Capítulo 31

Will oyó su nombre. La voz sonaba muy lejana. ¿O quizá estaba cerca pero susurraba? Fuera como fuese, lo arrancó de un sueño inquietantemente ligero y lo devolvió a la realidad del presente: una habitación de hospital inundada de sol.

Al despertar no estaba seguro de si era un paciente o una visita, si yacía en la cama o estaba junto a ella, si alguien le sujetaba la mano o él se la sujetaba a alguien.

Entonces, en un abrir y cerrar de ojos, lo recordó todo.

Estaba sujetando la mano de Nancy, que miraba fijamente sus ojos inyectados en sangre y apretaba lastimosamente sus gruesos dedos.

– Will…

– Hola. -Tenía ganas de llorar.

Leyó el desconcierto en su rostro. Las luces parpadeantes y los pitidos de las máquinas de la UCI la confundían.

– Estás en el hospital -le explicó él-.Te pondrás bien.

– ¿Qué ha pasado? -Tenía la voz ronca. Le habían quitado el tubo de oxígeno hacía solo unas horas.

– Monóxido de carbono.

Ella lo miró con ojos desorbitados.

– ¿Dónde está Philly?

Will le dio un apretón suave en la mano.

– Está bien. Se ha recuperado enseguida. Es todo un luchador, el pequeñajo. Está en el ala de pediatría. He estado yendo y viniendo de aquí para allá.

– ¿Dónde están mamá y papá? -preguntó Nancy después de una pausa.

Él le apretó la mano de nuevo.

– Lo siento, cariño. Ya no despertaron.

El jefe de policía y el de bomberos se pasaron el día acribillando a Will a preguntas, abordándolo en los pasillos del hospital, sacándolo a rastras de la habitación de Nancy, tendiéndole emboscadas en la cafetería. Alguien había desconectado un cable del motor de la caldera, lo que había ocasionado una acumulación letal de monóxido de carbono. También habían inutilizado el interruptor diferencial. Para colmo de males, los Lipinski no tenían detectores de C02. Se trataba sin lugar a dudas de un acto deliberado, y por el interrogatorio inicial Will supo que lo consideraban «persona de interés» hasta que el descubrimiento de que la cerradura de la trampilla del sótano estaba rota les indicó que era más probable que fuese una víctima que un sospechoso.

No se les escapó el detalle de que él era un ex agente del FBI y que Nancy estaba en servicio activo, así que, a primera hora de la tarde, las autoridades del FBI en Manhattan prácticamente habían quitado de en medio a la policía local y habían tomado las riendas de la investigación. Los ex colegas de Will lo rondaban con recelo, esperando el momento oportuno para interrogarlo.

Lo interceptaron en uno de sus trayectos entre la habitación de su esposa y el ala donde se encontraba su hijo. Solo se sorprendió a medias al ver acercarse a Sue Sánchez, con sus tacones altos repiqueteando en el suelo. Pero se le revolvió el estómago al ver que la acompañaba John Mueller.

Will y Sánchez siempre habían tenido una relación basada en la desconfianza y la antipatía mutuas. Años atrás, él había sido su supervisor. El propio Will reconocía que como jefe era un desastre; por su parte, Sue siempre estaba convencida de que podía hacer las cosas mejor que él. Se le presentó la oportunidad de demostrarlo cuando a él lo degradaron por mantener una «relación inapropiada» con la ayudante de otro supervisor.

Si el viernes ella estaba a sus órdenes, el lunes se habían vuelto las tornas. La nueva cadena de mando era una pesadilla. Will reaccionó portándose con ella como un patán pasivo- agresivo. De no ser porque necesitaba aguantar mecha durante un par de años para tener derecho a la jubilación completa, le habría dado una patada metafórica y tal vez también literal en su culo de latina prepotente.

