Desde la sucia ventana en la celda de la prisión de Cherche-Midi, en París, sólo podía ver la fachada del Hotel Lutétia, y durante mucho rato permanecí apoyado en la esquina cubierta de telarañas, mirando el hotel con atención, como si esperase verme a mí mismo salir por la puerta con la pobre Renata Matter cogida de mi brazo. Era difícil saber por quién sentía más pena, si por ella o por mí, pero al final ganó ella. Al fin y al cabo estaba muerta, cuando tenía todas las razones para confiar en que continuaría viva. De no haber sido por mí. No me lo perdonaré jamás. Si no le hubiera conseguido un empleo en el Adlon, me dije a mí mismo, no la habrían matado. Si la hubiese dejado aquí, en París, existiría una remota posibilidad de verla doblar hacia la izquierda al salir del Lutétia y cruzar el Boulevard Raspail para venir a visitarme a la prisión. Hubiera sido bastante fácil. Después de todo, la Cherche-Midi ya no era una prisión sino un juzgado, y como muchas otras personas en París -la mayoría de ellas periodistas- podría venir aquí para asistir al juicio contra Karl Oberg y Helmut Knochen y también para verme a mí. Mis anfitriones del SDECE -el servicio de contraespionaje francés- habían considerado necesario recordarme que estaba en su poder, y que, como Dreyfus, que también había estado preso en Cherche-Midi, podían hacer conmigo lo que quisieran ahora que me habían extraditado y me encontraba bajo su custodia.
No es que mi encierro en París fuese una enorme penuria. No después de todo lo que había pasado. No después de Mainz y la Sûreté francesa. Habían sido un poco duros. Y la verdad es que la prisión de La Santé donde estaba detenido no era precisamente el Lutétia, pero el SDECE no era tan malo. En cualquier caso, no tan malo como la CIA; y desde luego no tan malo como los rusos. Además, la comida en La Santé era buena y el café incluso mejor; los cigarrillos tenían sabor y no escaseaban; la mayoría de los interrogatorios en la Caserne Mortier -apodada La Piscina- se realizaban con cortesía, acompañados a menudo con una botella de vino y un poco de pan y queso. En ocasiones los franceses también me traían un periódico y me lo dejaban llevar a la celda. No era esto lo que me había esperado cuando dejé el WCPN1 en Landsberg. Mi francés mejoró; lo suficiente como para comprender lo que decía el periódico y los procedimientos del día que me llevaron al juzgado, que resultó ser el mismo día en que el tribunal militar emitió sus veredictos y pronunció las sentencias. Mis anfitriones de la inteligencia francesa habían dejado claro lo que querían, después de todo. No podía culparles por ello.
Nos sentamos en la galería pública, que estaba llena. Un juez civil, M. Boessel du Bourg, y seis jueces militares entraron en la sala y ocuparon sus asientos delante de una gran pizarra negra, y yo casi llegué a imaginarme que escribirían el veredicto y la sentencia con un trozo de tiza. El juez civil vestía una toga y un sombrero muy ridículo. Los jueces militares llevaban muchas medallas, aunque yo no sabría decir por qué se las habían concedido. Los dos acusados fueron llevados al banquillo. Yo no había visto a Oberg antes, excepto en los noticiarios alemanes durante la guerra. Vestía un elegante traje cruzado a rayas y unas gafas de montura liviana. Parecía el hermano mayor de Eisenhower. Knochen se veía más delgado y gris de lo que recordaba, seguramente a causa de su permanencia en prisión; por eso y por la sentencia de muerte de los británicos que pendía sobre su cabeza. Knochen me miró sin mostrar ninguna señal de haberme reconocido. Quería gritarle que era un maldito mentiroso pero no lo hice, por supuesto. Cuando un hombre se está jugando la vida ante un tribunal no es de buena educación distraerle con otras cosas.
