La sangre del muslo de Will se derramaba sobre el asiento del coche. El aturdimiento iba y venía, y de pronto sintió unas náuseas que lo obligaron a detenerse en el arcén de la carretera. Abrió la puerta, se inclinó hacia fuera y vomitó.
Tenía que restañarse la herida cuanto antes. Necesitaba tener la mente despejada. De lo contrario, estaría perdido.
Frazier se arrodilló junto al cuerpo de DeCorso para palparle la carótida y tomarle el pulso que sabía que no tenía. «Piper dos, DeCorso cero», pensó Frazier. El mismo tipo le había disparado dos veces, y la segunda había sido mortal. ¿Quedaba claro cuál de los dos era el mejor? La esposa de DeCorso se llevaba bien con la suya. Recibiría una buena indemnización por la muerte en acto de servicio de su marido, así que la pérdida no sería tan terrible.
Tendría que encargarse de Piper en persona.
Los otros dos hombres estaban vivos, pero por poco. Ordenó a su equipo que llamaran a una ambulancia. No podía hacer nada por ellos. Sabía que uno de ellos iba a morir. Conocía las fechas de fallecimiento de todos sus hombres, algo imprescindible desde el punto de vista operativo, en su opinión.
No conocía la suya propia.
Podría haber infringido las normas para averiguarlo, pero era muy respetuoso con el reglamento. Además, su instinto le decía que era FDR.
Las sirenas de los bomberos se oían ya muy cerca. Al salir de la nave, reparó en un rastro de sangre que atravesaba el vestíbulo. «Me alegro -pensó-. Espero que le duela.»
Antes de que llegaran los bomberos, se alejó en el coche con sus dos hombres, que seguían enteros. A saber dónde estaba Piper.
Will aprovechó un semáforo en rojo para reajustarse el torniquete y arrancó de nuevo. Iba por la avenida Vernon, en dirección este, buscando una tienda abierta. Necesitaba encontrar una farmacia. Necesitaba un par de pantalones nuevos. Necesitaba un ordenador. Necesitaba encontrar a Dane. Necesitaba deshacerse del coche. Necesitaba hablar con Nancy. Necesitaba más balas; solo le quedaban siete en el cargador. Necesitaba hacer muchas cosas en muy poco tiempo.
Llamó de nuevo al móvil de Dane y una vez más saltó el buzón de voz. Nadie cogía el teléfono en su habitación del motel, y, por insistencia de Will, el recepcionista mandó a alguien a llamar a la puerta y abrirla con una llave maestra. La habitación estaba vacía. Por último, Will llamó a la terminal de aviación general, donde le comunicaron que nadie había tocado el avión de Dane desde el mediodía. El piloto no había vuelto por allí.
«Ya está -pensó Will-. Los vigilantes lo han encontrado.» Estaba solo. Se quedó mirando el teléfono que sostenía en la mano y se maldijo, irritado.
Si tenían a Dane, tenían su teléfono y el número de su móvil de prepago. Y si tenían eso, lo tenían a él. Abrió la ventanilla, tiró el móvil a la calle y se despidió de su medio de contacto con el resto del mundo.
Frazier permanecía en comunicación constante con el centro de operaciones de Área 51. Circulaba hacia el este por Vernon, guiándose por la ubicación del móvil de Piper.
– ¡Hemos perdido la señal! -gritó el técnico a través del auricular de Frazier.
– ¿Cómo que la habéis perdido?
– Ya no se recibe nada. Debe de haber apagado el móvil, o le ha quitado la batería.
Frazier aporreó el salpicadero, frustrado.
– ¡Lo teníamos a un kilómetro!
– ¿Qué hago ahora? -le preguntó el conductor.
– Sigue conduciendo. Deja que piense.
Will estaba en Crenshaw, conduciendo hacia el norte, atravesando la oscura extensión urbana sin rumbo fijo. El dolor lo estaba volviendo loco, y el mareo empezaba a resultar peligroso. Divisó a lo lejos el letrero del centro comercial Baldwin Hills Crenshaw Plaza y siguió adelante hasta llegar allí. Al ver que había un Wal-Mart, entró en el aparcamiento cubierto y estacionó el coche en la plaza más cercana a la entrada que encontró.
Bajó, luchando contra el dolor, y agarró el primer carrito con que se topó, tanto para apoyarse en él al andar como para ocultar en la medida de lo posible la pernera ensangrentada. Haciendo una mueca, entró en los grandes almacenes bamboleándose, pasó junto a un hombre mayor con delantal, el encargado de dar la bienvenida a los clientes, que se fijó de inmediato en las manchas rojas de su pantalón pero miró hacia otro lado, algo que la gente de ese barrio estaba acostumbrada a hacer.