Sánchez era su superior durante la investigación del Juicio Final, y también el títere que, siguiendo órdenes, había apartado a Will del caso cuando este estaba cerrando el círculo en torno a Shackleton. Una cadena de titiriteros la había utilizado, y ella seguía resentida por no saber por qué le habían ordenado dejarlo fuera, por qué el caso Juicio Final había quedado totalmente paralizado y sin resolver y por qué le habían concedido a Will una jubilación anticipada con condiciones tan absurdamente atractivas.

Si la relación de Will con Sue no era para echar cohetes, la que mantenía con John Mueller era aún peor. Mueller era remilgado, un fanático de las normas, y le preocupaba más el procedimiento que los resultados. Era un trepa ansioso por dejar el trabajo de campo lo antes posible y hacer carrera en la burocracia. Le irritaba la actitud displicente y rebelde de Will, así como sus transgresiones morales, su afición a la bebida y a las mujeres. Además, le horrorizaba que Nancy Lipinski, una joven agente especial con madera para convertirse en una segunda Mueller, se hubiese pasado al lado oscuro por culpa de Piper ¡y encima se había casado con el muy rufián!

Will, por su parte, consideraba a Mueller un modelo de todo lo que no iba bien en el FBI. Will trabajaba en los casos para encerrar a los malos. Mueller lo hacía para acelerar su ascenso profesional. Era una criatura política, y Will no soportaba los politiqueos.

En un principio, Mueller era el agente especial a cargo del caso Juicio Final, y de no ser por el ataque repentino que lo había incapacitado temporalmente, nunca le habrían asignado el caso a Will. Nunca habría trabajado con Nancy, ni se habría hado con ella. Tal vez el caso Juicio Final se habría resuelto. Toda una cadena de acontecimientos se habría evitado si a Mueller no se le hubiera formado un pequeño trombo que se desplazó hasta el cerebro.

Mueller se había recuperado completamente y se había convertido en uno de los perritos falderos de Sánchez. Cuando la llamaron para comunicarle que alguien había atentado contra la vida de Nancy y su familia, su primera medida había sido pedirle a Mueller que la llevara en coche a White Plains.

En una sala de visitas vacía, Sánchez le preguntó a Will cómo estaba y le dio el pésame. Mueller esperó a que finalizara esta breve muestra de humanidad para entrar directamente en materia en un tono desagradable.

– Según el informe de la policía, estuviste una hora y media fuera de la casa.

– Has leído muy bien el informe, John.

– Bebiendo en un bar.

– La experiencia me ha enseñado que los bares son un buen lugar para beber.

– ¿No encontraste nada de beber en la casa?

– Mi suegro era un tipo estupendo, pero solo bebía vino. Me apetecía un whisky.

– Un momento muy oportuno para salir por ahí, ¿no te parece?

Will avanzó dos pasos, agarró de las solapas al hombre, más bajo que él, y lo estampó contra la pared. Estuvo tentado de sujetarlo con una mano y propinarle un puñetazo en la cara. Cuando Mueller se disponía a subir los brazos con fuerza para liberarse, Sánchez les gritó a los dos que se tranquilizaran.

Will soltó a Mueller y retrocedió, respirando agitadamente, con las pupilas contraídas de rabia. Mueller se alisó la americana y dedicó a Will una sonrisa arrogante, como diciendo: «Esto no va a quedar así».

– Will, ¿qué crees que ocurrió anoche? -preguntó Sánchez, impasible.

– Alguien forzó una puerta mientras cenábamos y metió mano en la caldera. Si yo no hubiera salido, ahora mismo habría tres personas en coma.

– ¿En coma? -preguntó Mueller-. ¿Por qué no muertas?

Will hizo caso omiso de él, como si no estuviera allí.

– ¿Quién crees que era su objetivo? ¿Tú? ¿Nancy? ¿Sus padres?

– Sus padres han sido daños colaterales.

– De acuerdo -dijo Sánchez-. ¿Tú o Nancy?

– Yo.

– ¿Quién es el responsable? ¿Cuál es el móvil?

