Al menos no era un uniforme negro. Pero en la Anhalter Bahnhof, mientras esperaba el tren del Reich Bahn a primera hora de aquella mañana de julio, me sentía extrañamente incómodo vestido como un capitán de la Sipo, pese a que casi todos los demás vestían también de uniforme. Era como si hubiese firmado un pacto de sangre con el propio Hitler. Se daba el caso de que en esta ocasión el gran Mefistófeles había decidido no viajar a la capital francesa. La Gestapo había descubierto por lo menos dos conspiraciones para matarlo durante su estancia en París, y en el tren se comentaba que Hitler ya había regresado de una visita en avión a la recién conquistada joya de su corona, vía Le Bourget, el 23 de julio. En consecuencia, si bien el tren en que viajábamos era muy lujoso en muchos aspectos -después de todo viajaban en él muchos generales de la Wehrmacht- no era el Amerika, el tren especial que llevaba el cuartel general del Führer y que, según todos decían, era la última palabra en comodidad de la clase Pullman. Este tren de tan curioso nombre -quizás era un juego de palabras inspirado en la canción de Herms Niel, que había cantado en la oficina de Heydrich- estaba, al parecer, de vuelta en el taller de reparaciones de Tempelhof, en el sudoeste de Berlín. A mí también me hubiera estado quedarme allí, sobre todo después de haberme encontrado de nuevo con Elisabeth. Aunque una pequeña parte de mí esperaba con interés ver París, sentía una evidente falta de entusiasmo hacia mi misión. Muchos agentes de la Sipo hubiesen aprovechado un viaje con todos los gastos pagados a la ciudad más elegante del mundo, y una dosis de crímenes por el camino no les hubiese preocupado lo más mínimo. En aquel tren viajaban algunos tipos que parecía como si llevasen asesinando gente desde 1933. Incluido el personaje que estaba sentado delante de mí, un Untersturmführer de las SS; un teniente al que apenas reconocí de la jefatura de policía en Alexanderplatz.
Sin embargo, sus pequeños ojos de rata ya se habían fijado en mí.
– Perdón, señor -dijo con exquisita cortesía-. ¿No es usted el inspector jefe Günther? ¿De la brigada de Homicidios?
– ¿Nos conocemos?
– Trabajaba en la brigada contra el Vicio, en el Alex, cuando le vi por última vez. Me llamo Willms. Nikolaus Willms.
Asentí en silencio.
– No es tan atractivo como Homicidios -precisó-. Pero tiene sus momentos.
Sonrió sin sonreír, con la expresión de una serpiente cuando abre la boca para tragarse algo. Era más bajo que yo, pero tenía aspecto de ser un hombre ambicioso, capaz de tragarse algo mucho más grande que él.
– ¿Qué le lleva a París? -pregunté, sin mucho interés.
– No es mi primer viaje -respondió-. He estado allí durante las dos últimas semanas. Sólo vine a Berlín para ocuparme de un asunto familiar.
– ¿Todavía tiene trabajo que hacer allí?
– Hay mucho vicio en París, señor.
– Eso me han dicho.
– Aunque, con un poco de suerte, no seguiré en esta sección durante mucho tiempo.
– ¿No?
Willms sacudió la cabeza. Era pequeño pero poderoso, y estaba sentado con las piernas separadas y los brazos cruzados, como si estuviese mirando un partido de fútbol.
– Después de la escuela del SD en Bernau -explicó-, me enviaron a realizar un exclusivo curso de liderazgo en Berlín-Charlottenburg. Fueron las personas que dirigían el curso quienes me buscaron este destino. Verá, hablo un francés fluido. Soy del Trier.
– Lo he notado en su acento. Francés. Imagino que le resulta muy útil en su trabajo.
– Para ser sincero con usted, señor, es un trabajo bastante aburrido. Me gustaría hacer algo más emocionante que ocuparme de un montón de putas francesas.
– Hay unos quinientos soldados en este tren que no estarían de acuerdo con usted, teniente.
Sonrió, esta vez con una sonrisa más correcta, mostrando los dientes, sólo que tampoco funcionó como se supone que debería funcionar una sonrisa.
– ¿Qué es lo que le gustaría hacer?
