– Por todos los santos, Günther -exclamó uno de mis interrogadores americanos-. ¿Está intentando decirnos que tuvo a ese cabrón comunista de Mielke en sus manos y lo dejó ir?
– Así es.
– ¿Está loco? Le salvó la vida dos veces. ¿Alguna vez pensó en ello? ¡Cristo!
– Por supuesto que lo pensé.
– Me refiero a si nunca lo lamentó.
– No creo que pueda explicarme con mayor claridad -dije-. Incluso mientras lo hacía, cuando fingí que no le había reconocido, lo lamenté. El asesinato del capitán Anlauf había dejado a tres hijas huérfanas. Verán, deberían tener en cuenta que hubo un tiempo, en los peores días del Weimar, en que los comunistas eran tan odiosos como los nazis. Quizás incluso más. Después de todo, el Komintern ordenó al partido comunista alemán que considerase al SDP, que entonces gobernaba el país, como su principal enemigo, no a los nazis. ¿Se lo pueden imaginar? En el referéndum rojo de junio de 1931, el KPD y los nazis marcharon y votaron juntos. Aquello fue una reproducción del pacto de no agresión en miniatura. Siempre los he odiado por aquello. Fueron los rojos quienes destrozaron de verdad a la república, no los nazis. -Cogí otro cigarrillo de los americanos-. Y por si no fuera suficiente, tuve mi propia experiencia sobre la hospitalidad soviética. Por eso odio a los comunistas.
– Bueno, todos odiamos a los rojos -afirmó el hombre de la pipa.
– No. Usted odia a los rojos porque le han dicho que los odie. Pero durante cinco años fueron sus aliados. Roosevelt y Truman estrecharon la mano de Stalin y fingieron que era diferente de Hitler. Y no lo era. Odio a los rojos porque he aprendido a odiarlos de la misma manera que un perro aprende a odiar al hombre que lo castiga a diario. Durante el Weimar, durante la guerra y en el frente ruso. Pero mi mayor razón para odiarlos es que pasé casi dos años en un campo de trabajo soviético. Y antes de conocerles a ustedes, muchachos, creía que ése era todo el odio que podía llegar a sentir por cierta clase de personas.
– No somos tan malos. -El hombre de la pipa se la quitó de la boca y comenzó a cargarla-. Cuando llegue a conocernos.
– Para serle sincero uno se puede acostumbrar a todo -asentí yo.
El hombre de las gafas soltó unos ruidosos chasquidos. A estas alturas, recordaba vagamente haberlo visto siete años antes en el hospital Stiftskaserne de Viena.
– Después de todo el trabajo que nos hemos tomado para proporcionarle esta habitación sólo para usted -comentó, mientras limpiaba las gafas con la punta de la corbata-, me siento dolido.
– Cuando acabe de limpiar las gafas -dije-, las ventanas también necesitan que las limpien. Soy muy quisquilloso con las ventanas. Sobre todo cuando sé quien ha estado respirando tras ellas. No hay nada en esta celda que me guste; sobre todo desde que sé quién fue el último que la ocupó.
El hombre de la pipa por fin la encendió. Hitler habría odiado esa pipa. Me pareció que por fin había encontrado una razón para que me gustase Adolf Hitler.
El americano chupó la boquilla, soltó un poco de humo dulce y dijo:
– El otro día estuve viendo un viejo noticiario. Se veía a Hitler dando un discurso en el campo de Tempelhof, en Berlín. Aquel día había un millón de personas. Al parecer tardaron doce horas en conseguir que entrasen todos, y otras doce en conseguir que saliesen. Supongo que fue usted el único berlinés que aquella noche se quedó en casa.
– La vida nocturna en Berlín era mucho mejor antes de los nazis -comenté.
– Eso he oído. La gente dice que era algo espectacular. Degenerada, pero divertida. Todos aquellos cabarets. Bailarinas de striptease. Mujeres desnudas. Homosexualidad al aire libre. ¿En qué estaban ustedes pensando? No me extraña que los nazis se hiciesen con el poder. -Sacudió la cabeza-. Por otra parte, Múnich es bastante aburrido.
– Pero tiene sus ventajas -dije-. No hay comunistas en Múnich.
– ¿Es por eso que se fue a vivir allí en lugar de regresar a Berlín, después de su paso por un campo de prisioneros de guerra?
– Supongo que es una razón.
– Entró y salió de aquel campo relativamente rápido. -Acabó de limpiar las gafas y se las volvió a poner. Seguían siendo demasiado pequeñas para él y me pregunté si las cabezas de los americanos eran como los estómagos americanos, que continuaban creciendo más rápido que los europeos-. En comparación con un montón de tipos. Me refiero a que algunos de sus viejos camaradas sólo ahora comienzan a regresar a casa.
