Empezaron por la biblioteca. Era una estancia de grandes dimensiones, con un suelo de tarima que brillaba de tan gastado, unas cuantas alfombras de calidad y una pared orientada al exterior en la que unas ventanas con un emplomado de rombos dejaban entrar la luz gris de aquel día tormentoso. Las otras paredes estaban recubiertas de estanterías, salvo por el espacio situado encima de la chimenea, donde colgaba un cuadro de una partida de caza inglesa tradicional oscurecido por el hollín.
Había miles de libros, casi todos antiguos, pero una sección de la pared lateral contenía algún que otro volumen contemporáneo de tapa dura e incluso algunos en rústica. Will lo miraba todo con ojos soñolientos de después de comer. Lord Cantwell anunció que se retiraba a hacer la siesta de la tarde y, pese a los deseos de Will por despachar el asunto y regresar a casa, la idea de arrellanarse en uno de los mullidos sillones de la biblioteca en un rincón oscuro para echarse otro sueñecito lo seducía demasiado.
– De niña, este era mi lugar mágico -le contó Isabelle mientras se paseaba por la biblioteca, rozando delicadamente el lomo de los libros con la punta de los dedos-. Adoro esta habitación. -Su actitud lánguida y soñadora contrastaba con la imagen que se había hecho Will de la típica estudiante universitaria frívola-. Jugaba aquí durante horas. Ahora, es donde paso casi todo el tiempo. -Señaló una mesa larga sobre la que había libretas y bolígrafos, un ordenador portátil y montones de libros viejos de los que sobresalían papelitos que marcaban pasajes de interés-. ¡Si tu poema es auténtico, tal vez tenga que volver a empezar de cero!
– Lo siento, pero no podrás utilizarlo. Ya te explicaré por qué.
– ¿Estás de broma? Eso catapultaría mi carrera.
– ¿A qué quieres dedicarte?
– A dar clases, a escribir… Quiero ser una historiadora académica como Dios manda, una profesora estirada de la vieja escuela. Seguramente esta biblioteca es responsable de que tenga estas aspiraciones desde hace años.
– No me parece tan raro. Mi hija es escritora. -Sin saber por qué, añadió-: No es mucho mayor que tú. -Al oír esto, ella soltó una risita nerviosa. Will atajó las inevitables preguntas de cortesía diciendo bruscamente-: ¿Me enseñas dónde estaba guardado el libro?
Ella señaló un hueco en uno de los estantes que estaban a la altura de los ojos, en medio de la pared más larga.
– ¿Siempre había estado ahí?
– Que yo recuerde, sí.
– ¿Y los libros que están al lado? ¿Los han cambiado mucho de sitio?
– No desde que yo nací. Podemos preguntárselo al abuelo, pero no recuerdo que alguien los haya reordenado. Los libros se quedaban donde estaban.
Will examinó los libros situados a cada lado del hueco: un tratado de botánica del siglo XVIII y uno del XVII sobre monumentos de Tierra Santa.
– No, no son de la misma época -observó ella-. Dudo que exista alguna relación entre ellos.
– Empecemos por la primera pista -dijo Will, sacando el poema de su maletín-. «Bajo la llama de Prometeo está la primera.»
– De acuerdo -dijo ella-. Prometeo. Le robó el fuego a Zeus y se lo dio a los mortales. Es mi versión resumida de la historia.
Will señaló la habitación con un movimiento del brazo.
– ¿Se te ocurre algo?
– Bueno, abarca muchos temas posibles, ¿no crees? ¿Libros sobre mitología griega? ¿Chimeneas? ¿Antorchas? ¡La barbacoa!
Will la miró como diciendo «qué graciosa».
– Comencemos por los libros. ¿Hay un catálogo?
– Debería haberlo, pero no lo hay Otro problema, por supuesto, es que el abuelo ha estado vendiendo cosas con singular entusiasmo.
– Eso no podemos remediarlo -dijo Will-. Seamos sistemáticos. Yo empezaré por este extremo. ¿Por qué no empiezas tú por ahí?
Mientras se centraban en la primera pista, para ser más eficientes, tenían presentes las otras para evitar en la medida de lo posible repetir la operación. Mantenían los ojos bien abiertos por si encontraban libros relacionados con Flandes u Holanda, o con algún texto que mencionase a algún profeta. No tenían la menor idea de cómo enfocar la referencia al «hijo que cometió un pecado horrendo».
