1581,
Wroxall
Edgar Cantwell tenía el aspecto de un hombre muy viejo y se sentía como tal. A los setenta y dos años todo en él se había vuelto gris: su cabello, su barba, incluso su piel marchita y de tintes plateados. Padecía achaques dolorosos, desde el absceso de la mandíbula hasta el gotoso dedo del pie, y su temperamento se había avinagrado de forma crónica. Sus principales placeres eran dormir y beber vino, y dedicaba buena parte de sus días a hacer ambas cosas.
Sus hijas Grace y Bess se mostraban solícitas con él, y sus respectivos maridos le parecían tipos tolerables. Richard, su hijo varón más joven, era un muchacho bondadoso y aplicado, que ya destacaba en griego y latín a los trece años, pero Edgar no podía contemplar su rubia cabellera sin pensar en la madre del chico, que había muerto de fiebre puerperal dos días después de dar a luz.
John, el mayor de los varones, era quien le amargaba la existencia, pues era una fuente constante de ira e irritación. El joven, a sus diecinueve años, se había convertido en un borracho y un fanfarrón que trataba con desdén todo lo que Edgar consideraba sagrado. El anciano recordaba vagamente que en su juventud había sido un muchacho rebelde con cierta propensión al libertinaje, pero siempre había obedecido a su padre y acatado sus deseos, hasta el extremo de dirigirse a París como un cordero al matadero para estudiar en el espantoso colegio de Montaigu.
Al parecer, el respeto y la consideración filial no iban con su hijo. Era un producto de su tiempo, con la cabeza llena del boato y la ostentación de la modernidad isabelina: ropa elegante, música frívola, troupes teatrales y una actitud demasiado displicente hacia cuestiones tan serias como Dios y la religión. En opinión de Edgar, su hijo mostraba más respeto hacia una jarra de vino o las posaderas de una moza que hacia los deseos de su padre. Si Richard hubiera sido el mayor, Edgar no habría temido tanto por el futuro de su patrimonio.
Consideraba particularmente digno de protección dicho patrimonio porque lo había acumulado trabajando con diligencia durante toda su vida al servicio de la Corona, el reino y Cantwell, y no estaba dispuesto a ceder alegremente a un borrachín de pocas luces la influencia que tanto le había costado conseguir. Obligado a cargar con las responsabilidades de la baronía inmediatamente después de la muerte prematura de su padre, había desarrollado una carrera como hombre entregado a la vida pública que debía navegar con cuidado por las procelosas aguas de la política de Estado.
Cuando regresó a Inglaterra en 1532, el rey Enrique, a espaldas de Edgar y de casi todos sus súbditos, se había casado en secreto con Ana Bolena y había iniciado un grave conflicto con Roma al exigir que se anulara su matrimonio anterior con Catalina. Eran días ajetreados para Edgar, que se había propuesto ocuparse de la finca, construir una capilla privada, su Notre-Dame en miniatura, como homenaje a su padre asesinado, asumir un cargo acorde con su formación legal en el Consejo de las Marcas y encontrar una esposa adecuada para él.
Las cadenas que unían Inglaterra a Roma se rompieron poco a poco, por medio de una serie de medidas y contramedidas que culminaron en la primera gran crisis de Edgar cuando, en 1534, el Parlamento aprobó la Ley de Supremacía que declaraba alta traición la negativa a jurar que Enrique era la Autoridad Suprema en la Tierra de la Iglesia de Inglaterra.
Edgar se apresuró a jurar lealtad porque era consciente de los rumores que corrían en la corte acerca de la capilla papista que estaba construyendo en Wroxall. Era un buen católico, desde luego, pero, debido a sus años en París, su amistad con Juan Calvino y su conocimiento secreto de la certeza de la predestinación, era lo bastante «protestante» para convencerse de que no estaba condenando su alma a las llamas del infierno por ponerse de parte del rey en su «cuestión real».
