Lo mínimo que se puede decir es que aquel fue un verano difícil. Pese a que se promulgaron nuevas leyes que convertían la violencia política en un crimen capital, los nazis estaban matando a comunistas a un promedio de casi dos a uno. Después de las elecciones de marzo, en la que los nazis consiguieron el triple de votos que el KPD, los comunistas se volvieron cada vez más violentos, seguramente llevados por la desesperación. Después, a principios de agosto, se convocaron elecciones para el parlamento prusiano. Lo más lógico era suponer que tuvieran relación con la crisis económica mundial. Después de todo, estábamos en 1931 y nos encontrábamos en plena Gran Depresión. Casi la mitad de los bancos habían quebrado en Estados Unidos, y en Alemania estábamos intentando pagar las indemnizaciones de guerra, con casi seis millones de hombres sin trabajo. Y los franceses tenían una buena parte de culpa, por imponer sus brutales condiciones de paz.
Las elecciones prusianas constituían siempre un barómetro para el resto de Alemania, y por lo general se disputaban con dureza, un hecho atribuible al carácter prusiano. Jedem das Seine es un lema prusiano. Significa literalmente: «A cada uno lo suyo», pero en un sentido más figurado también significa: «Todos reciben lo que se merecen». Es por eso que lo pusieron sobre la reja de la entrada del campo de concentración de Buchenwald. Y es probable que, dado el peculiar carácter del parlamento prusiano, recibimos lo que nos merecíamos cuando, el 9 de agosto, se anunciaron los resultados y resultó que no había votado bastante gente para obligar a convocar comicios a nivel nacional. Sin quórum para las elecciones, la irritación se extendió por todo Berlín. Pero sobre todo en la Bülowplatz, frente a la Karl Liebknech Haus. Convencidos de que se había sellado algún pacto secreto entre la administración nazi y la prusiana, miles de comunistas se congregaron allí. Lo más probable es que estuviesen en lo cierto respecto al acuerdo. Pero las cosas se pusieron feas cuando apareció la policía antidisturbios y comenzó a romper cabezas comunistas como si fueran huevos. Los polis de Berlín siempre han sido buenos preparando tortillas.
Tampoco la lluvia ayudó mucho. Había hecho un calor muy seco durante varias semanas, pero aquel día llovió con fuerza y a los polis de Berlín no les gustaba mojarse. Algo relacionado con todo aquel cuero en los chacós que llevaban. Había una cubierta de hule que debías ponerte encima cuando empeoraba el tiempo, pero después se olvidaban de ello, lo que significaba que tenían que pasarse siglos limpiando y puliendo el chacó. Si había algo que cabreara de verdad a los polis de Berlín era que se les mojase el chacó.
Supongo que los rojos decidieron que ya habían tenido suficiente. Claro que siempre gritaban contra la dictadura policial, aun cuando la policía se comportaba con una conducta ejemplar. La policía local había sido amenazada con anterioridad, pero esto era diferente. Ahora se hablaba de matar policías. Alrededor de las ocho de la noche se oyeron disparos y se inició una batalla en toda regla entre la poli y el KPD; la más grande que habíamos visto desde el levantamiento de 1919.
Comenzaron a llegar noticias a la jefatura de policía en Berlín Alexanderplatz, alrededor de las nueve de la noche, de que varios agentes, incluidos dos capitanes de policía, habían resultado muertos. Ya estábamos investigando el asesinato de otro poli en junio. Yo había ayudado a llevar el féretro. A la hora en que varios detectives y yo llegamos a la Bülowplatz, la mayor parte de la muchedumbre se había dispersado, pero aún se mantenía un intenso tiroteo. Los comunistas se apostaban en los tejados de varios edificios, y las fuerzas de policía, provistas de reflectores, les devolvían el fuego y registraban al mismo tiempo los edificios de apartamentos de la zona en busca de armas y sospechosos. Un centenar de personas fueron arrestadas, quizá más, mientras continuaba la batalla. Esto significaba que no podíamos acercarnos a los cuerpos, y durante varias horas intercambiamos disparos con los rojos; una bala de fusil arrancó un trozo de mampostería por encima de mi cabeza y, llevado más por la furia que por la intención de hacer blanco, disparé con la Bergmann hasta vaciar el cargador. Era la una de la madrugada cuando conseguimos llegar a los polis heridos, cuyos cuerpos estaban tumbados en el portal del cine Babylon. En aquellos momentos había muerto un comunista y otros diecisiete estaban heridos.
De los tres policías del portal, dos estaban muertos. El tercero, el sargento Willig, el Húsar, estaba herido en el estómago y en un brazo. Su chaqueta azul grisáceo estaba manchada de sangre, aunque no toda era suya.