Era un proceso laborioso, y al cabo de una hora, Will empezaba a desmoralizarse, porque se sentía como si buscara una aguja en un pajar. No siempre era tan sencillo como sacar un libro, abrirlo por la portada y volver a ponerlo en su sitio. Will se veía obligado a pedir ayuda a Isabelle cada vez que topaba con un volumen en latín o en francés. Ella se acercaba, le echaba un vistazo rápido y se lo devolvía con un suave «no».
La tenue luz del atardecer se desvaneció por completo, por lo que Isabelle encendió todas las luces y después los troncos de la chimenea.
– Mirad, yo os doy el fuego -dijo cuando las llamas empezaron a lamer los leños.
Terminaron al anochecer. Aparte de un volumen no muy antiguo de la Mitología de Bullfinch, no había un solo libro que hubiese despertado su interés.
– O el poema no se refiere a un libro, o ese libro ya no está aquí. Pasemos a otra cosa -dijo Will.
– De acuerdo -respondió ella, animada-. Echemos una ojeada a todas las chimeneas antiguas. Paneles ocultos, repisas falsas, piedras sueltas. Me estoy divirtiendo, ¿tú no?
Will miró de nuevo su teléfono móvil por si había llegado algún mensaje de Nancy. Nada.
– Lo estoy pasando bomba -respondió.
Según los cálculos de Isabelle, había seis chimeneas anteriores a 1581. Tres estaban en la planta baja: en la biblioteca, el gran salón y el comedor; y las otras tres en el primer piso: en el dormitorio del abuelo, situado justo encima del gran salón, y en otras dos habitaciones.
Comenzaron su inspección en la biblioteca, de pie frente al fuego crepitante, preguntándose qué debían hacer.
– ¿Y si doy golpecitos en los paneles para encontrar partes huecas?-propuso ella.
A él le pareció una idea perfectamente razonable.
El sonido de los nudillos contra la antigua repisa de nogal indicaba que era maciza. Examinaron los biseles en busca de cierres o bisagras ocultos, pero al parecer era inamovible y de una sola pieza. Las losas en el suelo del hogar eran sólidas y parejas, y la argamasa que las unía tenía un aspecto uniforme. Como el fuego seguía encendido, tendrían que esperar un poco para estudiar de cerca los ladrillos del fondo, pero una mirada superficial no reveló nada.
Las llamas de la chimenea de la gran sala se habían extinguido hacía un rato. Lord Cantwell, que estaba leyendo medio dormido en su sillón, se mostró desconcertado al verlos palpar y golpetear las paredes del enorme hogar.
– ¡Desde luego…! -resopló.
El faldón, bellamente acanalado, relucía por su antigüedad, y la repisa era una tabla sólida con el borde biselado, tallada a partir de un único y descomunal madero. Isabelle, esperanzada, daba golpecitos a los azulejos azules y blancos, embutidos en el faldón, cada uno decorado con una escena campestre distinta, aunque todos sonaban con el mismo timbre. Will se ofreció voluntario para agacharse y entrar a gatas en el gigantesco hogar, para golpetear los ladrillos con un atizador. Sin embargo lo único que consiguió fue mancharse de hollín la camisa y los pantalones. Isabelle le señaló las manchas y observó divertida mientras él intentaba quitárselas con la palma de la mano.
Repitieron la operación en las otras tres chimeneas. Si había algo escondido en una de ellas, necesitarían un equipo de derribos para encontrarlo.
Había oscurecido. Ya no llovía, pero un frente frío recorría veloz el centro del país, trayendo consigo vientos gélidos y ululantes. En Cantwell Hall no había calefacción, y debido a las corrientes de aire, las habitaciones empezaban a enfriarse. Louise anunció casi gritando que serviría el té en el gran salón. Tras reavivar el fuego y encender el radiador eléctrico junto al sillón de lord Cantwell, dejó bien claro que estaba impaciente por irse a su casa.
Will compartió con Isabelle y su abuelo una merienda ligera que consistió en unos sándwiches de embutidos y pepinillos, galletas de mantequilla y té. Louise iba de un lado a otro, cumpliendo con sus tareas de último momento. Les preguntó si pensaban pasar el resto de la tarde en el gran salón.
– Un rato más -contestó Isabelle.
– Entonces encenderé velas -dijo el ama de llaves-, siempre y cuando se acuerden de apagarlas antes de irse a dormir.
Mientras comían, Louise usó un encendedor desechable de plástico para encender una docena de velas repartidas por toda la estancia. Entre el silbido del viento en el exterior, el chisporroteo del hogar y la penumbra de aquel salón antiguo sin ventanas, las velas eran unos puntos de luz reconfortantes. Will e Isabelle observaron cómo Louise encendía la última vela y se retiraba.
