Capítulo 19

En el instante en que Will despertó, reconoció el desagradable síndrome de los viejos tiempos; sentía que tenía la cabeza llena de pesos de plomo, la boca como si se la hubieran secado con una esponja y el cuerpo atenazado por mialgias como las de la gripe.

Tenía una resaca de aúpa.

Maldijo su debilidad y, al ver la botella llena hasta un cuarto junto a él, en la cama, ahí tirada como una mujer de mala vida, le preguntó con rabia: «¿Qué narices haces tú aquí?». Sintió el impulso de vaciarla en el lavabo, pero no era de su propiedad, ¿o sí? La tapó con una almohada para no tener que verla.

Se acordaba de todo, por supuesto; no podría justificarse con la penosa excusa de que había perdido el conocimiento. Había engañado a sus ex esposas, había engañado a sus novias y había engañado a las mujeres con las que las engañaba, pero nunca había engañado a Nancy. Se alegraba de estar hecho una mierda; se lo merecía.

El mensaje de texto de Nancy seguía allí, en su móvil, sin responder. Después de salir del baño, tras enjuagarse la boca a conciencia con pasta de dientes mentolada para quitarse el sabor a resaca, aprovechó la única raya de cobertura que tenía para telefonearla. En Nueva York era temprano, pero Will sabía que ella estaría levantada, dándole de comer a Phillip o preparándose para ir a trabajar.

– Hola -contestó ella-. Me estás llamando.

– Pareces sorprendida.

– No respondiste a mi SMS. «La distancia es el olvido», pensé.

– Para nada. ¿Qué tal todo?

– Los dos bien. Philly tiene un apetito voraz.

– Eso es bueno. -Su voz sonó vacilante.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó Nancy.

– Sí, estoy bien.

– ¿Cómo van tus asuntos?

– Estoy en una vieja y enorme mansión de campo. Me siento como en una novela de Agatha Christie. Pero la gente aquí es… muy amable y me ayuda mucho. He hecho un descubrimiento importante, pero dudo que quieras saber nada del tema.

Ella guardó silencio unos instantes.

– No me hacía mucha gracia -dijo al fin-, pero lo he superado. Me he dado cuenta de algo.

– ¿De qué?

– De que esto de la vida hogareña es muy duro para ti. Te sientes encarcelado. Cuando se presenta una aventura, es lógico que estés ansioso por aprovechar la oportunidad.

A Will empezaron a escocerle los ojos.

– Te estoy escuchando.

– Y eso no es todo. Deberíamos empezar a pensar en mudarnos más pronto que tarde. Tienes que salir de la ciudad. Les plantearé a los de recursos humanos la posibilidad de un traslado.

El sentimiento de culpa era insoportable.

– No sé qué decir…

– No digas nada. Háblame de ese descubrimiento.

– Tal vez por teléfono no debería.

La voz de Nancy volvió a teñirse de preocupación.

– Creía que habías dicho que no corrías peligro.

– Claro que no, pero los viejos hábitos… Pronto te lo contaré en persona.

– ¿Cuándo volverás a casa?

– No he terminado todavía, tal vez dentro de un par de días. Lo antes que pueda. Ya tenemos la primera pista. Nos faltan tres.

– La llama de Prometeo.

– Era ingenioso para los enigmas, el amigo Shakespeare. Se refería a un candelero grande y viejo.

– ¡Ja! ¿Ahora toca el viento en Flandes?

– Sí.

– ¿Tienes alguna idea?

– No. ¿Y tú?

– Pensaré en ello. Vuelve pronto.

A altas horas de la noche, en Las Vegas, Malcolm Frazier dormía junto a su esposa cuando la vibración y el timbre de su móvil lo despertaron. Era uno de sus hombres, que llamaba desde el centro de operaciones de Área 51; se disculpó de forma maquinal por molestarlo.

– ¿Qué hay de nuevo? -preguntó Frazier, girándose para poner los pies en el suelo.

– Acabamos de intervenir una comunicación telefónica entre el móvil de Piper y el de su esposa.

– Pónmela -ordenó Frazier.

Salió arrastrando los pies del dormitorio principal, pasó junto a las habitaciones de los niños y se dejó caer en el sofá del salón mientras la grabación empezaba a reproducirse.

Después de escucharla, pidió que lo comunicaran con DeCorso.