– Mi padre murió en la guerra -explicó Willms-. En Verdún. Lo mató un francotirador francés. Yo tenía dos años cuando ocurrió. Así que siempre he odiado a los franceses. Odio todo lo que tenga que ver con ellos. Supongo que me gustaría tener la oportunidad de hacerles pagar por lo que me hicieron. Por arrebatarnos a mi papá, por vivir una infancia miserable. Mi familia tendría que haber dejado Trier, pero no pudimos permitírnoslo. Nos quedamos. Mi madre y mis hermanas nos quedamos en Trier y fuimos odiados. -Asintió, pensativo-. Me gustaría trabajar para la Gestapo en París. Hacerles pasar un mal rato a los franchutes. Dejar fríos a unos cuantos, ya sabe a lo que me refiero, señor.
– La guerra se ha acabado -dije-. Yo diría que sus oportunidades para dejar fríos a unos cuantos franceses, como usted dice, son muy limitadas. Se han rendido.
– Oh, yo creo que aún quedan algunos que todavía tienen ganas de luchar, ¿usted no? Terroristas. Tendremos que enfrentarnos a ellos. Si oye alguna cosa en ese sentido, señor, quizá podría hacérmelo saber. Tengo muchas ganas de progresar. Y de abandonar mi trabajo actual. -Volvió a mostrar su sonrisa de reptil y palmeó el maletín que reposaba en el asiento, a su lado-. Hasta entonces -añadió-, quizá pueda hacerle un favor.
– ¿Ah sí? ¿Cómo?
– En este maletín tengo una lista de unos trescientos restaurantes y setecientos hoteles de París que han sido declarados ilegales debido a la prostitución, y otra lista de unos treinta que tienen autorización oficial. No es que hagan mucho caso de estas advertencias. Sé por experiencia que ni todas las leyes del mundo detendrán a un tipo que tiene ganas de echar un polvo, o a una prostituta que esté dispuesta a permitírselo. En cualquier caso, según mi ponderada opinión, si un hombre estuviese buscando pasarlo bien en París, sería mejor para él acudir al Hotel Fairyland en la Place Blanche, en Pigalle, que a otros sitios. Según la Prefectura de Policía de la Rue de Lutèce, las chicas que trabajan en el Fairyland están limpias de enfermedades venéreas. Uno se podría preguntar cómo lo saben, y creo que la respuesta más sencilla es que se trata de París, y por supuesto, la policía lo sabe. -Se encogió de hombros-. En cualquier caso, pensé que a usted le gustaría saberlo, señor. Antes de que se corra la voz.
– Gracias, teniente. No lo olvidaré. Pero creo que voy a estar demasiado ocupado como para buscarme más problemas. Verá, debo resolver un caso. Un caso antiguo, y supongo que me espera bastante trabajo. Cualquier otra cosa queda descartada. Es posible que todavía me distraiga más de lo que parece razonable, incluso en París. Me gustaría decirle más pero no puedo, por razones de seguridad. Verá, voy tras un tipo que ya escapó de mí anteriormente, y no tengo la intención de permitir que eso vuelva a ocurrir. Aunque me pusieran a Michelle Morgan en mi habitación del hotel, me comportaría como un caballero.
Willms mostró de nuevo su sonrisa de serpiente, la que probablemente utilizaba cuando quería que alguna pobre puta le permitiese follar gratis. Sabía cómo eran los tipos de su sección. Aunque me resultara odioso, reconocía que podría llegar a serme útil en mi misión y supuse que podría encargarle algún trabajo. Tenía una carta de Heydrich que obligaba a cualquier oficial a prestarme su total cooperación. Pero no le hice ninguna oferta. No lo hice porque no hay que coger una serpiente a menos que de verdad la necesites.
Llegamos a la Gare de L'Est de París a última hora de la tarde. Presenté mi autorización para utilizar un taxi a un suboficial con cara de salchicha y éste señaló un coche militar ocupado ya por otro oficial. Escaseaba la gasolina y, dado que íbamos a alojarnos en el mismo hotel al otro lado del río, nos vimos obligados a compartir un conductor, un cabo de las SS de Essen que intentó contener nuestra impaciencia por llegar al hotel advirtiéndonos que el límite de velocidad era sólo de cuarenta kilómetros por hora.
– Y por la noche es peor -añadió-. Entonces sólo son treinta, lo cual es una locura.
– Sin duda es más seguro de esa manera -opiné-. Debido a la oscuridad.
