Corría el otoño cuando John Cantwell por fin emprendió la búsqueda que le quitaba el sueño desde la noche en que, estando borracho, la había planeado. En ese entonces estaba abrigado y seco en la biblioteca de su padre. Ahora atravesaba el Solent con mal tiempo, tiritando, empapado de agua de mar.
Un viento fuerte soplaba desde tierra firme hacia la isla de Wight, así que había tenido que darle al patrón de la barca de vela unos chelines adicionales para que accediese a hacer la travesía ese día. John, que no era un marinero experimentado, se pasó el breve viaje vomitando por la borda. En el puerto de Cowes, se fue directo a la primera taberna de mala muerte que encontró para pedir una copa, conversar con los hombres más viejos con que se topara y contratar a un par de lugareños fornidos.
No se molestó en pagar una cama para pasar la noche, pues tenía pensado trabajar mientras la mayoría de los hombres durmiesen. Después del atardecer, despachó varias jarras de cerveza y un cuenco grande de estofado barato, y, una vez recuperadas las fuerzas, esperó bajo la luz de la luna a que los hombres que había contratado volvieran con picos, palas y rollos de cuerda. A medianoche, el séquito de John Cantwell y tres isleños fornidos que portaban antorchas grasientas salieron de la taberna y se encaminaron hacia un sendero que atravesaba el bosque.
En ningún momento se alejaron más de unos cientos de metros de la costa batida por el mar. Cerca, las gaviotas chillaban y las olas rompían rítmicamente en la playa; la brisa fresca y salobre del Solent hizo que se le pasara la borrachera a John y le despejó la cabeza. Hacía una noche fría, y para abrigarse se abrochó la capa con cuello de piel sobre el jubón de cuello alto y se puso la capucha de modo que le tapara las orejas. Sus peones encabezaban la marcha, susurrando entre ellos, mientras John dejaba vagar sus pensamientos y fantaseaba con la riqueza y el poder.
Los viejos de la taberna se habían mostrado recelosos y taciturnos hasta que él les había soltado la lengua con alcohol y dinero. Le contaron que la abadía de Vectis era apenas una sombra de lo que había sido, pues los esbirros de Cromwell la habían reducido a escombros en tiempos de Enrique VIII. Como casi todas las iglesias católicas del reino, la habían asaltado y saqueado, y los habitantes de la isla habían recibido permiso para utilizar las piedras para sus obras de construcción. La mayoría de los monjes se habían dispersado, pero algunos religiosos indómitos se habían quedado y, hasta la fecha, un pequeño grupo de benedictinos se negaba a abandonar las ruinas.
Los viejos, que no sabían nada de los restos de una antigua biblioteca, sacudieron la cabeza y se mofaron de las preguntas de aquel tipo rico llegado de tierra firme. Sin embargo, como este insistió, un pescador entrecano dijo recordar que, de niño, había paseado por los campos de la abadía con su abuelo y correteado por una hondonada cubierta de hierba, un terreno más o menos cuadrado, extenso y bajo. Su abuelo le había gritado que volviera a su lado y le había atizado con su bastón, advirtiéndole que no se acercara a ese sitio, pues, según la leyenda, estaba encantado y lo poblaban los fantasmas de monjes con hábito negro y capucha.
Ese lugar le pareció ideal a John para iniciar su búsqueda, por lo que lo convirtió en su destino nocturno.
El sendero conducía a un sembradío, donde, a la luz de la luna, la catedral de Vectis apareció ante sus ojos. Pese a estar en ruinas era una estructura imponente, descomunal. Conforme se acercaban John vio que ya no había torre, y que las paredes estaban parcialmente derruidas. Las ventanas que quedaban no tenían cristales, y crecían hierbajos y maleza en las jambas desnudas de las puertas. Había otros edificios bajos, algunos desvencijados, otros intactos. Desde una hilera de casitas de piedra salían volutas de humo de una chimenea. Dieron un gran rodeo para evitar estas viviendas y se dirigieron hacia un campo más alejado y más cercano a la costa. Los peones, que sabían dónde estaba la hondonada, refunfuñaron al aproximarse. Aunque desconocían la leyenda que pesaba sobre el lugar, la gravedad con que el viejo pescador les había hablado de ello los había puesto nerviosos.