– ¡Jefe! ¿Qué haces despierto a las dos de la madrugada?

– Mi trabajo. ¿Y tú dónde estás?

Estaba sentado en su coche de alquiler, en el arcén, desde donde podía vigilar el camino a Cantwell Hall. Nadie llegaba o se marchaba de allí sin que él lo viera. Acababa de quitarle el celofán a un sándwich de pollo y su teléfono móvil quedó manchado de mayonesa.

– Haciendo mi trabajo también.

– ¿Le has visto el pelo?

– Aparte de anoche, cuando se tiró a la nieta, no.

– Qué ruin -murmuró Frazier.

– ¿Disculpa?

Frazier no se molestó en responder. No era un diccionario.

– Curiosamente, acaba de llamar a su mujer, pero no para confesar. Le ha dicho que había hecho un «descubrimiento importante» y que aún no había terminado. Dice que le quedan tres pistas por encontrar. Habla como si estuviera participando en un maldito concurso. Bueno, ya estás informado.

– La comida de aquí es una mierda, pero sobreviviré.

– Lo sé -dijo Frazier con conocimiento de causa, y acto seguido añadió-: Intenta pasar inadvertido. La CIA ha prometido al SIS que averiguará qué le ocurrió a Cottle, y nuestros enlaces en la CIA nos están haciendo preguntas, pero solo para cumplir. Todos los de nuestro bando quieren que el asunto se olvide. Los que me preocupan son los otros.

A Frazier le costó conciliar el sueño otra vez. Repasó mentalmente su estrategia, intentando no volverse loco al pensar en todas las posibles jugadas. Había decidido dejar tranquilo a Spence hasta que Piper terminara lo que fuera que había ido a hacer a Inglaterra. Por el momento, todo iba bien. Daba la impresión de que Piper se traía algo entre manos. «Que haga él el trabajo -pensó Frazier-. Entonces le echaremos el guante y recogeremos los frutos.» Siempre podrían pillar a Spence y apoderarse del libro más tarde. No les costaría encontrarlo. Frazier había puesto bajo vigilancia su casa en Las Vegas y suponía que el tipo aparecería antes de su fecha de fallecimiento. Spence era hombre muerto. El tiempo no corría a su favor.

Cuando el ama de llaves depositó una fuente con pan frito en la mesa, Will se quedó mirándola con recelo. Isabelle se rió y lo animó a ser más abierto de mente. Él dio un mordisco crujiente.

– No lo entiendo -dijo-. ¿Por qué estropear una buena tostada de esta manera?

En rápida sucesión, le sirvieron huevos fritos, champiñones y beicon, y Will, por cortesía, hizo un esfuerzo por comérselo todo. La resaca se lo estaba poniendo todo muy difícil, incluso respirar.

Isabelle, en cambio, estaba relajada y parlanchina, como si nada hubiera pasado. El no tenía ningún inconveniente; se prestaría al juego, el autoengaño o lo que fuera aquello. A lo mejor él no lo sabía y así era como se relacionaban ahora los jóvenes. Si les apetecía lo hacían y luego se olvidaban, sin darle mayor importancia. Parecía una forma razonable de ir por la vida. Tal vez él había nacido una generación antes de su tiempo.

Estaban solos. Lord Cantwell no había dado señales de vida todavía.

– Esta mañana he estado documentándome sobre los molinos flamencos -dijo ella.

– Qué diligente.

– Bueno, como tú ibas a pasarte toda la mañana durmiendo, alguien tenía que ponerse a trabajar -repuso con descaro.

– En fin, ¿dónde está la siguiente pista?

– Nos hemos salido.

– ¿Cómo?

– ¡De la pista! ¡Su cerebro sigue dormido, señor Piper!

– He tenido una noche movidita.

– ¿De veras?

Will no quería adentrarse en ese terreno.

– ¿Los molinos de viento? -preguntó.

Ella había impreso unas páginas de un sitio web.

– ¿Sabías que el primer molino de viento se construyó en Flandes en el siglo XIII? ¿Y que, en su momento de mayor difusión, en el siglo XVIII, llegó a haber miles de ellos? ¿Y que hoy en día quedan menos de doscientos en toda Bélgica, y solo sesenta y cinco en Flandes? ¿Y que el último molino de viento flamenco que funcionaba dejó de utilizarse en 1914? -Levantó la vista y le sonrió con dulzura.