Después, M. Boessel du Bourg leyó el extenso veredicto y pronunció la sentencia, que, naturalmente, fue una sentencia de muerte. Ésta fue la señal para que muchas personas en la sala comenzasen a gritarles a los dos acusados y, para mi sorpresa, descubrí que casi sentía pena por ellos. Habían sido los dos hombres más poderosos de París, y ahora parecían dos arquitectos recibiendo la noticia de que acababan de perder un importante contrato. Oberg parpadeaba con incredulidad y Knochen exhaló un sonoro suspiro de desilusión. Y entre nuevos insultos y aplausos, los sacaron de la sala. Uno de mis escoltas del SDECE se inclinó hacia mí y dijo:
– Por supuesto, recurrirán las sentencias.
– Así y todo, queda claro -afirmé-. Me siento alentado por el ejemplo de Voltaire.
– ¿Lee a Voltaire?
– No mucho. Pero me gustaría poder hacerlo. Sobre todo cuando uno considera la alternativa.
– ¿Cuál es?
– Es difícil leer lo que sea cuando tu cabeza está en un canasto -respondí.
– A todos los alemanes les gusta Voltaire, ¿no? Federico el Grande era un gran amigo de Voltaire, ¿verdad?
– Creo que lo era. Al principio.
– Ahora los alemanes y los franceses tendrían que volver a ser amigos.
– Sí. Por supuesto. El plan Schuman. Exacto.
– Por esta razón, por el bien de las relaciones franco-alemanas, el recurso tendrá éxito.
– Es una buena noticia -asentí yo, aunque no podía importarme menos el destino de Knochen. En cualquier caso, estaba sorprendido por este giro en la conversación, y durante el viaje de regreso a La Piscina tuve una ligera sensación de entusiasmo. Quizá mis perspectivas empezaban a mejorar después de todo. A pesar del juicio contra Oberg y Knochen, y del veredicto, tal vez hubiera alguna buena razón para pensar que el SDECE estaba mucho más interesado en la cooperación que en la coacción, y esto me venía a la perfección.
Desde Cherche-Midi fuimos al este, hacia las afueras de París. La Caserne Mortier, en los cuarteles de Tourelles, era un grupo de edificios de aspecto tradicional cerca del Boulevard Mortier, en el distrito veinte. Construida con ladrillos rojos y piedra arenisca, la Caserne Mortier no se parecía en nada a una piscina, salvo por el eco en los pasillos y un patio de tamaño olímpico que, cuando llovía, parecía un enorme estanque de agua negra.
Mis interrogadores eran de hablar suave, pero musculosos. Vestían ropa sencilla y no me dieron sus nombres. Tampoco me acusaron de nada. Para mi alivio, no estaban muy interesados en los hechos que habían ocurrido en la carretera de Lourdes en el verano de 1940. Eran dos. Tenían el rostro atento y afilado, como los pájaros, la sombra de barba que suele aparecer después de la hora de comer, los cuellos de las camisas húmedos y los dedos manchados de nicotina, y el aliento les olía a café. Eran polis o algo muy parecido. Uno de los hombres, que fumaba mucho, tenía el pelo muy blanco y las cejas muy negras, como dos orugas perdidas. El otro era alto, con la boca malhumorada de una puta, orejas como las asas de un trofeo y ojos cansados por el insomnio. El insomne hablaba muy bien alemán, pero la mayor parte del tiempo hablamos en inglés. Cuando no funcionaba, yo probaba con el francés y algunas veces conseguía acertar en lo que me proponía decir. Pero era más una conversación que un interrogatorio, salvo por las pistoleras bajo sus anchos hombros podríamos haber sido tres tipos en un bar de Montmartre.
– ¿Tuvo algo que ver con el Carlingue?
– ¿El Carlingue? ¿Qué es eso?
– La Gestapo francesa. Trabajaban en la Rue Lauriston. Número noventa y tres. ¿Alguna vez fue allí?
– Tuvo que ser después de mi estancia.
– Eran criminales reclutados por Knochen, sobre todo en la prisión de Fresnes -dijo Cejas-. Armenios, musulmanes, la mayoría del norte de África.
