A la mañana siguiente, muy temprano, Will se levantó de la cama para salir a correr un rato antes de que despertara su familia. El sol brillaba ya, esplendoroso y tentador, y penetraba como una espada dorada entre las cortinas de la habitación.
Will encendió la cafetera y observó hipnotizado el líquido que goteaba del filtro a la jarra, tan embebido en sus pensamientos que no reparó en la presencia de Nancy hasta que ella abrió la nevera para sacar el zumo de naranja.
– Perdona por lo de anoche -se apresuró a decir él-. Les di su libro y se marcharon.
Ella no respondió. «¿Con que esas tenemos?», pensó Will.
Insistió, inasequible al desaliento.
– El libro era la hostia en bicicleta. Algo increíble.
Ella no quería escuchar nada al respecto.
– Había un poema oculto en el libro. Creen que lo escribió William Shakespeare.
Notó que Nancy se esforzaba por fingir desinterés.
– Si quieres verlo, lo he escaneado e impreso. La copia está en el cajón de arriba del escritorio.
Como ella no respondió, él cambió de táctica y le dio un abrazo, pero ella se quedó rígida, sujetando el vaso de zumo con el brazo extendido. Will la soltó.
– Esto tampoco te hará mucha gracia, pero me voy a Inglaterra un par de días.
– ¡Will!
Él ya tenía el discurso ensayado.
– He llamado a Campanilla esta mañana. Puede venir las horas que le pidamos. Henry Spence correrá con los gastos, y encima me pagará una pasta gansa que no nos vendrá nada mal. Además, me moría de ganas de tener algo que hacer. Será bueno para mí, ¿no crees?
Ella estaba furiosa, con las pupilas contraídas y las ventanas de la nariz dilatadas. Rompió su silencio y se le lanzó directamente a la yugular.
– ¿Tienes idea de cómo me hace sentir esto? -bramó-. ¡Nos estás poniendo en peligro! ¡Estás poniendo a Philly en peligro! ¿De verdad crees que esa gente de Nevada no se dará cuenta de que andas metiendo las narices en sus asuntos?
– No haré nada que incumpla mis acuerdos con ellos, solo investigaré un poco para intentar responder a las preguntas de un moribundo.
– ¿Quién?
– Ya lo has visto en ese chisme con ruedas y con la máquina de oxígeno. Sabe cuándo le llegará la hora. Será dentro de una semana. Haría el viaje él mismo si pudiera.
Sus palabras no la conmovieron.
– No quiero que te vayas.
Se sostuvieron la mirada, como en un duelo. De pronto, Philly rompió a llorar y Nancy se alejó pisando fuerte, literalmente, dando pasos ruidosos sobre las baldosas de la cocina y dejando a Will malhumorado y tan solo como el café que se estaba tomando.
A Frazier lo sacaba de quicio que, con la de recursos que el gobierno de Estados Unidos tenía a su disposición, él tuviera que compartir habitación porque las tarifas de hotel en Nueva York superaban las dietas que les asignaba el departamento. Y eso que era un hotel de segunda categoría, con una moqueta esponjosa y mugrienta que despedía Dios sabe qué emanaciones con olor a rancio. Frazier estaba despatarrado en una de las dos camas sencillas, en calzoncillos, tomándose una taza del asqueroso café del servicio de habitaciones. En la otra cama, DeCorso trabajaba con su ordenador portátil, con la cabeza rodeada por un buen par de auriculares acústicos.
El teléfono móvil de Frazier empezó a sonar. La pantalla indicaba que lo llamaban desde la línea privada del secretario Lester en el Pentágono. Frazier notó que el intestino delgado se le contraía en un espasmo involuntario.
– Frazier, no se lo va a creer -dijo Lester, conteniendo la ira como un burócrata experimentado-. ¡Ese tal Cottle trabajaba para el Servicio! ¡Era del SIS!
– Eso les pasa por espiar a sus amigos -murmuró Frazier.
– No parece usted sorprendido.
– Porque ya lo sabía.
– ¿Lo sabía? ¿Antes o después?
– Antes.
– ¿Y aun así lo ha hecho matar? ¿Es eso lo que me está diciendo?
– No lo he hecho matar. Atacó a mi hombre, y él se defendió. Además, era el día que le tocaba morir. Si no lo hubiéramos hecho nosotros, lo habría hecho un bocadillo de carne o un resbalón en la ducha. Sea como fuere, era hombre muerto.
Lester hizo una pausa lo bastante larga para que Frazier se preguntara si se había cortado la comunicación.
– Por Dios santo, Frazier, este asunto es de locos. Debería habérmelo contado de todos modos.
– Es mi responsabilidad, no la suya.