– Nada de eso es útil -dijo él y tomó otro trago de café.

– No, no lo es -admitió ella-, pero me ha puesto en marcha el cerebro. Tenemos que buscar a conciencia un objeto artístico, una imagen, un cuadro, cualquier cosa en que aparezca un molino. Ya sabemos que no es un libro lo que nos interesa.

– Bien. Estás lanzada. Me alegro de que al menos uno de los dos lo esté.

Se la veía entusiasmada y nerviosa, como un potrillo ansioso por dar una galopada matinal.

– Ayer fue uno de los días más estimulantes que he vivido, Will. Fue increíble.

Él la miró a través de la bruma de su malestar.

– ¡Mentalmente estimulante! -precisó ella, exasperada, pero, en un susurro apenas audible entre los ruidos que hacía el ama de llaves al limpiar, añadió-:Y físicamente también.

– Recuerda -le dijo él, con toda la gravedad de que fue capaz- que no puedes divulgar nada de esto. Si lo haces, hay unas personas muy serias que te pararán los pies.

– ¿No crees que el resto del mundo debería saberlo? ¿Conocer la verdad no es un derecho universal? -Curvó los labios en una sonrisa radiante-. Por no mencionar que eso catapultaría mi carrera de forma espectacular.

– Por tu bien y por el mío, te ruego que no sigas por ahí. Si no me lo prometes, me marcharé hoy mismo, me llevaré el poema y nunca llegaremos al fondo de este asunto. -No bromeaba.

– De acuerdo -accedió ella, haciendo un mohín-. ¿Qué le digo al abuelo?

– Que la carta es interesante pero no arroja luz sobre el libro. Invéntate lo que sea. Algo me dice que tienes mucha imaginación.

Empezaron la jornada recorriendo la casa en busca de algo remotamente interesante. Will se llevó consigo otra taza de café para el camino, lo que a Isabelle le pareció muy típico de un estadounidense. La planta baja de Cantwell Hall era bastante intrincada. En el ala de la cocina, en la parte posterior de la casa, había una serie de despensas y habitaciones de servicio que no se utilizaban. El comedor, una habitación bien proporcionada que daba a la parte delantera, estaba entre la zona de la cocina y el vestíbulo. Will, que se había pasado todo el día anterior en el gran salón y la biblioteca, pudo ver esa mañana otra estancia grande y formal con vistas al jardín trasero, otro salón, que también llamaban «sala francesa» y que contenía una rancia colección de muebles y piezas ornamentales francesas del siglo XVIII. Daba la impresión de que apenas la usaban o entraban en ella. Además, Will descubrió que la gran sala carecía de ventanas porque su pared exterior ya no formaba parte de la fachada de la casa. En el siglo XVII se había construido una galería larga que comunicaba la casa con unas caballerizas que se habían reacondicionado hacía tiempo como salón de banquetes.

Se accedía a la galería por una abertura de la sala que pasaba inadvertida. Era un pasillo de techo alto y paneles oscuros con numerosos cuadros y alguna que otra estatua de piedra o bronce. Desembocaba en una sala enorme y fría en la que no se había celebrado un banquete o baile desde al menos hacía medio siglo. A Will se le cayó el alma a los pies cuando entró. El sitio estaba repleto de cajas de embalar, pilas de muebles y baratijas tapadas con sábanas.

– El abuelo llama a esto su cuenta corriente -le dijo Isabelle-. Son cosas de las que ha decidido desprenderse para poder pagar las facturas durante un par de años más.

– ¿Puede ser que algunos de estos trastos daten del siglo XVI?

– Es posible.

Will sacudió su dolorida cabeza y soltó una palabrota.

La sala de banquetes estaba unida por medio de un corredor corto a la capilla, una reducida iglesia de piedra, el lugar de culto particular de los Cantwell, con cinco filas de bancos y un pequeño altar de piedra caliza. Era un lugar sencillo y tranquilo, con el Cristo crucificado contemplando desde arriba los bancos vacíos moteados por el sol que se colaba por las vidrieras de colores.

– No se usa mucho -dijo Isabelle-, aunque el abuelo quiere que la familia celebre aquí una misa privada para él cuando le llegue la hora.

Will señaló hacia arriba.

