Capítulo 4

Al cabo de una hora, Will había dejado de fijarse por completo en la ruta que estaban siguiendo. Era vagamente consciente de haber pasado por Times Square, de haber dejado atrás el Museo de Historia Natural, descomunal y a oscuras, y de haber cruzado Central Park un par de veces, con los anchos neumáticos de la caravana levantando hojas quebradizas en el aire nocturno. Estaba escuchando con tanta atención que la ciudad prácticamente había desaparecido para él.

En Princeton, Henry Spence había sido un prodigio entre prodigios, un adolescente sorprendentemente precoz. Corrían los primeros años de la década de los sesenta, la guerra fría estaba en pleno apogeo y, a diferencia de muchos de sus iguales, que aplicaron su capacidad intelectual a las ciencias naturales, Henry se sumergió en el estudio de las lenguas extranjeras y la política. Adquirió un dominio absoluto del mandarín y el japonés, así como conocimientos suficientes de ruso. Estudió relaciones internacionales como asignatura optativa y, debido a sus raíces conservadoras, a haberse criado en una zona residencial cercana a Pensilvania, a su seriedad y rectitud, era prácticamente como si llevara en la frente un letrero de «reclúteme» dirigido al agente local de la CIA. El profesor de estudios soviéticos se frotaba las manos esperanzado cada vez que veía al joven atildado fumando en el Ivy Club con una expresión inteligente en su pálido rostro y la nariz metida en un libro.

Hasta la fecha, Spence seguía siendo el fichaje más joven en la historia de la CIA, y algunos de los veteranos hablaban todavía de aquel cerebrito que se pavoneaba por Langley con su enorme ego y una capacidad analítica asombrosa. Seguramente solo era cuestión de tiempo que un hombre trajeado de aspecto anodino lo abordase y le pusiese en la mano una tarjeta con la insignia de la Marina de Estados Unidos. Spence, por supuesto, preguntó qué quería de él la Armada, y la respuesta hizo que su vida tomara el rumbo que había seguido desde entonces.

Will recordó que había sentido un desconcierto parecido el día que Mark Shackleton le dijo que Área 51 formaba parte de una operación naval. El ejército tenía sus tradiciones, algunas obstinadamente ridículas, y esta era una de ellas.

Según había averiguado Will, en 1947 el presidente Truman le encomendó a James Forrestal, uno de sus asesores de confianza, que estableciera una base militar ultrasecreta en Groom Lake, Nevada, en una región desierta y remota que lindaba con Yucca Flats. Aunque su denominación cartográfica era Zona de Pruebas 51 de Nevada, acabaron refiriéndose a la base como «Área 51», que era un nombre más corto.

Los británicos habían descubierto algo extraordinariamente inquietante en una excavación arqueológica en la isla de Wight, en los terrenos de un antiguo monasterio, la abadía de Vectis. Habían abierto ligeramente su caja de Pandora y la habían cerrado de golpe al darse cuenta de dónde se habían metido. Clement Atlee, el primer ministro, encargó a Winston Churchill que oficiase de mediador y persuadiese al presidente de Estados Unidos de que les quitara ese peso de encima e impidiese que la reconstrucción de Gran Bretaña se demorara por esa distracción monumental.

Así nació el Proyecto Vectis.

Daba la casualidad de que Forrestal era el secretario de Marina cuando se le asignó la misión, de modo que el proyecto quedó indisociablemente vinculado al Departamento de Marina, lo que convirtió a Área 51 en la base naval más seca y alejada del mar del planeta. El Grupo de Trabajo del Proyecto Vectis, dirigido por Truman en persona, concibió una idea ingeniosa para rodear Área 51 de una nube de desinformación, una estratagema que seguía dando resultado sesenta años después. Se aprovecharon del furor que causaban en todo el país los avistamientos de ovnis para montar una pequeña farsa en Roswell, Nuevo México, y luego propagar el rumor de que una base recién establecida en Nevada podía tener algo que ver con naves espaciales alienígenas y cosas por el estilo. De este modo, Área 51 siguió adelante con su verdadera misión, gracias a la credulidad de la opinión pública.

