A última hora de la tarde, nuestro convoy salió otra vez a la carretera. Íbamos hacia Toulouse, a unos ciento cincuenta kilómetros al noreste, y creíamos que podríamos llegar antes del anochecer. Llevamos a Eva Kemmerich con nosotros para que pudiese buscar a su marido, cuando visitáramos el campamento de Le Vernet al día siguiente. Y por supuesto, a nuestros ocho prisioneros. En realidad ni los había mirado. Formaban un grupo miserable, malnutridos y malolientes, no veía en ellos ninguna amenaza para nadie, y mucho menos para el Tercer Reich. Según Karl Bomelburg, uno de ellos era un famoso escritor alemán, y el otro un periodista muy conocido, sólo que yo no había oído nunca mencionarlos.
En las afueras de Lourdes, a la vista del río Gave de Pau, nos detuvimos en un claro de un bosque a estirar las piernas. Me complació ver que Bomelburg trataba con cortesía a nuestros prisioneros. Incluso repartió unos cuantos cigarrillos entre ellos. Me sentía cansado pero estaba mejor. Al menos ya no me dolía el pecho, y seguía sin poder fumar. Bebí otro sorbo de la petaca de Bomelburg y decidí que quizá, al fin y al cabo, tampoco era tan mal tipo.
– Toda esta zona está llena de cuevas y grutas -dijo, y señaló un saliente de roca que colgaba por encima de nuestras cabezas, como una espesa nube gris.
Vimos de soslayo a Frau Kemmerich desaparecer entre las rocas. Al cabo de un par de minutos, Bomelburg preguntó:
– ¿Tendría la bondad de ir y avisar a Frau Bernadette de que nos marchamos dentro de cinco minutos?
Instintivamente, consulté mi reloj.
– Sí, Herr comandante.
Subí por la ladera para buscarla, gritando su nombre por si acaso se encontraba respondiendo a una llamada de la naturaleza.
– ¿Sí?
La encontré sentada en una roca, junto a una gruta rodeada de hojas, fumándose un cigarrillo.
– ¿No le parece precioso? -dijo, y señaló por encima de mi cabeza.
Me volví para admirar la vista de los Pirineos que ella había estado contemplando.
– Sí, lo es.
– Lamento haberme comportado de esa manera -dijo-. No tiene idea de lo mal que lo he pasado estos últimos nueve meses. Mi marido y yo estábamos en Dijon cuando se declaró la guerra. Es un comerciante de vinos. Nos arrestaron de inmediato.
– Olvide lo que pasó antes. Su enfado estaba justificado. Y la situación en el campamento era terrible. -Señalé con un gesto ladera abajo-. Venga, será mejor que regresemos. Todavía nos queda un largo camino que recorrer antes de llegar a Toulouse.
Ella se levantó.
– ¿Cuánto tardaremos en llegar?
Me disponía a responderle cuando oí dos o tres fuertes descargas de ametralladoras. Ninguna de ellas duró más de un par de segundos; pero apenas se tardan cinco segundos en vaciar los treinta y dos proyectiles del cargador de una MP40. El sonido y el olor aún flotaban en el aire cuando bajé la ladera y entré en el claro.
Dos soldados de las SS estaban de pie, separados un par de metros y con las botas rodeadas de casquillos, que parecían monedas arrojadas a un par de mendigos. Como soldados bien preparados que eran, ya se disponían a cambiar los cargadores de sus metralletas, con aspecto de parecer sorprendidos por su eficacia mortífera. Es lo que pasa con las armas: siempre parecen un juguete, hasta que comienzan a matar personas.
Un poco más allá yacían los cuerpos de los ocho prisioneros que habíamos traído de Gurs.
– ¿Qué demonios ha pasado aquí? -grité, pero ya me imaginaba la respuesta.
– Intentaron escapar -contestó Bomelburg.
Me adelanté para mirar los cadáveres.
– ¿Todos ellos? ¿En una sola hilera?
Uno de los hombres caídos gimió. Yacía en el suelo del bosque, con las rodillas dobladas y el torso inclinado hacia atrás, sobre los pies, en una posición casi imposible, como si fuera un viejo faquir indio. Sin embargo, ya no se podía hacer nada por él. Su cabeza y el pecho estaban bañados en sangre.
Furioso, caminé hacia Bomelburg.
– Tendrían que haber escapado en varias direcciones -afirmé-. No todos por la misma pendiente.
El disparo de una pistola abrió otro agujero en el aire inmóvil del bosque y en la cabeza del hombre que gemía. Giré sobre mis talones y vi a Kestner enfundar su Walther P38. Al ver mi expresión, Kestner se encogió de hombros.