John cogió una de las antorchas y escrutó la zona. En la oscuridad costaba determinar el contorno. La maleza alta descendía hacia una depresión llana que se extendía poco más de medio metro por debajo del nivel del resto del terreno. No había a la vista elementos destacables, ningún motivo para elegir un punto en vez de otro. Finalmente John se encogió de hombros y escogió el trozo de suelo que tenía bajo los pies. Llamó a los hombres y les indicó que cavaran.
Como los peones vacilaban en bajar a la hondonada John tuvo que ofrecerles a regañadientes una remuneración más elevada. Pero cuando pusieron manos a la obra, cavaron a un ritmo frenético, atravesando la capa de suelo compacta y dura hasta la tierra suelta y fértil de debajo. Dos de ellos habían sido sepultureros, por lo que levantaban la tierra con una destreza asombrosa. Al cabo de una hora, habían abierto una fosa de tamaño considerable. Al cabo de dos, la fosa era ancha y profunda. John observaba acuclillado en el borde y de vez en cuando bajaba de un salto para examinar el fondo de cerca bajo la luz de la antorcha. El suelo, húmedo y marrón, despedía un olor terroso y dulzón, pero en cierto momento John reparó en unos trozos de madera carbonizada y una capa de ceniza.
El corazón le latía desbocado.
– ¡Aquí hubo un incendio! -exclamó.
Los hombres no mostraron el menor interés. Uno de ellos preguntó hasta qué profundidad quería que llegaran. Por toda respuesta, él les dijo que se callaran y siguieran cavando.
Por encima de los chillidos de las gaviotas, John oyó el sonido de un golpe metálico.
Una de las palas había topado con piedra.
John bajó de nuevo al hoyo y, al rascar el suelo con la bota, dejó al descubierto una piedra plana. Agarró una pala, raspó con ella la piedra hasta limpiarla de tierra y hundió la herramienta en el suelo, a medio metro de profundidad. Volvió a topar con piedra. Eligió otro punto para cavar: más piedras.
– ¡Despejad bien el fondo de toda la zanja! -ordenó, emocionado.
Pronto quedó expuesta una superficie de piedras planas y lisas cuidadosamente acopladas para formar un pavimento sepultado hacía tiempo. John exhortó a los hombres a usar el pico para ver qué había debajo de las piedras. Los peones, nerviosos, se enzarzaron en una discusión en voz baja pero al final accedieron y, media hora después, habían desenterrado tres de las losas grandes y planas.
John se puso a cuatro patas para examinar el suelo. Con entusiasmo creciente, vio que las piedras estaban colocadas sobre un entramado de maderos grandes. Metió la mano con cautela en el agujero que antes ocupaban las losas. Era tan profundo que llegó a introducir el brazo entero sin tocar el fondo. Cogió un puñado de tierra y lo tiró por el hoyo. Tardó un segundo o más en oír el tamborileo de la tierra contra una superficie dura.
– ¡Hay una cámara ahí abajo! -señaló-. ¡Tenemos que bajar cuanto antes!
Los hombres retrocedieron hacia el rincón más apartado de su trinchera. Se apiñaron, cuchichearon en tono apremiante y finalmente declararon que se negaban a bajar. Tenían demasiado miedo.
John les suplicó, luego intentó sobornarlos y, por último, los amenazó, furioso, pero fue en vano. Tras increparlo, treparon por la pared de la zanja para salir. Lo máximo que John consiguió fue que le vendieran la soga y le dejaran una antorcha. Poco después, se encontraba solo en medio de la noche.
