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ALEMANIA, 1931

Era el martes 23 de mayo. Lo sé porque era el día de mi cumpleaños. Tiendes a recordar tu cumpleaños cuando has tenido que pasarlo en la prisión de Tegel, interrogando a uno de los convictos en el juicio del Eden Dance Palace. Un miembro de las Secciones de Asalto del partido nazi que se llamaba Konrad Stief. No era más que un muchacho, no tendría más de veintidós años; con un par de condenas por hurto, se había unido a las SA la primavera anterior. Durante los últimos años de la República de Weimar, la suya era una típica historia berlinesa: el 22 de noviembre de 1930, Stief y otros tres camaradas de la SA Storm 33 habían ido a un salón de baile. No había nada de malo en ello, excepto que no fueron allí para bailar el charlestón; y en lugar de corbatas y el pelo bien peinado, llevaban pistolas. Verán, el Eden Dance Palace era frecuentado por un club de excursionistas comunistas. Por curioso que resulte, los clubes de excursionistas comunistas solían hacer lo mismo que los demás en la sala de baile: bailar. Pero aquella noche no pudieron hacerlo, porque llegaron los nazis, subieron las escaleras y abrieron fuego. Varios de los alegres excursionistas fueron alcanzados por las balas, y dos de ellos resultaron gravemente heridos.

Como digo, era una típica historia de Berlín, y probablemente yo no hubiese recordado muchos de los detalles salvo por el hecho de que el caso del Eden Dance Palace en la Corte Criminal Central de Berlín, en el viejo Moabit, no era un juicio típico. Verán, el abogado de la defensa, un tipo llamado Hans Litten, citó a Hitler al banquillo y lo interrogó sobre su verdadera relación con las SA y sus métodos violentos; y Hitler, que intentaba venderse a sí mismo como el Señor de la Ley y el Orden, no sentía mucho interés por lo sucedido ni por Hans Litten, que además resultaba ser judío. En cualquier caso, los cuatro fueron condenados. Stief fue sentenciado a dos años y medio en Tegel, y a la mañana siguiente acudí a la prisión para ver si podía arrojar alguna luz sobre otro caso. Tenía algo que ver con el asesinato de un hombre de las SA. El arma que Stief había utilizado en el Eden Dance Palace había sido utilizada para asesinar a otro hombre de las SA. Mis preguntas eran las siguientes: ¿Los comunistas habían asesinado al hombre de las SA por ser miembro de la organización? ¿O, como comenzaba a parecer más probable, lo habían asesinado los nazis porque en realidad era un comunista enviado a espiar a la sección de asalto Storm 33?

Conseguí que Stief me diera un nombre y la dirección de una taberna en la ciudad vieja frecuentada por los miembros de la Storm 33. La taberna Reisig's estaba en la Hebbelstrasse, en el distrito oeste de Charlottenburg, y no quedaba muy lejos del Eden Dance Palace. Así que cuando salí de Tegel decidí pasarme por allí y echar un vistazo. Pero tan pronto como llegué vi salir a un grupo de hombres de las SA y subirse a un camión. Iban armados, y era obvio que partían en alguna misión asesina. No había tiempo para llamar a la jefatura y, convencido de que por una vez podría evitar un homicidio en lugar de investigarlo, los seguí.

Esto puede parecer valiente o una tontería, pero no lo es. En aquellos días muchos polis solían llevar una Bergmann MP18 en el maletero del coche en lugar de una pistola. La Bergmann era una metralleta de calibre nueve milímetros con un cargador de treinta y dos balas, perfecto para barrer la basura de las calles. Así que seguí a la pandilla todo el camino hasta la Colonia Felseneck, en Reinickendorf Este, un reducto del partido comunista. La Colonia Felseneck consistía en una serie de parcelas para los comunistas que querían cultivar sus propios alimentos; y como el dinero escaseaba tanto, muchos de ellos necesitaban cultivar verduras para sobrevivir. Algunos de aquellos comunistas incluso vivían allí. Tenían sus propios guardias, y se suponía que debían estar atentos por si aparecían los nazis, pero esta vez no hicieron bien su trabajo. Habían huido o les habían avisado, o quizás eran cómplices del ataque, ¿quién sabe?