– Creo que lo mejor era rematarlo.
– En el Alex, a esto le hubiésemos llamado asesinato -dije.
– Bien, no estamos en el Alex, ¿no es así, capitán? -preguntó Bomelburg-. A ver, Günther, ¿me está llamando mentiroso? A estos hombres les disparamos cuando intentaban huir, ¿me oye?
Habría podido responder muchas cosas, pero lo único cierto era el hecho de que aquello no era asunto mío. No se trataba sólo de los cadáveres de los héroes caídos que las Valkirias llevaron al Valhalla, sino también de los de los inspectores jefes de Berlín que criticaran a sus oficiales superiores en los remotos bosques de Francia. De modo que, después de pensar en ello, me pareció que tenía muy poco sentido decir nada; pero sí que habría mucho por hacer.
Para salvar mi cara y mi cuello, incluso le ofrecí una disculpa a Bomelburg, aunque en realidad me habría parecido más apropiado propinarle un puntapié. En mi propio descargo, debería añadir que las dos metralletas MP40 estaban cargadas y preparadas para su acción letal.
Dejamos los cadáveres donde estaban y ocupamos nuestros lugares en los vehículos, sólo que en esta ocasión fue Kestner, y no Oltramare, quien se sentó conmigo y Frau Kemmerich. Kestner vio que yo estaba muy alterado por lo ocurrido y, después de mis anteriores comentarios respecto a su antigua militancia en el KPD, parecía con ganas de sacar provecho de la ventaja que ahora percibía tener sobre mí.
– ¿Qué pasa? ¿No soportas la visión de la sangre? Creía que eras un tipo duro, Günther.
– Déjame decirte algo, Paul. Aunque no sea asunto tuyo. Yo ya he matado antes. En la guerra. Después de aquello creí que todo el mundo había aprendido la lección, pero no ha sido así. Si tengo que matar de nuevo, intentaré asegurarme de que, de entrada, mato a quien yo quiera matar. A alguien que necesite que yo le mate. Así que continúa parloteando en mis oídos y ya veremos lo que pasa, camarada. No eres el único hombre en este vehículo capaz de pegarle un tiro en la nuca a otro hombre.
Después de aquello se calló.
La tarde dio paso al crepúsculo. Mantenía la mirada en los árboles por encima de la carretera y guardaba silencio, porque el ruido dentro de mi cabeza era indescriptible. Supongo que era el eco de aquellas metralletas. No me hubiese sorprendido encontrar a los fantasmas de los hombres que habíamos matado sentados en los vehículos junto a nosotros. Silencioso e inmóvil, retraído en mi propio ego, esperé a que acabase la pesadilla en que se estaba convirtiendo nuestro viaje.
A Toulouse la llamaban la ciudad rosa. Casi todos los edificios del centro de la ciudad, incluido nuestro hotel, Le Grand Balcón, eran rosados, como si estuviésemos mirando a través de las gafas con cristales de color rosa del inspector jefe. Decidí adoptar esa máscara para conseguir lo que ahora necesitaba. Ahora ya podía respirar mejor, hecho que constituía una gran ayuda. A la mañana siguiente, a la hora del desayuno, saludé efusivamente al comandante Bomelburg y a los dos policías franceses. Fui cortés incluso con Paul Kestner.
– Les pido disculpas por lo de ayer -dije, dirigiéndome a todos en general-. Antes de dejar París, el doctor del hospital me administró algo que me ayudase a realizar mi trabajo, y me advirtió de que cuando se pasase el efecto quizá me comportaría de una forma extraña. Tal vez no tendría que haber venido, pero, como ustedes probablemente se pueden imaginar, estaba ansioso por realizar la misión que me había encomendado el general Heydrich, sin importarme las consecuencias que ello pudiera tener para mí.
Bomelburg parecía más delgado y gris que el día anterior. Kestner podría haberse pasado la noche lustrándose la calva, a juzgar por el brillo que lucía. Oltramare le dijo algo en francés al comisario, y éste se puso los quevedos y miró con indiferencia antes de asentir con aparente aprobación.
– El comisario dice que tiene usted mucho mejor aspecto -me comunicó Oltramare-, y yo debo decir que estoy de acuerdo.