Will se dirigía únicamente a Sánchez.

– Sé que lo que voy a decir no te va a gustar, Sue, pero esto sigue tratándose del caso Juicio Final.

Ella entrecerró los ojos.

– ¿De qué estás hablando, Will?

– El caso nunca se cerró.

– ¿Me estás diciendo que el asesino del Juicio Final ha vuelto a las andadas?

– No. Te estoy diciendo que el caso nunca se cerró.

– Qué tontería. ¡Menuda chorrada! -protestó Mueller-. ¿En qué te basas para decir eso?

– Sue -continuó Will-, sabes que el caso se fue complicando cada vez más. Sabes que me dejaron de lado. Sabes que me jubilaron para apartarme del FBI. Sabes que no quieren que hagas preguntas, ¿verdad?

– Así es -convino ella en voz baja.

– Entre algunas de las personas que están muy por encima de ti en el escalafón están pasando cosas que te dejarían atónita. Un acuerdo de confidencialidad federal me impide revelar lo que sé, y solo una orden presidencial podría revocarlo. Solo puedo decirte que hay algunas personas que quieren ciertas cosas de mí y están dispuestas a matar para conseguirlas. Tienes las manos atadas. No puedes hacer nada para ayudarme.

– ¡Somos el FBI, Will! -exclamó ella.

– Los que quieren acabar conmigo están en el mismo bando que el FBI. No puedo decirte nada más.

Mueller soltó un resoplido.

– Es la trola más descarada e inverosímil que he oído nunca. ¿Nos estás diciendo que no podemos investigarte ni a ti ni este caso por alguna supuesta actividad clandestina de las altas esferas? ¡Venga ya!

– Voy a ver a mi hijo -respondió Will-.Vosotros haced lo que queráis. Buena suerte.

Las enfermeras dejaron a Will a solas junto a la cuna de Phillip en la unidad de cuidados intensivos. Le habían retirado el tubo de respiración, y el color de Philly empezaba a volver a la normalidad. Dormía e intentaba agarrar con la manita algo que veía en sueños.

Will se sentía como una olla a presión. Hizo un esfuerzo por centrarse. No había tiempo para el cansancio. No había lugar para el abatimiento. Y por nada del mundo iba a permitir que el miedo lo paralizara. Concentró toda su energía en la única emoción que sabía que podía ser una aliada fiable: la ira.

No le cabía duda de que Malcolm Frazier y sus esbirros estaban ahí fuera, seguramente no muy lejos. Los vigilantes tenían una ventaja: contaban con las fechas de fallecimiento, pero hasta ahí llegaba su presciencia. Sabían que habían conseguido matar a sus suegros y confiaban en que habrían conseguido dejarlo a él y a su familia en estado de coma. Pero no lo habían conseguido. Ahora él jugaba en su terreno. No necesitaba a la policía ni al FBI. Le bastaba su propia fuerza. Palpó la Glock que llevaba al cinto, cuyo cañón se le clavaba dolorosamente en el muslo. Canalizó el dolor hacia una imagen mental de Frazier.

«Voy a por ti -pensó-.Voy a por ti.»

En el aeropuerto JFK, DeCorso abrió la puerta trasera del coche de Frazier y se sentó junto a su jefe. Ninguno de los dos abrió la boca. La posición del mentón de Frazier lo decía todo: no estaba contento. Su teléfono echaba humo a causa de tantas llamadas.

La decisión de DeCorso de acogerse a la inmunidad diplomática había armado un lío transatlántico. El Departamento de Estado no tenía idea de quién era DeCorso ni de por qué el Departamento de Defensa insistía en que se respetase su supuesta inmunidad. Los mandamases del SIS intentaban por todos los medios sacar información sobre DeCorso a sus homólogos de la CIA. La patata caliente política fue pasando de mano en mano, subiendo por la cadena de mando hasta que el secretario de Estado estadounidense, muy a su pesar, no tuvo más remedio que interceder en persona con el ministro de Exteriores británico.