La emoción del momento atenuaba sus temores. Ató la cuerda a una de las vigas de madera, dejó caer el otro extremo por el agujero y oyó cómo golpeaba suelo firme. A continuación tiró la antorcha encendida, que repiqueteó en el fondo. La tea permaneció encendida, y John, al mirar al vacío, alcanzó a ver una zona débilmente iluminada, un suelo de piedra y lo que parecía una pared irregular. Respiró hondo para armarse de valor, se sentó al borde del agujero con las piernas colgando, se aferró a la soga y comenzó a bajar, valiéndose de los brazos y con los pies cruzados.
El aire en la cámara subterránea estaba viciado y estancado. John descendía palmo a palmo, concentrándose en el tranquilizador resplandor de la antorcha para vencer su miedo a la oscuridad. Cuando había bajado unos seis metros, estaba a tres del fondo. Miró al suelo, achicando los ojos para ver a través de las partículas de humo que emanaban de la antorcha.
– ¡Aaaay!
Su alarido le retumbó en los oídos cuando se le escapó la cuerda de las manos y se precipitó al fondo. Aterrizó sobre una pila de esqueletos humanos quebradizos. Sus pies fueron a parar sobre unas tibias y resbalaron, lo que evitó que se rompiera las piernas. Su cadera derecha se estrelló contra un cráneo que se partió en pedacitos bajo su peso.
Se quedó tumbado en el suelo, jadeando de dolor y espanto al encontrarse frente a unas cuencas vacías.
– ¡Que Dios me ampare! -gritó.
Volvió la cabeza y vio huesos amarillentos por todas partes: en el suelo, apilados sobre repisas de piedra en las paredes. Estaba en una cripta, de eso no cabía la menor duda. Una segunda oleada de pánico lo invadió cuando cayó en la cuenta de que, si estaba malherido, no podría subir a la superficie. Tal vez acabaría ahí por toda la eternidad, convertido en otro montón de huesos. Hizo fuerza para incorporarse y evaluó el estado de sus extremidades.
Podía mover los brazos y las piernas sin gran dificultad, pero notaba un dolor intenso en la cadera derecha. La única manera de calibrar la gravedad de la lesión era apoyar peso en ella, así que se balanceó para ponerse de rodillas y se levantó. Aumentó poco a poco la presión sobre la pierna derecha, que gracias a Dios aguantó, así que John concluyó aliviado que la tenía magullada pero no fracturada. Dio un paso al frente y oyó el escalofriante crujido de unos huesos bajo sus botas, pero logró avanzar cojeando y recoger la antorcha.
John, dolorido, exploró la Cripta, procurando no pisar huesos, habituándose a la avasalladora presencia de la muerte. Había cientos de cadáveres, quizá miles; esqueletos desnudos, pero también cuerpos secos y momificados con mechones de pelo rojizo y trozos de tela marrón adheridos. John trató de concentrarse en su objetivo. ¿Seguía existiendo la biblioteca de Félix? No tenía idea de si se estaba adentrando más y más en la Cripta o si caminaba en la dirección adecuada, pero se había fijado un rumbo y avanzaba despacio, alumbrando su camino con la antorcha.
El arco de luz iluminó la entrada de un pasadizo abovedado, y John, con una mueca por el dolor que sentía en la cadera, apretó el paso casi como si huyera de los esqueletos. Atravesó el pasadizo y se encontró en un entorno totalmente distinto.
Estaba en una sala espaciosa, cuyo contorno no alcanzaba a precisar con claridad. A pocos metros de distancia vislumbró el borde de una mesa de madera. Al acercarse, vio que era una mesa larga situada junto a un banco bajo. Caminó a lo largo de ella, tocando la superficie lisa, intrigado. Había algunos objetos encima, y John cogió el que tenía más a mano. ¡Era un tintero de barro! Sujetó la antorcha por encima de su cabeza para que la luz llegara más lejos. ¡Había otras mesas, dispuestas en filas!