El rey Enrique presionó a Cromwell, Cromwell presionó al Parlamento y así, eslabón a eslabón, la cadena entre Inglaterra y Roma se fue separando hasta quedar totalmente seccionada en 1536. Declarar nula la autoridad del Papa fue el golpe de gracia. Inglaterra se había convertido en el reino del Reformador.
Edgar se casó con Katherine Peake, una mujer poco agraciada que provenía de una familia acaudalada, pero ella murió al dar a luz a un niño muerto, dejándolo viudo y sin hijos. Se consagró a su trabajo y ocupó el cargo de juez del Tribunal de Sesiones Trimestrales, y luego del Tribunal de Grandes Sesiones, donde llegó a ser juez principal. Hasta cierto punto, su fortuna creció y mermó con el auge y la caída de la tercera esposa de Enrique, Jane Seymour, pues la familia Seymour tenía lazos de sangre con los Cantwell. Pero cuando su hijo Eduardo ascendió al trono en 1547 y el hermano de su madre, Edward Seymour, fue nombrado Lord Protector, Edgar, para su gran satisfacción, pasó a formar parte de la Cámara de los Lores y el Consejo Asesor.
La Reforma del rey Eduardo fue más radical que la de su padre, y todos los vestigios del papismo quedaron erradicados de la campiña. La tarea de desmantelar las iglesias católicas se llevó a cabo en una orgía de vidrieras destrozadas, estatuas rotas y vestiduras quemadas. Se eximió al clero del celibato, se suprimieron las procesiones, se prohibió la bendición de la ceniza y de las palmas, los altares de piedra se reemplazaron por mesas de comunión de madera. Calvino, el amigo de Edgar, estaba ejerciendo desde la lejana Ginebra una enorme influencia sobre las islas británicas. La Notre-Dame en miniatura de Edgar sobrevivió a los desórdenes solo porque se encontraba en terrenos privados y él era un noble poderoso y discreto.
Durante un tiempo, el péndulo fue en la dirección contraria cuando la reina María sucedió a su hermano y reinó durante cinco breves años, pugnando celosamente por restaurar la fe católica. En ese período, quienes eran aprehendidos y quemados en la hoguera eran los protestantes. Edgar redescubrió astutamente sus raíces papistas, se casó en segundas nupcias con Juliana, que procedía de una familia de católicos encubiertos de Stratford-upon-Avon. Juliana, casi quince años más joven que él, no tardó en darle descendencia, y sus dos hijas vinieron al mundo como católicas.
Y entonces el péndulo cambió de dirección otra vez. En 1558, María murió, su hermana Isabel ocupó su lugar e Inglaterra se convirtió de nuevo en un reino protestante. Edgar, lejos de amilanarse, abrazó de nuevo el protestantismo, haciendo oídos sordos a las súplicas de su esposa, que, a pesar de todo, continuó celebrando misas en secreto en su capilla y educando a sus hijas con la Biblia en latín. Pese a su edad avanzada, Edgar consiguió al fin engendrar un varón, a quien su mujer bautizó con el nombre de John en una ceremonia católica clandestina. Cinco años después nació Richard, y Juliana perdió la vida para gran desconsuelo de Edgar.
Al llegar a la vejez, los esfuerzos por compaginar su vida política y religiosa habían dejado huella en él. Lo aquejaban tantas dolencias que rara vez salía de Cantwell Hall. Hacía dos años que no visitaba la corte, y suponía que la reina se había olvidado de su existencia. Pero, por encima de todo, estaba obsesionado con el tarambana de su hijo.
Aunque era un caluroso día de verano, Edgar tenía frío, como siempre. Insistió en quedarse sentado frente a la pequeña chimenea de su habitación, con un chal sobre los hombros y las piernas cubiertas con una manta. No tenía apetito y andaba siempre suelto de vientre, lo que atribuía a los remedios para la gota que el incompetente boticario del pueblo le administraba. Si el viejo sanador Nostradamus no hubiese muerto, Edgar le habría rogado que viajase a Inglaterra para tratar sus enfermedades.
