A la tarde siguiente, con nuestras maletas y bolsas preparadas -la mía era la más pequeña- nos disponíamos a dejar la pensión de la Dreyse Strasse y trasladarnos al piso de la Schulzendorfer Strasse. Ninguno de nosotros lamentaba que nos marcháramos de allí. La casera era propietaria de varios gatos y estos no tenían mucha afición a mear fuera de casa; incluso con las ventanas abiertas, el lugar olía como una residencia de ancianos. Nos metimos en una furgoneta VW casi nueva con nuestro equipaje y el equipo. Scheuer se sentó al volante y yo lo hice en el asiento del pasajero para guiarlo, mientras Hamer y Frei rebotaban en la parte de atrás con las maletas y se quejaban a voz en cuello. A cierta distancia nos seguía la ambulancia con lo que Scheuer llamaba «seguridad»: matones de la CIA con armas y aparatos de radio de onda corta. Según el plan de Scheuer, la ambulancia aparcaría a poca distancia de la Schulzendorfer Strasse y, llegado el momento, estos hombres estarían preparados para ayudarnos a capturar a Erich Mielke.
Le dije a Scheuer que condujese hacia al norte por la Perleberger Strasse, con la intención de cruzar el canal en Fennbrücke, pero un edificio en la esquina de la Quitzowstrasse se había derrumbado sobre la calle y la policía local y la brigada de bomberos nos obligaron a ir al sur por la Heide Strasse.
– Será mejor no cruzar el canal por Invalidenstrasse -advertí a Scheuer-. Por razones obvias.
Invalidenstrasse, en el lado oriental del canal, era territorio de la República Democrática Alemana, y una furgoneta casi nueva llena de americanos -por no mencionar una ambulancia con hombres armados- atraería una atención indeseada por parte de los Grepos.
– Vaya al oeste por Invalidenstrasse, hasta Old Moabit, y luego a la derecha, por Rathenower Strasse. Cruzaremos el canal por el puente Föhrer. Si es que todavía está allí. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que estuve por aquí. Cada vez que vengo a Berlín parece distinto que la vez anterior.
Scheuer gritó a los dos que iban en la parte de atrás.
– Es por eso que Günther va en este asiento. Para decirnos por dónde tenemos que ir.
– Yo también sé a dónde me gustaría decirle que se fuese -protestó Hamer.
Scheuer me sonrió.
– No le cae bien -dijo.
– No importa. A mí me pasa lo mismo con él.
En Rathenower pasamos por delante de un edificio muy grande en forma de estrella y aspecto severo que se alzaba a nuestra izquierda.
– ¿Qué es aquello? -me preguntó.
– La cárcel de Moabit -respondí.
– ¿Y el otro edificio?
Se refería a un gran edificio casi en ruinas al norte de la prisión, una enorme fortaleza que se prolongaba hacia al oeste por Turm Strasse, a lo largo de unos cien metros.
– ¿Aquello? -Sonreí-. Allí es donde comenzó toda esta asquerosa historia. Es la Corte Criminal Central. En mayo de 1931 había coches de la policía aparcados a lo largo de toda la calle. Y polis en todas partes, dentro y fuera del edificio. Pero la mayoría se quedaron fuera, porque era donde las secciones de asalto nazis se habían congregado. Un par de miles de personas. Quizá más. Los periodistas se apelotonaban ante las grandes puertas de la entrada.
– Se estaba celebrando un juicio importante, ¿verdad?
– El juicio del Eden Dance Palace -respondí-. En realidad, era un caso rutinario. Cuatro nazis habían intentado asesinar a unos cuantos comunistas en una sala de baile. En 1931, aquello era algo que ocurría casi todos los días. No, era el testigo de la fiscalía lo que le confería tanta importancia a aquel caso, y por eso había tantos polis y nazis presentes. El testigo era Adolf Hitler, y el abogado de la fiscalía quería demostrar que Hitler era la fuerza maligna que había detrás de toda esa violencia de los nazis contra los comunistas. Hitler siempre estaba proclamando públicamente su compromiso con la ley y el orden, y la fiscalía quería demostrar que era mentira. Así que citaron a Hitler como testigo.
– ¿Estuvo usted allí?