Will empujó su carrito directamente hacia la sección de parafarmacia, donde cogió gasa estéril, vendas, pinzas y antiséptico, además de un bote de paracetamol, como si eso fuera a aliviarle el dolor. Necesitaba narcóticos, pero eso quedaba descartado.
A continuación, se dirigió a la sección de ropa para caballero y eligió unos pantalones oscuros talla cuarenta y cuatro, así como un paquete de calzoncillos y unos calcetines. En la zona de probadores, se dirigió al compartimiento del fondo y se quitó los pantalones, adheridos a las piernas por la sangre. De pie frente al espejo, temblando, examinó la herida. Tenía un agujero morado de poco más de cinco milímetros en la parte interior del muslo, a unos diez centímetros del pliegue de la ingle, del que manaba de forma incesante una sangre viscosa color rojo oscuro. Había presenciado suficientes autopsias para saber que había tenido suerte. El músculo abductor estaba a una distancia considerable de la arteria femoral. Pero hasta ahí llegaba su suerte. No había orificio de salida. Seguramente el robot había frenado la bala lo suficiente para que perdiera parte de su energía. La tenía alojada en el muslo. En menos de un día, se le infectaría la pierna. Si no lo operaban ni le administraban antibióticos, desarrollaría una sepsis.
Sacó del envoltorio los tres calzoncillos, enrolló uno de ellos hasta que quedó bien apretado y se lo puso en la boca a manera de mordaza. Mojó la herida con una solución de yodo marrón oscuro y acometió la tarea más dolorosa. Con las pinzas, introdujo una tira de gasa por el agujero de bala. Mordió la prenda con fuerza, y le saltaron las lágrimas de dolor. No tenía elección. Debía rellenar la herida para detener la salida de sangre. Si no se coagulaba, se desangraría. Se sometió a la tortura de meter las pinzas repetidamente y empujar la gasa a través de la piel y los tejidos subcutáneos hasta el interior del músculo carnoso.
Cuando ya no soportaba más, empapó la gasa en yodo y se aplicó encima una venda muy tirante. Acto seguido escupió la tela y se dejó caer al suelo, respirando agitadamente. Al cabo de un minuto, estaba fisto para ponerse ropa nueva. Antes de salir de la zona de probadores, tiró sus prendas sanguinolentas a una papelera.
El dolor lo cegaba, pero tuvo que aguantarse para pedir ayuda a un dependiente de la sección de electrónica.
– ¿Cuál es el portátil más barato que tenéis con puerto USB y tarjeta WiFi?
– Todos tienen puerto USB y tarjeta WiFi -respondió el chico.
– Entonces, ¿cuál es el portátil más barato?
– Tenemos un Acer de 498 dólares.
– Me lo llevo. Y dame también una bolsa con correa para el hombro. ¿Tendrá algo de carga la batería?
– Supongo que sí, ¿por qué?
– Porque quiero usarlo en cuanto salga de aquí.
Había una parada de taxis cerca del Wal-Mart. Will, que había metido todo lo que había comprado en la bolsa, se sentó rígidamente en el asiento de atrás de un taxi. Se palpó los pantalones nuevos y comprobó aliviado que seguían secos.
– ¿Adónde vamos? -preguntó el taxista.
– A la estación de autobuses. Pero primero pararemos en una licorería.
Frazier estaba hartándose de dar vueltas en el coche buscando una aguja en un pajar. Indicó a su hombre que aparcara junto a una cafetería. Facilitaron a la policía de Los Ángeles información sobre Piper, incluido el número de matrícula de su coche de alquiler. Lo denunciaron como sospechoso de asesinar a unos agentes federales. Iba armado y era peligroso; posiblemente estaba herido. La policía se lo tomaría en serio. Los hospitales estaban alertados. A Frazier no le quedaba más remedio que intentar adelantarse a sus movimientos. ¿Qué haría con la base de datos, suponiendo que la tuviera? ¿Adónde iría? No podría volar de regreso a Nueva York sin que lo detuviesen. Entonces se le ocurrió.
Spence. El día siguiente era la fecha de fallecimiento de Spence.
Vivía en Las Vegas. Era lógico suponer que Will se reuniría allí con Spence para entregarle la base de datos. Seguramente esa iba a ser la siguiente escala de Bentley.
No hacía falta que rastrease a Piper. Solo tenía que viajar a Las Vegas y esperar a que llegara.