DeCorso obtuvo al fin su pase para salir de la cárcel. El gobierno británico cedió de mala gana y lo entregó a un grupo enviado por la embajada de Estados Unidos. Lo llevaron a toda prisa al aeropuerto de Stansted, donde embarcó en el Gulfstream V privado del secretario de Marina estadounidense, y la investigación sobre el incendio intencionado y los homicidios quedó cerrada a todos los efectos.

Finalmente, DeCorso, incapaz de soportar el silencio, le pidió perdón.

– ¿Cómo te trincaron? -gruñó Frazier.

– Alguien llamó a la policía y les dio el número de matrícula del coche que había alquilado.

– Tendrías que haberlo cambiado.

– Te presento mi dimisión.

– Ningún subordinado mío dimite. Cuando decida despedirte, te avisaré.

– ¿Habéis quitado a Piper de en medio?

– Lo intentamos anoche. Monóxido de carbono en casa de los Lipinski. Lo apañamos mientras ellos estaban en un restaurante.

– La fecha de fallecimiento era la de ayer, ¿verdad?

– Sí. Hemos actuado de forma causativa. Piper salió de la casa, regresó y dio la voz de alarma. Su esposa y su hijo se pondrán bien. No hemos podido echarle el guante a lo que fuera que encontró en Inglaterra. Por lo que sabemos, podría haberle pasado ya el material a Spence.

– ¿Dónde está Spence?

– No se sabe. Seguramente va camino de vuelta a Las Vegas. Lo estamos buscando.

DeCorso aspiró entre dientes.

– Mierda.

– Ya.

– ¿Cuál es el plan?

– Piper está en el hospital de White Plains. El lugar está abarrotado de federales. Lo estamos vigilando, y en cuanto él salga, lo pillaremos.

– ¿Seguro que no me darás la patada?

Frazier sabía algo que su hombre ignoraba. Al cabo de dos días, DeCorso estaría muerto. No tenía sentido embarcarse en los trámites interminables para un despido.

– No será necesario.

DeCorso le dio las gracias y se quedó callado durante el resto del trayecto a White Plains.


Nancy despertó de nuevo a última hora de la tarde. Ya no estaba en la UCI, sino en una habitación individual. Al ver que Will no se encontraba allí, le entró el pánico. Pulsó el botón para llamar a la enfermera, y esta le dijo que él debía de estar en la UCI de pediatría con el bebé. Unos minutos después, la puerta se abrió y apareció Will.

Nancy tenía un pañuelo de papel en la mano y se estaba secando los ojos.

– ¿Dónde están mamá y papá?

– En Ballard-Durand.

Ella asintió. Era la empresa de pompas fúnebres que habían elegido. Joseph era muy previsor.

– Está todo preparado para mañana, si te ves con fuerzas. Si no, podríamos aplazarlo un día.

– No, mañana está bien. Necesito un vestido.

Se la veía muy triste. Esos ojos húmedos, ovalados…

– Laura ya se ha encargado de eso. Ha ido de compras con Greg.

– '¿Cómo está Philly?

– Van a sacarlo de la UCI. Está de maravilla. Come como una lima.

– ¿Cuándo me dejarán verlo?

– Esta noche, en algún momento, seguro.

La siguiente pregunta lo pilló desprevenido.

– ¿Y tú cómo estás? -¿De verdad le importaba?

– Voy tirando -respondió con aire sombrío.

– He estado pensando en lo nuestro -dijo Nancy.

Will esperó a que continuara, aguantando la respiración. Ella querría echarlo de su vida. Él ni siquiera debería haberla cortejado. Phillip y ella estarían mejor sin él. Estaba bebiendo en un bar mientras gaseaban a su familia. Ya la había engañado una vez; ¿qué garantía había de que no volviera a hacerlo?