Fue entonces cuando se fijó en las manchas que salpicaban el suelo de piedra en toda su extensión. Eran de color marrón óxido. Sangre seca. Allí se había derramado sangre a raudales.
«Era cierto», pensó, presa de una súbita euforia. La carta de Félix decía la verdad, y, lo que era más importante, ¡el scriptorium de los monjes no había quedado destruido por el incendio! Eso significaba que tal vez la Biblioteca se había conservado también.
Avanzó junto a la fila de mesas, rozando cada una al pasar. Eran quince en total. Se llevó una desilusión momentánea al ver que detrás de la última no había más que una pared, pero el pulso se le aceleró de nuevo cuando divisó una puerta de madera con herrajes macizos. Tiró de la increíblemente pesada puerta con todas sus fuerzas hasta abrirla, y alumbró el interior con la antorcha.
De inmediato cayó de rodillas y rompió a llorar de alegría.
¡La Biblioteca existía! ¡No había sido destruida!
A su izquierda había una estantería de madera repleta de enormes volúmenes encuadernados en piel. A su derecha vio un mueble idéntico y, entre los dos, un pasillo de la anchura justa para que él pudiera pasar.
Reanudó la marcha y cojeó, maravillado, por el pasillo central. A ambos lados se alzaban librerías altas que parecían sucederse en la oscuridad hasta el infinito.
John se detuvo y sacó uno de los libros. Era idéntico al tomo de los Cantwell, salvo porque estaba fechado en 1043. Lo devolvió a su sitio y continuó avanzando. ¿Qué longitud debía de tener esa cámara?
Continuó andando durante un rato que se le antojó asombrosamente largo. Aparte de los grandes palacios y abadías de Londres, no había estado en una estructura tan gigantesca. Al fin, vio la pared del fondo. Justo delante de él se abría la entrada de otro pasadizo. Al cruzar el umbral, le pareció oír un sonido débil.
¿Ratas?
Llegó a una segunda cripta, aparentemente idéntica a la primera. Estanterías descomunales flanqueaban el corredor hasta perderse de vista en las tinieblas. John echó un vistazo a los lomos del estante más cercano: 1457. Los pensamientos se agolpaban en su cabeza. Ahora que había encontrado la Biblioteca, ¿cómo iba a sacar provecho de ello? Tenía que localizar los libros correspondientes a 1581 y años posteriores. Eso sería lo que le daría beneficios. Debía idear una manera de sacar el precioso botín por el agujero. No estaba en absoluto preparado para esa tarea, pero confiaba en su astucia y estaba convencido de que se le ocurriría un plan en cuanto dejara de notar los latidos de su corazón en la garganta.
Se paraba ante cada librería para comprobar las fechas. Cuando divisó un libro con el año 1573, torció a la derecha y se internó entre las estanterías.
Allí estaban: 1575,1577, 1580 y, por fin, 1581. ¡El presente! Había más de una docena de libros que llevaban grabado ese año. Se quedó parado frente a ellos, temblando como un conejo acorralado.
Lo que tenía ante sí le ofrecía el poder más extraordinario del mundo, el poder de ver el futuro. Nadie en la tierra salvo John Cantwell tenía la capacidad de adivinar quién iba a nacer y quién iba a morir. El pecho se le hinchó de orgullo. Su padre estaba equivocado. Contra todos sus pronósticos, John había conseguido algo en la vida. Extendió el brazo lenta y pausadamente hacia uno de los libros.
No vio venir el golpe, no llegó a sentir dolor, jamás volvió a sentir nada.
La piedra le hendió el cráneo, y su cerebro quedó anegado en un flujo mortal de sangre. Se desplomó en el suelo como el muñeco de trapo de un niño.
– Ya está -comunicó el hermano Michael a su acompañante, que estaba unos pasos por detrás en la oscuridad-. Está muerto.
