Si el alternador del autobús Greyhound que cubría la ruta de Los Ángeles a Las Vegas no hubiera fallado, el día siguiente tal vez habría terminado de otra manera. Así era la naturaleza de la predestinación y el destino. Una variable influía en otra, que a su vez influía en otra, y así sucesivamente, en una cadena infinita y compleja. En vez de salir de Los Ángeles a las diez y media de la noche anterior, el autobús dejó la terminal cuatro horas más tarde.
Durante buena parte del trayecto nocturno de seis horas por el desierto, Will iba dando tragos a la botella para mitigar el dolor, y cuando estaba lo bastante atontado dormitaba un poco. Tenía casi toda la parte de atrás del vehículo para él solo. La mayoría de los pasajeros habían preferido coger el autobús siguiente. Solo unos pocos testarudos se habían quedado para esperar a que reparasen la avería, y las personas que tomaban un autobús a Las Vegas a las tantas de la noche tendían a dejarse en paz unas a otras.
Periódicamente, iba al lavabo a introducir más gasa en la herida y empaparla de yodo. Pero no paraba de sangrar, y cada vez estaba más débil.
Despertó bajo el resplandor colorido de la mañana, con un intenso dolor, con jaqueca y con la boca seca. Estaba tiritando, así que se tapó hasta el cuello con la chaqueta para entrar en calor. Por la ventanilla veía un terreno llano, marrón y cubierto de maleza. Deseaba que el aire acondicionado se estropeara y la temperatura se equilibrase con el calor del desierto. Probablemente empezaba a acusar los efectos de la infección.
La última hora del viaje fue un suplicio. Lo atormentaban las náuseas, el dolor y unos escalofríos espasmódicos que hacían que le castañetearan los dientes. Luchaba contra ello poniendo rígidas las articulaciones, lleno de rabia. Tendría que echar mano de toda su fuerza de voluntad para terminar el trabajo. Si se rendía a su debilidad creciente, Frazier ganaría la partida. Se negaba a permitir que eso pasara. Se concentró en Nancy y en su hijo. La imagen de Philly tomando el pecho mientras ella miraba por la ventana de su piso con aire soñador se instaló en su mente. Sin darse cuenta, se echó a reír cuando esa imagen cedió el paso a otra de la enorme caravana de Spence.
– Quiero esa caravana -dijo en voz alta, y soltó una carcajada.
Al otro lado de las ventanillas tintadas de verde, Las Vegas apareció a lo lejos, elevándose sobre la llanura como la Ciudad Esmeralda. Apoyándose en los brazos, se puso de pie para cambiarse el vendaje una vez más. El tipo al que le tocara limpiar la papelera del baño pensaría que se había producido una situación peliaguda en el autobús.
Finalmente, el vehículo entró en la terminal Greyhound, cerca del casino Golden Nugget, a pocos metros del Strip. Will fue el último en apearse, batallando por llegar al final del pasillo y bajar la escalera, ante la mirada recelosa del conductor.
– ¿Se encuentra bien, amigo?
– De perlas -murmuró Will-. Me siento con suerte.
Echó a andar, cojeando, directo hacia un taxi. El calor del sol lo hizo sentirse más cómodo. Se acomodó despacio en el asiento trasero del coche.
– Lléveme a Henderson. A la calle St. Croix.
– Un barrio de postín -comentó el conductor, mirándolo con desconfianza.
– Supongo que sí. Si me lleva deprisa le daré cincuenta dólares más.
– ¿Seguro que no preferiría ir al hospital?
– No me encuentro tan mal como parece. Apague el aire acondicionado, si no le importa.
La última vez que había estado en Las Vegas había tomado la firme decisión de no volver nunca. Había sido hacía más de un año, cuando había volado hasta allí para entrevistarse con el director general de la aseguradora Desert Life como parte de la investigación del caso Juicio Final. Fue como acertar el caballo ganador pero equivocarse de carrera. Nelson Eider, presidente de la compañía, estaba implicado en el caso, pero de un modo que Will jamás habría imaginado. Y su llamada de cortesía a su viejo compañero de residencia, Mark Shackleton, también había resultado ser una experiencia muy distinta de lo que parecía. El viaje le había dejado un mal sabor de boca respecto a Las Vegas, aunque nunca había sido precisamente un enamorado de esa ciudad. Pasara lo que pasase en esta ocasión, se juró a sí mismo que sería la última.