– Mamá y papá se querían. -Se le atragantaron las palabras, y le temblaba el labio inferior-. Se fueron a dormir juntos como cada noche desde hacía cuarenta y tres años. Murieron en la cama, sin darse cuenta. No llegaron a estar decrépitos ni enfermos. Era su hora. Era su hora, pasara lo que pasase. Es lo que quiero que me pase cuando me llegue la hora. Quiero dormirme una noche en tus brazos, y ya no despertar nunca.

Will se inclinó sobre la barandilla de la cama y la abrazó con tanta fuerza que ella casi no podía respirar. Dejó de estrujarla como una pitón y le dio un beso en la frente, agradecido.

– Tenemos que hacer algo, Will -dijo ella.

– Lo sé.

– Tenemos que coger a esos cabrones. Quiero machacarlos vivos.

Will no podía usar su teléfono móvil sin que las enfermeras lo riñeran, así que bajó al vestíbulo. En la lista de contactos del teléfono de prepago había un número memorizado. Will lo marcó.

– ¿Sí? -respondió una voz jadeante.

– Soy Will Piper.

– Qué bien que hayas llamado. ¿Cómo te va, Will?

– Los vigilantes intentaron matarnos anoche. Los padres de mi esposa han muerto.

Hubo un momento de silencio.

– Lo siento mucho. ¿Has sufrido algún daño?

– Yo no; mi mujer y mi hijo sí, pero se pondrán bien.

– Me alivia oír eso. ¿Hay algo que pueda hacer por ti?

– Tal vez. Y he tomado una decisión. Voy a conseguirte la base de datos.

Esa noche, Will durmió en una silla en la habitación de su hijo en el hospital. Se habían ultimado todos los preparativos para el día siguiente, y ya no le quedaba nada que hacer salvo entregarse a un sueño reparador. Ni siquiera las enfermeras que iban y venían cada pocas horas para controlar las constantes vitales perturbaron su descanso.

Al amanecer despertó al oír los gorgoritos alegres procedentes de la cuna de Phillip, que jugaba con su muñeco de peluche, y Will, animado por este comienzo optimista, se preparó psicológicamente para el duro día que le esperaba.

Se tensó al oír que alguien entraba en la habitación, pero no se trataba de una enfermera, sino de Laura y Greg. Habían viajado en coche desde Washington y habían sido de gran ayuda para resolver las cuestiones logísticas. Los Lipinski eran un matrimonio muy querido, por lo que el funeral sería multitudinario. Debido a las filtraciones sobre una posible manipulación de la caldera, los medios también estaban interesados, y se esperaba que acudiese un contingente nutrido de periodistas de Nueva York. Quedaban algunos detalles por concretar con el sacerdote, la funeraria y el cementerio. Dado que el embarazo de Laura no le permitía grandes ajetreos, Greg había asumido las responsabilidades de portavoz de la familia ante el mundo exterior, y Will le estaba muy agradecido por ello.

– ¿Has podido dormir? -le preguntó su hija.

– Un poco. ¿Habéis visto qué buena cara tiene?

Greg bajó la vista hacia Phillip como si estuviese probando cómo le sentaba el papel de padre.

– Hola, colega.

Will se levantó, se acercó a su yerno y le posó la mano en el hombro. Era la primera vez que tenía con el joven un contacto físico que fuera más allá de un apretón de manos.

– Nos has ayudado mucho. Gracias.

– No ha sido nada -dijo Greg, ligeramente avergonzado.

– Buscaré la manera de compensártelo.

Will se hizo cargo de las funciones de jefe de seguridad, y mientras desayunaba en la cafetería, planeó meticulosamente la coreografía. Tenían que permanecer a la vista del público, en medio del gentío. Frazier podría observarlos cuanto quisiera, pero no iría a por ellos delante de todo el mundo. Los detalles eran importantes. Todo tenía que ir como la seda, pues de lo contrario acabarían en el fondo de un agujero muy profundo.