– ¿Es esta la torre que veo desde mi habitación? -preguntó Will.

– Sí, ven y echa un vistazo.

Isabelle lo guió al exterior. La hierba, espesa y húmeda, relucía al sol. Se alejaron por el jardín justo lo suficiente para abarcar con la vista la capilla de piedra. Al verla, a Will casi le dieron ganas de reír. Era un edificio pequeño y curioso, una rareza de arquitectura claramente gótica, con dos torres rectangulares en la fachada principal y, en el centro, sobre una nave y un crucero cuadrangulares, una aguja puntiaguda y alta que semejaba una lanza apuntando al aire.

– ¿La reconoces? -preguntó ella.

Will se encogió de hombros.

– Es una réplica en miniatura de la catedral de Notre-Dame de París. Edgar Cantwell la mandó construir en el siglo XVI. Supongo que la de verdad lo dejó impresionado.

– Tienes una familia interesante -comentó él-. Seguro que los Piper limpiaban la mierda de los zapatos de los Cantwell.

Para Will, lo único positivo de las horas que siguieron fue que la resaca se le pasó poco a poco. Dedicaron la mañana a registrar la sala de banquetes, centrándose en Flandes y el viento, pero teniendo también presentes las otras pistas -el nombre de un profeta, un hijo que cometió un pecado-, por vagas que fuesen. A la hora del almuerzo, se le había abierto el apetito.

El viejo, que ya se había levantado, comió unos sandwiches con ellos. Como la memoria le fallaba un poco, a Isabelle le resultó fácil eludir el tema de la carta de Vectis. Sin embargo, Cantwell seguía muy interesado en el supuesto poema de Shakespeare pues, al parecer, los problemas económicos eran su principal preocupación.

Volvió a acosar a Will con preguntas sobre sus intenciones hasta que quedó convencido de que si la investigación daba frutos, la carta sería suya. Animó a su nieta a prestarle toda la ayuda posible y lanzó una perorata sobre las casas de subastas y sobre su decisión de conceder a los de Pierce & Whyte la oportunidad de sacar tajada, dado el éxito de su última subasta, aunque Sotheby's o Christie s supieran encargarse mejor de un artículo tan importante. A continuación, se excusó para ir a leer su correspondencia.

Antes de regresar al salón de banquetes, aprovecharon que lord Cantwell estaba atareado en la planta baja para subir a hurtadillas y echar una ojeada en su dormitorio. Isabelle no recordaba si había algo de interés allí arriba, pues hacía años que no entraba, pero era una de las habitaciones más antiguas de la casa, de modo que no podían pasarla por alto. La cama estaba sin hacer y despedía un fuerte olor a incontinencia sobre el que no hicieron ningún comentario. Los pocos cuadros que había eran retratos, y ni en los jarrones, ni en los relojes ni en los pequeños tapices había dibujos de molinos. Se batieron en retirada a toda prisa hasta el salón de banquetes, donde se afanaron durante las primeras horas de la tarde, haciendo palanca para abrir cajas y examinando docenas de pinturas y artículos decorativos.

Hacia el anochecer, habían explorado el comedor y la sala francesa, y le estaban dando otro repaso a la biblioteca y al gran salón, cada vez más desanimados.

Al final, Isabelle suplicó que hicieran una pausa para tomar el té. Como el ama de llaves había ido a comprar, Isabelle se dirigió a la cocina mientras Will se quedaba a encender la lumbre. Esa tarea despertó su instinto de boy scout, y comenzó a reordenar diligentemente los ladrillos de la chimenea y a construir una plataforma de leños que optimizara la circulación del aire y evitara que la habitación se llenase de humo. Cuando terminó, colocó los troncos con cuidado, encendió la estructura con un fósforo de madera y se sentó a admirar su trabajo.

El fuego prendió rápidamente, y las llamas se elevaron hacia la bóveda. Escapaban menos volutas que antes. El viejo monitor de boy scouts de Panama City habría estado orgulloso de Will, más que su desalmado padre, que solía atizarlo verbalmente por casi todos sus logros o la falta de ellos.