– Nos tendieron una emboscada -jadeó mientras nos sentábamos junto a él y esperábamos la llegada de la ambulancia-. Los que nos dieron no estaban en los tejados. Los cabrones estaban ocultos en un portal y nos dispararon por la espalda cuando pasamos.
El oficial al mando, el detective policía consejero Reinhold Heller, le dijo a Willig que contuviese el aliento, pero el sargento era de esa clase de hombres que no podían descansar hasta haber presentado su informe.
– Eran dos. Con pistolas automáticas. Les disparé con mi arma. Todo el cargador. No puedo decir si alcancé a alguno de ellos o no. Eran jóvenes. Gamberros. Veinteañeros. Se rieron cuando vieron a los dos capitanes caer al suelo. Luego entraron en el cine. -Intentó sonreír-. Debían de ser admiradores de la Garbo. A mí nunca me ha gustado mucho.
Llegaron los enfermeros de la ambulancia con una camilla y se lo llevaron, y nos dejaron con los dos cadáveres.
– ¿Günther? -dijo Heller-. Vaya a hablar con el director del cine. Averigüe si alguien vio algo aparte de la película.
Heller era judío, pero yo no tenía ningún problema con eso. No como otros. Él era el chico de oro de Bernard Weiss, el jefe de la Kripo, pero eso no hubiese creado ningún problema si no fuera porque Weiss también era judío. Yo creía que Heller era un buen policía, y eso era lo único que tenía importancia para mí. Los nazis, por supuesto, pensaban de otra manera.
La película era Mata Hari, con Greta Garbo en el papel principal y Ramón Novarro como el joven oficial ruso que se enamora de ella. Yo no la había visto, pero la película tuvo mucho éxito en Berlín. A Garbo la fusilan los traicioneros franceses, y con un argumento así, no podía fallar con los alemanes. El director del cine esperaba en el vestíbulo. Era moreno y parecía preocupado, con un bigote que parecía la ceja de un enano, y se parecía un poco a Ramón Novarro. Pero no se podía decir que la mujer rubia de la taquilla se pareciese a Greta Garbo, al menos no a la Garbo del cartel; tenía el pelo erizado, como Pedro Melenas.
A nuestro alrededor todo era rojo. Alfombras rojas, paredes rojas, techo rojo, sillas rojas y cortinas rojas en las puertas de la sala. Dada la situación política del vecindario, parecía muy apropiado. La rubia lloraba, el director estaba nervioso. No dejaba de acomodarse los gemelos mientras explicaba, a voz en cuello, como si fuese el personaje de una obra, lo que había visto y oído.
– Mata Hari acababa de seducir al general ruso, Shubin -dijo-, cuando oímos los primeros disparos. Debió haber sido alrededor de las ocho y diez.
– ¿Cuántos disparos?
– Una descarga. Seis o siete. Armas pequeñas. Pistolas. Yo estuve en la guerra. Conozco la diferencia entre un disparo de pistola y un disparo de fusil. Asomé la cabeza por la puerta de la taquilla y vi a Fraulein Wiegand en el suelo. Al principio creí que había sido un atraco. Que la habían asaltado. Pero entonces se produjo una segunda descarga y varias de las balas alcanzaron la ventanilla. Dos hombres cruzaron corriendo el vestíbulo y entraron en la sala sin pagar. Empuñaban pistolas, y no quise insistir en que comprasen la entrada. No puedo decir que los viese muy bien, porque estaba asustado. Luego hubo más disparos, en el exterior. Disparos de fusil, creo, y la gente entró corriendo en busca de refugio. Para entonces el proyeccionista había detenido la película y encendido las luces. El público de la sala estaba saliendo por la puerta de emergencia, a la Hirtenstrasse. Era obvio, por el ruido y la multitud, que la proyección no continuaría, y antes de que uno de sus colegas entrase y me dijera que no me moviese de aquí, casi todo el mundo había abandonado la sala por la puerta trasera. Incluidos los dos hombres armados. -Dejó los gemelos en paz por un momento y se frotó la frente con furia-. Están muertos, ¿verdad? Los dos agentes de policía.
Asentí.
– Eso es malo. Muy malo.
– ¿Qué me dice usted, Fraulein? -pregunté-. Los dos hombres armados. ¿Pudo verlos bien?
Ella sacudió la cabeza y apretó un pañuelo empapado a su nariz roja.
– Ha sido una gran conmoción para Fraulein Wiegand -dijo el director.
– Ha sido una gran conmoción para todos nosotros, señor.