– Sí. Pero yo estaba más interesado en los cuatro acusados y en lo que podían declarar sobre otro asesinato que estaba investigando. Pero le vi, sí. Tal vez iba a ser la única ocasión en que Hitler tendría que responder de sus crímenes ante un tribunal. Llegó a la sala vestido con un traje azul, y durante varios minutos se comportó como un ciudadano respetuoso con la ley. Pero poco a poco, a medida que avanzaba el interrogatorio, comenzó a contradecirse y a perder la compostura. Las SA, proclamó, tenían prohibido cometer o provocar actos de violencia. Muchas de sus respuestas provocaron incluso la risa del público. Por último, después de declarar durante cuatro horas, Hitler perdió el control y comenzó a gritarle al abogado que lo interrogaba. Que resultó ser judío.
»Ahora bien, de acuerdo con la ley alemana, el juramento se pronuncia después de prestar declaración, no antes. Cuando Hitler juró que había dicho la verdad -que buscaba acceder al poder político por medio de métodos legales y democráticos- fueron muy pocos los que le creyeron. Yo sé que no le creí. Estaba claro para cualquiera de los que estábamos allí que Hitler era cómplice de la violencia de las SA, y supongo que se podría decir que fue entonces cuando comprendí que nunca podría llegar a ser un nazi ni creer a un mentiroso furibundo como Hitler.
– ¿A qué se refiere al decir que fue ahí donde comenzó toda esta historia?
– La historia de Mielke. O mejor dicho, mi historia con Mielke. Si yo no hubiese estado aquel día en la Corte Criminal Central quizá no habría pensado que valía la pena ir a la cárcel de Tegel, un par de semanas más tarde, para interrogar a uno de los cuatro acusados de las SA. Si no hubiese ido a Tegel aquel día, tal vez no habría visto a unos hombres de las SA salir de un bar en Charlottenburg y no los hubiese seguido. En cuyo caso, nunca hubiese visto a Erich Mielke ni le hubiera salvado la vida. Es a eso a lo que me refiero.
– Por todo lo que ocurrió después -señaló Hamer-, todo habría ido mejor si hubiera dejado que lo matasen.
– En ese caso nunca hubiese tenido el placer de conocerle, agente Hamer.
– Olvídese del «agente», Günther -intervino Scheuer-. A partir de ahora todos somos «señor», ¿de acuerdo?
– ¿Eso incluye a Herr Hamer?
– Siga tocándome las narices, Günther, arrogante cabrón alemán -dijo Hamer-, y verá dónde acaba. Casi estoy deseando que Erich Mielke no aparezca. Sólo para ponerlo a usted en su sitio. Por no mencionar el placer de que se quede sin sus veinticinco mil dólares.
– Vendrá -afirmé.
– ¿Cómo está usted tan seguro? -preguntó Hamer.
– Porque ama a su padre, por supuesto. No espero que comprenda algo como eso, Hamer. Primero tendría que saber quién es su padre.
– ¡Hamer! -dijo Scheuer-. Le ordeno que no responda. ¡Günther, ya está bien! -Señaló al frente-. ¿Y ahora hacia dónde vamos?
– Primero a la izquierda, por la Quitzow Strasse, y después a la derecha por la Putlitzstrasse.
Nos dirigimos hacia el oeste dejando el Ringbahn a nuestra derecha, con el pequeño tren rojo y amarillo traqueteando hacia la estación de Putlitzstrasse a lo largo del arcén verde y por las vías llenas de hierbajos. La estación de ladrillo rojo, con su gran ventana arqueada y la torre, parecía más una abadía medieval que una estación de ferrocarril.
Anochecía deprisa, y a la débil luz verdosa de las farolas del Föhrer Brücke, que parecían mantis religiosas, entramos en Wedding. Con sus plantas textiles, destilerías de cerveza y enormes fábricas de electrónica, Wedding había sido el corazón industrial de Berlín y un baluarte comunista. En 1930, el cuarenta y tres por ciento de los electores de Wedding, muchos de ellos abocados al paro a causa de la Gran Depresión, habían votado por el KPD. Una vez había sido uno de los bezirks más superpoblados de Berlín; ahora, sin mostrar ninguna señal del resurgir económico que había llegado al sector americano, Wedding parecía casi desierto, como si todo se lo hubiesen llevado los barcos de los conquistadores. En realidad, Berlín siempre se va a la cama temprano, sobre todo en invierno, pero nunca al atardecer.