La melancolía empezaba a apoderarse de él. Estaba cansado y desilusionado por estar recayendo en sus viejos vicios. La botella de whisky seguía arriba, en su habitación. Dejó vagar la mirada a la vez que sus pensamientos. Uno de los azulejos de Delft azules y blancos que revestían la chimenea le llamó la atención. Era una escena encantadora de una madre que caminaba por un campo con un fajo de ramitas bajo un brazo y su hijo pequeño en el otro. Se la veía completamente feliz. Seguro que no estaba casada con un cabronazo como él, pensó.

Entonces la vista se le fue hacia el azulejo que estaba debajo. Se quedó paralizado por un momento y acto seguido se levantó de un salto. Cuando Isabelle reapareció con un servicio de té en una bandeja, se lo encontró frente a la chimenea, examinándola con atención.

– Fíjate -le dijo Will.

Ella dejó la bandeja y se acercó.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó-.Y lo temamos justo delante de nuestras narices. Ayer mismo le estaba dando golpecitos.

A la orilla de un tortuoso río de la campiña se alzaba un pequeño molino, delicadamente pintado en azul y blanco. El artista había sido lo bastante hábil para hacer que las aspas del molino parecieran a punto de girar impulsadas por una brisa que bajaba por el valle, pues, a lo lejos, los pájaros inclinaban las alas, arrastrados por una racha de viento invisible.

El té se enfrió.

Después de asegurarse de que su abuelo estuviera arriba echando la siesta, Isabelle sacó la caja de herramientas del armario de la sala y dejó que Will escogiera los utensilios que iba a usar.

– Por favor, no lo rompas -le rogó.

Él le prometió que tendría cuidado, pero no le garantizó nada. Eligió el destornillador plano más pequeño y fino, y un martillo ligero. Entonces, conteniendo la respiración, comenzó a cincelar la lechada lisa y dura con golpecitos suaves.

Era un trabajo lento y minucioso, pero como la lechada era más blanda que el azulejo, cedió gradualmente al acero. Cuando terminó con la primera junta vertical, continuó con la horizontal superior. Media hora después, las dos horizontales estaban libres de lechada. Como estaba trabajando tan cerca del fuego que había encendido, estaba bañado en sudor y tenía la camisa empapada. Suponía que podría desprender el azulejo golpeando por debajo y haciendo palanca con el destornillador sin tener que labrar la última junta. Isabelle, que estaba prácticamente apoyada contra su espalda, observando todos sus movimientos, dio su aprobación, nerviosa.

Bastaron tres golpecitos oblicuos con el destornillador para que el azulejo se separase del panel unos satisfactorios tres milímetros. Gracias a Dios, estaba entero. Will dejó las herramientas y, con las manos, comenzó a mover muy ligeramente el azulejo hacia arriba y hacia abajo, y luego hacia los lados.

Se desprendió del todo, intacto.

Al instante vieron un tapón redondo de madera en el centro del cuadrado que había quedado expuesto.

– Por eso ayer sonó igual que los demás cuando le di unos golpecitos -dijo ella.

Con la punta del destornillador, Will hizo fuerza bajo el tapón para sacarlo. Dejó al descubierto un agujero profundo de poco más de dos centímetros de diámetro en la madera.

– Necesito una linterna -dijo Will, apremiante.

Había una de bolsillo en la caja de herramientas. Will iluminó el agujero y cogió unos alicates de punta fina.

– ¿Qué ves? -preguntó ella con impaciencia.

Will apretó algo con los alicates y lo sacó del agujero.

– Esto.

Era una hoja de pergamino enrollada en un cilindro.

– ¡A ver! -pidió Isabelle, casi gritando.

Él dejó que lo desenrollara y se quedó de pie tras ella mientras se dejaba caer en una silla.

– Está en francés -dijo Isabelle.

– ¿Estamos jodidos?

– Claro que no -replicó ella con desdén-. Leo bastante bien el francés, gracias.

– Como ya he dicho antes, me alegro de que estés aquí.

– Cuesta un poco descifrarlo; la letra es horrible. Está dirigida a Edgar Cantwell. ¡Y fechada en 1530! ¡Dios santo, Will, mira quién es el autor! Está firmada por Jean Cauvin.

– ¿Y ese quién es?

– ¡Juan Calvino! El padre del calvinismo, la predestinación y todo eso. ¡Nada menos que el teólogo más brillante del siglo XVI! -Recorrió la hoja con la mirada-.Y hay algo más, Will: ¡habla de nuestro libro!

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