Cuando llegué allí, los nazis estaban a punto de darle una paliza a un joven de unos veintitantos años. No le vi de inmediato; había demasiados camisas pardas a su alrededor, como perros. Lo más probable es que pensasen darle una buena paliza, y luego llevarle a alguna otra parte y pegarle un balazo en la cabeza antes de arrojar el cuerpo. Barrí el aire por encima de sus cabezas con la Bergmann, les hice volver a su camión y les dije que se largasen porque eran demasiados para que pudiese arrestarlos a todos. Entonces, por si acaso decidieran volver, le ordené al muchacho que subiese a mi coche y le dije que le dejaría en algún lugar donde al menos estuviera más seguro que allí. Me dio las gracias y me preguntó si lo podía llevar a la Bülowplatz. Aquella fue la primera vez que le eché una buena mirada a Erich Mielke. En mi coche, camino de Berlín.

Tenía unos veinticuatro años y medía un metro sesenta y cinco, musculoso, con el pelo ondulado, y era berlinés; creo que de Wedding. También era un comunista de toda la vida, como su padre, que era carpintero o herrero. Tenía dos hermanas y un hermano menor que también eran militantes del partido comunista. Es lo que me dijo.

– Entonces es verdad lo que dicen -le comenté-. Que la locura se transmite de padres a hijos.

Él sonrió. Mielke en aquellos días aún tenía sentido del humor. Aquello fue antes de que los rusos le pillasen. Aunque, en lo que se refería a Marx, Engels y Lenin, no tenían ni pizca de sentido del humor.

– No tiene nada que ver con la locura -manifestó-. El KPD es el partido comunista más grande del mundo fuera de la Unión Soviética. Usted no es nazi, es obvio. Supongo que es del SDP.

– Es verdad.

– Me lo parecía. Un socialfascista. Nos odian más a nosotros que a los nazis.

– Tiene razón, por supuesto. El único motivo por el que le ayudé fue para que se muera de vergüenza cuando les diga a sus camaradas de izquierdas que un poli del SDP le rescató del fuego. Más aún, quiero que después vaya y se ahorque, como Judas Iscariote, por traicionar al movimiento, por ser un rojo que está en deuda con un republicano.

– ¿Quién dice que alguna vez se lo vaya a decir?

– Supongo que tiene razón. ¿Qué es una mentira más, después de todas las otras mentiras del KPD? -Sacudí la cabeza-. Nos espera una década muy oscura, no se confunda.

– No crea que no le estoy agradecido, polizonte -dijo Mielke-. Porque lo estoy. Aquellos desgraciados me hubiesen rajado la garganta. Querían matarme porque soy un reportero de Bandera Roja. Estaba haciendo un reportaje sobre la comunidad de trabajadores en la Colonia Felseneck.

– Ah, sí. El amor fraternal y toda esa mierda.

– ¿No cree en el amor fraternal, polizonte?

– A la gente le importa un pimiento el amor fraternal. Las personas sólo aman a quien las ame. Todo lo demás son pamplinas. La mayoría de la gente regalaría las llaves del paraíso de los trabajadores por la oportunidad de sentirse amados por sí mismos, no por ser alemanes, de la clase obrera, arios o proletarios. Nadie cree de verdad en el eufórico sueño construido sobre un libro o una visión histórica. Las personas creen en una palabra amable, en el beso de una muchacha bonita, en un anillo en el dedo o en una sonrisa feliz. Es en eso en lo que la gente, los individuos que forman parte de la gente, quiere creer.

– Estupideces sentimentales -se burló Mielke.

– Es probable -admití.

– Ése es el problema con ustedes los demócratas. No dicen más que tonterías. Bueno, no hay tiempo para esa clase de monsergas. Estará dando ese discurso en el cementerio, si usted y los de su clase no despiertan pronto. A Hitler y los nazis no les importan ustedes como individuos. Lo único que les importa es el poder.

– Y las cosas serán diferentes cuando todos estemos recibiendo órdenes de Stalin en algún degenerado Estado proletario.

– Habla como Trotsky -dijo Mielke.

– Él también es un socialdemócrata, ¿no?

– Es un fascista -afirmó Mielke.

– O sea que no es un verdadero comunista.

– Así es.

Nuestro camino de vuelta al centro de Berlín nos llevó por la Bismarck Strasse. En una parada de tranvía, justo antes del Tiergarten, Mielke se volvió hacia la calle y dijo:

– Aquella es Elisabeth.

Frené el coche y Mielke le hizo una seña a una bonita mujer morena. Cuando ella se inclinó hacia la ventanilla del coche olí el sudor, pero no se lo reproché porque hacía calor. Yo también me notaba sudado.