Era hora punta, así que había mucho tráfico en las vías de acceso a Las Vegas desde el sur, pero como el taxi iba en la dirección contraria, llegó a Henderson con bastante rapidez. Las montañas color chocolate de la sierra de McCullough ocupaban una extensión cada vez mayor del parabrisas conforme se acercaban a Mac Donald Highlands, la comunidad exclusiva donde vivía Spence. Mientras Will se esforzaba por no perder la conciencia, apretando los puños, desafiante, el conductor lo miraba con disimulo por el retrovisor.
Era una comunidad protegida por una cerca en el terreno que ocupaba el Country Club Dragón Ridge, una urbanización de casas de superlujo enclavada en las colinas, con vistas al campo de golf. Al llegar a la caseta de vigilancia, Will bajó la ventanilla y le dijo al guardia que Will Piper quería ver a Henry Spence. Oyó la voz de Spence a través del teléfono del guardia, y a continuación este le hizo señas al taxi de que pasara.
Cuando se detuvieron junto a la acera, Will contempló la casa más grande que había visto jamás, una construcción enorme de estilo mediterráneo color arenisca. La puerta principal estaba abierta, y al otro lado Will vio a Spence, sentado en su silla de ruedas eléctrica. Kenyon salió dando saltos, agitando la mano y saludándolo, pero se detuvo de golpe al ver que Will bajaba con dificultad del taxi. Corrió hacia él y lo rodeó con el brazo para ayudarlo a subir por el sendero que llevaba a la casa.
– ¡Cielo santo! ¿Qué te ha pasado? -jadeó Kenyon.
Will apretó los dientes.
– Los vigilantes. Creo que tienen a Dane.
– Estábamos muertos de preocupación -dijo Kenyon-. No sabíamos nada de ti. Ven, vamos adentro.
Spence hizo retroceder su silla para dejar entrar a los hombres.
– ¡Alf, que se recueste en el sofá del salón! ¡Madre mía, está sangrando! Will, ¿te han seguido?
– No lo creo -respondió con voz áspera.
La casa, ochocientos metros cuadrados de opulencia, era un Taj Mahal al estilo Las Vegas construido para la esposa de Spence, que tenía una intensa vida social. Kenyon arrastró a Will por el interior en forma de herradura hasta una estancia con una chimenea, un escritorio con un ordenador y un gran mueble modular marrón orientado hacia la piscina del patio trasero. Will se desplomó en el sofá, y Kenyon le levantó con cuidado las piernas para que estuviese en posición horizontal. Pálido y sudoroso, Will respiraba ruidosamente. Tenía la pernera empapada en sangre pegajosa, y se respiraba en el aire un olor empalagoso y penetrante.
– Necesitas un médico -murmuró Kenyon.
– No. Aún no.
– Henry, ¿tienes unas tijeras a mano?
Spence se deslizó hacia ellos, entre el siseo de sus tubos de oxígeno.
– En el cajón del escritorio.
Kenyon encontró las tijeras y recortó un cuadrado grande de los pantalones de Will, dejando al descubierto el vendaje ensangrentado. Hizo una hendidura, retiró la gasa y echó un vistazo a la herida. Durante su período de servicio en la selva nicaragüense había aprendido técnicas elementales de primeros auxilios.
– ¿Te has curado la herida tú mismo?
Will asintió.
– ¿Sin calmantes?
– Me temo que sí.
Tenía el muslo hinchado y enrojecido. La gasa despedía un hedor afrutado y fétido.
– Se te ha infectado.
– Tengo una farmacia entera en mi botiquín -dijo Spence-. ¿Qué necesitas?
– Tráeme analgésicos, codeína, Vicodina o lo que tengas, y todos los antibióticos que encuentres. ¿Hay algún maletín de primeros auxilios por ahí?
– En el maletero del Mercedes. Los alemanes piensan en todo.
Will intentó incorporarse.
– La tengo -dijo-. Está en mi bolsa.
Spence cerró los ojos.
– Gracias a Dios.
– Lo primero es encargarnos de ti -insistió Kenyon.