Entré en la sala, caminé por el pasillo central hacia la salida y abrí la puerta. Ahora estaba en una pequeña escalera roja. Bajé hasta la otra puerta y salí a la Hirtenstrasse en el momento en que un convoy del metro pasaba por debajo de mis pies, sacudiendo toda la zona como si no la hubieran sacudido lo suficiente. Estaba oscuro y no se veía mucho a la luz amarilla de las farolas de gas: unas pocas banderas rojas tiradas, un par de pancartas y quizás un arma asesina, si hubiera registrado el lugar a fondo. Con tantos polis por allí, no parecía probable que los asesinos se hubiesen arriesgado a seguir empuñando sus armas.
En la puerta del cine estaban configurando la gestalt de la escena del crimen, lo cual equivale a decir que confiaban en que el conjunto fuese más grande que la suma de sus partes.
El capitán Anlauf había recibido dos disparos en el cuello y se había desangrado hasta morir. Tenía unos cuarenta años, era un hombre fornido con una cara grande que le había ayudado a merecer el apodo de «Mejillas de Cerdo». Su arma todavía estaba en la pistolera.
– Esto es muy malo -comentó uno de los otros detectives-. Su esposa murió hace tres semanas.
– ¿De qué murió? -me oí preguntar.
– Una enfermedad de riñón -contestó Heller-. Esto deja huérfanas a tres hijas.
– Alguien tendrá que decírselo.
– Yo lo haré. -El hombre que acababa de hablar vestía de uniforme y todos nos erguimos al darnos cuenta de que era el comandante de la Schupo de Berlín, Magnus Heimannsberg-. Pueden dejármelo a mí.
– Gracias, señor -dijo Heller.
– ¿Quién es el otro nombre? No lo reconozco.
– El capitán Lenck, señor.
Heimannsberg se inclinó para mirarlo de cerca.
– ¿Franz Lenck? ¿Qué demonios estaba haciendo aquí? Esta clase de trabajo policial no era de su incumbencia.
– Se ordenó a todos los hombres disponibles que vinieran aquí. ¿Alguien sabe si estaba casado?
– Sí -dijo Heimannsberg-. Pero no tenía hijos. Supongo que eso es mejor. Mire, Reinhard, también se lo diré a ella. A la viuda.
Lenck rondaría los cuarenta. Su rostro era más delgado que el de Anlauf, con unas grandes arrugas dibujadas por la risa que ya no se volverían a mover nunca más. Aún llevaba puesto unos quevedos y el casco en la cabeza, con la correa bien sujeta debajo de la barbilla. Le habían disparado en la espalda y, como Anlauf, su arma estaba en la pistolera. Heimannsberg comentó el detalle.
– Ni siquiera tuvieron la oportunidad de desenfundar sus armas -dijo con amargura. Señaló una Luger con la bota-. Supongo que es el arma del sargento Willig.
– Disparó todo el cargador, señor -dijo Heller-. Antes de que entraran corriendo por aquí.
– ¿Consiguió dar en el blanco?
Heller me miró.
– No lo creo, señor -respondí-. Resulta un poco difícil decirlo. Todo es rojo. La alfombra, las paredes, las cortinas, todo. Resulta difícil distinguir una mancha de sangre. Salieron por la puerta de emergencia a la Hirtenstrasse. Señor, me gustaría disponer de un par de hombres con linternas para que me ayuden a buscar por toda la calle. Los manifestantes han abandonado banderas rojas y pancartas, y es posible que ellos también hayan arrojado las armas.
Heller asintió.
– No se preocupen, muchachos -concluyó Heimannsberg, que había comenzado su carrera como un simple policía de calle y era muy popular en el cuerpo-. Atraparemos a los cabrones que hicieron esto.
Unos pocos minutos más tarde caminaba por la Hirtenstrasse, acompañado por un par de hombres de uniforme. A medida que avanzábamos hacia el este en dirección a Mulack Strasse y el territorio de los Always True, una famosa banda de Berlín, comenzaron a ponerse nerviosos. Nos detuvimos junto a la tabaquería de Fritz Hempel. Estaba cerrada, por supuesto. Alumbré con la linterna a un lado y a otro. Los dos hombres de la Schupo se acercaron y se tranquilizaron cuando vieron que, un poco más lejos, un coche blindado de la policía se detenía junto a una esquina.
– Esto está cerca de Mulack Strasse y de los Always True, y lo más probable es que creyeran que podían conservar las armas -señaló uno de los polis.
– Quizá. -Volví sobre mis pasos por la Hirtenstrasse, examinando todavía el suelo, hasta que mis ojos vieron una tapa de alcantarilla. Era sólo una sencilla rejilla de hierro forjado, pero alguien la había levantado hacía poco: faltaba el polvo en dos de los barrotes por donde alguien quizá la había sujetado. Uno de los hombres de la Schupo la levantó mientras yo me quitaba la chaqueta y la camisa; y después de mirar los adoquines alrededor de la alcantarilla abierta, decidí quitarme también los pantalones.
