Capítulo 36

En el camino de vuelta a la nave industrial, Will hizo tres llamadas telefónicas: una lo animó y dos lo desalentaron.

Nancy ya no estaba sola. La hija y el yerno de Will acababan de llegar a la casa del lago para hacerle compañía hasta que Will regresara. Will la notó alegre y distraída, y al fondo se oían los agradables sonidos de gente cocinando.

Las otras llamadas lo dejaron preocupado. Dane no cogía su teléfono móvil. Cuando telefoneó al motel, pasaron la llamada a su habitación, pero nadie contestó. El recepcionista le confirmó que se había registrado. Will supuso que el hombre tenía el sueño muy pesado, pero no se quedó tranquilo.

En Área 51, el móvil de Dane recibió un aviso de llamada perdida de Will. Un técnico del centro de operaciones localizó las antenas repetidoras con las que se había conectado el móvil de Will y descubrió que estaba en la zona septentrional de Long Beach y avanzaba hacia el norte. Llamó a Frazier para comunicarle la noticia.

Frazier soltó un gruñido. Saber el número de teléfono de Piper estaba bien, pero esperaba no necesitarlo. Mantenía el contacto visual directo con Will y, si todo salía bien, pronto lo detendría y se apoderaría de la base de datos.

Entonces realizaría un registro sorpresa de la casa de Henry Spence y se llevaría lo que fuera que Piper había encontrado en Inglaterra.

Estaba deseando quitarse a Lester de encima. Quería comunicarle que había realizado su trabajo, que había conjurado la amenaza y neutralizado a sus objetivos. Quería oír al burócrata deshacerse en elogios hacia él, por una vez. Luego se tomaría unos días libres para barnizar el suelo de madera de su terraza o dedicarse a alguna otra tarea agradable y cotidiana. Cuando faltase una semana para el Suceso de Caracas, la base cerraría sus puertas, y él viviría allí las veinticuatro horas, todos los días.

Como todavía era algo temprano para poner manos a la obra, Will hizo una parada para cenar a un par de kilómetros de la nave industrial. En el aparcamiento del restaurante chino intentó contactar con Dane de nuevo, pero no lo consiguió. Esta vez le dejó un mensaje en el buzón de voz.

– Soy Will. Son las cinco y media. He estado intentando localizarte. Este asunto me está llevando más tiempo del que había previsto. Llámame en cuanto oigas este mensaje.

Una hora después, continuaba allí, lleno a reventar de cerdo Mu Shu y té verde. En el restaurante había un bar bien provisto, con gran variedad de bebidas alcohólicas, pero él seguía sirviéndose tazas del maldito té.

Antes de irse, partió en dos su galleta de la suerte. La tira de papel decía: «Lo más inteligente es prepararse para lo inesperado».

«Caray, muchas gracias», pensó.

Cuando dobló la esquina para entrar en el aparcamiento de la nave industrial, Will contuvo la respiración. Estaba vacío. Gracias a Dios, no había turno de noche. Hacía media hora que se había puesto el sol, y le reconfortó que la luz se estuviese extinguiendo rápidamente, aunque habría preferido la oscuridad absoluta. Dio dos vueltas en el coche alrededor del edificio para asegurarse de que no hubiera moros en la costa, aparcó en un costado y se encaminó hacia la puerta principal.

La tarjeta de seguridad robada hizo que la lucecita roja del lector magnético cambiara a verde, y la puerta se abrió. Había conseguido entrar.

Se preparó para enfrentarse con un guardia de seguridad, pero el vestíbulo y la recepción estaban desiertos, iluminados por una sola lámpara. La tarjeta funcionó por segunda vez, y Will se adentró en la nave principal.

No estaba totalmente a oscuras. Había un puñado de fluorescentes encendidos en el techo, proyectando un brillo muy tenue en el amplio espacio.

Lo primero que le llamó la atención fue la hilera de robots situados en la parte delantera de la sala. Eran como televisores gigantes sin pantalla. Cada uno tenía un compartimiento en forma de caja con un soporte en V diseñado para sostener un libro firmemente sujeto con correas elásticas.

