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ALEMANIA, 1954

El sábado Grottsch y Wenger me acompañaron de nuevo a Berlín, tal como habíamos acordado, y el domingo regresé a la Motzstrasse sólo que esta vez mis dos compañeros insistieron en acompañarme hasta la puerta de Elisabeth.

La dejé que me besase castamente en la mejilla y después hice las presentaciones.

– Éstos son Herr Grottsch y Herr Wenger. Son los responsables de mi seguridad mientras estoy en Berlín, e insistieron en ver tu apartamento, sólo para asegurarse de que todo está en orden.

Elisabeth frunció el entrecejo.

– ¿Son policías?

– Sí. Algo por el estilo.

– ¿Estás metido en algún lío?

– Te puedo asegurar que no hay nada de qué preocuparse -respondí con la mayor tranquilidad-. Es una mera formalidad. Y, por supuesto, no nos permitirán estar a solas hasta que hayan echado un buen vistazo.

Elisabeth se encogió de hombros.

– Si tú crees que es necesario. No hay nadie más aquí. No puedo imaginar qué creen que podrán encontrar, caballeros. Esto no es el Hohenschönhausen, ¿saben?

Grottsch se detuvo y frunció el entrecejo.

– ¿Qué sabe del Hohenschönhausen? -preguntó en tono de sospecha.

– Veo que tus amigos no son de Berlín, Bernie -comentó Elisabeth-. Buen hombre, en Berlín todo el mundo conoce el Hohenschönhausen.

– Todo el mundo excepto yo -admití con sinceridad.

– Bueno -dijo ella-. ¿Recuerdas la fábrica Heikee?

– ¿El frigorífico? ¿En la esquina de la Freienwalder Strasse?

Elizabeth asintió.

– Ahora toda la zona está ocupada por el Servicio de Seguridad Estatal de la República Democrática Alemana.

– Creía que estaba en Karlshorst.

– Ya no.

– Parece saber mucho acerca de ello, Fraulein -señaló Wenger.

– Soy berlinesa. Los comunistas fingen que ese lugar no existe y nosotros fingimos que no lo vemos. Es un arreglo que a todos nos va muy bien, creo. Un arreglo muy berlinés. Pasaba lo mismo con el cuartel general de la Gestapo en la Prinz Albrechtstrasse. ¿Lo recuerdas?

– Por supuesto -contesté-. Era el edificio que nadie veía nunca.

Elisabeth miró a Grottsch y Wenger y frunció el entrecejo.

– ¡Qué! Adelante, pasen y revisen.

Los dos hombres recorrieron todo el apartamento y no encontraron nada. Cuando se convencieron de que no había nada sospechoso, Grottsch dijo:

– Esperaremos junto a la puerta. -Salieron.

La aparté de la puerta para evitar que nos escucharan y la llevé a la cocina, donde nos abrazamos con cariño.

– ¿En qué estabas pensando? -pregunté-. ¿Cómo se te ocurre mencionar a la Stasi así como así?

– No lo sé. Se me ha escapado.

– Menos mal que lo has arreglado, creo. Me había olvidado de la carne de Heike. En el ejército no comíamos otra cosa.

– Es probable que por eso lo fusilaran. Me refiero a Richard Heike.

– ¿Quiénes? ¿Los rusos?

Ella asintió.

– ¿Quiénes son esos dos personajes?

– Sólo un par de matones que trabajan para los servicios de inteligencia franceses.

– Pero son alemanes, ¿no?

– Creo que a los franceses les divierte que nosotros les hagamos el trabajo sucio.

– Entonces, eso es lo que estás haciendo.

– En realidad no sé qué estoy haciendo.

– Es un consuelo pensarlo.

– Les dije a los franceses que me dejaran volver para pedirte que te casaras conmigo. Que me habías dado un ultimátum.

– No es una mala idea, Günther. -Se zafó de mi abrazo y comenzó a preparar el café-. No me gusta mucho vivir por mi cuenta. Estar sola en Berlín no es como estar sola en alguna otra parte. Aquí hasta los árboles parecen aislados.

– ¿De verdad te gustaría casarte?

– ¿Por qué no? Fuiste bueno conmigo, Günther. Una vez en 1931. De nuevo en 1940. Una tercera vez en 1946. Y aún en una cuarta ocasión, el año pasado. Eso hace cuatro veces en veintitrés años. Mi padre se marchó de casa cuando yo tenía diez años. Mi marido, bueno, tú recuerdas cómo era. A mi Ulrich le gustaba mucho usar los puños. Tengo un hermano al que no he visto desde hace años. -Elisabeth sacó un pañuelo y se lo llevó a los ojos-. Dios, no me había dado cuenta hasta ahora de que has sido una de las personas más constantes en mi vida, Bernie Günther. Quizá la única. -Se sorbió los mocos con mucho ruido-. Oh, mierda.

– ¿Y qué hay de tus americanos?