Por la ventana le llegó el sonido de unas carcajadas y bromas masculinas procedentes del jardín. Cuando apretó los dientes, furioso, el dolor de su mandíbula infectada estuvo a punto de hacerlo caer de su silla. Apuró el vino que quedaba en la jarra con tragos rápidos y largos, manchándose el mentón de rojo. Prefería embotarse el cerebro a soportar esa angustia mental y física. Habría deseado poseer el libro de Vectis, que contenía la fecha de su muerte, para saber durante cuánto tiempo más tendría que sufrir. Su hijo se rió de nuevo y siguió cotorreando.
John lo estaba pasando bien, embriagado por aquel día de mediados de verano en que la hierba era espesa y verde; el sol, cálido y brillante, y las flores, una explosión abrasadora de color en el jardín. Estaba jugando al tiro con arco, aunque los blancos rellenos de heno estaban a salvo de sus flechas, debido a su mala puntería. Cada vez que fallaba, su amigo se revolcaba literalmente en el suelo, presa de una risa histérica.
– ¡A la mierda, Will! -gritó John-. ¡Tú no lo haces mejor!
John, aunque joven, ya tenía el cuerpo grueso de un plebeyo, más propio de un bebedor pendenciero que de un caballero o un estudioso. Como algunos de los jóvenes de la época, iba bien afeitado, lo que a los ojos de su padre hacía que su rostro pareciera desnudo. La barba favorecía el mentón de los Cantwell, y el muchacho no era precisamente un adonis. La nariz ganchuda de los Cantwell no armonizaba con sus ojos llorosos y sus mofletes carnosos, y el chico llevaba los labios fruncidos en un perpetuo gesto lascivo. Durante sus dos lamentables años en Oxford, antes de que lo expulsaran por provocar alborotos, las señoritas del burdel que frecuentaba rezaban para que no las eligiese ese zoquete de carácter violento.
Su amigo era algo más refinado. Tenía diecisiete años, un cuerpo delgado pero musculoso, una expresión inteligente, y un atisbo más que decente de bigote y perilla. Su larga cabellera negra le caía sobre el cuello de la camisa y resaltaba como el ébano contra la palidez de su piel tersa. Tenía unos ojos azules de mirada traviesa y una sonrisa encantadora que parecía no borrarse nunca. Se expresaba de forma clara y precisa, y su presencia incitaba a los hombres a tomarlo en serio.
Conocía a John Cantwell desde la infancia, cuando ambos asistían a la King's New School en Stratford. Aunque Will era mejor estudiante con diferencia, el padre de Will, que era mercader, carecía de medios para enviarlo a la universidad. Cuando echaron a John de Oxford, regresó a su casa solariega y recuperó su relación con el muchacho. No tardaron en hacerse de nuevo buenos amigos, pues disfrutaban con la compañía y las bromas subidas de tono del otro.
Will se echó un chorro de cerveza en la boca con una bota y cogió el arco de las manos de su acompañante ebrio.
– Por supuesto que puedo hacerlo mejor, señor mío.
Tensó con suavidad la cuerda hacia atrás, apuntó y soltó la flecha, que voló directamente hacia la diana hasta clavarse en el centro.
John soltó un gruñido sonoro.
– Púdrete en el Hades, maese Shakespeare.
Will le dedicó una mueca y dejó caer el arco para beber más cerveza.
– Vayamos dentro -propuso John-. Hace demasiado calor para practicar deportes. ¡A la biblioteca, tu sitio favorito!
En efecto, cada vez que Will entraba en la biblioteca de los Cantwell, parecía un niño en una habitación repleta de tartas de fruta a su entera disposición. Se dirigió directamente hacia uno de sus libros preferidos, Vidas paralelas de Plutarco, lo sacó de la estantería y se arrellanó en un sillón grande, junto a la ventana.