– Sí, por supuesto -manifestó Bomelburg-. Mucho mejor. El día de ayer no tuvo que ser fácil para usted, Günther. Emprender este viaje, cuando era obvio que no estaba usted en su mejor forma. Es digno de admiración que usted quisiera venir con nosotros, dadas las circunstancias. Desde luego, se lo comunicaré al coronel Knochen cuando haga mi informe en París. Con las buenas noticias que acabo de recibir del comisario Matignon, éste acabará siendo un buen día. ¿No está de acuerdo, Kestner?
– Sí, señor.
– ¿Cuáles son esas buenas noticias? -pregunté, con una sonrisa animada por mi nuevo optimismo color Toulouse.
– Vaya, que tenemos al judío que asesinó a von Rath -dijo Bomelburg-. Grynszpan. -Se rió-. Según parece, llamó a la puerta de la cárcel aquí en Toulouse y pidió que le dejasen entrar.
Oltramare también se reía.
– Al parecer habla muy poco francés -dijo-, no tenía dinero y creyó que nosotros podríamos protegerlo de ustedes.
– El estúpido judío -murmuró Kestner-. Ahora me pongo en camino para ir a la cárcel. Con el comisario y monsieur Savigny. Para organizar la extradición de Grynszpan a París y luego a Berlín.
– Por lo que parece, el Führer quiere un juicio -añadió Bomelburg-. Al precio que sea, pero debe celebrarse un juicio.
– ¿En Berlín? -Intenté no parecer sorprendido.
– ¿Por qué no en Berlín? -preguntó Bomelburg.
– Es que el asesinato tuvo lugar en París -respondí-. Y por lo que sé, Grynszpan ni siquiera es ciudadano alemán. Es polaco, ¿no? -Sonreí-. Lo siento, señor, pero algunas veces me cuesta olvidar que soy policía y sigo pensando en cosas sin importancia, como la jurisdicción.
Bomelburg me apuntó con un dedo.
– Sólo está haciendo su trabajo, amigo. Pero conozco este caso mejor que nadie. Antes de unirme a la Gestapo estuve en el servicio extranjero en París, y pasé tres meses trabajando en este caso. Para empezar, Polonia es ahora parte del Gran Reich Alemán. Como lo es Francia. Por otro lado, el asesinato tuvo lugar en la embajada alemana en París. Técnica y diplomáticamente era territorio alemán. Eso marca una gran diferencia.
– Sí, por supuesto -admití dócilmente-. Es una gran diferencia.
Ciertamente, era una gran diferencia para los judíos de Alemania. El asesinato por parte de Herschel Grynszpan de un oficial en la embajada en París, en noviembre de 1938, sirvió de excusa para que los nazis organizasen un enorme pogromo en casa. Hasta la noche del 10 de noviembre de 1938 -la Kristallnacht- aún era posible imaginar que vivías en un país civilizado. El proceso a Grynzspan sería uno de esos que tanto les gustaban a los nazis: un juicio espectacular, con un veredicto fijado de antemano; pero al menos, si Bomelburg no mentía, a Grynszpan no lo asesinarían junto a la cuneta de una carretera.
Dejamos a Kestner, Matignon y Savigny, que se dirigían a la cárcel de St. Michel, en Toulouse, y Bomelburg y yo, acompañados por seis hombres de las SS, iniciamos el viaje de sesenta y cinco kilómetros en dirección sur a Le Vernet. Frau Kemmerich no vino con nosotros, al parecer, su marido había sido trasladado a otro campo de concentración francés, en Moisdon-la-Rivière, en Bretaña.
Le Vernet estaba cerca de Pamiers, y el campo se encontraba hacia el sur, muy cerca de la estación de ferrocarril, circunstancia que Bomelburg describió como «conveniente». Había un cementerio al norte del campo, pero no mencionó si eso también era conveniente, aunque yo estaba seguro de que lo sería: Le Vernet era incluso peor que Gurs. Rodeado por kilómetros de alambre de espino, sobre un terreno desierto de la campiña francesa, los numerosos barracones parecían ataúdes dispuestos después de una gigantesca batalla. Se hallaban en un estado deplorable, igual que los dos mil hombres famélicos encerrados allí y vigilados por gendarmes franceses muy bien alimentados. Los prisioneros trabajaban en la construcción de una carretera entre la estación de trenes y el cementerio. Pasaban lista cuatro veces al día, operación que duraba una media hora. Llegamos justo antes de la tercera, le explicamos nuestra misión al policía francés que se encargaba de ello, y éste, cortésmente, puso a nuestra disposición a un oficial de aspecto vil que olía fuertemente a anís y a un sargento corso de rostro amarillento. Escucharon mientras Oltramare traducía los detalles de nuestra misión. El señor Anís asintió y encabezó la marcha hacia el campo.