– Era bailarín en el Haller-Revue antes de ser policía -comentó uno de los polis, al tiempo que doblaba mis prendas sobre su brazo.
– Versátil, ¿no?
– Si Heimannsberg estuviese aquí -dije-, le haría bajar a usted, así que cállese.
– Metería toda mi puta cabeza en esa cloaca si creyese que así iba a encontrar al cabrón judío que ha matado al capitán Anlauf.
Me tumbé junto a la alcantarilla y metí el brazo en la espesa agua negra, hasta el hombro.
– ¿Qué le lleva a creer que era judío? -pregunté.
– Todos saben que los marxistas y los judíos son la misma cosa -respondió el hombre de la Schupo.
– Yo en su lugar no lo repetiría delante del consejero Heller.
– Esta ciudad está infestada de judíos -insistió el hombre de la Schupo.
– No le haga caso, señor -intervino el otro poli-. Para él cualquiera que lleve sombrero y tenga la nariz grande es un judío. A ver si consigue encontrar alguna reparación de guerra mientras está allá abajo.
– Muy gracioso -dije-. Si no estuviese el brazo metido en esta agua podrida quizá podría reírme. Ahora ponga la tapa de nuevo.
Sentí un objeto duro y metálico y saqué una pistola con un cañón largo. Se la di al poli que no sujetaba mi ropa.
– Una Luger, ¿verdad? -opinó. Limpió un poco la porquería del arma-. Parece la versión para el cuerpo de artillería. Puede abrir otro agujero de cerradura en una puerta.
Continué buscando en el fondo de la alcantarilla.
– Aquí abajo no hay comunistas -dije-. Sólo esto. -Saqué la otra arma, una automática con una curiosa forma irregular, como si alguien hubiese intentado partir el cerrojo del cañón.
Llevamos las dos armas hasta una fuente pública y limpiamos parte de la porquería. La automática pequeña era una Dreyso del calibre 32.
Me lavé el brazo, me vestí y cogí las dos armas para llevarlas a la comisaría séptima, en Bülowplatz. Cuando entré en la sala de detectives, Heller me saludó con una palmada en la espalda.
– Bien hecho, Günther -dijo.
– Gracias, señor.
Mientras tanto, otros polis ya estaban reuniendo cajas de fotografías para llevarlas al Hospital del Estado y mostrárselas al sargento Willig tan pronto como saliese del quirófano. Al cabo de un rato dije:
– Ya saben que esto llevará tiempo. Quiero decir que tendremos que esperar a que recupere la conciencia. Para entonces los asesinos estarán fuera de la ciudad, quizá camino de Moscú.
– ¿Se le ocurre alguna idea mejor?
– Quizá. Mire, señor, en lugar de mostrarle al sargento Willig una foto de cada rojo fichado en esta ciudad, vamos a coger unas pocas.
– ¿Cuáles? Hay centenares de estos cabrones.
– Todo indica que el ataque fue orquestado desde la K. L. Haus -dije-. ¿Qué le parece si seleccionamos sólo los expedientes de setenta y seis comunistas? Los correspondientes a todos los rojos que detuvimos cuando allanamos la K. L. Haus el pasado enero. Y de momento, nos limitamos a esas caras.
– Sí, tiene razón -asintió Heller. Cogió el teléfono-. Póngame con el Hospital del Estado. -Le hizo una seña a otro detective-. Averigüe quiénes participaron en el allanamiento. Dígales a los chicos de los archivos que localicen los expedientes de los arrestos y se reúnan con nosotros en el hospital.
Veinte minutos más tarde íbamos de camino al Hospital del Estado en Friedrichshain.
Estaban trasladando a Willig al quirófano cuando llegamos con los expedientes de los arrestos en la K. L. Haus. Ya le habían puesto una inyección, pero contra el consejo de los médicos, que estaban ansiosos por operarle lo antes posible, Willig comprendió de inmediato la urgencia de lo que se le pedía. El sargento no tardó nada en señalar la foto de uno de sus atacantes.
– Es éste, seguro -afirmó-. El que le disparó al capitán Anlauf, sin duda.
– Erich Ziemer -dijo Heller, y me pasó la hoja del expediente.
– El otro era más o menos de la misma edad, constitución y color que este hijo de puta. Puede que incluso fuesen hermanos, se parecían mucho, pero no es ninguno de estos. Estoy seguro.
– De acuerdo -asintió Heller. Le dijo unas cuantas palabras de aliento al herido antes de que los médicos se lo llevasen.