Puso manos a la obra con presteza. Atiborró a Will de oxicodona y ciprofloxacina; luego, pidiéndole disculpas, sacó la gasa vieja de la herida y la rellenó dolorosamente con gasa limpia. Will gemía y apretaba las mandíbulas, y cuando todo terminó, pidió un whisky.
A Kenyon no le pareció muy aconsejable, pero Will lo convenció de que le sirviera una copa generosa de todos modos.
– Mañana lo dejo -dijo cuando devolvió el vaso vacío.
Kenyon se sentó a su lado, y Spence se acercó en su silla. Fue entonces cuando Will advirtió que Spence iba acicalado, hecho un pincel. Llevaba el pelo y la barba pulcramente peinados. Se había puesto una camisa buena y una corbata.
– ¿Por qué vas tan elegante? -preguntó Will.
Spence sonrió.
– Ya no me quedan cumpleaños por celebrar, así que hemos pensado celebrar el día de mi muerte. Alf se ha portado como un campeón. Me ha preparado tortitas. Ha hecho planes para todo el día, aunque no hay garantía de que yo vaya a participar en todas las actividades. Pizza y cerveza para el almuerzo. Por la tarde vamos a ver Ciudadano Kane en la sala audiovisual. Bistecs a la parrilla para la cena. Luego desconectaré el oxígeno y me fumaré un puro en el patio.
– Seguramente es eso lo que lo matará -comentó Kenyon con tristeza.
– Siento interrumpir vuestros planes -dijo Will-. Pásame mi bolsa.
Sacó su ordenador portátil y, mientras se iniciaba el sistema, les contó cómo había recuperado el dispositivo de memoria y el encuentro letal que había tenido con los vigilantes. No había visto a Frazier, pero había olido su presencia.
– Despachemos nuestro asunto antes de ponernos a ver pelis, ¿vale? -los apremió.
– No podría estar más de acuerdo -dijo Spence-.Además, ya lo sé todo acerca de Rosebud.
Will abrió la base de datos de Shackleton y la activó con la contraseña. Anunció que estaba lista para consultarla.
Spence respiró hondo y se humedeció los labios resecos con la lengua. Quería saber, pero el proceso sería una tortura para él. Pronunció el primer nombre.
– William Avery Spence. Baltimore, Maryland. Es mi hijo mayor.
Will empezó a teclear.
– Es FDR -informó.
Spence exhaló y tosió varias veces.
– Thomas Douglas Spence, Nueva York.
FDR.
– Susan Spence Pearson, Wilmington, Delaware, mi hija.
FDR.
– Bien -dijo con tranquilidad-. Pasemos a los nietos. Tengo un montón.
Todos FDR.
A continuación Spence nombró a una serie de nueras y yernos, a su hermano menor y a algunos primos hermanos.
Uno de sus primos tenía una fecha de fallecimiento para la que faltaban siete años. Spence asintió al oírlo.
Ahora que casi había terminado, se mostraba relajado y satisfecho. La tensión se había disipado.
– Alf-dijo finalmente-, quiero conocer tu futuro también.
– ¡Pero yo no! -protestó Kenyon.
– Entonces déjanos solos un momento. No tienes por qué oírlo, pero sí tienes que concederle un deseo a un moribundo.
– ¡Por Dios santo, Henry, no hago otra cosa desde hace dos semanas!
– Pronto te verás libre de esa carga. Y ahora, largo de aquí. -Los dos hombres intercambiaron una sonrisa fraternal.
Un par de minutos después, Kenyon regresó con unas tazas de café en una bandeja. Los miró a los dos y chasqueó la lengua.
– No voy a preguntároslo, y no vais a decírmelo. No quiero que echéis a perder mi bonita y ordenada relación con Dios. Quiero que el Señor me sorprenda. Es lo más natural.
– Tú mismo, Alf-dijo Spence-.Yo me tomaré uno de esos cafés. He terminado. Will me ha hecho un regalo estupendo. Ahora puedo morir en paz.
Los narcóticos empezaban a hacer efecto, y a Will le entró un sueño incontenible.
– Tengo que conectarme a internet.
– Dispongo de una red inalámbrica -dijo Spence-. Se llama HenryNet.
Will hizo clic en ella.
– Me pide una contraseña.
– ¿Adivinas cuál es? -preguntó Spence con un centelleo en los ojos.