Bomelburg y yo lo seguimos, pistola en mano, porque se nos había advertido de que los hombres del barracón treinta y dos, el «barracón de los leprosos», eran considerados los más peligrosos del campo. Oltramare nos seguía un poco más atrás, y también iba armado. Los tres esperamos fuera mientras varios gendarmes franceses entraban en el barracón, oscuro como la niebla, y sacaban a los ocupantes a golpes de látigo y maldiciones.
Estos hombres estaban en condiciones lamentables: peor que en Gurs, e incluso peor que en Dachau. Tenían los tobillos inflamados y los vientres hinchados por el hambre. Calzaban unos chanclos baratos y se cubrían con las mismas prendas sucias que llevaban desde el invierno de 1937, cuando habían escapado del avance del ejército nacionalista de Franco. Algunos de ellos estaban semidesnudos. Todos estaban cubiertos de piojos. Sabían lo que les esperaba, pero estaban demasiado derrotados como para cantar La Internacional en desafío a nuestra presencia. Pasaron varios minutos antes de que el barracón se vaciase y los hombres formasen en hileras. Aunque parecía que el barracón no podía contener más hombres, siguieron saliendo prisioneros hasta que hubo trescientos cincuenta formados delante de nosotros. Una fila de reos del juicio final, desde el purgatorio al infierno, no parecería más abyecta. Con cada segundo que pasaba frente a aquellos rostros esqueléticos y sin afeitar, más deseaba matar a monsieur Anís y a sus gordos gendarmes.
El corso comenzó a pasar lista, y Bomelburg leía la suya en busca de los nombres que coincidían; y mientras tanto, yo caminaba entre las hileras, como si fuera el káiser y estuviese aquí para entregar unas cuantas cruces de hierro a los más valientes entre los valientes, pero sólo estaba tratando de descubrir a un hombre al que no había visto desde hacía nueve años. Pero no llegué a verlo, ni oí pronunciar su nombre en voz alta. No es que confiara mucho en oírlo. Por lo que había leído sobre él en el archivo de Heydrich, Eric Mielke era demasiado astuto para permitir que lo arrestaran e internaran bajo su verdadero nombre. Y Bomelburg lo sabía, por supuesto. Pero había otros que no poseían la misma presencia de ánimo que el agente alemán del Komintern; y estos pocos hombres fueron identificados por los gendarmes y conducidos a los barracones de la administración.
– No está en este barracón -dije por fin.
– El adjunto dice que hay otro barracón de prisioneros alemanes en esta sección -dijo Oltramare-. Los de aquí son todos miembros de una brigada internacional, y parece lógico que Mielke se mantuviese apartado de ellos, sobre todo ahora que Stalin les ha cerrado las puertas.
Los hombres del barracón treinta y dos fueron encerrados de nuevo y repetimos la misma operación con los hombres del barracón treinta y tres. Según el corso de rostro amarillo -que tenía aspecto de no preocuparse mucho de tomar el sol- todos ellos eran comunistas que habían huido de la Alemania de Hitler, pero sólo consiguieron verse encerrados como extranjeros indeseables cuando se declaró la guerra en septiembre de 1939. En consecuencia, estos hombres estaban en mejor estado que sus camaradas de las Brigadas Internacionales. Tampoco era tan difícil.
Una vez más caminé de un extremo a otro de las filas de prisioneros mientras Bomelburg y el corso pasaban lista. Sus rostros parecían más desafiantes que los anteriores y la mayoría de los hombres respondían a mi mirada con un odio implacable. Algunos eran judíos, pensé; otros, sin duda, eran arios. Una o dos veces me detuve para mirar detenidamente a algún hombre, pero no identifiqué a ninguno de los prisioneros como Erich Mielke.
Ni siquiera cuando lo reconocí.
Mientras el corso acababa de pasar lista me acerqué a Bomelburg, meneando la cabeza.
– ¿No ha tenido suerte?
– No. No está aquí.
– ¿Está seguro? Alguno de estos tipos sólo son una sombra de lo que fueron. Seis meses en este lugar y dudo de que mi propia esposa me pudiese reconocer. Eche otra ojeada, capitán.
– Bien, señor.
Al mismo tiempo que miraba a los prisioneros pronuncié unas palabras, sólo para impresionar a Bomelburg.