Sonreí. Esto, o algo parecido, era lo que los franceses siempre decían cuando no querían admitir que hubo casi tantos franceses como alemanes que fueron nazis. Y después de ver su comportamiento en las guerras de Indochina y Argelia era tentador creer que eran incluso más racistas que los alemanes. Después de todo, nadie los había forzado a deportar a los judíos franceses -incluida la propia nieta de Dreyfus- a los campos de exterminio de Auschwitz y Treblinka. Como es natural, no tenía el menor interés en herir los sentimientos de nadie diciéndolo de forma abierta, pero como el tema estaba sobre la mesa, me encogí de hombros y contesté:
– Conocí a algunos policías franceses. Los que ya he mencionado. Pero a ningún francés de la Gestapo; los SS franceses eran otra cosa. Pero ninguno de ellos era musulmán. Por lo que yo recuerdo, casi todos eran católicos.
– ¿Conoció a muchos SS de la división Carlomagno?
– Unos cuantos.
– Háblenos de los que conoció.
– De acuerdo. La mayoría de ellos eran franceses capturados por los rusos durante la batalla de Berlín, en 1945. Eran prisioneros de guerra, como yo. Los rusos los trataban de la misma manera que trataban a los alemanes. Mal. Para ellos todos éramos fascistas. Pero hubo un francés en los campos al que conocí lo bastante bien como para llamarle camarada.
– ¿Cómo se llamaba?
– Edgard -respondí-. Edgard de no-sé-qué.
– Intente recordar -me pidió uno de los franceses en un tono paciente.
– ¿Boudin? -Me encogí de hombros. ¿De Boudin? Fue hace mucho tiempo. Toda una vida. Y no una vida muy buena. Algunos de aquellos pobres cabrones no han vuelto a casa hasta ahora.
– No podría haber sido De Boudin. Boudin significa salchicha o pudding. No podía ser su nombre. -Hizo una pausa-. Intente pensar.
Pensé por un momento y me encogí de hombros.
– Lo siento.
– Quizá, si nos cuenta algo de lo que puede recordar, le venga el nombre a la memoria -sugirió el otro francés. Descorchó una botella de vino tinto, sirvió un poco en un vaso pequeño y lo olió con cuidado antes de probarlo y servir un poco más para mí y para ellos dos. En aquella habitación, en aquel apagado día de verano, este pequeño ritual me hacía sentir de nuevo como un ser civilizado, y, después de meses de encarcelamientos y abusos, también me hacía sentir como algo más que un nombre escrito con tiza en una pequeña tabla junto a la puerta de la celda. Brindé por su cortesía, bebí un poco más de vino y dije:
– La primera vez le vi aquí, en París, en 1940. Creo que fue Herbert Hagen quien nos presentó. Por algo relacionado con la política respecto a los judíos en París. No lo sé. En realidad nunca me importaron esos asuntos. Bueno, eso es lo que decimos todos los alemanes ahora, ¿no? En cualquier caso, Edgard de no-sé-qué era casi tan antisemita como Hagen, si es que tal cosa fuera posible, pero a pesar de eso, me caía bien. Había sido capitán en la Gran Guerra, y después el fracaso en la vida civil lo llevó a unirse a la Legión Extranjera francesa. Creo que estuvo destinado en Marruecos antes de que lo enviaran a Indochina. Por supuesto, odiaba a los comunistas, así que todo estaba bien. Por lo menos estábamos de acuerdo en eso.
– Bueno, estábamos en 1940, y cuando dejé París no esperaba verle de nuevo, y desde luego, no tan pronto como en noviembre de 1941 en Ucrania. Edgard era parte de esa unidad francesa del ejército alemán, no las SS, porque eso fue más tarde, sino la Legión de Voluntarios Franceses contra el Bolchevismo o alguna tontería por el estilo. Era así como los franceses lo llamaban, yo creo que nosotros sólo lo llamábamos el no-sé-qué de infantería. Sí. La 638. Eso era. La mayoría eran fascistas de la Francia de Vichy, o incluso prisioneros de guerra franceses a los que no les gustaba que los enviasen a Alemania como trabajadores forzados de la organización Todt. Creo que eran unos seis mil. Pobres desgraciados.
– ¿Por qué dice eso?