– Que Dios nos perdone -dijo el hermano Emmanuel, inclinándose sobre el cadáver para recoger la antorcha antes de que prendiera fuego a los libros del estante inferior. Ambos se arrodillaron y se pusieron a rezar.
Los dos jóvenes monjes habían visto cómo los cavadores pasaban frente a sus viviendas en plena noche, los habían seguido y los habían observado desde lejos mientras removían la tierra. Cuando los lugareños huyeron, los monjes permanecieron donde estaban para espiar al hombre que quedaba. En el momento en que bajó por una soga a la cámara subterránea, se santiguaron y, silenciosos como serpientes, se arrastraron sobre la hierba y descendieron tras él.
El hermano Michael estaba furioso por aquella invasión del monasterio, y sobre todo por haberse visto obligado a segar una vida.
– ¿Qué lugar es este? -espetó.
Su acompañante era unos años mayor, menos atlético, más cerebral.
– Probablemente una biblioteca antigua y sagrada, fundada por los hermanos cuyos restos reposan en la Cripta. La aislaron del exterior por un motivo que no acierto a imaginar. No somos dignos de estar aquí, y con toda seguridad este despreciable intruso tampoco. Acabar con una vida es un pecado grave, pero Dios nos perdonará.
– Marchémonos -dijo Michael-. Propongo que tapemos el agujero, rellenemos la zanja y no digamos una palabra de esto a los demás. ¿Guardarás el secreto conmigo, hermano?
– En nombre de Nuestro Señor, así lo haré.
Dejaron el cadáver de John Cantwell donde había caído y usaron su antorcha para iluminar el camino de vuelta hacia la soga. El cuerpo inició su lento proceso de desecación y no volvería a ser visto por unos ojos humanos hasta 366 años después.
Transcurrió un mes, luego otro y otro. Todas las mañanas, Edgar Cantwell preguntaba a todos los que vivían en su casa si habían tenido noticia de su hijo John.
El otoño cedió el paso al invierno, el invierno a la primavera, y el anciano empezó a resignarse a la idea de que su primogénito había desaparecido de la faz de la tierra. Nadie sabía cuál era su destino cuando partió de Cantwell Hall en secreto, ni qué podía haberle ocurrido.
Un día, mientras Edgar oraba en su capilla para que Dios lo guiara en su estado de debilidad y confusión crecientes, le pareció oír que el Señor le susurraba que revelase el secreto familiar a Richard, su hijo menor, para que lo sucediera como poseedor del conocimiento sobre el libro de Vectis. Al salir de la capilla, pidió a los criados que lo llevaran a la biblioteca. Lo sentaron en una butaca, y él les ordenó que se encaramasen para sacar la caja de madera oculta en el estante de arriba.
Su ayuda de cámara subió, le pasó unos libros a otro sirviente y anunció que había encontrado la caja. Se la llevó a su patrón y la colocó sobre sus rodillas.
Hacía mucho tiempo que el anciano no tenía la caja entre sus manos. Estaba deseando pasar unos momentos con esos papeles, viejos amigos que le traían tantos recuerdos; la carta de Félix, que lo había fascinado cuando era joven, la hoja enigmática con una fecha de un futuro lejano, la carta de Calvino, que valoraba más que las demás por ser un recuerdo de su querido amigo, la carta de Nostradamus, escrita por el hombre que lo había salvado de una muerte segura.
Levantó la tapa despacio.
La caja estaba vacía.
Edgar soltó un grito ahogado y se disponía a decirle al criado que subiese de nuevo la escalera de mano cuando sintió que el pecho le estallaba con el dolor de mil golpes.
Estaba casi muerto cuando su cuerpo marchito resbaló de la silla y cayó al suelo; los sirvientes no pudieron hacer otra cosa que llamar a sus hijos con gritos desesperados. El joven Richard, el primero en aparecer, jamás sabría que el secreto de Vectis había muerto con su padre.