El secretario de Marina en todas las administraciones era, en la práctica, el representante del Pentágono en los asuntos relacionados con la base y uno de los pocos altos cargos gubernamentales que tenían una remota idea de lo que se estaba cociendo. Reclutar a Henry Spence de la CIA, la agencia rival, fue un golpe maestro, hasta tal punto que poco después de su fichaje lo llamaron al despacho del secretario. Spence estaba aún tan pasmado por la naturaleza de su nuevo trabajo que durante la reunión estuvo como un zombi, y después apenas se acordaba de lo más esencial de las cuestiones tratadas.

Will escuchó atentamente cómo Spence describía su primer día en el desierto de Nevada, muchos metros bajo tierra en el Edificio Truman del complejo principal de Área 51. Como era novato, su supervisor bajó con él solemnemente hasta el nivel de la Cripta y, flanqueado por guardias armados con cara de pocos amigos, lo guió al interior de aquel espacio enorme, silencioso y enfriado artificialmente, una especie de catedral de la tecnología punta, donde Spence vio por primera vez aquellos setecientos mil libros antiguos.

Era la biblioteca más singular e insólita del planeta.

«Señor Spence, aquí tiene sus datos -había declarado el supervisor con un movimiento teatral del brazo-. Pocos hombres han tenido este privilegio. Hemos depositado grandes esperanzas en usted.»

Y así fue como Spence empezó su nueva vida.

Área 51 había encontrado algo más que una persona con talento; la organización había dado con un fanático. Cada uno de los días en que había bajado a la cámara subterránea a lo largo de casi treinta años, Spence había disfrutado plenamente del privilegio que su viejo jefe le había ofrecido y de la embriagadora responsabilidad de formar parte de la institución más exclusiva y secreta del mundo. Gracias a sus conocimientos lingüísticos y a sus dotes analíticas, al cabo de pocos años estaba al cargo de la sección de China. Más tarde llegaría a ser director de Asuntos Asiáticos y al final de su trayectoria profesional era el analista más condecorado en la historia del laboratorio.

En los años setenta, ideó un sistema nuevo y global para obtener información de personas específicas valiéndose de bases de datos chinas disponibles, aunque algo rudimentarias, y de una amplia red de inteligencia que desarrolló en cooperación con la CIA. Las purgas maoístas y los desplazamientos de población con frecuencia lo obligaban a basarse en modelos estadísticos, pero su primer gran éxito fue predecir en 1974 el desastre natural que acaecería el 28 de julio de 1976 en China, en el pueblo minero de Tangshan, y provocaría 255.000 víctimas mortales. Apenas se produjo el terremoto, el presidente Ford ya estaba preparado para ofrecer al primer ministro Hua Guofeng la ayuda de sus equipos de rescate previamente movilizados, lo que reforzó las relaciones entre Estados Unidos y China en la era post-Nixon.

Aquel fue un momento emocionante para Spence. Describía con orgullo morboso el entusiasmo que lo embargó cuando las primeras noticias sobre el seísmo letal llegaron a Nevada. Will lo miró como a un bicho raro.

– Entiéndame, no es que yo ocasionara el maldito desastre -se explicó-. Simplemente lo predije.

De joven, Spence era un tipo arrogante y bien parecido que estaba encantado con su vida de soltero en la pujante Las Vegas. Pero al final, como en el fondo era un blanco protestante de clase acomodada, un pez fuera del agua en una ciudad de nuevos ricos codiciosos, acabó por juntarse con gente de su estilo. En su club de campo conoció a Martha, la hija de un rico promotor inmobiliario. Se casaron y tuvieron hijos, que en la actualidad eran ya profesionales de éxito. Spence era abuelo pero, por desgracia, Martha había fallecido a causa de un cáncer de mama antes de que naciera su primer nieto.

– Nunca busqué la fecha de su muerte -insistió Spence-. Seguramente habría podido conseguirla sin problemas, pero no lo intenté.

Dejó el laboratorio cuando cumplió la edad de jubilación obligatoria, poco después del 11-S. Probablemente se habría quedado más tiempo si se lo hubieran permitido; su trabajo era su vida. Su interés se centraba en Área 51, pero le gustaba informarse sobre temas candentes, aunque no tuvieran que ver con Asia. Durante el verano de 2001, cuando su jubilación era inminente, hacía lo posible por almorzar a diario con los del departamento de Estados Unidos para intercambiar teorías y predicciones sobre los sucesos que pronto matarían a tres mil personas en el World Trade Center.