– ¿Qué pasa con ellos? ¿Acaso están aquí, bebiendo café en mi cocina? ¿Están? ¿Me envían dinero desde América? No lo hacen. Me follaron mientras estuvieron por aquí, como hacen siempre los americanos, y luego se fueron a sus casas en Wichita y Phoenix. Ah, sí, hubo otro del que no te hablé. El comandante Winthrop. Él me daba dinero, sólo que yo no se lo había pedido ni lo quería, ya sabes a lo que me refiero. Solía dejarlo en la cómoda, así que, cuando volvió junto a su esposa, en Boston, pudo hacerlo con la conciencia tranquila, porque nunca tuvimos una relación auténtica. Al menos, no según él. Sólo fui una chica a la que visitar cuando quería que alguien se la chupase. -Se sopló la nariz, pero las lágrimas continuaron-. Y aún me preguntas por qué me quiero casar, Günther. No sólo Berlín es un enclave ocupado, yo también lo soy. Si no hago algo al respecto, y pronto, no sé qué va ser de mí. ¿Quieres un ultimátum? Bueno, pues ahí lo tienes. ¿Quieres que te ayude? Entonces ayúdame. Ése es mi precio.

Asentí.

– Entonces es una suerte que haya venido preparado. -Le di el estuche con el anillo que Vigée me había dado. Me dijo que lo había comprado en una tienda de segunda mano en Göttingen, pero por lo que yo sabía bien podría habérselo robado al enano Alberich.

Elisabeth abrió el estuche. El anillo no era ninguna maravilla; parecía tener algún valor, aunque en realidad yo había visto mejores diamantes en un naipe. No pareció importarle. En mi experiencia, a las mujeres les gustan todas las joyas, tengan el aspecto que tengan. En cuanto ven un anillo de cualquier tamaño o color, es como si empezaras a caerles bien Soltó una exclamación y lo sacó del estuche.

– Si no te va bien -dije en un tono lamentable-, supongo que habrá algún modo de arreglarlo.

Pero ya se había puesto el anillo en el dedo, y parecía irle bien, lo cual fue la señal para que empezase a llorar de nuevo. No me cupo la menor duda: yo tenía un verdadero talento para hacer felices a las mujeres.

– Sólo para que lo sepas -añadí-. He perdido una esposa dos veces. La primera vez después de la primera gran guerra, y la segunda poco después de que acabara la segunda. No es un récord del que pueda sentirme orgulloso como marido. Si estallara otra guerra, tendrías que tomar la precaución de divorciarte rápidamente de mí. Con franqueza, siempre he sido mejor buscando a los maridos de otras personas o durmiendo con sus esposas. ¿Qué más? Ah sí, soy un perdedor nato. Creo que es importante que lo sepas. Esto explica mi actual situación, que no carece de riesgos, ángel mío. Me atrevería a decir que ya te has dado cuenta. Un hombre no trabaja para sus enemigos, a menos que no le quede otra elección. Soy como un abrecartas barato. La gente me usa cuando necesita abrir un sobre y después me olvida. No tengo nada qué decir en el asunto. Hasta donde puedo recordar, siempre ha sido así, aun cuando pensaba que yo era algo más que eso. La verdad es que somos sólo lo que hacemos, y no lo que queremos ser.

– Estás equivocado -dijo ella-. No importa lo que hayamos hecho o lo que hagamos. Lo que importa es lo que los demás piensen que somos. Si estás buscando algún significado, aquí lo tienes. Déjame que te lo dé. Para mí siempre has sido un buen hombre, Günther. A mis ojos siempre has sido la persona con la que podía contar cuando necesitaba a alguien que estuviese allí. Quizás eso sea todo lo que cualquiera de nosotros necesitamos. Tú buscas un plan o un propósito, pues lo tienes delante de ti, no hace falta que busques más.

Sonreí, complacido por su fortaleza. Se podía decir que era una berlinesa de pies a cabeza. Sin duda, había sido una de aquellas mujeres que habían limpiado la ciudad de escombros con un cubo en 1945. Violada un día y reconstruyendo al día siguiente, como una princesa troyana en la obra de algún griego de cabeza de mármol. Parecía hecha de la misma materia que aquella aviadora alemana que solía lanzar misiles para Hitler. Tal vez por eso la volví a besar -esta vez correctamente-, pero también podría haberlo hecho porque era tan sexy como unas medias negras. Sobre todo cuando mantenía sus ojos fijos en mí. Además, a la mayoría de los alemanes nos gustan las mujeres con aspecto de tener buen apetito, lo cual no significa que Elisabeth fuese gorda, ni siquiera grande, sino muy bien dotada.

– Supongo que te estás preguntando si hubo respuesta a tu carta -dijo.

– Comenzaba a intrigarme un poco.

– Bien. Como mínimo quiero ver algunas marcas de rasguños por lo que me has hecho pasar para conseguirla. Nunca había pasado tanto miedo.

Abrió un cajón de la cocina, sacó una carta y me la entregó.

– Acabaré de preparar el café, mientras tú la lees.

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