Bebí un sorbo de vino y cogí un cigarrillo del paquete de la mesa. Al otro lado de la ventana, en el patio central, alguien estaba intentando poner en marcha un coche sin éxito; un poco más allá, De Gaulle estaba esperando o rabiando, según cómo se mirase, y el ejército francés se estaba lamiendo las heridas después de que le diesen otra patada en el culo -una vez más- en Indochina.
– Porque es imposible que supiesen en lo que se estaban metiendo -respondí-. Luchar contra los guerrilleros parece algo lógico visto desde París, pero en Bielorrusia era algo muy diferente. -Sacudí la cabeza con una expresión triste-. No había ningún honor en ello. Ninguna gloria. Al menos no la que ellos buscaban.
– ¿Y eso qué significaba? -preguntó Cejas-. Sobre el terreno.
Me encogí de hombros.
– Esa clase de operaciones consistían casi siempre en asesinatos. Asesinatos en masa. De judíos. Todas las acciones policíacas y actividades antiguerrilleras no eran más que un eufemismo para matar judíos. Para ser sincero con ustedes, el alto mando de la Wehrmacht en Rusia nunca hubiese confiado a la 638 cualquier otro tipo de tarea que no fueran asesinatos.
– El nombre del comandante de la unidad. ¿Lo recuerda?
– Labonne. El coronel Labonne. Después del invierno de 1941 perdí el contacto con Edgard. -Chasqueé los dedos-. De Boudel. Ése era su nombre. Edgard de Boudel.
– ¿Está seguro?
– Estoy seguro.
– Continúe.
– Bueno, muy bien. Veamos. Un par de años más tarde estuve de nuevo, durante poco tiempo, en aquel teatro de operaciones, para investigar un supuesto crimen de guerra. Fue entonces cuando oí que la 638 se había incorporado a una división de las SS en Galitzia, y que aquello era muy malo. Pero no volví a ver de nuevo a De Boudel hasta 1945, cuando acabó la guerra y ambos estuvimos en un campo de prisioneros de guerra soviético llamado Krasno-Armeesk. Es más, allí había unos cuantos franceses y belgas de las SS. Edgard me contó algo de lo que había estado haciendo. Cómo la 638 había acabado formando parte de una brigada francesa y esa clase de cosas. Al parecer organizaron una campaña de reclutamiento, aquí en París, en julio de 1943. Los franceses que se alistaron tenían que demostrar todas aquellas estupideces que exigía Himmler, como no tener ni una gota de sangre judía, para que los aceptaran. Después de recibir un entrenamiento básico en Alsacia durante unas pocas semanas, los enviaban a un lugar cerca de Praga. A finales del verano de 1944 la guerra en Francia casi había acabado, pero aún quedaba toda una brigada de SS franceses dispuestos a luchar contra los «ivanes». Unos diez mil, dijo. Los llamaban las SS-Carlomagno.
»La brigada fue enviada por tren al frente oriental, en Pomerania, no muy lejos de donde yo estaba. Edgard dijo que cuando el tren en el que viajaba la brigada entró en la cabecera ferroviaria de Hammerstein, fueron atacados por la Primera Bielorrusa soviética y los dividieron en tres grupos. Un grupo, al mando del general Krukenberg, se dirigió hacia el norte, a la costa báltica, cerca de Danzig. Entre sus integrantes, unos cuantos consiguieron que los evacuasen a Dinamarca, pero otros, como Edgard, combatieron hasta que los capturaron. Al resto los mataron o retrocedieron hasta Berlín.
»Había más franceses en Krasno-Armeesk, muchos de ellos capturados en Berlín. No puedo decir que recuerde sus nombres. Según todos los testimonios, las tropas de la SS-Carlomagno fueron los últimos defensores del búnker de Hitler en Berlín. Creo que fueron los únicos SS que se alegraron de ser capturados por los soviéticos en lugar de los americanos, porque los americanos los entregaban sin más a los franceses libres, que los fusilaban de inmediato.
– Háblenos de Edgar de Boudel.
– ¿De su paso por el campo de prisioneros?
– Sí.