– Deberías dejar que me lo lleve a casa, John -dijo-.Yo haré mejor uso de él que tú.
John llamó al criado para que les llevara más cerveza y se dejó caer pesadamente en un diván.
– Pues róbalo -replicó-. Llévatelo escondido bajo la camisa. A mí me da igual.
– Pero tal vez a tu padre no.
– Creo que no se enteraría. Ya no lee. Prácticamente no hace nada. Cuando viene aquí solo es para ponerse El Libro sobre las rodillas y acariciarlo como a un perro viejo.
Pronunció las palabras «El Libro» con veneración fingida. Señaló desdeñosamente el libro que ocupaba el lugar de honor en el primer estante, con la fecha 1527 grabada en el lomo.
Will se rió.
– Ah, el libro mágico de Cantwell Hall. -Con voz de niño, añadió-: Por favor, decidme, señor, ¿cuándo me llegará la última y amarga hora?
– Hoy mismo, si no cierras el pico.
– ¿Y quién será el instrumento de mi muerte, bellaco?
John se echó más cerveza entre pecho y espalda.
– Lo estás mirando a los ojos.
– ¿Tú? -Will soltó una carcajada-. ¿Tú y cuántas legiones?
Era una invitación a pelear, así que ambos chicos se levantaron y comenzaron a caminar en círculo, mirándose y riéndose el uno del otro. Cuando Will atacó para derribar a su amigo,
John cogió el libro que tenía más a mano y lo arrojó con fuerza a la nuca de Will.
– ¡Ay! -Will detuvo su ataque, se frotó la nuca y recogió el libro del suelo de madera. Las hojas se habían desprendido de la cubierta por la violencia del golpe y la caída.
– ¡Por todos los Dioses! ¡Una tragedia! -exclamó en tono melodramático-. ¡Has roto por la mitad una tragedia griega y has incurrido en la ira de Sófocles!
Una voz procedente de la puerta los sobresaltó.
– ¡Habéis estropeado uno de los libros de nuestro padre!
El joven Richard estaba ahí de pie, con los brazos enjarras como una dama indignada. Sus labios temblaban de furia. Ningún otro miembro de la familia compartía como él la forma de pensar de su padre, y se tomaba el comportamiento de su hermano como una afrenta personal.
– Largo de aquí, mocoso -dijo John.
– No me iré. Tienes que confesarle a nuestro padre lo que has hecho.
– Déjanos en paz, renacuajo, o tendré algo más que confesar.
– ¡No me iré! -repitió Richard con tozudez.
– Pues entonces te obligaré.
John se abalanzó hacia la puerta. El chico dio media vuelta y huyó, pero no fue lo bastante rápido. Su hermano lo atrapó en el centro del gran salón justo cuando se disponía a deslizarse bajo la mesa de banquetes.
John lo tumbó bruscamente boca arriba y se colocó encima, a horcajadas, con las rodillas sobre sus hombros y las caderas sobre su cintura, de manera que el chico quedó inmovilizado. No podía hacer otra cosa que escupir, lo que irritó tanto a su hermano mayor que le asestó un puñetazo en un lado de la cara. Su anillo de sello le rasgó la piel y le abrió una vena de la cabeza. Un chorro de sangre puso fin súbitamente a la pelea. John lo soltó con un juramento y, mientras el chico se alejaba corriendo, le gritó que él había causado el incidente con su insolencia.
Minutos después, John volvía a estar en la biblioteca, bebiendo malhumorado; Will tenía la nariz metida en un libro. Edgar Cantwell apareció, arrastrando su dolorido pie enfermo, con una capa demasiado gruesa para la época sobre los hombros. Tenía una expresión temible, a medio camino entre la rabia y el asco.
