Capítulo 34

Llegaron al término de su viaje al día siguiente, bajo el sol californiano, de un color amarillo deslucido por el aire contaminado del mediodía. Will durmió durante todo el vuelo y apenas despertó a tiempo para contemplar la extensión inabarcable de Los Ángeles, una visión onírica en la neblina.

– Final de trayecto -anunció Dane al ver que Will se rebullía.

– No sé cómo has conseguido mantenerte despierto.

– ¡A lo mejor estaba en piloto automático! -Hizo una pausa-. ¡Es broma! He estado de palique con todas las voces femeninas que he encontrado por la radio. Soy como un camionero del aire.

En la pista de aterrizaje del pequeño aeropuerto, Will se desperezó al sol como una iguana soñolienta mientras aguardaba a que Dane pusiera el avión a punto. Soplaba una ligera brisa, la temperatura rondaba los veintitrés grados y la sensación del viento suave en la piel resultaba agradable, como un bálsamo cálido. Telefoneó a Nancy. Estaba bien, todavía anestesiada por la tristeza, pero bien. Temprano por la mañana había llevado a Philly al muelle, se había acomodado en una piedra grande y plana del rompeolas, y había mecido al bebé en sus brazos al ritmo del oleaje hasta que se había dormido de nuevo.

El plan del día era sencillo. Dane alquilaría un coche, porque si Will pagaba con su tarjeta de crédito, podrían seguirle la pista. Luego, mientras Will hacía sus recados, Dane se echaría una siesta en un motel cercano. Más tarde, se reunirían en el aeropuerto y darían el pequeño salto a Las Vegas para ver a Spence y a Kenyon. Al menos, esa era su intención.

Will agitó la mano para despedirse de Dane en el aparcamiento de la agencia de alquiler de coches y enfiló hacia el sur, en dirección a Pershing Square, en el centro de Los Ángeles.

Frazier lo estaba observando.

No pensaba dejar nada al azar. Había hecho venir a más hombres de Groom Lake para contar con tres equipos de tres. Uno de ellos, encabezado por DeCorso, siguió el coche alquilado de Will; el vehículo desde el que Frazier dirigía la operación iba detrás, como refuerzo para DeCorso, y el tercer equipo, comandado por un agente llamado Sullivan, se quedó vigilando a Dane.

Frazier escupió una orden en su micrófono en cuanto su coche arrancó.

– Sullie, no pierdas de vista al piloto y mantenme informado. Y, cuando llegue el momento, dale un rodillazo en los huevos de mi parte.

El tráfico del mediodía era lo bastante fluido para que Will llegara al centro en menos de media hora. Dejó el coche en un aparcamiento municipal situado frente al edificio art déco de la Biblioteca Central y cruzó la calle Cinco con el semáforo en rojo, con el descaro de todo buen neoyorquino.

Aunque hacía quince meses que había estado en esa biblioteca por última vez, tenía la sensación de que no había pasado el tiempo. Recordaba el sabor del miedo que había notado en su boca ese día. Acababa de sobrevivir a treinta segundos en el infierno, un tiroteo en una reducida habitación del hotel Beverly Hills. Había dejado a cuatro vigilantes desangrándose sobre la alfombra mullida de tonos pastel de uno de los bungalows. Los sesos de Shackleton asomaban burbujeantes por una herida del tamaño de un corcho que tenía en la cabeza. Will sujetaba en la mano un dispositivo de memoria que contenía una copia de la base de datos pirateada de Shackleton, con las fechas de nacimiento y de muerte de todo el mundo en Estados Unidos. Era su póliza de seguros, su salvavidas, y necesitaba un sitio donde esconderlo. ¿Qué mejor lugar que una biblioteca?

Will subió a grandes zancadas la escalinata de la biblioteca y abrió de un empujón las puertas de la entrada, sin advertir que dos jóvenes vigilantes le iban a la zaga. DeCorso se había quedado en el coche, pues Frazier lo había reducido a la humillante condición de chófer. Quería que se encargaran de la persecución hombres más jóvenes, y sabía que DeCorso tenía las horas contadas. No sabía cómo, ni exactamente cuándo, pero no quería que nada le estropeara la operación.

Will pasó rápidamente frente al mostrador de información y los ascensores hasta la escalera principal, y comenzó a descender hasta el tercer nivel subterráneo. Bajo la desagradable luz fluorescente del sótano, se adentró en las hileras de estanterías, dirigiéndose hacia una en concreto situada en el centro de la sala. Los vigilantes bajaron a la velocidad justa para que Will no los descubriera, pero sin perderlo nunca de vista; luego se separaron y zigzaguearon entre las estanterías. Por suerte para ellos, había al menos una docena de usuarios de la biblioteca en el sótano, por lo que les resultaba relativamente fácil pasar inadvertidos.