– Era un teniente coronel condecorado. Me refiero en las SS. De trato fácil, incluso encantador. Era un hombre apuesto. Casi se podía decir que la guerra no había hecho mella en él. Uno de esos tipos que parecen capaces de sobrevivir a lo que sea. Hablaba bien el ruso. Edgard tenía facilidad para los idiomas. Por supuesto, su alemán era perfecto. Ni siquiera hubiese adivinado que era francés de no haberlo sabido antes. Creo que también hablaba vietnamita. Fue su facilidad con los idiomas lo que hacía de él un objetivo interesante para el MVD. Al principio le hicieron la vida bastante difícil. Por supuesto, una vez que te echan los garfios es muy difícil para cualquier hombre resistirse. Lo sé por propia experiencia.
– ¿Qué era exactamente lo que querían de él?
– ¿No lo sabe?
– Bueno, seguro que no se trataba del K-5.
– Eso fue el comienzo de la Stasi.
– Sí. No sé qué le tenían reservado. Pero lo siguiente que supe fue que le habían enviado a la escuela antifascista de Krasnogorsk, para la reeducación. Como saben, también yo estuve a punto de acabar allí. Me hubiesen atrapado, de no haber sido por el hecho de que el oficial del MVD que me interrogó era un hombre al que había conocido antes de la guerra. Un hombre llamado Mielke. Erich Mielke. Era un comisario político alemán encargado de reclutar a los plenis para el K-5.
El francés me preguntó unas cuantas cosas más acerca de Edgard de Boudel y después me llevaron de vuelta a La Santé. Ese nombre, que significa «la salud», no tenía mucho que ver con lo que pasaba dentro de la prisión. Se llamaba La Santé debido a la cercanía de la cárcel a un hospital psiquiátrico, el Saint-Anne, en la Rue de la Santé, al este del Boulevard Raspail.
En La Santé me mantuve tan apartado como fuera posible. No vi a Helmut Knochen, y para mí ya estaba bien así. Leía mi periódico, que informaba de que las cosas en el norte de África les iban tan mal a los franceses como les había ido en Indochina. A pesar de mis nuevos amigos en el SDECE, esta noticia no me desagradaba. Había momentos en los que no me sentía muy lejos de las trincheras. Sobre todo por la cantidad de ratas que había en La Santé. Ratas de verdad. Se paseaban por los rellanos con tanta tranquilidad como si llevasen las llaves.
Al día siguiente, de nuevo en La Piscina, los franceses me preguntaron por Erich Mielke.
– ¿Qué quieren saber? -pregunté, como si no supiese lo que quería oír mi audiencia; o, para ser más preciso, qué era lo mejor que se les podía decir-. Es una vieja historia. No querrán que vuelva a contarlo todo otra vez.
– Todo lo que nos pueda decir.
– No veo qué importancia puede tener para mi estancia aquí, en París.
– Deje que nosotros decidamos eso.
Me encogí de hombros.
– Quizá, si supiese por qué están tan interesados en él, podría ser más concreto. Después de todo, no es una historia que se pueda relatar en un par de minutos. Joder, algunas de estas cosas pasaron hace veinte años, o incluso más.
– Tenemos mucho tiempo. Quizá prefiera comenzar por el principio. Cómo se conocieron y cuándo. Esa clase de cosas.
– Se refiere a toda la novela, con un principio, un desarrollo y un final.
– Así es.
– De acuerdo. Si de verdad quieren saberlo todo, se lo contaré.
Por supuesto, no estaba muy dispuesto a hacerlo. Demonios, no. No otra vez. Así que les di una versión editada y más entretenida de la que ya les había relatado a los americanos. Una versión francesa. Un resumen ameno, si quieren decirlo así, sin estropearlo con demasiados detalles que, como los propios franceses, eran el resultado de una conciencia extenuada y derrotada tras su lucha contra el más elemental pragmatismo. Una historia que fuera la mejor clase de historia, de esas que más vale relatar que creer.