– ¡Le has hecho daño al chico! -gritó, con una voz que le heló la sangre a su hijo.
John hizo un mohín, atontado por el alcohol.
– Se ha hecho daño él solo. Ha sido un accidente. Shakespeare te lo confirmará.
– No lo he visto, señor -dijo Will con sinceridad, rehuyendo la mirada del anciano.
– Bueno, jóvenes, lo que yo veo es a unos idiotas borrachos que no sirven para nada salvo para holgazanear y satisfacer su ansia de placeres pecaminosos. ¡Tú, Shakespeare, eres problema de tu padre, pero este infeliz es mi problema!
– Va a casarse, padre -resopló John con descaro-. ¡Pronto será problema de Arme Hathaway!
– ¡El matrimonio y la procreación son más nobles que cualquiera de tus aspiraciones! Beber e ir con prostitutas son tus únicos deseos.
– Qué bien, padre -dijo John en tono despectivo-, al menos tenemos algo en común. ¿Quieres más vino?
El viejo estalló, con el rostro encendido.
– ¡No soy solo tu padre; también soy abogado, imbécil! Uno de los mejores de Inglaterra. No cuentes con la primogenitura. ¡Existen precedentes de segundogenitura, y tengo la suficiente influencia en el Tribunal de Assize para excluirte como heredero y nombrar a tu hermano! ¡Tú sigue así y ya veremos qué pasa!
Temblando de ira, Edgar se retiró, dejando a los dos jóvenes sin palabras. Al final, John rompió el silencio.
– ¿Qué te parece si le pido a un criado que nos traiga una botella de aguamiel de la bodega? -graznó con sequedad y un tono de alegría forzado.
Era tarde por la noche, y todas las personas de la casa se habían ido a dormir. Los dos amigos habían pasado el rato en la biblioteca, emborrachándose, durmiendo la mona y, en cuanto volvían a estar sobrios, emborrachándose de nuevo. Como se habían quedado dormidos durante la cena familiar, los criados les habían llevado una bandeja después.
La embriaguez que iba y venía había puesto a John de un humor sombrío y hosco. Mientras Will saltaba de un libro a otro, John se quedaba mirando al vacío, amargado.
A la luz de las velas, hizo de pronto una pregunta que le había estado rondando todo el día:
– ¿Por qué debo aspirar a algo más que al vino y las mujeres? ¿Qué sentido tendría leer, estudiar y trabajar hasta deslomarme? Todo esto será mío igualmente. Pronto seré un barón con tierras y dinero suficiente.
– ¿Y si tu padre lleva a la práctica su otro plan para la sucesión? ¿El desgraciado de tu hermano te llenaría siempre la jarra y el bolsillo?
– Mi padre hablaba por hablar, eso es todo.
– Yo no estaría tan seguro.
John suspiró.
– Tú, joven Willie, no llevas sobre los hombros la pesada carga de la nobleza.
– ¡Menuda carga! -se burló Will.
– No tengo ninguna inclinación a superarme, dado que siempre he confiado en que el tiempo se encargará de ello. Tú, en cambio, has tenido que fijarte metas elevadas, dicho sea en tu honor.
– Mis metas no son tan elevadas.
– ¿No? -John se rió-. ¿Ser uno de los grandes actores? ¿Escribir obras de teatro? ¿Tener a todo Londres a tus pies?
Will agitó la mano como un actor.
– Naderías.
John destapó otra botella de aguamiel.
– ¿Sabes? Tengo una aspiración desde hace tiempo, de la que nunca he hablado con nadie; está relacionada con cierta ventaja que tengo sobre el remilgado de mi hermano menor.
– ¿Aparte de tu tamaño?
– El libro -siseó John-. Conozco el secreto del libro. El no, ni lo sabrá hasta que sea mayor.
– ¡Hasta yo lo conozco!
– Solo porque eres mi amigo y has hecho un juramento.