– Se lo agradezco, pero eso no quita que tengamos un problema. Los ingleses están cabreados.
– ¿Sabemos cuál era su misión?
– No sueltan prenda. Todavía tienen clavada la espina de Vectis, al menos los más veteranos.
– ¿Saben que el libro era de la Biblioteca?
– Desde luego. Tienen la suficiente memoria institucional entre su Ministerio de Defensa y sus servicios de inteligencia militar para acordarse de Vectis cada vez que hacemos una predicción descabellada que luego se cumple. Es lo que está pasando ahora con Mano Tendida. Están convencidos de que sabemos más sobre Caracas de lo que les decimos, y francamente nos tienen hasta la coronilla con sus preguntas y sus quejas. Usted y yo sabemos perfectamente que a los ingleses les encantaría recuperar su Biblioteca.
– De eso estoy seguro.
– Fueron unos idiotas al cedérnosla en 1947, pero eso es historia pasada.
– ¿Cuál era su plan?
– Enviaron a su hombre a infiltrarse en la casa de subastas para mantener el libro vigilado. Seguramente se enteraron de su existencia de la misma forma que nosotros, a través de un filtro de internet. A lo mejor querían pillarle a usted con las manos en la masa para tenernos bien cogidos. Quién sabe. Debían de estar enterados de que usted es de Groom Lake. Cuando otro comprador se hizo con el libro, siguieron el rastro. Está claro que querían tener ventaja sobre nosotros, de eso no me cabe la menor duda.
– ¿Qué quiere que haga? -preguntó Frazier.
– Que recupere el libro y averigüe qué se trae entre manos ese hijo de puta de Will Piper. Y luego, que nos inmunice. El suceso de Caracas está al caer, y no hace falta que le diga que cualquiera que joda la operación Mano Tendida puede darse por muerto. Quiero noticias suyas cada pocas horas.
Frazier colgó. Caracas estaba poniendo histérico a todo el mundo. El propósito principal de la búsqueda sistematizada de información en Área 51 era utilizar los conocimientos sobre acontecimientos futuros para decidir qué política adoptar y qué medidas preventivas tomar. Pero Mano Tendida estaba elevando su misión a un nivel sin precedentes. Aunque Frazier no era un experto en política, estaba casi seguro de que en ese momento una filtración dinamitaría el gobierno. Lo haría volar en pedazos.
Decaído, miró a DeCorso, que estaba aislado del mundo con sus auriculares. Parecía necesitar urgentemente una bolsa de hielo en la cabeza. Llevaba toda la mañana proporcionando a Frazier un flujo constante de información relacionada con tareas de vigilancia: Piper había llamado a la canguro para pedirle que trabajara unas horas más. Iba a marcharse unos días, pero no había dicho adónde. Por fin, otro equipo de vigilantes había llegado en avión. Uno de ellos había seguido a Piper mientras corría junto al río y después, mientras iba a hacer la compra con su mujer y su hijo. Las actividades propias de un sábado.
Pero DeCorso acababa de enterarse de un notición. Permaneció conectado unos minutos más para obtener las respuestas a las preguntas que sabía que Frazier le haría. Cuando terminó, se quitó los auriculares. No era solo un notición: era un bombazo. Un misil nuclear de trescientos megatones.
Frazier notó por su expresión que tenía algo importante que comunicarle.
– ¿Qué? ¿Qué pasa ahora?
– Conoces a Henry Spence, ¿verdad? -preguntó DeCorso.
Frazier asintió. Lo sabía todo acerca del Club 2027, un puñado de vejestorios inofensivos. Los vigilantes les echaban una ojeada de vez en cuando, pero la opinión general era que Spence no dirigía más que un club social para jubilados con pretensiones. Nada prejudicial ni ilegal. Joder, seguramente él mismo se apuntaría cuando entregase su placa, si es que lo aceptaban, cosa no muy probable.
– ¿Qué ocurre con él?
– Acaba de llamar a Piper, de móvil a fijo, así que ni se imaginan que lo tiene pinchado. Spence está en Nueva York. Le ha comprado a Piper un billete en primera clase a Londres con la vuelta abierta. Sale esta noche.
Frazier puso los ojos en blanco.
– ¡Dios santo! Sabía que Piper no estaba solo en esto, pero… ¿Henry Spence? ¿Tanta pasta tiene, o es que lo financia otro?
– Está forrado. Su mujer murió y tenía mucho dinero. Pero eso no es todo.
Frazier sacudió la cabeza y le dijo que desembuchara.
– Está enfermo. Su fecha de fallecimiento es dentro de ocho días. Me pregunto si será por causas naturales o por nosotros.
Frazier se estaba poniendo los pantalones a toda prisa.
– Vete a saber.