– No, ni idea. -No estaba para jueguecitos.
– Estoy seguro de que sí.
Unos cristales saltaron hechos añicos.
Una masa de aire caliente que bajaba de las colinas sopló con fuerza a través de las puertas correderas rotas.
Había dos hombres más en la sala.
Por el pasillo llegó un tercero.
Will se quedó mirando un par de pistolas automáticas Heckler & Koch empuñadas por unos jóvenes de aspecto vigoroso que respiraban agitadamente. Frazier llevaba un arma más ligera, una Glock como la suya.
A Will le faltaron fuerzas y agilidad para desenfundar la pistola que llevaba en la cintura. Uno de los vigilantes se la quitó y la lanzó a la piscina a través del cristal roto.
– Coge el ordenador -ordenó Frazier a su hombre, que se lo arrebató a Will de entre sus débiles manos.
– ¿Dónde está la memoria USB?
Will se llevó la mano al bolsillo del pantalón y tiró el adminículo al suelo. No habría servido de nada resistirse. Había perdido la partida.
– Podrías haber llamado al timbre, Frazier -dijo Spence.
– Sí, la próxima vez. No tienes muy buen aspecto, Henry.
– Enfisema.
– No me sorprende. Eras un fumador empedernido. Aunque iba contra las normas, fumabas en el laboratorio, ¿te acuerdas?
– Sí, me acuerdo.
– Sigues saltándote las normas.
– Solo soy un jubilado que dirige un pequeño club social. A lo mejor un día quieres hacerte socio. No cobramos cuotas.
Frazier se sentó con aire cansino en una silla, enfrente de ellos.
– Tenéis que entregarme el libro de 1527 y todo el material que hayáis encontrado en Cantwell Hall. Hasta el último objeto.
– ¿Por qué no nos dejas en paz? -se quejó Kenyon-. No somos más que un par de viejos, y él está herido. Necesita cuidados médicos.
– No me sorprende que estés metido en esto, Kenyon. Tú y Henry erais como uña y carne. -Señaló a Will con la pistola-. Mató a dos de mis hombres -dijo impasible-. ¿Crees que voy a llevarlo a un médico? ¿Por quién me tomas? ¿Crees que voy a poner la otra mejilla?
– Mejores hombres que tú lo han hecho.
Frazier se rió.
– Corta el rollo, Alf. Tú siempre fuiste un mierda. Al menos Henry tenía pelotas. -Devolvió su atención a Spence y a Will-. Dadme el libro y contadme qué descubristeis en Inglaterra. Lo conseguiré de un modo u otro.
– No le des nada, Henry -dijo Kenyon, indignado.
Frazier arqueó una ceja, y uno de sus hombres golpeó en la cara con el dorso de la mano a Kenyon, que cayó al suelo de rodillas.
– ¡Déjalo en paz! -gritó Will.
– Y si no, ¿qué vas a hacerme? -espetó Frazier-. ¿Lanzarme un chorrito de sangre?
– Vete al carajo.
Frazier hizo caso omiso de él y se dirigió a Spence.
– Sabes cuánto ha costado mantener la Biblioteca en secreto durante todos estos años, Henry. ¿Creías que no íbamos a hacer cuanto estuviese en nuestra mano para averiguarlo todo sobre el libro que faltaba? Esto es más importante que todos nosotros. No somos más que unos peones insignificantes. ¿Es que no te habías dado cuenta de eso?
– No vas a sacarme nada -aseguró Spence, desafiante.
Frazier sacudió la cabeza y encañonó con su pistola a Kenyon, que seguía en el suelo, arrodillado por el dolor y la impresión, o tal vez porque rezaba. Le disparó a la rodilla.
Gotitas de sangre saltaron por el aire, y el hombre profirió un alarido. Will intentó levantarse, pero el vigilante que tenía más cerca le puso una mano en el pecho y lo empujó hacia abajo. Como Will comenzó a agitar los brazos con furia, el hombre lo redujo asestándole un puñetazo violento y cruel justo en la herida de bala. Will soltó un aullido de dolor.
– ¡Alf! -chilló Spence.
– Hacedle un torniquete -le dijo Frazier al otro hombre-. No dejéis que se desangre.