– No, señor -contestó el cabo-. Por la noche es cuando esta ciudad despierta. Es entonces cuando las personas realmente quieren ir a los sitios. A los sitios importantes.
– ¿Adónde, por ejemplo? -preguntó el oficial, un teniente de la marina que estaba asignado a la Abwehr, el servicio de inteligencia militar alemán.
– Esto es París, señor -afirmó el chófer con una sonrisa-. Aquí sólo hay un asunto de verdadera importancia, señor, a juzgar por el número de oficiales del Estado Mayor que acompaño a visitar a sus «asuntos», señor. La única actividad en París que florece más que nunca, señor, es el asunto de las relaciones hombre-mujer, señor. En otras palabras, la prostitución. Esta ciudad está llena. Cualquiera creería que los alemanes que llegan aquí no habían visto nunca una chica, por la manera en que se comportan.
– ¡Dios bendito! -exclamó el teniente de la Abwehr, cuyo nombre era Kurt Boger.
– Y pronto llegaran muchos refuerzos alemanes que ya deben estar en camino -prosiguió el conductor-. Mi consejo es que se busquen una bonita novia y la disfruten gratis. Pero, si van cortos de tiempo, los mejores prostíbulos en la ciudad son la Maison Chabanais, en el número doce de la Rue Chabanais, y el One-Two-Two, en la Rue de Provence.
– Oí que el Fairyland es un buen lugar -dije.
– No, eso es una basura señor. Con el debido respeto. Él que se lo dijo estaba meando fuera del tiesto. El Fairyland es un asco. Ni se le ocurra acercarse por allí, señor, no vaya a ser que acabe pillando una gonorrea, y perdone que se lo diga. Maison Chabanais es sólo para oficiales. Madame Marthe dirige una casa con mucha clase.
Boger, que no se parecía en nada al típico marinero, sacudía la cabeza y soltaba exclamaciones de desagrado.
– Pero estarán muy bien en el Hotel Lutétia -dijo el chófer, y cambió de tema-. Es un hotel muy respetable. Allí no hay nada turbio.
– Me tranquiliza oírlo -afirmó Boger.
– Los mejores hoteles han sido ocupados por nosotros, los alemanes -prosiguió el cabo-. Los mandos del Estado Mayor, con sus listas rojas en los pantalones, y los grandes jefazos del partido se alojan en el Majestic y el Crillon. Pero creo que ustedes dos estarán mejor aquí, en la ribera izquierda.
Las medidas de seguridad en los alrededores del Lutétia eran rigurosas. Habían establecido una zona protegida con sacos terreros y barreras de madera colocadas alrededor del hotel, y varios centinelas armados vigilaban la entrada, para asombro de los porteros y botones del hotel. El acceso a la zona estaba prohibido, salvo para los vehículos militares alemanes. No había mucho tráfico, porque lo último que hizo el ejército francés antes de abandonar la ciudad a su suerte, fue pegarle fuego a varios depósitos de combustible para impedir que cayesen en nuestras manos. Pero era obvio que el metro de París continuaba funcionando. Notabas las vibraciones bajo los pies, en el vestíbulo del hotel. No es que fuese fácil verse los pies; estaba repleto de oficiales alemanes dando vueltas -SS, RSHA, Abwehr, la Policía Secreta Militar (GFP)-, y todos se pisaban los pies a paso de ganso porque nadie, que yo supiese, había determinado a ciencia cierta dónde acababan las responsabilidades de un servicio de seguridad y comenzaban las de otro. No era lo que se dice Babel, pero había muchísima confusión. A la hora de apartar a los hombres del temor de Dios para someterlos a una constante dependencia de su propio poder, Hitler era un Nimrod bastante convincente.
El personal del Lutétia estaba tan confundido como nosotros. Cuando le pregunté a un empleado de habla alemana que identificase la cúpula que se veía desde mi ventana me dijo que no estaba seguro. Llamó a una doncella para que se acercase a la ventana y discutieron el asunto durante un par de minutos antes de decidir, por fin, que la cúpula pertenecía a la iglesia de Les Invalides, donde estaba enterrado Napoleón. Un poco más tarde descubrí que en realidad se trataba de la cúpula del Panteón, que estaba en dirección opuesta. Por lo demás, el servicio del Lutétia era bueno, aunque no se podía comparar con el Adlon de Berlín. Y no pude por menos que comparar favorablemente mi actual alojamiento francés con el que había soportado durante la Gran Guerra. Sábanas limpias y planchadas y un bar bien provisto suponían un cambio muy agradable respecto a una trinchera inundada y un sucedáneo de café. La experiencia era tan grata que estuve casi a punto de convertirme en un nazi.