– Sí, sí, mi juramento -dijo Will en tono cansino.
– No lo tomes a broma.
– De acuerdo. Me pondré serio.
John sacó el libro de Vectis de la librería y se sentó cerca de Will. Bajó la voz hasta que se convirtió en un susurro de conspirador.
– Sé que no eres un creyente tan acérrimo como yo, pero tengo una teoría.
Will arqueó las cejas con interés.
– Ya has visto la carta. Sabes lo que escribió Félix, ese viejo monje. Quizá la biblioteca no quedara totalmente destruida, después de todo. A lo mejor sigue existiendo. ¿Y si la encontráramos y nos apoderásemos de esos libros? ¿Qué más me daría entonces ser o no propietario del insignificante Wroxall? Si tuviera las llaves del futuro, sería tan rico como cualquier lord; más famoso que ese amigo de mi padre, el viejo Nostradamus, que, como bien sabemos, poseía poderes limitados.
Will lo observó mientras peroraba, fascinado con su mirada encendida.
– ¿Y qué pretendes? ¿Ir allí?
– ¡Sí! Acompáñame.
– Estás loco. Voy a casarme; no necesito correr aventuras. Pronto viajaré a Londres, por supuesto, pero no pienso ir más lejos. Además, en mi opinión, esta carta del abad es un producto de la fantasía. Se le daba bien contar historias, eso lo reconozco, pero… ¿monjes pelirrojos de ojos verdes? Eso es demasiado.
– Entonces iré yo solo. Creo en el libro con toda mi alma -dijo John con agresividad.
– Te deseo buena fortuna.
– Oye, Will, me niego a permitir que mi hermano descubra el secreto. Quiero esconder los papeles, todos los papeles. Sin las cartas de Félix, Calvino y Nostradamus, el libro no sirve de nada. Aunque mi padre le revelara su origen a mi hermano, no habría ninguna prueba de su veracidad.
– ¿Dónde piensas esconderlos?
John se encogió de hombros.
– No lo sé. En un agujero en el suelo. Detrás de una pared. Es una casa muy grande.
A Will empezaron a brillarle los ojos. Enderezó la espalda.
– ¿Por qué no convertir esto en un juego?
– ¿Qué clase de juego?
– ¡Escondamos tus dichosas cartas, de acuerdo, pero ideemos pistas para hallar ese tesoro oculto! Compondré un poema-acertijo con todas las pistas, ¡y luego esconderemos el poema también!
John se rió de buena gana y sirvió más aguamiel para los dos.
– ¡Siempre se te ocurre algo para entretenerme, Shakespeare! Adelante con tu juego.
Ambos corretearon por la casa, riéndose como niños, buscando escondrijos e imponiéndose muto silencio para no despertar a los criados. Cuando hubieron trazado un plan rudimentario, Will pidió hojas de pergamino y utensilios para escribir.
John sabía que su padre guardaba los papeles de Vectis en una caja de madera oculta tras otros libros, en el estante superior. Utilizó la escalera de la biblioteca para alcanzarla y, después de bajarla, releyó la carta de Félix mientras Will se inclinaba sobre el escritorio. Tras mojar la pluma, escribió rápidamente un par de renglones y se cosquilleó la mejilla con la barba de la pluma, mientras le llegaba la inspiración.
Cuando terminó, agitó la hoja por encima de su cabeza para secarla y se la pasó a John para que le echase un vistazo.
– Estoy muy complacido con mi esfuerzo, y tú también deberías estarlo -dijo-. He optado por la estructura de soneto, lo que hará que el juego resulte aún más divertido.
John comenzó a leerlo y al poco rato se removía en su asiento con un regocijo malicioso.
– «Conozcan, tú, él…» Astuto, muy astuto.
– Te lo agradezco -dijo Will con orgullo-. Me complace lo suficiente para firmarlo, aunque dudo que esa muestra de vanidad llegue a descubrirse jamás.