En la máquina más cercana a él, un brazo robótico estaba paralizado en la posición en que se encontraba cuando lo apagaron, sujetando una hoja con delicadeza entre sus pinzas. El lápiz óptico estaba en posición para empezar a escanear cuando el robot se activase de nuevo y la página estuviese extendida y horizontal.

Detrás de los robots había un espacioso almacén que en aquella planta industrial hacía las veces de biblioteca. Contenía una fila tras otra de estanterías de metal negro lo bastante bajas para que una persona pudiese llegar a los estantes más altos con facilidad. A lo largo del perímetro del almacén había varios despachos a oscuras.

Will suspiró al pensar en la tarea que tenía por delante. Allí debía de haber decenas de miles de libros. Aunque seguramente estaban ordenados según un sistema de catalogación y localización, supuso que le llevaría más tiempo buscar el manual en los despachos y los archivos que encontrar el libro con un método más pedestre. De modo que eligió una fila en un extremo del almacén y comenzó a recorrerla sin más.

Media hora más tarde, tenía la cabeza como un bombo por el mar de lomos de libros, con sus etiquetas de códigos de barras del almacén. Tenía que ser meticuloso. No podía estar seguro de que todos los tomos del código municipal de Los Ángeles estuvieran guardados juntos. Se le cayó el alma a los pies al ver que algunas colecciones estaban dispersas como semillas de alpiste. Al final de una de las filas, al fondo del edificio, hizo una pausa para llamar a Dane de nuevo, pero le saltó el buzón de voz otra vez. Ya no cabía duda de que algo iba mal.

Sus ojos se posaron de pronto en una imagen luminosa. En el despacho más cercano a donde se encontraba, había un monitor en blanco y negro, en el que aparecía la imagen que captaba una cámara de seguridad instalada en el vestíbulo mal iluminado. La placa de la puerta decía marvin hempel, encargado general. Se imaginó al enclenque encargado de planta sentado a su mesa, tomando sopa a sorbos y espiando lascivamente a la recepcionista durante su pausa para el almuerzo. Sacudió la cabeza y pasó a la siguiente fila.

Aceleró el paso e hizo un esfuerzo por concentrarse. Si se descuidaba, se pasaría horas allí, se marcharía con las manos vacías y tendría que hacerlo todo de nuevo. Comenzó a tocar cada lomo con el dedo para asegurarse de haber leído bien el título antes de continuar, pero no dejaba de pensar en otras cosas.

¿Dónde estaba Dane?

¿Cómo estaba Nancy?

¿Cómo terminaría todo aquello?

Frazier había ordenado a sus hombres que rodearan la nave industrial, pero le preocupaba que no fueran suficientes para un edificio tan grande. Únicamente eran seis, y tenían que cubrir la parte delantera, la zona de carga trasera y la salida de emergencia que había en cada uno de los largos costados. Había apostado a DeCorso y a dos más frente a la entrada principal. Piper había entrado por allí, por lo que seguramente saldría también por el mismo sitio. Frazier había dispersado a su grupo de tres enviando a un hombre a cada salida lateral. Él, por su parte, vigilaba la zona de carga y no dejaba de imaginar que Piper abría lentamente la puerta y se quedaba boquiabierto antes de que Frazier le pegara un tiro. Piper no moriría, pero con un poco de suerte sentiría dolor.

DeCorso, por supuesto, estaba a punto de exhalar el último suspiro. Frazier se despidió de él mentalmente. Cuando volviera a verlo, con toda seguridad ya sería cadáver. Algo iba a matarlo en cuestión de horas. ¿Piper? ¿El fuego amigo? ¿Un ataque al corazón? La noche no iba a terminar plácidamente.

Transcurrió otra hora, y Will sacó un libro a medias para marcar el punto en que se había quedado. Fue al servicio de caballeros para expulsar el té chino de su organismo y mojarse la cara con agua fría.