– Escúchenme. Estamos buscando a un hombre llamado Erich Fritz Emil Mielke. Puede que lo conozcan con otro nombre. No me importan sus ideas políticas, se le busca por el asesinato de dos policías de Berlín en 1931. Estoy seguro de que muchos de ustedes lo leyeron en los periódicos de la época. Este hombre tiene treinta y tres años, pelo rubio, estatura mediana y ojos castaños. Un protestante de Berlín. Asistió al Kölnisches Gymnasium. Es probable que hable ruso muy bien, y un poco de español. Quizá sea muy hábil con las manos. Su padre es carpintero.
Mientras yo hablaba sentía que Mielke me estaba mirando. Sabía que lo había reconocido, de la misma manera que él me había reconocido a mí, y sin duda estaría preguntándose por qué no le había arrestado de inmediato y qué demonios estaba pasando. Guardé la pistola y me quité la gorra de oficial, con la pretensión de parecer un poco menos nazi.
– Caballeros, les hago una promesa. Si cualquiera de ustedes es capaz de identificar a Erich Mielke y me lo comunica ahora, hablaré personalmente con el comandante del campo para obtener su liberación lo antes posible.
Era la clase de promesa que hubiese hecho un nazi. Una promesa en la que nadie confiaría, y eso era lo que yo esperaba. Porque después de lo que les había ocurrido a los prisioneros de Gurs en aquel bosque cerca de Lourdes, la última cosa que quería hacer era ayudar a los nazis a detener a más alemanes, incluso al alemán que había asesinado a los dos policías. No podía hacer nada por los otros hombres de la lista de Bomelburg, pero que me ahorquen si iba a apuntar con el dedo a algún otro alemán para Heydrich. Ahora no.
Crucé otra mirada con Erich Mielke. Mantuvo la suya y supongo que adivinó lo que estaba haciendo. Se lo veía más mayor de lo que yo recordaba, por supuesto. Más ancho y poderoso, sobre todo en los hombros. Llevaba una barba poco espesa, pero era imposible equivocarse con aquella boca malhumorada, los despiadados ojos vigilantes y el pelo erizado en su enorme cabeza. Debió de pensar que yo era un bistec nazi: marrón por fuera, rojo por dentro. Pero no podía estar más equivocado. Los asesinatos de Anlauf y Lenck fueron el acto más cobarde que había presenciado, y nada me hubiese complacido más que detenerlo, y que los tribunales de Berlín lo sentenciasen a un corte de pelo definitivo; pero, por mucho que me desagradase, me desagradaba todavía más la instintiva brutalidad de la policía estatal nazi. Casi deseaba decirle que, de no haber sido por el asesinato de aquellos ocho hombres junto a una carretera rural el día anterior, lo hubiese llevado a una cita con un hombre vestido con guantes blancos y sombrero de copa.
Di media vuelta, volví a donde estaba Bomelburg y me encogí de hombros.
– Valía la pena intentarlo -dijo.
Ninguno de los dos esperaba lo que sucedió a continuación.
– No conozco a ningún Erich Mielke -gritó una voz.
Era un hombre pequeño y de aspecto judío, con el pelo oscuro rizado y ojos castaños inquietos. El rostro de un abogado, lo cual bien podría ser el motivo de que mostrase un gran morado en la mejilla.
– No conozco a ningún Erich Mielke -repitió, seguro ya de haber captado nuestra atención-, pero me gustaría convertirme en nazi.
Algunos prisioneros se rieron y otros silbaron, pero el hombre continuó hablando.
– Fui arrestado por los franceses porque era un comunista alemán. Entonces no era enemigo de Francia, pero ahora lo soy. Es verdad, odio y desprecio a estas personas más de lo que odiaba a los nazis. Me paso todo el día llevando cubos de las letrinas, y durante el resto de mi vida asociaré a Francia con el olor de la mierda.
El corso entrecerró los ojos y se movió hacia el hombre con el látigo en alto.
– No -intervino Bomelburg-. Déjele hablar.
– Me alegro de que Francia haya sido derrotada -continuó el prisionero-. Y dado que me declaro a mí mismo como enemigo de Francia, quiero unirme al ejército alemán y convertirme en un leal soldado de la madre patria y seguidor de Adolf Hitler. ¿Quién sabe? La guerra ha terminado, pero quizás aún tenga la oportunidad de matar a algún franchute, algo que me haría muy feliz.
Los demás prisioneros comenzaron a burlarse de él, pero noté que el comandante Bomelburg estaba impresionado.
– Así que, si no le importa, señor, cuando abandone usted esta letrina, me gustaría ir con usted.
Bomelburg sonrió.
– Creo que será lo más conveniente.
Y lo hizo. Pero decía mucho en favor del resto de los alemanes del barracón treinta y tres que ninguno de los demás siguiese su ejemplo. Ni uno solo.