No sentía aprecio por los franceses. La guerra -la Gran Guerra- estaba aún demasiado fresca en mi memoria como para que me gustasen, pero sentía pena por ellos ahora que eran ciudadanos de segunda en su propio país. Les prohibían la entrada a los mejores hoteles y restaurantes. Maxim's estaba bajo dirección alemana. En el metro de París los vagones de primera clase estaban reservados a los alemanes; y los franceses, para quienes comer bien era como una religión, tenían la comida racionada y tenían que hacer largas colas para comprar pan, vino, carne y cigarrillos. Por supuesto, si eras alemán no sufrías escaseces. Y disfruté de una excelente cena en Lapérouse, un restaurante del siglo XIX que se parecía más a un prostíbulo que los propios prostíbulos.
Al día siguiente Paul Kestner me estaba esperando en el vestíbulo del Lutétia, tal como habíamos acordado. Nos dimos la mano como viejos amigos y admiramos nuestros uniformes. Los oficiales alemanes lo hacían mucho en 1940, sobre todo en París, donde ir bien vestido parecía importar más.
Kestner era alto y delgado, y tenía los hombros redondeados, como si hubiera pasado mucho tiempo sentado tras una mesa. Era casi completamente calvo, y unas cejas oscuras suavizaban sus facciones cuadradas. Llevaba la integridad grabada en el rostro y resultaba difícil creer que un hombre con una barbilla tan cuadrada como la Puerta de Brandemburgo hubiera sido capaz de traicionarnos impunemente a la policía y a mí. Kestner tenía una cabeza digna de aparecer impresa en un billete suizo, pero yo me había pasado gran parte de mi viaje en tren desde Berlín considerando la idea de meterle una bala en esa cabeza. Los agentes de Heydrich habían hecho bien su trabajo. El expediente que me dio en el coche contenía una copia de la carta anónima que Kestner había enviado a la Mesa Judía denunciándome como un Mischling, y una muestra de la escritura -idéntica- del propio Kestner, quien, algo muy conveniente, también había firmado la carta. Incluso había una foto tomada en marzo de 1925 -antes de que se incorporase a la policía de Berlín- en la que se veía a Kestner vestido con un uniforme del Partido Comunista y subido en un autobús electoral del KPD, con una pancarta sobre el hombro donde se podía leer VOTAD A THÁLMANN. Mientras le sonreía, estrechaba su mano y le hablaba de los viejos tiempos que habíamos compartido, deseaba darle un puñetazo en los dientes, y la única cosa que me impedía hacerlo era el afecto que aún sentía por su hermana pequeña.
– ¿Cómo está Traudl? -pregunté-. ¿Ha acabado los estudios de Medicina?
– Sí. Ahora es doctora. Trabaja en algo relacionado con la Fundación de Caridad para la Salud y la Atención Institucional. Una clínica en Austria financiada por el gobierno.
– Tendrás que darme su dirección -dije-. Así podré enviarle una tarjeta postal desde París.
– Es el Schloss Hartheim -me explicó-. En Alkoven, cerca de Linz.
– Espero que no muy cerca de Linz. Hitler es de Linz.
– El mismo Bernie Günther de siempre.
– No del todo. Te olvidas del sombrero de pirata que llevo. -Toqué la calavera y las tibias cruzadas de plata en la gorra gris de oficial.
– Eso me recuerda una cosa. -Kestner miró su reloj-. Tenemos una cita a las once con el coronel Knochen en el Hotel du Louvre.
– ¿No está aquí, en el Lutétia?
– No. El coronel Rudolf de la Abwehr se hace cargo del Lutétia. A Knochen le gusta dirigir su propia función. La mayor parte del SD se aloja en el Hotel du Louvre, al otro lado del río.
– Me pregunto por qué me han alojado aquí.
– Es posible que para cabrear a Rudolf -opinó Kestner-. Dado que, sin duda, no sabe nada de tu misión. Por cierto, Bernie, ¿cuál es tu misión? En Prinz Albrechtstrasse se han mostrado bastante herméticos respecto a qué estas haciendo en París.