– Reconozco a este Ziemer -dije-. En mayo le vi subir a un coche con otros tres hombres. Estaban delante de la K. L. Haus y, según el sargento Adolf Bauer, que estaba de servicio en la Bülowplatz, uno de los otros era Heinz Neumann.
– ¿El diputado del Reichstag?
– ¿Y los otros dos?
– Uno de ellos, no lo sé. Quizá Bauer lo recuerde.
– Sí, tal vez.
Hizo una pausa, expectante.
– ¿Y el comunista que usted conoce?
Le hablé del día que había salvado a Erich Mielke de un grupo de las SA que quería asesinarle.
– Él era el cuarto hombre en aquel coche. Y es verdad lo que el sargento Willig dice. Se parece mucho a Erich Ziemer.
– Usted cree que estamos buscando a dos Erich, ¿no?
Asentí de nuevo.
– ¿Günther? No me gustaría que se supiera en el Alex que le salvó la vida al asesino de un poli.
– No había pensado en ello, señor.
– Pues quizá debería hacerlo. Le aconsejo que, desde ahora en adelante, no mencione cómo llegó a conocer a ese Erich Mielke hasta que lo detengan. Sobre todo ahora. Éste es el tipo de historia que a los nazis les gustaría utilizar para machacarnos a los que formamos parte de las fuerzas de policía y todavía nos consideramos demócratas, ¿no le parece?
– Sí, señor.
Nos dirigimos al oeste y al norte del Ring, a la Biesenthaler Strasse, la dirección que figuraba en la hoja del expediente de Erich Ziemer. Se trataba de un edificio de aspecto ruinoso cerca de Christiana Strasse, muy cerca de la fábrica de cerveza Loïwen y del peculiar olor a lúpulo que siempre flotaba en el aire en esa parte de Berlín.
Ziemer había alquilado una habitación grande y oscura en una casa grande y oscura, propiedad de un viejo cuyo rostro parecía el de la Sábana de Turín. No le gustó nada que lo sacáramos de la cama a una hora tan temprana, pero no pareció muy sorprendido cuando empezamos a hacerle preguntas sobre aquel inquilino que no estaba en su habitación y que, al parecer, era poco probable que regresara; de todas maneras, le pedimos que nos dejara verla.
Junto a la ventana había un sofá destartalado de cuero que tenía el tamaño y el color de un hipopótamo dormido. En una de las húmedas paredes había una lámina que mostraba a Alexander von Humboldt con un espécimen botánico en un libro abierto. El casero, Herr Karpf, se rascó la barba, se encogió de hombros y nos dijo que Ziemer había desaparecido entre la niebla el día anterior dejando a deber tres semanas de alquiler. Se llevó todas sus pertenencias, y eso sin mencionar una jarra de plata y marfil que valía varios centenares de marcos. Era difícil imaginar que Herr Karpf fuese el propietario de algo valioso, pero le prometimos hacer todo lo posible por recuperarlo.
Había un teléfono de la policía en Oskar Platz, cerca del hospital, y desde allí telefoneamos al Alex, donde otro agente había estado buscando el expediente y la dirección de Erich Mielke, pero sin resultado hasta ahora.
– Pues ya está -dijo Heller.
– No -respondí-. Existe otra posibilidad. Vaya al sur, a la central eléctrica de Volta Strasse.
El coche de Heller era un bonito DKW color crema con un pequeño motor de dos cilindros y seiscientos centímetros cúbicos, pero tenía tracción delantera y al tomar las curvas se adhería al terreno como si estuviese soldado al pavimento. Así que llegamos allí muy rápido. En Brunnen Strasse, al otro lado de Volta Strasse, le dije que doblase a la izquierda por Lortzing Strasse y aparcase.
– Deme diez minutos -dije, y abrí la puerta del DKW. Caminé a paso rápido en dirección a un edificio de apartamentos rojo y amarillo, con balcones y un techo con mansardas que recordaban una pequeña fortaleza marroquí.
La informe casera de Elisabeth, Frau Bayer, se sorprendió un poco al verme llegar a una hora tan temprana, porque tenía la costumbre de visitar a la modista cuando salía del trabajo. Sabía que era policía, y eso por lo general bastaba para silenciar sus protestas por sacarla de la cama. La mayoría de los berlineses eran respetuosos con la ley, excepto si eran comunistas o nazis. Y cuando eso no era bastante para acallar sus protestas, deslizaba unos pocos marcos en el bolsillo de su bata para compensarla. El apartamento era una conejera de habitaciones llenas de viejos muebles de cerezo, biombos chinos y lámparas con pantallas de borlas. Como siempre, me senté en la sala de estar y esperé a que Frau Bayer fuese a llamar a su inquilina; y como siempre, cuando me vio, Elisabeth me dirigió una sonrisa somnolienta pero feliz y me cogió de la mano para llevarme a su habitación, donde recibiría una bienvenida más apropiada; sólo que esta vez me quedé en el sofá de la sala.