Al mismo tiempo, Frazier y DeCorso mantenían una conversación agitada por radio. ¿Por qué tardaba tanto Piper? ¿Habían pasado por alto alguna salida? ¿Era posible que hubiese un sistema de túneles que conectaran entre sí las naves del polígono industrial?

Frazier decidió enviar al equipo de DeCorso al vestíbulo como primer paso. Sería un buen punto de control si Piper salía por allí, y estaría más próximo al objetivo si optaban por entrar y abatirlo a tiros. Uno de los hombres de DeCorso tenía un dispositivo estándar que actuaba sobre los lectores magnéticos de tarjetas de seguridad. Entraron en la recepción y ocuparon posiciones defensivas.

Will se acercaba de nuevo al fondo del edificio cuando, en la última estantería de la fila vio algo que le provocó un estremecimiento, como si hubiera rozado un cable con corriente.

¡Allí estaban! Una fila entera de códigos municipales del distrito de Los Ángeles de la década de 1980. «Vamos bien -pensó-.Vamos bien.»

Giró ciento ochenta grados para examinar la primera librería de la fila siguiente, y el corazón empezó a latirle a toda prisa. La estantería estaba repleta de aquellos libros de color ocre. No estaban ordenados, pero al recorrerlos con la mirada vio volúmenes de todas las décadas.

El del año 1947 tenía que estar allí, en alguna parte.

Comenzó a tocar cada lomo y a decir el año en voz alta. Llegó al estante inferior y allí, agachado, lo tocó y lo sacó rápidamente: 1947.

Se sentó en el suelo de la nave con el libro encima de las piernas, lo abrió todo lo que pudo, hasta combar el lomo, y golpeó varias veces el pesado volumen contra el suelo. La pistola que llevaba en la cintura se le clavó en la pierna, pero él continuó, sin importarle la incomodidad. Oyó un repiqueteo agradable cuando el dispositivo de memoria cayó sobre el suelo de cemento. Cerró los ojos y dio gracias en silencio.

Cuando se levantó, vio que estaba otra vez enfrente del despacho del encargado de planta y, de forma instintiva, echó un vistazo al monitor de televisión.

Se quedó helado.

Algo se movía en la pantalla.

Dos hombres. No, tres. Con armas en las manos.

Vigilantes.

Se guardó el dispositivo de almacenamiento en el bolsillo, sacó la Glock y quitó el seguro. Había diecisiete balas en el cargador y una en la recámara. Eso era todo, no llevaba otras de repuesto. Dieciocho balas no le durarían mucho en un tiroteo. Tenía que haber una solución mejor.

Seguramente habrían cubierto todas las salidas. Al menos tenía una pequeña ventaja sobre ellos: podía verlos. ¿Había alguna manera de subir a la azotea? Aunque lo más probable era que la nave estuviera construida sobre unos cimientos de hormigón, más valía que averiguara si había un nivel subterráneo.

Corrió por todo el edificio buscando vías de escape y fijándose en todos los rincones. Cada vez que completaba un circuito regresaba al despacho para echar un vistazo a la panda del vestíbulo.

No le seducía ninguna de las opciones. Pensó rápidamente y se preparó para la violencia. Era FDR, pero eso no le garantizaba que, la próxima vez que Nancy lo viera, él no fuera un vegetal como Shackleton. El miedo le dejó un regusto a cobre en la boca.

DeCorso oyó por su auricular que Frazier le pedía un informe de la situación. Le estaba respondiendo en un susurro «todo está tranquilo, no hay rastro de…» cuando se armó la de Dios.

Se encendieron unas luces deslumbrantes, y una sirena estridente rompió a ulular a un volumen que resultaba casi insoportable sin taparse las orejas con las manos.

– ¡La alarma contra incendios! -gritó DeCorso, lo bastante fuerte para que Frazier lo oyera por encima del estrépito.

– ¡Seguro que está conectada a la central! -bramó Frazier-. ¡Los bomberos llegarán en cualquier momento! ¡Entrad ahora mismo e id a por él! Los de mi equipo, mantened vuestra posición frente a las salidas.

– ¡Recibido! -gritó DeCorso-. ¡Vamos a entrar!