Will encontró el sitio exacto que recordaba perfectamente y se paró en seco, desconcertado. La última vez que había estado allí, la estantería estaba repleta de libros desgastados de color ocre, la colección completa de códigos municipales del distrito de Los Ángeles, que abarcaba siete décadas. Había decidido que era un escondrijo ideal por el aspecto descuidado de los libros, que indicaba que nadie los había tocado desde hacía tiempo.

El volumen correspondiente a 1947, el que él había elegido, no estaba allí.

¡Ninguno de los volúmenes estaba allí!

Will avanzó ansioso a lo largo de las hileras de estantes, buscando en vano. Masculló una palabrota. Caminó entre las librerías a paso acelerado, con una angustia creciente.

El mostrador de información estaba desierto, con un teléfono en una de las paredes. Will descolgó el auricular y esperó hasta que contestó una empleada de la biblioteca.

– Sí, estoy en la tercera planta subterránea. Busco los códigos municipales del distrito de Los Ángeles. Antes estaban aquí abajo. -Uno de los vigilantes escuchaba desde detrás de una estantería cercana-. Esperaré -dijo Will. Al poco rato, volvió a hablar-. ¿Bromea? ¡No, no puedo esperar seis semanas! ¿Me da la dirección para que hable con ellos directamente? ¿Qué le cuesta darme la dirección? Gracias. Se lo agradezco. -Colgó, sacudiendo la cabeza con frustración, y subió la escalera a toda prisa.

Frazier oyó por el auricular que su hombre le susurraba:

– Estaba buscando unos tomos de los códigos municipales del distrito de Los Ángeles. Por alguna razón, ya no están en la biblioteca. Le han dado una dirección. Es posible que vaya hacia allí.

Will regresó corriendo a su coche y desplegó el mapa de la agencia de alquiler. El bulevar East Olympic estaba a solo unos cinco kilómetros de allí, lo que fue un alivio para él porque no se sentía en condiciones de recorrer grandes distancias. Salió del aparcamiento y avanzó por la calle Cinco hacia Alameda. Menos de diez minutos después había cruzado el río Los Ángeles, con las orillas revestidas de hormigón, y se había adentrado en una zona industrial gris repleta de naves de una sola planta. Frazier y DeCorso lo seguían a una distancia prudente.

Encontró el Centro Olímpico Industrial y aparcó en una de las plazas para visitantes. Tenía un mal presentimiento. Ya era mala suerte que su libro estuviese entre los volúmenes que habían elegido para que los digitalizaran, como parte de un programa conjunto entre la red de bibliotecas del distrito de Los Ángeles y una empresa de búsquedas por internet. Ahora tenía que perder el tiempo con esas tonterías.

Cuando Will entró en la recepción de una de las naves industriales, a Frazier le entró el pánico. Necesitaba tener un control absoluto sobre la situación, y sin embargo acababa de perder de vista a Piper. Al otro lado del aparcamiento divisó una furgoneta grande de UPS. Pensó a mil por hora. Envió hacia allí a los dos vigilantes que iban con él y les dijo que antes de diez minutos uno de ellos debía estar dentro de la nave industrial. Los dos jóvenes entusiastas bajaron del coche.

La decoración de la recepción era tan anodina que resultaba deprimente. Una recepcionista solitaria y aburrida estaba sentada tras un largo mostrador. En la pared había colgadas placas que conmemoraban logros de la empresa, pero eso era todo. Will esperó pacientemente a que la chica dejara de hablar por teléfono; cuando lo hizo, le soltó una explicación enrevesada sobre por qué necesitaba consultar uno de los libros que habían llevado allí para escanear. Ella lo miró con expresión de no entender nada, y Will empezó a preguntarse si entendía su idioma.

– Esta es una nave industrial y un centro de escaneado -dijo al fin la joven-.Aquí no prestamos libros.

Will lo intentó de nuevo, despacio, desplegando todos sus encantos para que ella se mostrase más dispuesta a ayudar. La placa de identificación en el mostrador indicaba que se llamaba Karen. Will pronunciaba su nombre repetidamente, con voz aterciopelada, para conectar con ella, pero por más que intentaba venderle la moto, la chica no parecía dispuesta a comprársela.

En ese momento entró un repartidor de UPS con una camisa y unos pantalones cortos marrones que le quedaban muy apretados. Will se fijó en sus músculos, propios de alguien que hacía pesas, pero no le dio mayor importancia. El joven se quedó esperando a una distancia respetuosa. Dentro de la furgoneta de UPS, el hombre al que el uniforme le sentaba bien yacía entre los paquetes, inconsciente como consecuencia de una presión ejercida en un punto específico del cuello.