– ¿Cuál es el problema? -preguntó ella. ¿Pasa algo?
– Es Erich. Está metido en un lío.
– ¿Qué clase de lío?
– Uno muy serio. Ayer por la noche dispararon y mataron a dos policías.
– ¿Crees que Erich tuvo que ver algo con eso?
– Eso parece.
– ¿Estás seguro?
– Sí. Mira, Elisabeth, no dispongo de mucho tiempo. Su única oportunidad es que le encuentre yo antes que cualquier otro. Debo explicarle qué tiene que decir y, algo aún más importante, qué es lo que no tiene que decir. ¿Lo entiendes?
Ella asintió e intentó contener un bostezo.
– ¿Entonces qué quieres de mí?
– Una dirección.
– Te refieres a que quieres que le traicione, ¿verdad?
– Sí, es una manera de verlo. No lo puedo negar. Pero también se puede ver de otra manera: quizá pueda convencerle de que confiese. Es la única cosa que podría salvarle la vida.
– No irán a decapitarlo, ¿verdad?
– ¿Por matar a un policía? Sí, creo que lo harían. Uno de los agentes que mataron era un viudo con tres hijas, que ahora se han quedado huérfanas. La República no tendrá más alternativa que dar un escarmiento ejemplar con él; si no lo hicieran, se arriesgarían a provocar una tormenta de críticas en los periódicos. A los nazis les encantaría. Pero, si soy yo quien lo detiene, tal vez podría convencerle de que me diese algunos nombres. Si hay otros en el KPD que lo obligaron participar en esto, tiene que confesarlo. Es joven e impresionable, y eso podría ser de alguna ayuda en su caso.
Ella torció el gesto.
– No me pidas que le entregue, Bernie. He conocido a ese muchacho durante la mitad de su vida. Yo ayudé a criarlo.
– Te lo estoy pidiendo. Te doy mi palabra de que haré lo que digo y de que intercederé por él en el tribunal. Lo único que te pido es una dirección, Elisabeth.
Ella se sentó en una silla, unió las manos con fuerza y cerró los ojos como si estuviese recitando una plegaria. Quizás era lo que estaba haciendo.
– Sabía que acabaría ocurriendo algo así -afirmó-. Por eso no le dije nunca que tú y yo nos veíamos. Porque se hubiese enfadado. Ahora comienzo a entender por qué.
– No le diré que fuiste tú quien me dio la dirección, si es eso lo que te preocupa.
– No es eso lo que me preocupa -susurró.
– ¿Entonces qué?
Se levantó bruscamente.
– Estoy preocupada por Erich, por supuesto -dijo en voz alta-. Me preocupa lo que pueda pasarle.
Asentí.
– Está bien, olvídalo. Tendremos que buscarle de otra manera. Lamento haberte preocupado.
– Vive con su padre, Emil -dijo con voz apagada-. En la Stettiner Strasse, número 25. En el último piso.
– Gracias.
Esperé a que dijese algo más, y al ver que no lo hacía, me arrodillé delante de ella e intenté cogerle la mano para darle un apretón de consuelo, pero la apartó. Al mismo tiempo evitó mis ojos, como si estuviesen colgando fuera de las órbitas.
– Vete -dijo-. Vete y haz tu trabajo.
Estaba amaneciendo en la calle, frente al edificio de apartamentos donde vivía Elisabeth, y sentí que algo importante había ocurrido entre nosotros. Que algo había cambiado, quizá para siempre. Subí al coche de Heller y le di la dirección. Al ver mi expresión, creo que comprendió que más le valdría no preguntar cómo la había obtenido.
Nos dirigimos a toda velocidad hacia el norte por la Swinemünder Strasse, seguimos por la Bellermann Strasse y después por la Christiana Strasse. El número veinticinco de la Stettiner Strasse era un edificio gris con un gran patio central que probablemente se habría derrumbado de no haber sido por el soporte que le proporcionaban varias vigas muy grandes. Aunque bien podría tratarse de musgo o moho, una alfombra verde colgaba de una ventana abierta en uno de los pisos superiores; ése era el único punto de color en aquel siniestro sarcófago de ladrillos y adoquines sueltos. Pese a que comenzaba a brillar una radiante mañana de verano, el sol nunca iluminaba los niveles inferiores de las casas en la Stettiner Strasse. Nosferatu podría haber pasado todo el día muy cómodamente en las penumbras de un piso bajo de la Stettiner Strasse.
Tiramos del cordón de la campana varios minutos antes de que una cabeza de pelo gris asomase por una ventana sucia.