– ¿Recuerdas a aquel comunista que asesinó a dos policías en Berlín en 1931? ¿Erick Mielke?
Kestner tuvo el mérito de no parpadear siquiera al escuchar ese nombre.
– Vagamente -dijo.
– Heydrich cree que está en un campo de concentración francés, en algún lugar al sur del país. Mis órdenes son encontrarlo, traerlo a París y disponer su traslado a Berlín, donde será sometido a juicio.
– ¿Nada más?
– ¿Qué otra cosa podría haber?
– Sólo que podríamos haberlo organizado por nuestra cuenta, sin que tuvieses que venir a París. Ni siquiera hablas francés.
– Te olvidas de una cosa, Paul. Conocí a Mielke. Si se ha cambiado el nombre, lo cual parece probable, yo podría identificarlo.
– Sí, por supuesto. Ahora lo recuerdo. Se nos escapó por los pelos en Hamburgo, ¿no?
– Así es.
– Parece demasiado esfuerzo por un solo hombre. ¿Estás seguro de que no hay algo más?
– Lo que Heydrich quiere, lo consigue.
– Entendido -dijo Kestner-. Bien, ¿caminamos un poco? Hace un bonito día.
– ¿Es seguro?
Kestner se rió.
– ¿Lo dices por los franceses? -Se rió de nuevo-. Déjame que te diga una cosa de los franceses, Bernie. Sabemos que les interesa llevarse bien con nosotros, los fridolin. Es así como nos llaman. Muchos de ellos están encantados de tenernos aquí. Son incluso más antisemitas que nosotros. -Sacudió la cabeza-. No. No tienes por qué preocuparte de los franceses, amigo mío.
A diferencia de Kestner, yo no hablaba ni una palabra de francés, pero era fácil orientarse en París. Había indicaciones en alemán en todas las esquinas. Era una pena que no tuviese alguna indicación similar en mi cabeza; podría haberme ayudado a decidir qué hacer con Kestner.
El francés de Kestner sonaba perfecto en mis oídos de fridolin, es decir, que hablaba como un francés. Su padre era un farmacéutico que, disgustado por el caso Dreyfus, había abandonado Alsacia para irse a vivir a Berlín. En aquellos días Berlín era un lugar más tolerante que Francia. Paul Kestner sólo tenía cinco años cuando fue a vivir a Berlín pero, durante el resto de su vida, su madre siempre le habló en francés.
– Es así como conseguí este puesto -comentó mientras caminábamos en dirección norte, hacia el Sena.
– Nunca creí que fuese por amor al arte.
El Hotel du Louvre, en la Rue de Rivoli, era más antiguo que el Lutétia pero no muy diferente, con cuatro fachadas, varios centenares de habitaciones y una merecida fama internacional de establecimiento lujoso. Era la elección natural para la Gestapo y el SD. Las medidas de seguridad eran tan extremas como en el Lutétia y nos obligaron a firmar en una sala de guardia improvisada, instalada en la puerta principal. Un ordenanza de las SS nos escoltó a través del vestíbulo y unas escaleras hasta los salones donde el SD había establecido sus oficinas temporales. Nos hicieron pasar a un elegante salón con una mullida alfombra roja y una serie de murales pintados a mano. Nos sentamos a una larga mesa de caoba y esperamos. Pasaron unos pocos minutos antes de que tres oficiales del SD entrasen en la habitación. Reconocí a uno de ellos.
La última vez que había visto a Herbert Hagen había sido en 1937, en El Cairo, donde él y Adolf Eichmann intentaban establecer contacto con Haj Amin, el gran muftí de Jerusalén. Por aquel entonces Hagen era un sargento de las SS, y bastante incompetente, por cierto. Ahora era comandante y ayudante del coronel Helmut Knochen, un lúgubre oficial de unos treinta años; más o menos la misma edad de Hagen. El tercer oficial, también un comandante, era mayor que los otros dos, con gafas de montura gruesa y un rostro tan delgado y gris como la insignia de su gorra. Su nombre era Karl Bomelburg. Pero fue Hagen quien llevó la voz cantante de la reunión. En seguida fue al grano, sin hacer ninguna referencia a nuestro anterior encuentro. A mí ya me iba bien.