Cuando se retiró, era fisiológicamente viejo pero sumamente rico gracias a la fortuna familiar de su esposa. Su muerte causó estragos en la salud de Spence; el hábito de fumar dos paquetes diarios le provocó un enfisema complicado con asma que empeoraba cada día. Estaba gordo debido a los esteroides y su debilidad por la comida rica en grasas. Con el tiempo, se vería obligado a utilizar una silla de ruedas eléctrica y una máquina de oxígeno. Sus dos pasiones como jubilado, confesó, eran sus nietos y el Club 2027. La caravana, que llamaba el yayomóvil, era clave para su movilidad y para ver a su familia desperdigada por el país.

Cuando Spence terminó de hablar, Alf Kenyon, como si hubiera estado esperando ese instante, se lanzó a contar su historia personal sin darle siquiera a Will la oportunidad de interrumpir, que se sentía como si estuviesen jugando con él. Esos tipos le estaban abriendo su corazón para engatusarlo. No le gustaba, pero como le picaba la curiosidad, les seguía la corriente.

Kenyon era hijo de unos pastores presbiterianos de Michigan. Se crió en Guatemala pero lo enviaron a la universidad en Estados Unidos. En Berkeley, enardecido por las protestas contra la guerra de Vietnam, mezcló los estudios latinoamericanos con un radicalismo creciente. Después de licenciarse, viajó a Nicaragua para ayudar a los campesinos a reclamar tierras al régimen de Somoza.

A principios de los setenta, los rebeldes sandinistas empezaban a tener cierta influencia en el campo y a movilizar a la gente contra el gobierno. Kenyon era un simpatizante fervoroso de la causa. Sin embargo, su trabajo en el altiplano atrajo la atención no deseada de las milicias progubernamentales y, un día, recibió en su aldea la inesperada visita de un joven estadounidense angelical llamado Tony que tenía más o menos su misma edad. De forma misteriosa, Tony sabía muchas cosas sobre él y, sin que se lo pidiera, le aconsejó que intentara pasar inadvertido. Aunque Kenyon era bastante ingenuo, tenía suficiente mundo para reconocer en Tony a un hombre de la CIA.

Eran la noche y el día, polos opuestos política y culturalmente, de modo que Kenyon, furioso, lo echó de su casa. Pero cuando Tony regresó una semana más tarde, se alegró de verlo, le confesó Kenyon a Will.

– ¡Creo que ninguno de los dos sabía en realidad que éramos gays! -exclamó alegremente.

Will supuso que la historia de Tony tenía otro propósito que simplemente el de revelar su orientación sexual, así que dejó que Kenyon siguiera explayándose con su estilo pausado y preciso.

Pese a sus diferencias políticas, se hicieron amigos; dos estadounidenses solitarios en misiones opuestas en la hostil selva tropical, católico uno, protestante el otro, ambos muy devotos. Kenyon llegó a comprender que cualquier otro agente de la CIA lo habría echado a los lobos, pero Tony se mostraba realmente preocupado por su seguridad e incluso le avisó de una batida de las milicias.

Cuando se acercaba la Navidad de 1972, Kenyon hizo planes para pasar una semana en Managua. Tony le hizo una visita y le suplicó -«¡Sí, me suplicó!»'-, que no fuera a la capital. Kenyon no quiso escucharlo hasta que Tony le contó algo que cambiaría su vida.

«El 23 de diciembre se producirá un desastre en Managua -le dijo-. Miles de personas morirán. Por favor, no vayas.»

– ¿Sabe qué ocurrió ese día, señor Piper?

Will negó con la cabeza.

– El gran terremoto de Nicaragua. Murieron más de diez mil personas, y las tres cuartas partes de los edificios quedaron destruidos. Él no quiso decirme cómo se había enterado, pero me puso los pelos de punta y no fui a Managua. Más tarde, cuando nos volvimos íntimos, por decirlo de alguna manera, me dijo que no tenía idea de cómo nuestro gobierno podía estar al tanto de lo que se avecinaba, pero que la predicción estaba en el sistema y él tenía entendido que era totalmente fiable. Huelga decir que me dejó intrigado.