De pronto, se miraron y exclamaron a la vez:
– ¡ Candeleras!
Lord Cantwell preguntó si se habían vuelto locos, pero Isabelle le hizo a su vez una pregunta en tono apremiante.
– ¿Cuáles de nuestros candeleras son del siglo XVI o anteriores?
Él se rascó el mechón de pelo y señaló al centro de la sala.
– Diría que los de plata dorada que están sobre la mesa. Creo que son venecianos, del siglo XIV. Cuando estire la pata, dile a tu padre que valen un buen dinero.
Fueron rápidamente hacia los candeleros, apagaron las velas gruesas con gotas de cera derretida, las sacaron y las colocaron en una bandeja de plata. Eran como ciriales, largos cilindros rematados por un platillo en el que se colocaba una vela enorme de trece centímetros de diámetro. Cada candelero tenía una base muy trabajada de seis pétalos hecha de plata bañada en oro. De cada base se elevaba una columna central que se iba ensanchando hasta adquirir la forma de un campanario románico con seis ventanas de esmalte azul en la parte superior. En lo alto de cada torre, la columna se extendía hasta formar el cuenco que sostenía la vela.
– Son tan ligeros que podrían estar huecos -observó Will-, pero la base es sólida.
Inspeccionó con detenimiento las juntas entre las piezas de la elaborada columna.
– Vamos, retuércelo sin miedo -le susurró Isabelle-. Ponte de espaldas al abuelo; no quiero que le dé un ataque al corazón.
Will aferró la torre con la mano izquierda e intentó hacer girar la base con la derecha, primero suavemente, después con más fuerza, hasta que se le congestionó la cara. Sacudió la cabeza y dejó el candelero donde estaba.
– No ha habido suerte.
A continuación probó la misma maniobra con el que sostenía ella, pero el candelero se mantuvo firme, como si estuviese forjado en una única pieza de metal. Will relajó los músculos del hombro y de los brazos, pero un espasmo de frustración lo impulsó a intentarlo de nuevo, con furia.
La columna giró.
Solo media vuelta, pero al menos se había movido.
– ¡Sigue! -susurró ella.
Él continuó apretando hasta que la columna giró con facilidad y se entrevió en su interior algo cilíndrico que no era dorado. Al final, la base cedió completamente, y Will se quedó con una mitad del candelero en cada mano.
– ¿Qué andáis haciendo? -preguntó Cantwell-. No os oigo.
– ¡Será solo un momento, abuelo! -gritó Isabelle-. ¡Espera un poco!
Will dejó la base y echó un vistazo a la torre hueca.
– Necesito luz. -Siguió a Isabelle hasta una de las lámparas de pie, introdujo el dedo índice en el tubo y notó un borde duro y circular-. ¡Aquí dentro hay algo! -Retiró el dedo e intentó mirar en el interior de la columna, pero la luz de la bombilla era insuficiente-. Mi dedo es demasiado grande para sacarlo. Inténtalo tú.
Isabelle logró deslizar su dedo, más fino que el de Will, dentro del tubo y cerró los ojos para aguzar el sentido del tacto.
– Es algo enrollado, un papel o un pergamino. He metido el dedo en medio. ¡Ya está! Lo estoy moviendo.
Hizo girar despacio el candelero en torno a su dedo mientras aplicaba una presión suave pero firme con la yema.
Un rollo amarillo empezó a emerger.
Era cilíndrico, de unos veinte centímetros de largo, y se componía de varias hojas de pergamino apretadamente enrolladas. Con una mezcla de emoción y aturdimiento, se las tendió a Will.
– No, tú -dijo él.
Ella desenrolló el cilindro lentamente. El pergamino estaba seco pero no quebradizo, por lo que Isabelle lo desplegó con bastante facilidad. Alisó las hojas con ambas manos, y Will inclinó la pantalla de la lámpara para verlas mejor.
– Está en latín -dijo ella.
– Lo que hace que me alegre aún más de que estés aquí.
Ella leyó el encabezamiento de la primera página y lo tradujo en voz alta: «Epístola de Félix, superior de la abadía de Vectis, escrita el año de Nuestro Señor de 1334».
Will se sintió mareado.
– ¡Dios santo!
– ¿Qué ocurre, Will?
– Vectis.
– ¿Conoces el lugar?
– Sí, lo conozco. Creo que hemos dado con la veta madre.