Alguien del centro de operaciones especiales le habló al oído.
– Piper ha utilizado su tarjeta VISA hace veinte minutos en un Wal-Mart de Crenshaw.
– ¿Qué ha comprado? -preguntó Frazier.
– Un ordenador, una bolsa, algo de ropa y un montón de gasas y vendas.
– De acuerdo. Nos dirigimos de vuelta a Nevada. Ya sé adónde va.
Will compró un billete solo de ida a Las Vegas en la estación de Greyhound y pagó en efectivo. Todavía faltaban unas horas para que saliera el autobús, pero no quería quedarse esperando en la estación; no se sentía cómodo. Al otro lado de la calle había una tienda de donuts. Se fue cojeando hasta una mesa con un café y un vaso de papel vacío. Lo llenó de Johnnie Walker por debajo de la mesa, se llevó seis pastillas de paracetamol a la boca y se las tomó con varios tragos que le abrasaron la garganta.
El alcohol le ayudó a paliar el dolor, o al menos lo distrajo lo suficiente de él para sacar el ordenador nuevo de la caja y encenderlo. No detectó redes inalámbricas.
– ¿Tenéis WiFi? -le preguntó a la chica mexicana de aspecto simplón que estaba detrás del mostrador, pero fue como si le pidiese que le explicara la mecánica cuántica. Ella se quedó mirándolo y se encogió de hombros.
Will enchufó el dispositivo de memoria y guardó la base de datos de Shackleton en el disco duro. Un minuto después, apareció un mensaje pidiéndole la contraseña, y él la recordó de inmediato: Pitágoras. Suponía que tenía un significado especial para Shackleton, pero nunca había llegado a saber cuál.
El motor de búsqueda de la base de datos estaba listo para ser utilizado. El hecho de poder introducir un nombre, algún dato identificativo, y saber al momento en qué fecha moriría esa persona lo hacía sentirse un poco como Dios. Comenzó por Joe y Mary Lipinski, como muestra de respeto. Allí estaban. 20 de octubre.
Luego consultó la fecha de Henry Spence, por si acaso. Confirmado: 23 de octubre. El día siguiente.
Tecleó un par de nombres más y contempló la pantalla.
Tenía una vaga idea de lo que iba a ocurrir ese día.
Aunque en New Hampshire pasaba de la medianoche, tenía que hablar con Nancy, aunque eso significara despertarla y dejarla preocupada. No tenía alternativa. Hasta donde sabía, podía ser su última conversación.
Había teléfonos públicos junto a los aseos. Pidió cambio de un billete a la chica, que le dio un montón de monedas, y marcó el número del teléfono fijo de Zeckendorf en Alton. Los vigilantes debían de tener un registro de todos los móviles a los que había llamado, y sin duda los habían intervenido. Ese número no lo tenían. Todavía. Cuando sonó el teléfono, advirtió que los pantalones nuevos se le estaban manchando de sangre fresca.
Nancy respondió, con una voz sorprendentemente despierta.
– Soy yo -dijo él.
– ¡Will! ¿Cómo estás? ¿Dónde estás?
– En Los Ángeles.
– ¿Y? -preguntó ella, claramente preocupada.
– Tengo la memoria USB, pero han surgido problemas.
– ¿Qué ha pasado?
– Tienen a Dane. Ha habido un poco de jaleo.
– Will, ¿te encuentras bien?
– Me han pegado un tiro. En el muslo izquierdo. Por poco me dan en los cataplines.
– ¡Joder, Will! ¡Tienes que ir al hospital!
– No puedo. Voy a coger un autobús. Tengo que reunirme con Spence.
Se dio cuenta de que Nancy estaba intentando pensar. Oyó que el bebé se movía.
– Deja que llame a la oficina de Los Ángeles -dijo ella-. El FBI puede protegerte.
– ¡Por Dios, no! Seguro que Frazier se enteraría. Debe de estar interceptando todas las comunicaciones de la oficina local. Tengo que apañármelas solo. Lo conseguiré.
– Te noto raro.
– Tengo algo que confesarte.
– ¿Qué?
– Me he comprado una botella de whisky. Nancy…
– ¿Sí?
– ¿Estás enfadada conmigo?
– Siempre estoy enfadada contigo.
– Me refiero a si estás enfadada de verdad.
– Will, te quiero.
– No te he dado más que problemas.
– No digas eso.
– Quiero poder cuidar de ti y de Philly en 2027.
– Lo harás, cariño. Sé que lo harás.