– ¿Sí?
– Policía -dijo Heller-. Abra.
– ¿Qué pasa?
– Como si no lo supiese -respondí-. Abra, o echamos la puerta abajo.
– Está bien.
La cabeza desapareció. Al cabo de un minuto, o un poco más tarde, oímos que se abría la puerta y subimos las escaleras de dos en dos, como si de verdad creyésemos que aún teníamos alguna posibilidad de apresar a Erich Mielke. En realidad, ninguno de los dos teníamos la esperanza de que eso ocurriese. No en Gesundbrunnen. En ese barrio los niños aprendían a mantenerse alejados de los polis antes de que les enseñaran a dividir.
En lo alto de las escaleras un hombre vestido con pantalones y una chaqueta de un pijama nos hizo pasar a un apartamento pequeño que era un templo consagrado la lucha de clases. En todas las paredes había carteles del KPD, convocatorias de huelgas y manifestaciones y retratos baratos de Rosa Luxemburg, Karl Liebknecht, Marx y Lenin. A diferencia de cualquiera de ellos, el hombre que teníamos delante por lo menos parecía un trabajador. Tendría unos cincuenta años, era fornido y bajo, con un cuello de toro, una calvicie incipiente y una barriga que prosperaba. Nos miraba con suspicacia con sus pequeños ojos, muy juntos, que eran como signos diacríticos dentro de un cero. De haber llevado una toalla y una bata de seda, no podría haber parecido más duro y luchador.
– ¿Qué es lo que quiere de mí la pasma de Berlín?
– Estamos buscando al señor Erich Mielke -respondió Heller. Su meticulosidad era proverbial. No llegas a ser consejero de la policía de Berlín si no eres capaz de prestar atención a los detalles, sobre todo si además eres judío. Probablemente, eso formaba parte del veterano abogado que había en él. No era la faceta de Heller que más me interesaba, la de abogado puntilloso. Al hombre fornido con la chaqueta del pijama tampoco pareció sentarle muy bien.
– No está aquí -dijo, casi sin poder ocultar una mueca de placer.
– ¿Usted quién es?
– Su padre.
– ¿Cuándo vio a su hijo por última vez?
– Hace unos días. ¿Qué se supone que ha hecho? ¿Le ha pegado a algún poli?
– No -dijo Heller-. En esta ocasión parece que les ha disparado, y por lo menos ha matado a uno.
– ¡Qué pena! -Pero el tono de su voz parecía sugerir que no le daba ninguna pena.
El parecido entre el padre y el hijo era tan obvio para mí que me volví y me dirigí a la cocina, sólo para evitar que el deseo de pegarle llegara a ser demasiado irresistible.
– Allí tampoco lo encontrará.
Acerqué mi mano al fogón de la cocina. Todavía estaba caliente. Había un montón de cigarrillos a medio fumar en un cenicero, como si los hubiese dejado así alguien que por alguna razón estuviera muy nervioso. Nadie en Gesundbrunnen hubiese desperdiciado el tabaco de esa manera. Me imaginé a un hombre sentado en una silla junto a la ventana. Un hombre tratando de mantener su mente ocupada, quizá con un libro, mientras esperaba que llegase un coche para llevarles a él y a Ziemer a algún piso franco del KPD. Cogí el libro que estaba en la mesa de la cocina. Era Sin novedad en el frente.
– ¿Sabe dónde podría estar su hijo ahora? -preguntó Heller.
– No tengo ni idea. Con franqueza, podría estar en cualquier parte. Nunca me dice dónde ha estado o adónde va. Bueno, ya sabe como son los jóvenes.
Volví a la habitación y me detuve detrás de él.
– ¿Usted es del KPD?
Me miró por encima del hombro y sonrió.
– No es ilegal, ¿verdad? Todavía.
– Quizás anoche usted mismo estuvo en Bülowplatz. -Mientras hablaba, pasaba las páginas del libro.
Él sacudió la cabeza.
– ¿Yo? No, estuve aquí toda la noche.
– ¿Está seguro? Después de todo allí había varios centenares de sus camaradas, incluido su hijo. Quizás un millar. Sin duda, usted no se hubiese perdido algo tan divertido.
– No -contestó con firmeza-. Me quedé en casa. Siempre me quedo en casa los domingos por la noche.
– ¿Es religioso? -dije-. No parece religioso.
– Es porque tengo que ir a trabajar en… -Hizo un gesto hacia el reloj de madera en la repisa de la chimenea-. Sí, dentro de dos horas.
– ¿Tiene algún testigo de que estuvo aquí toda la noche?
– Los Geisler, los vecinos de al lado.
– ¿Este libro es suyo?
– Sí.
– Es bueno.