Al final, destinaron a Tony a otro lugar, y Kenyon abandonó Nicaragua cuando estalló una guerra civil en toda regla. Regresó a Estados Unidos para cursar el doctorado en Michigan. Al parecer, Tony había introducido el nombre de Kenyon en el sistema, y los reclutadores de Área 51 se fijaron en él porque buscaban un especialista en Latinoamérica. Un buen día, un funcionario de la Marina lo visitó en su piso de Ann Arbor y le sorprendió preguntándole si quería saber cómo el gobierno había sabido lo del terremoto de Managua.

Desde luego que quería saberlo. Había picado el anzuelo.

Se incorporó a Área 51 pocos años después que Spence, y lo asignaron a la sección de Latinoamérica. Como Spence y él eran unos tipos muy cerebrales y les encantaba hablar de política, congeniaron de inmediato y pronto empezaron a sentarse juntos en los vuelos diarios entre Las Vegas y Groom Lake. Con el paso de los años, el clan Spence adoptó a todos los efectos al joven soltero y lo invitaba por vacaciones y a las reuniones familiares. Cuando Martha murió. Kenyon fue el principal apoyo de Spence.

Se jubilaron los dos el mismo día de 2001. En la sala VIP de EG &G, en el aeropuerto de McCarran, tras tomar su último vuelo juntos, se abrazaron con los ojos llorosos. Spence se quedó en su finca del club de campo en Las Vegas, y Kenyon se mudó a Phoenix para estar cerca de su único pariente, una hermana. Los dos hombres mantuvieron un contacto estrecho, unidos por las experiencias compartidas y el Club 2027.

Kenyon dejó de hablar. Will esperaba que Spence retomara el hilo de la conversación, pero este también se quedó callado.

– ¿Puedo preguntarle si es usted religioso, señor Piper? -inquirió de pronto Kenyon.

– Sí que puede, pero creo que no es asunto suyo.

El hombre pareció ofenderse. Will cayó en la cuenta de que ellos le habían hablado de su vida personal con la esperanza de que él se confiase a ellos.

– No, no soy muy religioso.

Kenyon se inclinó hacia delante.

– Tampoco Henry. Me extraña mucho que alguien que sepa algo de la Biblioteca no lo sea.

– Cada uno tiene su opinión -replicó Spence-. Lo hemos discutido mil veces. Alf está empeñado en que la Biblioteca demuestra que Dios existe.

– No hay otra explicación.

– Ahora no tengo ganas de volver a hablar de eso -dijo Spence con aire cansino.

– Lo que siempre me ha parecido muy curioso -prosiguió Kenyon- es que de pequeño me educaran en la religión perfecta. Como presbiteriano, estaba programado para incorporar la Biblioteca a mi vida espiritual.

– El hombre sigue implantando la Reforma Protestante -bromeó Spence.

Will sabía por dónde iban los tiros. Durante el último año, pensaba mucho en estas cosas.

– La predestinación.

– ¡Exacto! -exclamó Kenyon-.Yo era calvinista antes de tener una justificación concreta para serlo. Digamos que la Biblioteca me convirtió en un hipercalvinista, muy doctrinario.

– Y muy dogmático -añadió su amigo.

– He dedicado mis años de jubilación a ordenarme pastor. También estoy escribiendo una biografía de Juan Calvino, intentando descubrir cómo había tenido la genialidad de dar en el clavo con su teología. Francamente, de no ser porque a Henry le queda poco tiempo, estaría feliz como una perdiz. Todo tiene sentido para mí, y eso es muy reconfortante.

– Háblenme del Club 2027 – dijo Will.

Spence vaciló cuando el semáforo se puso en verde. Tenía que decidir si atravesar el parque de nuevo.