John se dio una palmada en el muslo.
– Las pistas son difíciles, pero no insalvables. El tono, travieso, pero no frívolo. Cumple su propósito con creces. ¡Me doy por más que satisfecho! ¡Y ahora, enterremos nuestro tesoro como un par de sucios piratas abandonados en una isla!
Regresaron al gran salón y encendieron algunas velas más para facilitar su tarea. La primera pista fue a parar al interior de uno de los grandes candeleros que adornaban la mesa de banquetes. John había abierto uno de ellos retorciéndolo y había comprobado que dentro cabían varias hojas enrolladas. Will había propuesto que dividieran la carta de Félix entre la primera y la última pista, puesto que el final de la carta contenía la revelación más importante. John introdujo las hojas, cerró el candelero con fuerza y golpeó varias veces la base contra el suelo alfombrado para asegurarse de que no se abriera.
Ocultar la siguiente pista, la carta de Calvino, les costó más trabajo. John corrió hasta el granero a buscar un mazo, un escoplo, un berbiquí y lechada. Una hora después, empapados en sudor, habían conseguido desprender uno de los azulejos de la chimenea y hacer un agujero profundo. Tras insertar en él la carta enrollada, lo taparon y volvieron a colocar el azulejo en su sitio con la lechada. Para celebrarlo, saquearon la despensa, comieron un poco de cordero frío con pan y se acabaron el buen vino que quedaba en una botella de vidrio verde en forma de cebolla.
Eran altas horas de la noche, pero todavía quedaba trabajo por hacer. Había que llevar la carta de Nostradamus y la página de su libro de profecías al campanario de la capilla. Mientras no hicieran sonar la campana sin querer, debido a su estado de ebriedad, era poco probable que los descubriesen tan lejos de la casa. Esta tarea les llevó más tiempo del que habían previsto, pues levantar las tablas del suelo les costó un esfuerzo endemoniado, pero cuando terminaron, habían dado un buen uso a la botella de vino como receptáculo de las páginas. Para dar el toque final, Will grabó una rosa pequeña en la tabla con su cuchillo de monte.
Temían que amaneciera antes de que pudieran ocultar la última pista, así que se centraron rápidamente en esa tarea que tal vez no habrían podido realizar sobrios.
Cuando regresaron a la casa, sucios y malolientes a causa del trabajo físico, se recogieron en la biblioteca mientras los primeros rayos de sol hendían el cielo.
John mostró entusiasmado su aprobación por el lugar que había propuesto Will para esconder el poema y aplaudió la perfección de la idea. Will recortó una hoja de pergamino de la medida adecuada y la convirtió en una guarda falsa. A continuación, los chicos, agotados, se dirigieron a la cocina, aliviados de que los cocineros estuvieran todavía en la cama. Will, como gran aficionado que era a los libros, sabía preparar engrudo para encuadernar con pan, harina y agua, y poco rato después disponían de la pasta blanca que necesitaban para pegar el poema en la parte interior de la contracubierta del libro de Vectis.
Cuando terminaron, devolvieron el pesado libro a su estante. La luz de la mañana empezaba a inundar la biblioteca, y se oía cada vez más actividad en la casa. Se repantigaron en los sillones para sucumbir a un último ataque de risa. Cuando se les pasó, permanecieron sentados durante un rato, respirando pesadamente, a punto de dormirse.
– ¿Sabes qué? -dijo Will-.Todo esto ha sido inútil. Estoy convencido de que tú mismo malograrás todos estos esfuerzos y sacarás los papeles de donde los hemos escondido.
– Seguramente tienes razón. -John sonrió, soñoliento-. Pero lo hemos pasado en grande.
– A lo mejor un día de estos escribo una obra sobre lo que hemos hecho -comentó Will, cerrando sus ojos enrojecidos. Su amigo ya estaba roncando-. La llamaré Mucho ruido y pocas nueces.