacer para convencerte, Will? -preguntó Kenyon.
– No, nada.
Kenyon frunció los labios y le entregó una abultada bolsa de plástico llena de cosas.
– Al menos llévate esto y piénsalo. Llámanos si cambias de idea. -Sacó un teléfono móvil de la funda que llevaba al cinto y se lo mostró a Will-.Tienen memorizado nuestro número, y dispones de muchos minutos de saldo. Debemos coger un avión de vuelta a Las Vegas. Ya le encargaré a alguien que te lleve la caravana.
Will echó una ojeada al interior de la bolsa. Contenía media docena de teléfonos de prepago de AT &T. Conocía bien el percal. Los vigilantes estaban interviniendo y colocando micrófonos ocultos por todas partes. Los teléfonos de prepago anónimos era el único sistema de comunicación que ellos no podían controlar. Aunque los teléfonos y todo lo que implicaban le daban náuseas, se llevó la bolsa consigo cuando bajó de la caravana.
No miró hacia atrás ni se despidió con un gesto.
Uno de los guardias de seguridad uniformados de la recepción lo reconoció.
– ¡Eh, dichosos los ojos! -exclamó-. ¿Cómo te va, tío? ¿Qué tal la jubilación?
– La vida sigue -respondió Will-. ¿Hay alguna posibilidad de que me dejes subir para darle una sorpresa a mi mujer?
– Lo siento, tío. Tendría que hacerte firmar el registro y acompañarte. Ya sabes cómo va esto.
– Entiendo. ¿Puedes llamarla y decirle que estoy aquí abajo?
Ella salió zumbando del ascensor y le echó los brazos al cuello. Cuando él se enderezó, los pies de Nancy dejaron de tocar el suelo. El vestíbulo estaba atestado de gente, pero eso les dio igual.
– Te he echado de menos -dijo ella.
– Lo mismo digo. Lo siento.
– No tienes por qué. Has vuelto a casa. Todo ha terminado.
Will la soltó. Ella supo que algo iba muy mal al fijarse en su expresión apesadumbrada.
– Detesto decírtelo, Nancy, pero no todo ha terminado.