– El general Heydrich nos ha ordenado que le prestemos toda la ayuda posible para visitar los campos de refugiados en Le Vernet y Gurs -dijo-. Para facilitar la detención del asesino comunista que está buscando. Pero debe tener en cuenta que estos campos aún están bajo el control de la policía francesa.
– Me han dicho que cooperarán con nuestra solicitud de extradición -señalé.
– Es verdad -admitió Knochen-. Incluso así, según los términos del armisticio firmado el 22 de junio, esos campos de refugiados están en la zona no ocupada. Eso significa que debemos hacernos a la idea de que, por lo menos en esa parte de Francia, ellos siguen al mando de sus propios asuntos. Es una manera de evitar la hostilidad y la resistencia.
– En otras palabras -intervino el comandante Bomelburg-, permitimos que los franceses hagan el trabajo sucio.
– ¿Para qué otra cosa sirven? -señaló Hagen.
– Oh, no lo sé -dije-. La comida en Lapérouse es espectacular.
– Bien dicho, capitán -aprobó Bomelburg.
– Tendremos que involucrar a la Prefectura de Policía en su misión -dijo Knochen-. De esa manera los franceses podrán mantener la convicción de que aún preservan las instituciones y el modo de vida francés. Pero insisto, caballeros, la lealtad de la policía francesa es indispensable para nosotros. ¿Hagen? ¿Quién es el franchute que la Maison ha puesto a nuestra disposición como enlace? -Me miró-. La Maison es como llamamos a los flics de la Rue de Lutèce. La Prefectura de Policía. Tendría que ver el edificio, capitán Günther. Es tan grande como el Reichstag.
– El marqués de Brinon, señor -dijo Hagen.
– Ah, sí. Verá, como viven en una república, los franceses se muestran muy impresionados por los títulos aristocráticos. En ese aspecto son casi tan malos como los austríacos. Comandante Hagen, averigüe si el marqués puede sugerir a alguien para que ayude al capitán.
Hagen pareció sentirse incómodo.
– En realidad, señor, no estamos del todo seguros de que el marqués no esté casado con una judía.
Knochen frunció el entrecejo.
– ¿Tenemos que preocuparnos de esa clase de cosas ahora? Si sólo acabamos de llegar. -Sacudió la cabeza-. Además, su esposa no es el oficial de enlace, ¿no?
Hagen sacudió la cabeza.
– Cuando sea el momento ya veremos quién es judío y quién no, pero ahora me parece que la prioridad es detener a un comunista fugitivo de la justicia alemana. Un asesino. ¿No es así, capitán Günther?
– Así es, señor. Mató a dos policías.
– Resulta -añadió Knochen- que este departamento ya ha empezado a elaborar una lista de los criminales de guerra más buscados para entregársela a los franceses. También estamos organizando una comisión especial conjunta, la comisión Kuhnt, para supervisar estos asuntos en la zona no ocupada. Un oficial alemán, el capitán Geissler, ya ha viajado a Vichy para iniciar las tareas de esta comisión. Y en particular para atrapar a Herschel Grynszpan. Quizá recuerde que Grynszpan, un judío germano polaco, asesinó a Ernst von Rath aquí, en París, en noviembre de 1938; y sus acciones provocaron vigorosas muestras de sentimiento en Alemania.
– Lo recuerdo muy bien, señor -dije-. Entonces vivía en la Fasanenstrasse, cerca de la Kudamm. La sinagoga que había al final de mi calle fue incendiada durante aquella vigorosa muestra de sentimiento que usted acaba de mencionar, Herr coronel.
– Un representante del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán, Herr Doktor Grimm, está también tras el rastro de Grynszpan -prosiguió Knochen-. Al parecer, el judío permaneció en París, en la prisión de Fresnes, hasta principios de junio, cuando los franceses decidieron evacuar a todos los prisioneros a Orleans. De allí fue enviado a una prisión en Bourges. Sin embargo no llegó allí. El convoy de autocares que transportaba a los prisioneros fue atacado por un avión alemán, y después de aquello todo es bastante confuso.
– Un detalle, señor -intervino Bomelburg-. Tenemos razones para creer que Grynszpan pudo haber escapado a Toulouse.
– En ese caso, ¿qué está haciendo Geissler en Vichy?