Cuando entró en la habitación de Nancy, esta ya llevaba puesto su vestido negro nuevo y estaba de pie frente al espejo del baño. Parecía decidida a mantener el rostro seco mientras se maquillaba. Un viejo amigo del FBI se había pasado por el piso de Will para llevarle uno de sus trajes oscuros. Ninguno de los dos se había puesto ropa tan elegante desde el día de su boda. Will colocó la mano en la parte baja de la espalda de Nancy.

– Estás muy guapo -comentó ella.

– Tú también.

– No sé si puedo hacer esto -dijo Nancy con voz temblorosa.

– Estaré a tu lado en todo momento -le aseguró él.

Una limusina de la funeraria Ballard-Durand los recogió delante del hospital. Siguiendo el protocolo de alta hospitalaria, llevaron a Nancy en silla de ruedas hasta el borde de la acera. Sujetando a Phillip contra sí, subió al Cadillac. Will escrutaba el tramo de acceso y la calle como si hubiera vuelto al trabajo y estuviese protegiendo a un testigo. Un pequeño grupo de agentes de la oficina de Nueva York escoltaba la limusina como una unidad del Servicio Secreto asignada a un dignatario.

Cuando la limusina arrancó, Frazier bajó sus prismáticos y, con un gruñido, le dijo a DeCorso que Piper era intocable en ese momento. Lo siguieron a cierta distancia y, al poco rato, aparcaron su coche en la avenida Maple, en un lugar desde donde se divisaban las columnas blancas de la funeraria.

Los Lipinski habían sido unas personas campechanas y sencillas, de modo que sus amigos de la comunidad se habían asegurado de que se organizara una ceremonia acorde con la sensibilidad de la pareja. Tras un sentido discurso fúnebre pronunciado por el sacerdote de la parroquia de Nuestra Señora de las Angustias, una procesión interminable formada por colegas de trabajo, compañeros de bridge, feligreses e incluso por el alcalde se pusieron de pie para contar anécdotas emotivas y graciosas de ese matrimonio atento y afectuoso cuya vida les había sido arrebatada antes de tiempo. Nancy, en el banco de la primera fila, lloraba sin parar, y cuando Phillip hacía demasiado ruido, Laura se lo llevaba por el pasillo al vestíbulo hasta que se calmaba. Will permanecía tenso y alerta, estirando el cuello y recorriendo con la mirada la sala repleta de gente. Dudaba que ellos estuviesen ahí dentro, entre ellos, pero nunca se sabía.

El cementerio de Mount Calvary estaba en el norte de White Plains, a unos kilómetros de la casa de los Lipinski, junto al campus del Westchester Community College. A Joseph siempre le había gustado aquella zona tan tranquila y, fiel a su carácter metódico, había comprado treinta años atrás una parcela familiar en el cementerio. Ahora esa parcela lo estaba esperando, y una excavadora acababa de abrir en la tierra de color marrón oscuro dos fosas, una al lado de la otra. Era una de aquellas mañanas frías y despejadas de otoño en que el sol parecía estrecho y plano, y las hojas crujían bajo los pies de los asistentes que caminaban pesadamente sobre el césped.

Frazier observaba la ceremonia frente a las tumbas a través de sus prismáticos desde una vía de acceso, a medio kilómetro de allí. Ya había ideado un plan. Seguirían el cortejo fúnebre hasta la casa de los Lipinski. Sabían que el velatorio sería allí porque le habían pedido al centro de operaciones de Groom Lake que se colaran en el servidor de la funeraria para averiguar el recorrido fúnebre y la dirección de destino de la limusina. Esperarían a que Will y Nancy se quedaran a solas con su hijo por la noche, y entonces entrarían y aprehenderían a Will, empleando la fuerza en la medida necesaria. A continuación registrarían la casa en busca de cualquier cosa que él hubiese encontrado en Cantwell Hall. Una vez que Will estuviese a buen recaudo a cuarenta mil pies de altura, solicitarían nuevas instrucciones al Pentágono. Los hombres de Frazier estaban de acuerdo en que propinar dos golpes en la misma casa en noches consecutivas era la mejor forma de aprovechar el factor sorpresa.