– En el Ministerio del Interior tomaron la decisión de dejar que Mielke se fugase. A pesar de su participación en el asesinato de dos policías. Se produjo de la siguiente manera. El departamento IA había sido creado para proteger a la República de Weimar contra los conspiradores de la izquierda y la derecha; y decidimos que la mejor manera de hacerlo era tener unos cuantos informantes en cada lado. Pero eso era algo que no se podía aplicar a un hombre como Mielke. Lo habíamos arrestado y teníamos intención de mandarlo a la guillotina. Sin embargo, la Abwehr -la inteligencia alemana- convenció al ministro de que podían convertir a Mielke en su agente. Y esto fue lo que sucedió. Nos convencieron para que le dejásemos escapar, de forma tal que pudiese convertirse en un agente a largo plazo, en el topo de la Abwehr en Moscú. A cambio, nosotros cuidaríamos de su familia. La Abwehr lo mantuvo en activo durante los años treinta y la guerra civil española. Además de pasarnos algunas informaciones sobre los movimientos de tropas republicanas que fueron muy útiles para la Legión Cóndor, fue capaz de organizar varias purgas políticas contra algunos de sus mejores hombres, con el pretexto de que eran trotskistas o anarquistas. En ese aspecto, Mielke era doblemente útil.
»Cuando estalló la guerra, el SD y la Abwehr decidieron compartir a Mielke. El problema fue que lo perdimos. Así que Heydrich me envió a Francia en el verano de 1940 para sacarlo de Gurs o Le Vernet, donde creíamos que estaba. Es lo que ocurrió. Lo saqué de Le Vernet y lo envié a Argelia. Desde allí, agentes alemanes consiguieron organizar su regreso a Rusia. Fui su oficial de control en el SD durante los siguientes tres años, mientras él se abría paso en la jerarquía del partido. Perdí el contacto con él en 1945, al final de la guerra. Sin embargo, él consiguió encontrarme cuando estaba reclutando oficiales alemanes para la Stasi, y me ayudó a escapar a Alemania Occidental, donde negocié un acuerdo con unos americanos del Cuerpo de Contrainteligencia (CIC) en nombre de los dos.
– ¿Qué clase de acuerdo?
– Dinero, por supuesto. Montones de dinero. Después ayudé a controlarlo en Berlín y Viena, hasta que el CIC llegó a la conclusión de que mis antecedentes en las SS me convertían en algo engorroso para ellos. Así que asignaron a Mielke un nuevo controlador y a mí me sacaron del país de forma clandestina, vía Génova, a Argentina y luego a Cuba. Aún estaría en La Habana de no haber sido por la incompetencia de los americanos. Después de tanto trabajo para sacarme de Alemania, me enviaron de nuevo allí. El típico caso de la mano izquierda que no sabe lo que hace la mano derecha. Ahora estoy aquí con ustedes.
– ¿Mielke todavía trabaja para los americanos?
– No puedo imaginarme por qué no. ¿Alguien tan bien situado? Era el gran filón de todo el servicio de inteligencia en el GDR. Pero ellos no estaban compartiendo sus servicios. Ni siquiera el GVL tenía la más mínima idea de que Mielke espiase para los americanos. Gehlen sabía que los americanos habían infiltrado un agente entre los más altos cargos. Cuando los americanos se negaron a revelar quién era, Gehlen decidió renunciar y pasarse con su gente a los alemanes occidentales.
– Entonces, ¿por qué se arriesgaron a dejarlo ir, y a que usted nos lo contara?
– Bueno, para empezar, no lo sabían todo acerca de mí y de Mielke. Había ciertas cosas que les he dicho a ustedes que nunca les dije a ellos. Claro que ahora no tienen mucha importancia. Ya no. No he tenido ningún contacto con Mielke desde 1949, cuando me fui a Argentina. Desde entonces, Mielke se ha convertido en el segundo o tercer hombre más poderoso de la República Democrática Alemana. Por lo tanto, ¿quién iba a creerme? ¿Cómo podría probar lo que les he dicho? Es sólo mi palabra, ¿no? Además, tengo otras preocupaciones. Por si lo habían olvidado, me preocupa más de lo que ustedes creen el hecho de no haber sido yo quien mató a aquellos prisioneros de Gurs en la carretera a Lourdes, en 1940. No creo que ni siquiera se les pasase por la mente que ustedes estuvieran interesados en Mielke. En lo que a ellos respecta, a ustedes sólo les interesa ajustar viejas cuentas con tipos como yo. Si me perdonan por decir esto, caballeros, creen que sus servicios de inteligencia están enganchados a la cerca del extremismo musulmán en Argelia y que son del todo irrelevantes en su guerra fría contra el comunismo ruso. Ustedes son una atracción secundaria. Incluso los ingleses les parecen más importantes que ustedes.