– ¿Qué haces aquí? -le preguntó Mielke.

– Le estaba probando un vestido a una dienta que es actriz en el teatro Schiller.

– Es un trabajo que me gustaría -comenté.

La morena me dedicó una sonrisa.

– Soy modista.

– Elisabeth, éste es el Kommissar Günther, del Alex.

– ¿Estás metido en algún lío, Erich?

– Podría haberlo estado de no haber sido por la valentía del Kommissar. Ahuyentó a unos nazis que iban a darme una paliza.

– ¿Puedo llevarla a algún sitio? -le pregunté a la morena, para cambiar de tema.

– Bueno, puede dejarme en cualquier lugar cerca de Alexanderplatz -respondió.

Se sentó en el asiento trasero del coche y partimos de nuevo hacia el oeste, por la Berliner Strasse, cruzamos el canal y el parque.

En un primer momento supuse, llevado por los celos, que la morena tenía relaciones con Mielke, y las tenía, aunque no de la manera que yo había creído; al parecer había sido una buena amiga de la difunta madre de Mielke, Lydia, que también era modista, y después de su muerte la morena había intentado ayudar al padre viudo a criar a sus cuatro hijos. En consecuencia, Erich Mielke parecía considerar a Elisabeth como una hermana mayor, cosa que a mí ya me venía bien. Aquel año me gustaban mucho las morenas bonitas, así que desde ese mismo momento decidí intentar verla de nuevo, si era posible.

Diez minutos más tarde nos acercábamos a la Bülowplatz, que era el destino preferido de Erich Mielke, por ser allí donde estaba la sede central del KPD en Berlín. Ocupaba toda la esquina de una de las plazas más vigiladas de Europa. La Karl Liebknecht Haus era una aparatosa muestra de lo que podrían ser todos los edificios si los izquierdistas llegaban alguna vez al poder, con cada uno de sus cinco pisos decorados con más banderas rojas que una playa peligrosa y con trillados eslóganes pintados en letras mayúsculas blancas. Si la arquitectura es música inmóvil, esto era como una Lotte Lenya semicongelada que nos decía que debíamos morir sin preguntar por qué.

Mielke se agachó en el asiento del pasajero cuando entramos en la plaza.

– Déjeme a la vuelta de la esquina, en la Linien Strasse. Por si acaso alguien me ve bajarme de su coche y cree que soy un confidente.

– Tranquilo -dije-. Voy de paisano.

Él se rió.

– ¿Cree que eso le salvará cuando llegue la revolución?

– No, pero quizá le ha salvado a usted esta tarde.

– Muy acertado, Kommissar. Si le parezco desagradecido es porque no estoy acostumbrado a recibir un trato justo por parte de los polis de Berlín. Estoy más acostumbrado a tratar con cerdos.

– ¿Cerdos?

– Ese cerdo de Anlauf.

Asentí. El capitán Paul Anlauf era -al menos entre los comunistas- el poli más odiado de Berlín.

Me detuve en la Weyding-Strasse y esperé a que Mielke bajase del coche.

– Gracias una vez más. No lo olvidaré, poli.

– No se meta en líos, ¿vale?

– Usted tampoco.

Le dio un beso en la mejilla a la morena y se bajó. Encendí un cigarrillo y lo vi caminar hacia Bülowplatz y desaparecer entre la multitud.

– No le haga mucho caso -dijo la morena-. En realidad no es tan malo.

– No me preocupa tanto como parece que yo le preocupo a él -respondí.

– Gracias por acompañarme -dijo ella-. Aquí ya me va bien.

Vestía un brillante vestido de percal estampado con la cintura abotonada, cuello de encaje y mangas abullonadas. El estampado era un caos de frutos rojos y blancos y flores sobre fondo negro. Parecía un puesto de verduras a medianoche. En la cabeza llevaba un pequeño sombrerito blanco con una cinta de seda roja, como si el sombrero fuese un pastel para el cumpleaños de alguien, quizás el mío. Y por supuesto que lo era. El olor del sudor en su cuerpo era honesto y más provocativo para mí que ningún caro perfume embriagador. Debajo del jardín nocturno había una mujer de verdad con piel en todas las partes de su cuerpo, órganos y glándulas, y todas esas cosas de las mujeres que sabía que me gustaban, pero que casi había olvidado. Era esa clase de día en que las muchachas como Elisabeth llevaban de nuevo vestidos de verano, y yo recordaba lo largo que había sido el invierno en Berlín, durmiendo en aquella cueva con mis sueños como única compañía.