– Como sin duda sabrá, el último libro de la Biblioteca llega hasta el 9 de febrero de 2027.Todas las personas cuya fecha de fallecimiento no consta en los libros están FDR, fuera del registro. Todos los que han trabajado en la Biblioteca han hecho infinidad de especulaciones sobre por qué dejaron de escribirse los libros y quién fue su autor original. La obra de esos sabios, monjes, adivinos o extraterrestres… sí, Alf, mi explicación es tan válida como la tuya…, ¿quedó interrumpida por factores externos como guerras, enfermedades o desastres naturales? ¿O hay una causa más siniestra que los habitantes de la Tierra deberíamos conocer? Por lo que sabemos, las autoridades no han llevado a cabo ningún esfuerzo para investigar la importancia de esa última fecha registrada, u horizonte, como lo llaman. El Pentágono siempre está demasiado ocupado exprimiendo al máximo los datos y generando informes de inteligencia. Hay muchos malos presagios de grandes catástrofes en un futuro no muy lejano y están obsesionados con ello. Algo muy gordo va a pasar en Latinoamérica, por ejemplo. Tal vez, cuando el año 2027 esté cerca, a esos genios de Washington se les ocurrirá que deberíamos saber qué demonios pasará el día después. Pero deje que le diga, señor Piper, que la curiosidad por el horizonte no desaparece con la jubilación. En la década de 1950, un puñado de ex empleados de Área 51 fundaron el Club 2027, en parte como un centro social de jubilados, en parte como un grupo de detectives aficionados. Todo lo hacemos en secreto, porque estamos violando nuestros acuerdos de jubilación y todo eso, pero la naturaleza humana no se puede borrar de un plumazo. Estamos muertos de curiosidad, y los únicos con los que podemos hablar son ex empleados. Además, eso nos da la oportunidad de juntarnos para tomar bebidas de adultos. -El largo soliloquio lo dejó sin aliento.

Will vio cómo su pecho se movía al ritmo de su respiración agitada.

– Entonces, ¿cuál es la respuesta? -preguntó Will.

– La respuesta es… -Spence hizo una pausa dramática- ¡que no lo sabemos! -Soltó una carcajada-. Por eso estamos dando vueltas por Manhattan intentando conquistarlo.

– No creo que pueda ayudarlos.

– Pues nosotros creemos que sí -repuso Kenyon.

– Oiga -agregó Spence-, lo sabemos todo del caso Juicio Final y de Mark Shackleton. Lo conocíamos. No éramos íntimos, vale, pero yo sabía que si alguien iba a descontrolarse, sería un tipo como Shackleton, un pardillo, en mi opinión. Usted ya había tenido algo que ver con él antes, ¿no?

– Fue mi compañero de habitación en la universidad. Durante un año. ¿De dónde han sacado la información sobre mí?

– Del club. Sabemos que Shackleton pirateó toda la base de datos de Estados Unidos hasta la fecha final. Que se inventó unos asesinatos en serie en Nueva York para crear una cortina de humo.

Kenyon sacudió la cabeza tristemente.

– ¡Todavía me cuesta creer que fuera tan rastreramente cruel como para enviar a la gente postales con la fecha de su muerte! -interrumpió.

– Sabemos que su auténtico propósito era mezquino -prosiguió Spence-: hacer dinero con una trama relacionada con los seguros. Sabemos que usted lo desenmascaró. Sabemos que los vigilantes lo hirieron de gravedad. Sabemos que a usted lo dejaron retirarse del FBI y llevar una vida supuestamente libre de ataduras. Por lo tanto, señor Piper, albergamos la fuerte sospecha, casi la certeza, de que usted tiene una influencia especial sobre las autoridades.

– ¿Qué le hace pensar eso?

– Porque sin duda posee una copia de la base de datos.

Por unos instantes, Will se vio a sí mismo otra vez en Los Ángeles, huyendo de los vigilantes en el asiento trasero de un taxi, copiando apresuradamente la base de datos de Shackleton en un lápiz de memoria. Shackleton, que debía de estar pudriéndose en algún pabellón dejado de la mano de Dios.

– No pienso confirmarlo ni negarlo.

– Pero hay algo más -anunció Kenyon-.Vamos, Henry, cuéntaselo todo.

– A mediados de los noventa, hice buenas migas con uno de los vigilantes, llamado Dane Bentley, tan buenas que me hizo el mayor favor imaginable relacionado con Área 51. Mi curiosidad era insaciable. ¡Las únicas personas que tenían acceso a lo que yo quería saber eran precisamente los encargados de que los demás no tuviéramos acceso! Como ya sabrá, los vigilantes son bastante lúgubres, pero ese chico, Dane, era suficientemente humano para saltarse las reglas por un amigo. Consultó la fecha de mi muerte: el 21 de octubre de 2010. Por aquel entonces me parecía algo muy, muy lejano. Pero el tiempo pasa sin que uno se dé cuenta.

– Lo siento.