– Tuve suerte -afirmé-. Escapé.
– ¿Cómo?
– Mielke estuvo implicado.
– Entonces comenzaremos desde aquí mañana, ¿qué le parece? Aquí. A las diez.
– Será mejor que hablen con mi secretaria. Mañana había pensado empezar a escribir mi libro.
– ¿Qué le dije? Ésta es una gran habitación para un escritor. Quizá se presente el espíritu de Adolf Hitler y le ayude con unas cuantas páginas.
– Ahora en serio -dijo el otro americano-. Si necesita una pluma estilográfica y papel para tomar notas referentes a Mielke, no tiene más que pedírselo al guardia. Tal vez escribir unas cuantas cosas le ayude a refrescar la memoria.
– ¿Por qué ahora? ¿Por qué no antes?
– Porque las cosas comienzan a ser más importantes. Mielke comienza a ser más importante. Por lo tanto, cuantos más detalles pueda recordar, mejor.
– Sé de un espíritu que puede ayudar mucho -dije-. Y no es el de Hitler.
– ¿Sí?
– Soy un poco como Goethe. Cuando estoy escribiendo un libro pienso que una botella de buen brandy alemán por lo general ayuda.
– ¿Existe algo que sea un buen brandy alemán?
– Me conformo con un poco de vodka barato, sólo que un hombre necesita un pasatiempo cuando tiene los pies atrapados en el cemento. Algo que le aparte la mente del presente y la transporte a algún lugar en el pasado. A unos siete años atrás, para ser más exactos.
– De acuerdo -asintió el hombre de las gafas-. Le conseguiremos una botella de algo.
– Y también quisiera ponerme al día con el tabaco. Lo he dejado desde que salí de Cuba. Desde que les conocí a ustedes tengo un buen motivo para matarme.
Me dejaron solo. Llegaron los lápices y el papel, una botella de brandy, un vaso limpio, dos paquetes de cigarrillos y cerillas, e incluso un periódico. Lo coloqué todo en la mesa y me limité a mirarlo durante un tiempo disfrutando de la libertad de tomar o no un trago. Son las pequeñas cosas que hacen tolerable la cárcel. Como una llave. Según lo que se decía, prácticamente habían dejado que Hitler dirigiese Landsberg y, durante su estancia allí, vivió como si estuviera en un hotel en vez de en una penitenciaría. Por supuesto, no tuvo motivos para arrepentirse por el putsch de 1923.
Me tumbé en la cama e intenté relajarme, pero no era fácil en aquella celda. ¿Era por eso por lo que me habían metido aquí? ¿O sólo era una muestra del sentido del humor de los americanos? Intenté no pensar en Adolf Hitler, pero él continuaba levantándose de la mesa, cargado de impaciencia, se acercaba a la ventana y miraba a través de los barrotes con su sempiterna pose de hombre elegido por el destino.
Lo curioso es que yo nunca había pensado de verdad en Hitler. Durante los años en que estaba vivo, intentaba no pensar en él en absoluto; lo tomé por un loco antes de que fuese elegido canciller de Alemania, y después de que lo eligiesen, deseaba que muriese. Pero ahora que estaba acostado en la misma cama en que, durante nueve meses, estuvo maquinando sus fantasías autocráticas, me resultaba imposible no prestar atención al hombre de ojos azules que miraba por la ventana.
Mientras lo miraba, se sentó de nuevo a la mesa, cogió una estilográfica y comenzó a escribir, llenando las hojas de papel con una escritura furiosa y barriendo cada página de la mesa y arrojándola al suelo cada vez que acababa, y yo las recogía y leía lo que había escrito. Al principio las frases no tenían ningún sentido; pero poco a poco se hicieron más coherentes, ofreciendo atisbos del extraordinario fenómeno que era la mente de Hitler. Todo lo que escribía estaba basado en su incontrovertible lógica y servía como una perfecta guía para la ejecución del mal, elaborada hasta el último detalle. Era como estar sentado en la misma celda de manicomio que el enloquecido doctor Mabuse, junto con los fantasmas de todos aquellos que había exterminado, mirando cómo escribía su testamento criminal.
Por fin dejó de escribir y, reclinado en la silla, se volvió hacia mí. Con la sensación de que ésta era mi oportunidad de ponerlo en la picota, intenté formularle alguna pregunta del tipo de las que Robert Jackson, el fiscal americano de Nuremberg, podría haberle hecho. Pero era más difícil de lo que había imaginado. Pero fui incapaz de formular ni una sola pregunta que fuera más allá de un simple «por qué»; y aún estaba luchando con esta idea cuando él me habló.
– Entonces, ¿qué pasó después?
Intenté contener un bostezo.