– Oiga -dijo Will, suplicante-, he venido desde Nueva York para conseguir ese libro. Ya sé que no es algo que suelan hacer, pero le estaría muy agradecido si me hiciera este favor personal.

Ella lo contemplaba con una mirada gélida.

Will se sacó la cartera.

– Le daré algo por las molestias, ¿de acuerdo?

– Esto es una nave industrial. No sé por qué le cuesta tanto entenderlo. -Miró por encima del hombro de Will al hombre de UPS-. ¿En qué puedo ayudarle?

– Sí -dijo el repartidor-. Llevo un paquete al 2555 de East Olympic. ¿Es aquí? Estoy sustituyendo al que cubre esta ruta.

– Este es el 2559 -señaló ella-. El número que busca está allí.

Un empleado de la empresa entró, saludó a la recepcionista con un gesto de la mano y acercó una tarjeta de seguridad blanca a un lector magnético negro instalado en la pared. La puerta se abrió con un chasquido. Mientras el hombre de UPS se tomaba su tiempo antes de marcharse, Will advirtió que había una tarjeta de seguridad similar en el mostrador, junto al teclado de la recepcionista, en la que se leían las palabras visitante autorizado. La joven alzó la vista hacia Will con cara de exasperación, como diciéndole «¿sigues aquí?».

– Quisiera hablar con el encargado, si no le importa -exigió Will. Como la amabilidad no le había dado resultado, había adoptado un tono amenazador-. No me iré sin hablar con él. O con ella. ¿Lo captas, Karen? -Esta vez pronunció su nombre como si fuera un insulto.

Ella, nerviosa, hizo lo que le pedía: marcó un número y preguntó a un tal Marvin si podía acudir a recepción. Will se quedó esperando de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho, tan tensos que se sentía como si llevara una camisa de fuerza.

En la parte trasera de la camioneta de UPS, el hombre de Frazier se cambió la ropa, comprobó que su víctima siguiera respirando e informó de la situación a su jefe a través de su transmisor.

La recepcionista se mostró aliviada al ver llegar al encargado de planta, como si aquel hombre delgado con gafas pudiera protegerla de la mole desafiante que esperaba frente al mostrador. La chica se levantó para susurrarle algo, y Will aprovechó el momento para inclinarse, coger la tarjeta de seguridad y esconderla en la palma de la mano.

Marvin dejó que Will le expusiese su petición, pero se mantuvo inflexible. Aquellas instalaciones no estaban abiertas al público. El procedimiento que él les pedía no se contemplaba en el reglamento. No estaban autorizados para localizar libros por separado. Por cierto, añadió con sarcasmo, ¿no le sería más fácil encontrar otra copia de los códigos municipales de Los Ángeles correspondientes a 1947 en otra biblioteca? Al fin y al cabo, la que ellos tenían no era la única en el mundo.

Will se quedó sin argumentos. La conversación empezaba a desviarse hacia terrenos pantanosos del tipo «si no te vas, tendré que llamar a la policía». Salió de allí con ademán furioso, mientras se guardaba la tarjeta de seguridad en el bolsillo. Había otro lector magnético negro junto a la puerta exterior. Ya volvería.

Frazier observó a través de los prismáticos a Will, que regresaba a su coche con las manos vacías. Cuando el vehículo de Will se puso en marcha, Frazier lo siguió, preguntándose adónde iría a continuación.

Will no lo había planeado así, pero tenía que matar el tiempo de alguna manera, y cuando se le ocurrió la idea, le gustó.

Le daba una sensación de simetría, parecía una buena forma de cerrar el círculo. En un semáforo, volvió a echar un vistazo al mapa de la zona. Tal vez tardaría una hora en llegar allí, pero no podía regresar a la nave industrial antes del atardecer. Además, tendría que rezar por que el taller de escaneado no tuviera un turno de noche o un guardia de seguridad. Dejaría dormir a Dane, pero en algún momento de la tarde tendría que llamarlo para avisarle de que se retrasaría.

Tomó la carretera 710, y Frazier lo siguió despacio en aquel tráfico denso como la melaza. Will aprovechó que avanzaba a paso de tortuga para llamar a Nancy y compartir su frustración con ella. La vio mejor, más fuerte, lo que también lo hizo sentirse mejor y más fuerte. La entereza de Nancy le daba fuerzas para seguir adelante.

Cuando la 710 se convirtió en la autopista de peaje de Long Beach al sur de la 405, Frazier comprendió adónde se dirigía Piper. Lo anunció por radio a los demás.

– No puedo creerlo. Va a Long Beach. ¿A que no sabéis quién está en Long Beach, niños y niñas?

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