Mientras el sacerdote decía misa frente a las tumbas, Frazier y su equipo merendaban unos sándwiches. Y mientras Nancy tiraba un puñado de tierra sobre los ataúdes de sus padres, los vigilantes ingerían dosis de cafeína bebiendo latas de refresco Mountain Dew.

Cuando el oficio terminó, Frazier seguía observando con atención. Una multitud rodeaba a Will y Nancy, por lo que Frazier los perdió por unos momentos en un mar de abrigos negros y azul marino. Dirigió su atención a la limusina, que estaba aparcada a la cabeza del cortejo, y cuando vio subir a un hombre y una mujer con un bebé en brazos, ordenó a su conductor que arrancara.

El cortejo fúnebre avanzó serpenteando en dirección a la casa de los Lipinski. Anthony Road era un callejón sin salida corto y flanqueado de árboles frondosos. Era imposible que Frazier aparcara allí sin que lo descubriesen, por lo que se apostaron en North Street, la arteria principal, y aguardó pacientemente bajo la luz mortecina de la tarde a que las visitas se marcharan.

El coche fúnebre de Ballard-Durand, una berlina negra, entró en el aparcamiento de una terminal privada en el aeropuerto de Westchester County. El conductor, con traje negro, bajó y echó un vistazo alrededor antes de abrir la puerta del pasajero.

– Vía libre -dijo.

Will bajó el primero, ayudó a Nancy con Philly, y los guió a toda prisa al interior de la terminal. Volvió a salir para darle una propina al chófer y sacar las maletas.

– Usted no ha estado aquí, ¿entendido?

El conductor se levantó la gorra para despedirse y se marchó.

Dentro de la terminal, Will divisó de inmediato a un hombre de complexión mediana pero recia, con el pelo cano muy corto, vaqueros y una chaqueta de cuero de aviador. El hombre descruzó los brazos y se llevó la mano a un bolsillo interior. Will, receloso, no le quitó ojo mientras el tipo sacaba una tarjeta de visita, antes de acercarse a él y tendérsela.


DANE P. BENTLEY, CLUB 2027-


– Tú debes de ser Will. Y tú debes de ser Nancy. ¿Y quién es este hombrecito?

A Nancy le inspiró simpatía el rostro de Dane, con su barba gris de dos días.

– Se llama Phillip.

– Mi más sentido pésame. Vuestro avión tiene el depósito lleno y está listo para despegar.

Frazier esperó toda la tarde hasta que el ir y venir de coches por la manzana de los Lipinski cesó prácticamente por completo. A última hora de la tarde, vio que Laura Piper y su marido se marchaban en un taxi. Al anochecer, enfiló Anthony Road para pasar por delante de la casa en coche. El único vehículo que quedaba en el camino de entrada era el de Joseph. Había luces encendidas en ambas plantas. Decidió aguardar una hora más, por si alguien se presentaba a última hora para expresar sus condolencias.

A la hora señalada, sus hombres y él aparcaron en el camino de entrada y se dividieron en dos parejas. Frazier indicó a DeCorso que entrara por las trampillas del sótano y él mismo abrió la puerta del patio empujándola con el hombro. Le había quitado el seguro a la pistola, que con el tubo del silenciador parecía más larga y amenazadora. Le gustaba mover por fin el culo, entrar en acción. Estaba preparado para ejercer cierto grado de violencia, ansioso incluso. Se relamía de gusto al imaginar cómo derribaría al cabrón de Piper de un culatazo en la sien.

Sin embargo, no estaba en absoluto preparado para lo que encontró; algo que le hizo soltar una maldición. La casa estaba totalmente vacía, y un muñeco del tamaño de Phillip yacía en el sofá de la sala allí donde Laura Piper lo había dejado.

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