– Gracias. Se lo agradezco. -Esperó al siguiente semáforo en rojo para preguntar-. ¿Se ha buscado usted a sí mismo?

Will vio que no tenía mucho sentido seguir haciéndose el despistado.

– Sí. Dadas las circunstancias, me pareció que no tenía alternativa. Soy FDR.

– Eso es bueno -señaló Kenyon-, Es un alivio saberlo, ¿verdad, Henry?

– Sí, lo es.

– Yo nunca he querido conocer mi fecha -admitió Kenyon-. He preferido dejarla en manos de Dios.

– Bueno, al grano -dijo Spence en tono enérgico, golpeando el volante con las manos-. Me quedan diez días para averiguar la verdad. ¡No puedo aplazar lo inevitable, pero quiero saberlo antes de morir, maldita sea!

– No tengo la menor idea de cómo puedo ayudarle. De verdad que no.

– Enséñaselo, Alf-ordenó Spence-.Enséñale lo que encontramos hace una semana.

Kenyon abrió una carpeta y sacó unas hojas en las que había impreso una información de una página web. Se las pasó a Will. Era un catálogo de la casa de subastas Pierce & Whyte, de Londres, especializada en libros antiguos. Anunciaba una subasta que se celebraría el 15 de octubre de 2010, es decir, al cabo de dos días. Había varias fotos en color del lote número 113, un volumen grueso y viejo con la fecha 1527 grabada en el lomo. Will miró las imágenes y la descripción detallada del artículo que estaba más abajo. Aunque solo leyó el texto por encima, concluyó que, en esencia, lo que decía era que, aunque se trataba de un objeto único, la casa de subastas no sabía qué era. El precio de salida estaba entre dos mil y tres mil libras esterlinas.

– ¿Es lo que yo creo? -preguntó Will.

Spence asintió.

– En la oficina sabíamos que faltaba un volumen de la Biblioteca. Un libro de 1527. ¡Y ahora que me quedan menos de dos semanas de vida, descubro que ese jodido libro va a salir a subasta! ¡Tengo que hacerme con él! ¡Ese maldito libro ha estado por ahí perdido durante seis siglos! El único tomo que falta entre cientos de miles. ¿Por qué no estaba con los demás? ¿Dónde ha estado todo este tiempo? ¿Sabía alguien lo que era? Joder, tal vez nos diga más que cualquiera de los otros libros guardados en la Cripta de Groom Lake. No quiero adelantarme a los acontecimientos, pero, por lo que sabemos, ¡podría ser la clave para averiguar qué diablos pasará en 2027! Tengo un presentimiento, señor Piper. Y, por Hades, ¡debo corroborarlo antes de morir!

– ¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

– Queremos que vaya a Inglaterra mañana a pujar por el libro en la subasta. Yo estoy demasiado enfermo para tomar un avión, y Alf, este cabronazo testarudo, se niega a apartarse de mi lado. Le he comprado billetes en primera clase, y el de vuelta es para el viernes por la noche. Le he reservado una bonita suite en el Claridge`s.

Will le lanzó una mirada de odio, pero cuando se disponía a replicar, Spence lo interrumpió.

– Antes de que responda, quiero que sepa que hay algo que es aún más importante para mí. Quiero ver la base de datos. Conozco la fecha de mi muerte, pero no he consultado las de mis seres queridos. Hasta donde yo sé, ese hijo de puta de Malcolm Frazier, que el Dios de Alf lo fulmine mañana mismo, va a por nosotros. Tal vez lo que acabará conmigo dentro de diez días no serán mis pulmones jodidos, sino los matones de Frazier. Me niego a abandonar este valle de lágrimas sin antes saber si mis hijos y mis nietos son FDR. Quiero saber si están a salvo. ¡Estoy desesperado por saberlo! Si hace esto por mí, señor Piper, si consigue el libro y me facilita la base de datos, yo le haré rico.

Will estaba negando con la cabeza incluso antes de que el hombre terminara de hablar.

– No iré a Inglaterra mañana -dijo Will, rotundamente-. No puedo dejar a mi mujer y a mi hijo sin avisar con tiempo. Tampoco tocaré la base de datos. Es mi seguro de vida. No pienso poner en peligro la seguridad de mi familia para satisfacer su curiosidad. Lo siento, pero debo negarme, aunque lo de hacerme rico suena bastante bien.