– Poniendo en marcha la comisión Kuhnt -respondió Bomelburg-. Para ser justos con Geissler, durante algún tiempo corrió el rumor de que Grynszpan también estaba en Vichy. Pero Toulouse parece ahora el lugar indicado.
– ¿Bomelburg? Karl, corríjame si me equivoco -dijo Knochen-. Me parece recordar que este campo de concentración francés en Le Vernet, donde el tipo a quien busca el capitán Günther puede estar prisionero, se encuentra en el departamento de Ariège, en Midi-Pyrénées. Eso está cerca de Toulouse, ¿no?
– Bastante cerca, señor -asintió Bomelburg-. Toulouse está en el vecino departamento de Haute-Garonne y a unos sesenta kilómetros al norte de Le Vernet.
– Entonces soy de la opinión -continuó Knochen- de que usted y el capitán Günther deberían ir juntos a Toulouse lo más rápido posible. ¿Quizá pasado mañana, Bomelburg? Puede quedarse en Toulouse y buscar a Grynszpan mientras Günther viaja más al sur, a Le Vernet. Recen por que el marqués encuentre a alguien que pueda acompañar a Günther y Kestner para aplacar el orgullo herido francés. Mientras tanto yo le enviaré un telegrama a Philippe le Gaga, en Vichy, para informarle de lo que está pasando. Me atrevería a decir que para cuando ustedes lleguen allí tendremos una idea más clara de a quién debemos arrestar y a quién podemos dejar como está.
– ¿Hay trenes que viajen hasta allí, señor? -preguntó Kestner.
– Me temo que no.
– Es una pena, porque es un trayecto bastante largo. Unos seiscientos kilómetros. ¿Sabe? Sería una buena idea seguir el ejemplo del libro del Führer y volar desde Le Bourget. Llegaríamos a Biarritz en un par de horas, y desde allí, un destacamento motorizado de la SS-VT o de la GFP podría llevarnos a Le Vernet y Toulouse.
– De acuerdo. -Knochen miró a Hagen-. Ocúpese de ello. Y averigüe si hay algún destacamento motorizado de las SS que opere tan al sur.
– Sí, señor, los hay -contestó Hagen-. En este caso, la única pregunta pendiente es si estos hombres deben vestir uniforme cuando crucen la línea de demarcación con la zona francesa.
– El uniforme de oficial podría investirnos de más autoridad, señor -señaló Kestner.
– ¿Usted qué cree, Günther? -preguntó Knochen.
– Estoy de acuerdo con el capitán Kestner. Tras una rendición está bien recordarles a los vencidos que han perdido la guerra. Después de 1918, creo que a los franceses les vendrá bien una cura de humildad. Si nos hubiesen tratado mejor en Versalles quizás ahora no estaríamos aquí, y por lo tanto no le veo ningún sentido a endulzarles la pildora que deben tragar. No se puede eludir el hecho de que acaban de recibir una patada en el culo. Cuanto antes lo reconozcan, antes podremos irnos a casa. He venido aquí a detener a un hombre que asesinó a dos policías, y no me importa mucho si a algún franchute le desagradan mis maneras mientras cumplo con mi deber. Desde que me he puesto el uniforme tampoco siento mucho interés por ellos. Puedo quitarme el uniforme y fingir ser algo que no soy para hacer mejor mi trabajo, pero no puedo fingir ser diplomático ni amable. Nunca he sido partidario de los besuqueos. Lo que quiero decir es: al demonio con sus sentimientos.
– Bravo, capitán Günther -aprobó Knochen-. Ha sido un buen discurso.
Tal vez lo era, y quizás incluso yo me lo había creído en parte. Pero una cosa era cierta: cuanto antes volviese a casa, mejor me sentiría, sobre todo conmigo mismo. Mezclarme con antisemitas como Herbert Hagen me recordaba por qué nunca me había hecho nazi. Y con la victoria sobre los franceses o sin ella, nunca sería capaz de superar mi odio instintivo hacia Adolf Hitler.