El joven miró a su alrededor y se acercó a toda prisa a Spence para quitarle la corbata. Volvió rápidamente hacia Kenyon y se la ató con fuerza a la pierna, justo por encima de la rodilla.
– Y ahora, escúchame bien, Henry -dijo Frazier-. Si no me das lo que necesito, le quitaré el torniquete y la palmará en un minuto. Tú decides.
Spence, pálido de rabia, luchaba por recuperar el aliento.
– ¡Hijo de puta! -gritó.
Acto seguido, aceleró a fondo su silla, que se abalanzó directamente hacia Frazier.
El pequeño vehículo rojo de tres ruedas, con su embestida a diez kilómetros por hora, no era precisamente una locomotora. Seguramente a Frazier le habría bastado con levantar las piernas para evitar el contacto, pero se sentía cansado y no estaba preparado para reaccionar de forma tan sutil. En cambio, le pegó dos tiros en la cara a Spence, uno en la boca y el otro en el ojo izquierdo.
La silla chocó con todo el impulso que llevaba contra la espinilla de Frazier, y el cuerpo de Spence se desplomó pesadamente sobre la alfombra. Frazier, lleno de dolor y soltando maldiciones, se levantó con brusquedad y, presa de la furia, disparó dos veces más contra el cuerpo sin vida de Spence.
Kenyon rompió a llorar, y Will se mordió el labio con rabia. Miró alrededor buscando algo que pudiera usar como arma.
Frazier estaba de pie ante Will, apuntándole a la cabeza con la pistola^
– Alf, dime dónde guarda el material, o le pego un tiro a Piper también.
– No me toca morir hoy -masculló Will, enfurecido.
– Eso no te lo discuto -gruñó Frazier-. Pero te haré algo que me dará casi tanto placer. -Bajó el arma para apuntarle a la entrepierna.
– No le digas nada -le gritó Will a Kenyon.
– No seas idiota -replicó Frazier.
Will vio algo. Frazier se puso nervioso al ver su repentina sonrisa.
– No me toca morir hoy -repitió Will.
– Eso ya lo has dicho.
– Pero a ti sí.
En el momento en que Frazier abría la boca en una mueca desdeñosa, su cabeza reventó en una explosión de espuma roja y gris-
Para cuando su cuerpo dio en tierra, Nancy había abierto fuego por segunda vez y estuvo a punto de alcanzar al vigilante más cercano a Kenyon. Estaba disparando a través de las cristaleras rotas, flanqueada por John Mueller y Sue Sánchez, mientras los tres pugnaban por asimilar el caos que reinaba en la sala.
Will se dejó caer del sofá y se abrazó con fuerza a los tobillos del vigilante que tenía más cerca. El hombre, mientras luchaba por soltarse, disparó con su arma automática una ráfaga que cruzó el abdomen a Mueller como la cola de un cometa.
Mueller, tambaleándose, logró hacer media docena de disparos antes de caer en la piscina. El vigilante se desplomó hacia atrás sobre Will, jadeando, con una herida en el pulmón por la que salía el aire.
El otro vigilante giró sobre sus talones para ayudar a su compañero y, al ver que había caído, encañonó a Will con su automática, listo para apretar el gatillo.
Sue y Nancy dispararon a la vez.
El vigilante se vino abajo con gran estrépito sobre la mesa de centro, convertido en un peso muerto.
Nancy corrió hacia Will mientras Sánchez se aseguraba de que el peligro había pasado, apartando las armas con el pie y empujando los cuerpos con el zapato para comprobar que estuvieran muertos.
– ¡Will! ¿Estás bien? -exclamó Nancy.
– Joder, Nancy. ¡Has venido!
Sánchez la llamó. Necesitaba su ayuda para sacar a Mueller del agua ensangrentada. Con un gran esfuerzo, las dos mujeres lograron izarlo hasta la orilla, pero ya era demasiado tarde.
Sánchez sacó su móvil y marcó el número de urgencias. Explicó a gritos que era del FBI y pidió, desgañitándose, que enviaran todas las ambulancias que tuvieran.
Will se arrastró hasta los auriculares con micrófono que estaban en el suelo, junto al vigilante más cercano, atraído por la vocecilla que se oía a duras penas. Se puso los auriculares. Alguien vociferaba y exigía que le informaran sobre cómo iba la operación.