No era esto lo que los franceses querían oír, por supuesto; pero sí era lo que esperaban oír. Los franceses son pragmáticos; los hechos siempre son menos importantes que la experiencia. Era, por supuesto, la única manera de que los franceses pudiesen vivir con ellos mismos.
Más tarde, nuestra conversación abordó de nuevo el tema de Edgard de Boudel, y uno de los dos hombres del SDECE me hizo la misma pregunta que Heydrich me había formulado sobre Mielke en 1940:
– ¿Cree qué podría reconocerlo?
– ¿A Edgard de Boudel? No lo sé. Han pasado siete años. Quizá. ¿Por qué?
– Queremos arrestarlo y llevarlo a juicio.
– ¿En Cherche-Midi? ¿Cuántos juicios se han celebrado en aquel tribunal? Centenares, ¿no? ¿A cuántos criminales de guerra y colaboradores han sentenciado a muerte? Déjeme que le diga cuántos. Lo leí en el periódico. Seis mil quinientos. Cuatro mil de estas sentencias fueron pronunciadas en ausencia de los reos. ¿No creen que ya es suficiente? ¿O de verdad pretenden que esto parezca la Revolución Francesa?
No dijeron nada mientras yo encendía un cigarrillo.
– ¿Por qué quieren llevarlo a juicio? ¿Por haber pertenecido a las SS? Pues no me lo creo. Francia está llena de antiguos nazis. Además, me gustaba. Me caía muy bien. ¿Por qué iba a traicionarlo? Incluso si pudiese.
– Desde la muerte de Stalin, el año pasado, su presidente Adenauer ha estado negociando la liberación de los últimos prisioneros de guerra alemanes. Estos últimos son, seguramente, lo peor de lo peor; o sencillamente los más importantes y, para los soviéticos, los más culpables. Muchos de estos hombres están reclamados por crímenes de guerra en Occidente. Incluido Edgard de Boudel. Hemos recibido información de que piensa regresar a Alemania como parte de uno de estos repatriados desde la Unión Soviética. Y creemos que, en algún momento, volverá de Alemania a Francia.
– No lo entiendo -manifesté-. Si está trabajando para el KGB, ¿por qué iba a regresar como un prisionero de guerra?
– Porque, en su actual papel, ya ha dejado de serles útil. La única manera de poder recuperar su favor es haciendo lo que ellos le ordenen. Lo que ellos quieren que haga es que se presente suplantando a algún otro. A algún alemán que con toda seguridad ya estará muerto. Usted mismo dijo que habla un alemán perfecto, que no encontró ni un solo error en su alemán. Muchos de estos prisioneros de guerra son tratados como héroes. Un héroe de vuelta a casa es un buen punto de partida para comenzar a reconstruir una carrera en la sociedad alemana. Tal vez en la política alemana. Entonces, algún día, volverá a serles útil de nuevo.
– ¿Y yo qué puedo hacer?
– Usted lo conoce. ¿Quién mejor que usted para reconocer si alguien o algo no es agua clara?
– Quizá. -Sacudí la cabeza-. Si usted lo dice.
– Todos los prisioneros de guerra que regresan a Alemania Occidental lo hacen a través de la estación de Frietland. El siguiente tren llegará dentro de cuatro semanas.
– ¿Qué quieren que haga? ¿Qué me pare al final del andén con un ramo de flores en la mano, como una patética viuda que aún no sabe si su marido regresará a casa?
– Por supuesto que no. ¿Ha oído hablar del VdH?
Me encogí de hombros.