– Nunca hubiese creído que fuese de su agrado -señaló.
– ¡Vaya! ¿Y eso por qué?
– He oído que los nazis quieren prohibirlo.
– Quizá sí, pero yo no soy nazi. Y tampoco lo es el consejero de policía aquí presente.
– Todos los polis son nazis en mi libro.
– Sí, pero éste no lo es. Me refiero a su libro. -Pasé la página y saqué el billete del Ring Bahn que hacía las veces de punto de lectura-. Este billete dice que usted miente.
– ¿A qué se refiere?
– Este billete es de la estación de Gesundbrunnen, a sólo unos minutos a pie de aquí. Fue comprado en Schönhauser Tor anoche, a las ocho y veinte, más o menos unos diez minutos después de que dos policías fuesen asesinados en Bülowplatz, a menos de cien metros de la estación de Schönhauser Tor. Lo cual indica que el propietario de este libro está metido en un buen lío.
– No estoy diciendo nada.
– Herr Mielke -intervino Heller-, ya tiene usted bastantes problemas sin necesidad de ponerle frenos a su boca.
– No podrán atraparlo -dijo desafiante-. Ahora no. Si conozco a mi Erich, ya debe estar a medio camino de Moscú.
– Ni siquiera a mitad de camino -afirmé-. Y tampoco en dirección a Moscú, me apuesto lo que quiera. No, si usted lo dice. Eso significa que tiene que ir a Leningrado. Y también significa que probablemente se disponga a viajar en barco. Por lo tanto, hay más probabilidades de que esté viajando hacia uno de estos puertos alemanes, Hamburgo o Rostock. Rostock está más cerca, así que sin duda pensará ser más listo que nosotros y se dirigirá a Hamburgo. ¿A cuánto está? ¿A doscientos cincuenta kilómetros? Quizás esté allí ahora, si se marchó antes de medianoche. Yo diría que Erich está en este mismo momento en el muelle de Grasbrook o Sandtor, subiendo a un carguero ruso y ufanándose de haber matado a un poli fascista por la espalda. Lo más probable sería que a ese cobarde le concedieran la Orden de Lenin al valor.
Algo debió de tocarle una fibra sensible al cuerpo desafiante de Mielke. En un instante la mandíbula de su feo rostro de troll pasó de estar en reposo a avanzar beligerante hacia mí y, profiriendo un insulto, el tipo me lanzó un puñetazo. Por fortuna, yo casi me lo estaba esperando y ya me estaba echando hacia atrás cuando hizo contacto; aun así, fue como si me hubiesen golpeado con una porra. Me sentí mareado y caí sentado en una silla. Por un momento tuve una nueva visión del mundo, pero no tenía nada que ver con las vanguardias de Berlín. Ahora Mielke padre sonreía, y su boca mostraba brechas entre los dientes. Su enorme manaza se movía hacia Heller y, después de trazar una órbita completa alrededor del cuerpo de Mielke, se estrelló en la superficie del cráneo de Heller como si fuera un asteroide y envió al consejero de policía al suelo, donde gimió por un momento y se quedó inmóvil.
Me levanté de nuevo.
– Voy a disfrutar con esto, asqueroso comunista hijo de puta.
Mielke padre se volvió justo a tiempo para encontrarse directamente con mi puño. El golpe sacudió su cabeza sobre los gruesos hombros como un súbito estornudo, y cuando dio un paso atrás, le golpeé de nuevo con un derechazo en un lado de la cabeza. Eso le hizo levantar los pies del suelo como el tren de aterrizaje de un avión, y por una fracción de segundo pareció volar a través del aire antes de caer de rodillas. Mientras caía de costado, le retorcí un brazo por la espalda y después el otro, y conseguí retenerlo lo suficiente para que Heller, todavía atontado, le pusiese las esposas en las muñecas. Entonces me levanté y le di un tremendo puntapié, porque aún no había podido darle un puntapié a su hijo y porque habría preferido no haberle salvado el cuello a aquel joven. Habría seguido golpeándolo, pero Heller me detuvo. Si no hubiera sido porque él era consejero y yo aún sentía náuseas, también le habría pegado a él.
– ¡Günther! -gritó-. ¡Ya está bien! -Soltó un gemido y se apoyó con fuerza en la pared mientras intentaba recuperarse.
Me puse la mandíbula en su sitio; mi cabeza parecía más grande por un lado que por el otro y un zumbido seguía resonando en mis oídos, aunque no hubiera ningún timbre.
– Con el debido respeto, señor -dije-, no ha sido suficiente.
Le di otro puntapié a Mielke, salí tambaleándome del apartamento al rellano y al cabo de un par de minutos estaba vomitando por encima de la balaustrada.