DeCorso ordenó a su hombre que abriese la puerta, y los tres se separaron en cuanto irrumpieron en el almacén.

Lo que vieron casi los hizo pararse en seco.

La fila entera de robots se movía animadamente, como si bailara una especie de conga. Los brazos robóticos pasaban páginas. Destellos de una luz cegadora iluminaban las páginas. Imágenes de texto digitalizado aparecían en las pantallas de ordenador.

DeCorso vio algo. A través de la caja de escaneado de los robots de en medio vislumbró fugazmente un objeto de acero negro.

– ¡Un arma! -chilló por encima de los pitidos rítmicos de la alarma contra incendios, y alzó su pistola para abrir fuego.

Will estaba en posición de disparar, detrás de un robot. Apretó el gatillo dos veces, y ambas balas impactaron en el centro del pecho de DeCorso. El hombre parpadeó una vez y cayó de rodillas antes de darse de bruces contra el suelo. Los otros dos vigilantes eran muy buenos, seguramente ex agentes de operaciones especiales, y durante los siguientes segundos, Will se percató de que mantenían la calma en el fragor del combate.

Ninguno de los dos se distrajo al ver caer al jefe de su equipo. El que estaba a la izquierda de Will se parapetó rápidamente tras un carro de metal y disparó varias ráfagas contra los robots de en medio. Saltaba a la vista que no sabía exactamente dónde estaba Will. Saltaron por el aire trozos de papel y vidrios rotos, pero los brazos robóticos seguían buscando páginas que pasar.

Will se concentró en el hombre que tenía a su derecha y que estaba en cuclillas, más expuesto que el otro, buscando un blanco. Apuntó al centro de su masa corporal y efectuó tres disparos seguidos. El hombre soltó un gruñido y se desplomó, con una mancha de sangre cada vez más grande debajo de la chaqueta.

Los fogonazos del arma de Will fueron una señal luminosa inevitable para el tercer hombre, que abrió fuego contra su robot. Will se agachó detrás de la máquina y notó un dolor agudo en la parte interior del muslo izquierdo, como si alguien le hubiera marcado la piel con un hierro candente. La pernera se le empapó de sangre enseguida. Si la bala le había alcanzado la arteria femoral, aquello sería el fin. Pronto lo sabría. Lo vería todo gris, y luego negro.

Los robots estaban tan juntos que casi formaban un muro continuo. Will se arrastró hacia la izquierda hasta situarse detrás del que estaba más alejado.Ya no tenía controlada la posición del último vigilante. La pierna le sangraba copiosamente, pero conservaba los cinco sentidos. Si la bala le hubiese seccionado la arteria, estaría al borde del desmayo.

Entonces, el último vigilante cometió el error de obedecer una orden.

Por el auricular oía a Frazier gritando como un demente.

– ¿Cuál es tu situación? ¡Dame un informe de tu puta situación, ahora mismo!

– ¡Hay dos bajas! -respondió el hombre a pleno pulmón-. ¡Me disparan! ¡Parte delantera del edificio!

Will apoyó todo el peso en la pierna sana y se enderezó rápidamente, asomándose por la caja de escaneado del robot como uno de esos topos de plástico a los que hay que asestar un mazazo en los juegos de feria. Apuntó hacia el sitio de donde provenía la voz y atravesó el carro de metal con seis balas. El último vigilante intentó levantarse pero se vino abajo, sangrando por el abdomen.

Will se apresuró a quitarse el cinturón y se lo apretó en torno al muslo con toda la fuerza que fue capaz de soportar. Apenas aguantaba su propio peso. Arrancó a correr como un loco, pasó por encima de los hombres sangrantes, cruzó cojeando el vestíbulo y salió a la noche sin luna.

A lo lejos se oían sirenas de bomberos que sonaban cada vez más fuerte.

Will no sabía cuántos vigilantes más habría ahí fuera, pero sabía que tendrían que cubrir las otras salidas, al menos durante un rato.

Su coche estaba a solo unos metros.

Iba a conseguirlo.

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