– ¿Quién es? -preguntó Will, hablando por el micrófono.
– ¿Quién está utilizando esta frecuencia? -inquirió la voz.
– Frazier está muerto. A los otros tampoco los veo muy lozanos.
– ¿Con quién estoy hablando?
– ¿Qué tiempo hace en Área 51? -preguntó Will.
Hubo un silencio.
– Bueno, veo que he logrado captar su atención. Al habla Will Piper. Dígale al secretario de Marina, al secretario de Defensa y al puto presidente que esto ha terminado. ¡Y dígaselo ahora mismo!
Se arrancó los auriculares y los pisoteó con la pierna sana.
Nancy regresó a su lado a toda prisa. Se abrazaron unos instantes, pero no era el momento ni el lugar para un abrazo largo.
– No puedo creer que estés aquí -dijo él.
– Llamé a Sue. Le dije que estabas en un lío y que no podíamos confiar en nadie más.
Sánchez temblaba por la adrenalina. Intentaba consolar a Alf Kenyon para evitar que cayera en estado de choque.
Will se puso de rodillas y le dio un apretón en la mano a Kenyon.
– No vas a morir, Alf. Hasta dentro de mucho tiempo.
Kenyon asintió con un gesto de dolor.
Will se volvió hacia Sánchez.
– Gracias. -No necesitaba decir nada más.
A ella le temblaba la mandíbula.
– Nadie intenta matar a mi gente. Nos protegemos mutuamente. Conseguí que nos trajera un avión desde Teterboro. Recogimos a Nancy en New Hampshire y volamos durante toda la noche. Acabamos de llegar. Will, Mueller está muerto.
– Lo siento -dijo Will. Lo sentía de verdad.
Entonces cayó en la cuenta de que si su autobús no se hubiera retrasado, él habría llegado a la casa demasiado temprano para que lo salvaran. «Estaba escrito», pensó.
Nancy estaba de pie junto al cadáver de Frazier.
– ¿Es este el tipo que mató a mis padres?
– Sí.
– Me alegro.
– ¿Dónde está Philly? -preguntó Will.
– Con Laura y Greg, en la casa del lago. Tengo que llamarlos.
Con la ayuda de Nancy, Will se tumbó de nuevo en el sofá.
– Aquí se va a armar la gorda. Enviarán otra oleada de vigilantes. Tenemos que darnos prisa.
– ¿Qué quieres que haga? -preguntó ella.
Will le apretó otra vez la mano a Kenyon.
– Alf, ¿dónde guardaba Henry los papeles de Cantwell?
– En el cajón de abajo del escritorio -respondió con voz débil-.Allí.
Nancy corrió hasta el escritorio. Los pergaminos estaban en una carpeta sencilla y sin adornos, encima del libro de 1527. Eran las cartas de Félix, Calvino, Nostradamus y esa hoja en la que no había nada más que el garabato que decía: «9 de febrero de 2027. Finis Dierum».
– ¿Tiene escáner esa impresora? -le preguntó Will, señalando la impresora que estaba junto al ordenador de sobremesa.
Lo tenía. Era un aparato rápido y caro, y las hojas salían volando del alimentador. Will le pidió a Nancy que escaneara la carta de Vectis y las otras y que las guardara en el dispositivo almacenador que recuperaron del bolsillo de Frazier.
Will abrió su ordenador portátil, enchufó la memoria USB e hizo clic en HenryNet. Se oía el eco de unas sirenas entre las colinas. Hacía falta la contraseña.
– Alf, ¿cuál es la clave de la red inalámbrica de Henry?
Sánchez le dio una sacudida al hombre.
– Se ha desmayado.
Will se frotó los ojos y meditó por unos instantes.
Entonces introdujo el número 2027.
Había conseguido entrar.
Mientras el ulular de las sirenas sonaba cada vez más cerca, Will escribió rápidamente un mensaje de correo electrónico, adjuntó unos archivos y pulsó el botón de enviar.
«Greg, viejo amigo, te va a cambiar la vida para siempre -pensó-. Como a todos nosotros.»
Nancy lo ayudó a levantarse y lo besó, aunque para ello tuvo que ponerse de puntillas.
– Ve a recoger el libro y los papeles -le indicó él-. Quiero ir al hospital y volver a casa contigo. En ese orden.