– Es algo que tiene que ver con la compensación que el gobierno alemán otorga a los prisioneros de guerra que regresan a casa, ¿no?
– Es la Asociación de Retornados, y sí, es una de las cosas que hacen. De acuerdo con la ley de compensaciones de Alemania Occidental a los prisioneros de guerra aprobada en enero de este año, todos los prisioneros de guerra tienen derecho a recibir una paga de un marco por cada día pasado en cautividad después del uno de enero de 1946. Y de dos marcos por cada día después del uno de enero de 1949. Pero el VdH, es una asociación de ciudadanos que promueve las virtudes de la democracia alemana entre los antiguos nazis. Es la desnazificación de los alemanes hecha por los propios alemanes.
– Sus antecedentes -dijo el otro francés- lo convierten a usted en un candidato ideal para formar parte de esta asociación. No es que sea un problema. La rama de la Baja Sajonia del VdH está bajo nuestro control. El presidente y varios de sus miembros están al servicio del SDECE. Trabajan para nosotros, y casi no vale la pena mencionar que le pagaremos bien. Es probable que incluso esté en condiciones de recibir una compensación como prisionero de guerra.
– Es más, podemos dar carpetazo a todo este asunto de Helmut Knochen. -El Insomne chasqueó los dedos-. Así. Le alojaremos a usted en una pequeña pensión en Göttingen. Le gustará Göttingen. Es una ciudad bonita. Desde allí, hay un corto trayecto en coche hasta Frietland. -Se encogió de hombros-. Si las cosas funcionan, quizá podríamos pactar una solución permanente.
Asentí.
– Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que vi a de Boudel. Como es natural, me gustaría salir de La Santé. Como usted dice, Göttingen es una ciudad bonita. Y necesito un trabajo. Sí, todo esto suena muy generoso. Pero hay algo más que me gustaría. Hay una mujer en Berlín. Quizá la única persona en toda Alemania que significa algo para mí. Me gustaría volver a verla, asegurarme de que está bien y, quizá, poder darle algún dinero.
El Insomne cogió un lápiz y se dispuso a escribir.
– ¿Nombre y dirección?
– Su nombre es Elisabeth Dehler. Cuando la vi por última vez en Berlín, hará unos cinco años, su dirección era el 28 de Motzstrasse, cerca de la Kudamn.
– Nunca la había mencionado antes.
Me encogí de hombros.
– ¿A qué se dedica?
– Era modista. Hasta donde yo sé, todavía lo es.
– ¿Usted y ella eran… qué?
– Mantuvimos una relación durante un tiempo.
– ¿Amantes?
– Sí, supongo que amantes.
– Verificaremos la dirección para usted. Veremos si aún está allí. Le evitaremos las molestias si no está.
– Gracias.
Él se encogió de hombros.
– Si sigue estando allí, no tenemos ninguna objeción. Será difícil. Siempre es difícil entrar y salir de Berlín, pero aún así, lo haremos.
– Bien. Entonces tenemos un trato. Si supiese la letra, cantaría La Marsellesa.
– Su firma en un papel nos bastará por ahora. No somos muy dados a cantar aquí en La Piscina.
– Tengo una pregunta. ¿Por qué todos llaman La Piscina a este lugar?
Los dos franceses sonrieron. Uno de ellos se levantó y abrió la ventana.
– ¿No la oye? -preguntó al cabo de un momento-. ¿No la huele?
Me levanté, me puse a su lado y escuché con atención. A lo lejos se oía algo que sonaba como el rumor de un patio de juegos escolar.
– ¿Ve aquel edificio con torres, más allá del muro? -Explicó-. Es la piscina más grande de todo París. Fue construida para las Olimpíadas de 1924. En un día como hoy, la mitad de los chicos de la ciudad están allí. Algunas veces nosotros también vamos, cuando las cosas están más tranquilas.
– Vaya -dije-. Teníamos lo mismo en la Gestapo. El canal Lanwehr. Por supuesto, nosotros nunca íbamos a nadar allí. Pero acompañamos a muchos. Sobre todo comunistas. Siempre y cuando no supiesen nadar.