– Llévese también a su esposa y a su hijo. Lo pagaré todo.

– No puede ausentarse del trabajo así, sin más. Olvídelo. -Imaginó la reacción de Nancy, y no era algo agradable-. Tuerza a la derecha por la Quinta Avenida y lléveme a casa.

Spence se puso nervioso y comenzó a gritar y a farfullar. Will tenía que colaborar. El tiempo se acababa. ¿Acaso no veía lo desesperado que estaba?

El hombre tosía y resollaba con tal violencia que Will temió que perdiera el control y se estrellara contra los coches aparcados.

– ¡Tranquilízate, Henry! -le imploró Kenyon-. Silencio. Deja que yo me encargue de esto.

De todos modos, Spence se había quedado sin habla. Agachó su cabeza moteada y le hizo señas a Kenyon para que lo relevara.

– Muy bien, señor Piper. No podemos obligarle a hacer algo contra su voluntad. Ya suponía que no querría involucrarse. Pujaremos por teléfono. Denos permiso al menos para pedir que un mensajero le entregue el libro en su apartamento el viernes por la noche de modo que podamos pasar a recogerlo. En el ínterin, tenga la gentileza de considerar la generosa oferta de Henry. No necesita la base de datos completa, solo las fechas de fallecimiento de menos de una docena de personas. Por favor, consúltelo con la almohada.

Will asintió con la cabeza y guardó silencio durante el resto del trayecto hacia el bajo Manhattan, concentrándose en la respiración sibilante de Spence y en el siseo del oxígeno que fluía por las cánulas que llevaba en la nariz.

En ese momento, Malcolm Frazier se despertó sobresaltado y con el ceño fruncido, inusualmente desorientado. Los títulos de crédito de la película pasaban por la pantalla del avión, y la señora mayor del asiento del medio estaba dándole unos golpecitos en el hombro para que la dejara salir al pasillo y dirigirse al lavabo. Los asientos de clase turista en el vuelo de American no estaban diseñados para cuerpos grandes y musculosos como el suyo, por lo que se le había dormido la pierna derecha. Se levantó y sacudió el pie hasta que se le pasó el hormigueo, maldiciendo a sus superiores por no haberse estirado un poco para pagarle un billete en clase business.

No había ningún aspecto de esa misión que le gustara. Enviar al jefe de seguridad de Área 51a pujar por un libro en una subasta le parecía ridículo. Aunque se tratara de ese libro. ¿Por qué no habían enviado a un machaca del laboratorio? El le habría encargado gustosamente a uno de sus vigilantes que le hiciera de niñera. Pero no. El Pentágono lo quería a él. Y, por desgracia, Frazier sabía por qué.

El Suceso de Caracas.

Faltaban treinta días, y el tiempo corría.

Una de esas predicciones trascendentales de Área 51 estaba a punto de cumplirse, pero esta era distinta. Ellos no estaban en guardia ni a la defensiva, como de costumbre. Esta vez, aprovecharían la información para pasar a la ofensiva. El Pentágono estaba preparado. Los jefes del Estado Mayor se encontraban permanentemente reunidos. El vicepresidente en persona encabezaba un grupo de expertos. El gobierno de Estados Unidos estaba poniendo toda la carne en el asador. Era el momento más inoportuno para que el libro que faltaba saliese a la luz. Aunque la confidencialidad era la prioridad en Groom Lake, nadie quería hablar de un posible fallo de seguridad cuando faltaba solo un mes para la operación Mano Tendida.

¡Mano Tendida!

¿A qué genio de las relaciones públicas del Pentágono se le había ocurrido eso?

Si el libro que faltaba acababa en manos de algún cerebrito, solo Dios sabía qué preguntas se plantearían, qué información se divulgaría.

Por eso, Frazier entendía por qué le habían encomendado a él la misión. Pero eso no significaba que le gustara.

El piloto anunció que estaban cerca de la costa de Irlanda y que aterrizarían en Heathrow en dos horas. A sus pies, Frazier tenía un maletín de piel vacío, acolchado por dentro y del tamaño adecuado para el trabajo. Ya estaba contando las horas que faltaban para estar de vuelta en Nevada, con el pesado libro de 1527 cuidadosamente envuelto y guardado en su mochila suministrada por el gobierno.

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