– ¿Se refiere a cuando dejé Le Vernet?
– Por supuesto.
– Regresamos a Toulouse. Desde allí nos dirigimos a Vichy y entregamos a nuestros prisioneros a los franceses. Luego fuimos hasta la frontera de la zona ocupada -creo que era Bourges- y esperamos a que los franceses nos los devolviesen. Un arreglo ridículo, pero que parecía satisfacer la hipocresía de los franceses. Entre los prisioneros estaba el pobre Herschel Grynszpan. Desde Bourges fuimos a París, donde los prisioneros fueron encerrados antes de trasladarlos por avión a Berlín. Bueno, es probable que usted sepa mejor que yo lo que le pasó a Grynszpan. Sé que estuvo internado un tiempo en Sachsenhausen. Y que nunca se celebró el juicio, por supuesto.
– El juicio era innecesario -afirmó Hitler-. Su culpabilidad era evidente. Además, podría haber sido vergonzoso para Pétain. Como ocurrió con el proceso de Riom, cuando aquel judío, Léon Blum, declaró contra Laval.
– Sí, lo comprendo -asentí.
– No sé nada más de lo que pudo pasarle a él -añadió Hitler-. En todo caso, no lo recuerdo. En definitiva, tenía muchas cosas en que pensar. Probablemente, Himmler se ocuparía de él. Me atrevería a decir que fue uno de esos a los que les ajustaron las cuentas en Flossenburg en los últimos días de la guerra. Pero usted ya sabe que Grynszpan se lo tenía bien merecido. Después de todo, no cabía duda de que asesinó a Ernst von Rath. Ninguna duda en absoluto. Aquel judío sólo quería matar a algún alemán importante, y von Rath fue la desafortunada víctima. Hubo numerosos testigos de aquel crimen que se presentaron y contaron la verdad de lo ocurrido. No es que usted sepa lo que significa la verdad. Su conducta en Le Vernet fue un flagrante acto de engaño y traición. Hacia mí y hacia sus compañeros oficiales.
– Sí, lo fue -admití-, pero puedo vivir con ello.
– ¿Regresó a Berlín?
– No. Me quedé en París durante un tiempo, fingiendo que llevaba a cabo nuevas investigaciones acerca de Erich Mielke. Un montón de comunistas alemanes y hombres de las Brigadas Internacionales se habían ofrecido voluntarios para incorporarse a la Legión Extranjera con tal de escapar de la Gestapo en Francia. La Legión no prestaba demasiada atención al pasado de sus hombres. Te alistabas en Marsella y servías en las colonias francesas, sin que nadie te hiciese preguntas. Fue fácil sugerir en mi informe a Heydrich que ésta fue la manera en que consiguió escapar de nosotros. La verdad es mucho más interesante.
– No para mí -dijo Hitler-. Lo que más me interesa es saber qué hizo usted con el oficial que intentó asesinarlo.
– ¿Qué le hace suponer que hice alguna cosa?
– Porque conozco a los hombres. Adelante. Admítalo. Se cobró la revancha, ¿verdad? Con el teniente Nikolaus Willms.
– Sí, lo hice.
Hitler se mostró triunfal.
– Lo sabía. Se sienta allí con su falso tribunal, pretendiendo formular preguntas al estilo Robert Jackson, pero en definitiva no es tan distinto a mí. Eso lo convierte en un hipócrita, Günther. Un hipócrita.
– Sí, es verdad.
– ¿Entonces qué hizo? ¿Lo denunció a la Gestapo? ¿De la misma manera que ayudó a denunciar a aquel otro hombre? Al capitán de la Gestapo de Würzburg. ¿Cómo se llamaba?
– Weinberger. -Sacudí la cabeza-. No, no fue así como pasó.
– Por supuesto. Hizo que Heydrich se ocupase de él. Heydrich siempre era muy bueno liquidando a las personas. Para ser un Mischling, era un excelente nazi. Supongo que debía hacerlo con más ahínco para demostrármelo a mí. -Hitler se rió-. Era la única razón por la cual lo teníamos con nosotros.
– No, tampoco fue así. No involucré a Heydrich.
Hitler giró la silla para mirarme y se frotó las manos.
– Quiero oírlo todo. Hasta el último sórdido detalle.
Bostecé de nuevo. Me sentía cansado. Se me cerraban los ojos. Lo único que quería hacer era irme a dormir y soñar con algún lugar diferente.
– Le ordeno que me lo diga.
– ¿Es una orden del Führer?
– Si le gusta más así.
Me sobresalté unos segundos, como cuando viajas en sueños y de repente se te ocurre la loca idea de que acabas de morir. Esa pequeña muerte es una sensación maravillosa. Te recuerda por qué respirar te hace sentir tan bien.