Aquella tarde fui a ver Les Invalides. El monumento tenía un aspecto bastante nazi. La puerta principal tenía más oro que el Valle de los Reyes, pero la atmósfera recordaba la de una piscina pública. El mausoleo en sí era una pieza de mármol color caoba que recordaba a una inmensa mesa de té. Hitler había visitado Les Invalides un par de semanas antes. Y yo no era la única persona que deseaba que hubiese sido él y no el emperador Napoleón quien yaciese dentro de los seis ataúdes que contenía este enorme mausoleo. Tras su fuga de Elba, supongo que les preocupaba que el pequeño monstruo pudiese escapar de su tumba, como Drácula. Quizás incluso le atravesaron el corazón con una estaca, sólo para estar seguros. Enterrar a Hitler a trozos parecía una idea mejor. Y con la Torre Eiffel atravesándole el corazón.
Como todos los demás alemanes en París, había traído una cámara de fotos. En el Campo de Marte fotografié a varios soldados que recibían indicaciones de un gendarme. Cuando me vio, el gendarme saludó de manera impecable, como si el uniforme de un oficial alemán le confiriese autoridad. A mi modo de ver, la policía francesa tenía un problema de actitud. Parecía no importarles el hecho de haber sido derrotados. En Alemania había visto polis mucho más deprimidos por no haber sido elegidos para la Asociación de Agentes de Policía Prusianos.
Disfruté de otra cena en solitario en un discreto restaurante de la Rue de Varennes antes de regresar al Lutétia. El hotel era una mezcla de Art Noveau y Art Decó, pero las banderas con la esvástica que ondeaban en el sinuoso frontón, bajo el nombre del Lutétia, eran una clara incitación al «neobrutalismo», que los huéspedes, incluyéndome a mí, teníamos que soportar.
El bar estaba lleno y resultaba muy tentador. Una pianola Welte-Migno tocaba una selección de sentimentales tonadas alemanas. Pedí un coñac, me fumé un cigarrillo francés y traté de evitar la mirada del teniente reptil que había viajado conmigo en tren desde Berlín. Cuando tuve la impresión de que iba a venir hacia mí, me acabé la copa y me marché. Subí en el ascensor hasta el séptimo piso y caminé por el pasillo curvo hasta mi habitación. Una doncella salió de otra de las habitaciones y me sonrió. Para mi sorpresa hablaba muy bien alemán.
– ¿Quiere que le prepare la cama para la noche, señor?
– Gracias -respondí, y al abrir la puerta la felicité por su alemán.
– Soy suiza. Crecí hablando francés, alemán e italiano. Mi padre dirige un hotel en Berna. Vine a París para adquirir experiencia.
– Entonces tenemos algo en común -le dije-. Antes de la guerra yo trabajaba en el Hotel Adlon en Berlín.
Ella se mostró impresionada; yo lo había dicho con la intención de impresionarla, por supuesto, porque no carecía de encantos. Tenía un aspecto hogareño, y yo estaba de humor para pasarlo bien recordando el hogar y las chicas hogareñas. Cuando acabó su trabajo, le di un puñado de dinero alemán y el resto de mis cigarrillos, sin otra razón que la de desear que ella pensara que yo era mejor de lo que yo pensaba sobre mí mismo. Sobre todo del hombre que veía reflejado en el espejo de la puerta del armario. En una patética fantasía, me la imaginé regresando de madrugada, llamando a mi puerta y metiéndose en mi cama. Tal como las cosas sucedieron, no me equivoqué demasiado. Pero aquello fue más tarde, y cuando se marchó deseé no haberle dado mis últimos cigarrillos.
– Bueno, al menos no te quedarás dormido con un cigarrillo en la mano y le pegarás fuego a la cama, Günther -dije, con un ojo puesto en el extintor de incendios de latón colgado en una esquina de la habitación, junto a la puerta. Cerré las ventanas, me desnudé y me metí en la cama. Durante un rato yací sintiéndome un poco ebrio, mirando el techo desnudo y preguntándome si, después de todo, debería ir a la Maison Chabanais. Quizá me habría levantado para ir allí de no haber tenido que ponerme de nuevo las botas de montar. Algunas veces la moralidad es sólo el corolario de la pereza. Además, era agradable sentirme de nuevo envuelto en el lujoso mundo de un gran hotel. La cama era buena. Me dormí deprisa y puse fin a los pensamientos de lo que podría estar perdiéndome en la Maison Chabanais. Un sueño profundo que adquirió una profundidad antinatural a medida que avanzaba la noche y puso punto final a mis pensamientos sobre la Maison Chabanais, París y mi misión. Un sueño que estuvo a punto de acabar conmigo.