– Le invito a una copa -dije.

Ella pareció tentada, pero sólo por un momento.

– Me gustaría, pero… la verdad es que debo volver al trabajo.

– Vamos. Hace calor y necesito una cerveza. No hay nada como pasar un par de horas en el cemento para que un hombre tenga sed. Sobre todo cuando es su cumpleaños. No querrá que beba solo el día de mi cumpleaños, ¿no?

– No. Si de verdad es su cumpleaños.

– ¿Si le muestro mi carné de identidad vendrá?

– De acuerdo.

Lo hice, y ella me acompañó. Junto a la comisaría de Bülowplatz había un bar llamado Braustübl y, después de dejar mi coche donde estaba, entramos allí.

El lugar estaba lleno de comunistas, por supuesto, pero ya no pensaba en ellos ni en Erich Mielke, aunque Elisabeth continuó hablando de él durante un rato como si yo estuviese interesado. No lo estaba, pero me gustaba ver como se abrían y cerraban sus labios rojos para dejar a la vista sus dientes blancos. Me atraía sobre todo el sonido de su risa, porque parecían gustarle mis chistes, y eso era lo único que importaba, porque cuando nos separamos aceptó verme de nuevo.

Cuando se marchó compré un paquete de cigarrillos, y mientras volvía a mi coche vi a uno de los polis de uniforme en la plaza y me detuve a charlar con él al sol. Se llamaba Bauer, el sargento Adolf Bauer. Nuestra charla era el cotilleo habitual de los polis: el juicio de Charles Urban por el asesinato en el teatro Mercedes, los decretos de emergencia de Brünning, el testimonio de Hitler en el juicio en Moabit. Bauer era un buen poli y durante todo el tiempo que estuvimos hablando vi como no le quitaba ojo un coche que estaba aparcado delante de la Karl Liebknecht Haus, como si lo reconociese o conociese al hombre que esperaba pacientemente al volante. Luego vimos a otros tres hombres salir del Braustübl y subirse al coche donde aguardaba aquel tipo. Y uno de esos hombres era Erich Mielke.

– Vaya -dijo Bauer-. Ahí van los problemas.

– Conozco al chico -comenté-. El tipo de la gorra. Pero no conozco a los demás.

– El que conduce es Max Thunert -me informó Bauer-. Es un matón del KPD. Uno de los otros es Heinz Neumann. Es diputado del Reichstag, aunque no se limita a montar follones cuando está allí. Al otro tipo no lo he reconocido.

– Acabo de estar en ese bar -dije-, y no he visto a ninguno.

– Hay un salón privado en la planta alta, que es la que usan -me explicó Bauer-. Creo que guardan armas ahí dentro. Por si acaso se nos ocurre registrar la Karl Liebknecht Haus. Y si a las SA se les ocurre montar aquí una manifestación no sospecharán nada de la planta alta de aquel bar.

– ¿Se lo has dicho al Húsar?

El Húsar era el sargento uniformado llamado Max Willig, que con frecuencia rondaba por la Bülowplatz y era casi tan impopular como el capitán Anlauf.

– Se lo dije.

– ¿No te creyó?

– Él sí. Pero el juez Bode no, cuando le pedimos una orden de registro. Dijo que necesitábamos más pruebas que un cosquilleo en la punta de la nariz.

– ¿Crees que están planeando algo?

– Siempre están planeando algo. Son comunistas, ¿no? Delincuentes, la mayoría de ellos.

– No me gustan los delincuentes que quebrantan las leyes -dije.

– ¿De qué otra clase puede haberlos?

– De los que hacen las leyes. Los Hindenburg y Schleicher de este mundo hacen más por joder a la República que los comunistas y los nazis juntos.

– En eso tienes toda la razón, amigo.

Quizá nunca más hubiese vuelto a oír el nombre de Erich Mielke salvo por dos razones. Una de ellas es que seguí viendo con frecuencia a Elisabeth, y de vez en cuando me decía que le había visto a él o a una de sus hermanas. Entonces ocurrieron los acontecimientos del 9 de agosto de 1931. No hay ningún policía del Berlín de la República de Weimar que no recuerde el 9 de agosto de 1931. De la misma manera que los americanos recuerdan el hundimiento del Maine.

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