Scheuer golpeó el volante entusiasmado cuando entramos en la Trift Strasse.
– No me puedo creer que de verdad vayamos a pillar a ese tipo -dijo-. Vamos a atrapar a Mielke.
– ¡Joder, sí! -añadió Frei, y gritó de alegría.
Los tres formaban un equipo de baloncesto, e intentaban darse ánimos ante un partido importante.
– Si usted supiese, Günther -añadió Scheuer-, lo que este tipo es capaz de hacer. Le gusta torturar a las personas él mismo. ¿Lo sabía?
Sacudí la cabeza.
– Les Bauer -continuó Scheuer-, miembro del partido desde 1932, fue arrestado en 1950 y Mielke lo apaleó como a un perro. Los rusos sentenciaron a Bauer a muerte, y la única razón por la que está vivo es porque Stalin murió. Y Kurt Müller, jefe del KPD en Baja Sajonia: la Stasi lo atrajo a Berlín Occidental para una reunión del partido y luego lo acusó de ser un trotskista. Mielke también lo torturó. El pobre Müller ha pasado los últimos cuatro años en una celda de aislamiento, en la prisión de la Stasi en Halle. La llaman el Buey Rojo. No quiera saber lo que Mielke les ha hecho a los agentes de la CIA que han capturado. Mielke podría ser un auténtico carnicero de la Gestapo. Dicen que tiene un busto de Dzerzhinsky en su despacho. ¿Lo sabía? El primer jefe de la policía secreta bolchevique. Créame, este tipo hace que su amigo Heydrich parezca un aficionado. Si pillamos a Mielke podremos desmontar toda la Stasi.
Eso, o algo parecido, ya lo había oído antes, y prácticamente no me importaba. Ésta era su guerra, no la mía. Al fin y al cabo, la Stasi consideraba a los «fascistas» de la CIA igual de peligrosos.
Cuando nos acercábamos al final de la Trift Strasse le dije a Scheuer que doblase a la derecha por la Müller Strasse.
– Ahí está la Wedding Platz -dije.
Al acercarnos al edificio de apartamentos en la esquina de la Schulzenstrasse, Hamer, arrodillado detrás de nosotros, comentó:
– Vaya pocilga. No me puedo imaginar que alguien quiera cambiar una casa en Schönwalde para vivir aquí.
Scheuer, que ya había estado en el piso, le comentó:
– En realidad, por dentro no está mal.
– Bueno, pero sigo sin entenderlo.
Me encogí de hombros.
– No lo entiende porque no es berlinés, Hamer. El padre de Erich Mielke ha vivido en este barrio toda su vida. Lo lleva en la sangre. Es como pertenecer a una tribu o una banda. Para un viejo comunista berlinés como Stallmacher éste es el centro del comunismo alemán. No el cuartel general de la policía en Berlín Oriental. No me extrañaría nada que aún conservara algunos viejos amigos en estas mismas calles. Eso es importante para los berlineses. La comunidad. No espero que usted encuentre mucho de eso allá de donde viene. Hay que confiar en los vecinos para ser un buen vecino.
Scheuer aparcó la furgoneta y se volvió en el asiento. Unos pocos metros más allá, la ambulancia cargada con nuestros escoltas hizo lo mismo.
– Muy bien, escúchenme -dijo Scheuer-. Ésta es una misión de vigilancia. Puede que tengamos que pasar bastante tiempo aquí antes de que aparezca Erich hijo. Nadie debe mencionar la Compañía. Una vez más, no hay nombres de la Compañía ni lenguaje de la Compañía. Nadie dice tacos. De ahora en adelante somos miembros de una escuela bíblica americana. Y lo primero que sacaremos de esta furgoneta es una caja de biblias. ¿De acuerdo? Vamos allá y pillemos a ese cabrón.
Cuando entramos en el edificio y subimos por las escaleras de piedra casi deseé que Erich Mielke no viniese nunca y que todo pudiese volver a ser como antes. Mi corazón latía con fuerza. ¿Era debido al esfuerzo de subir dos pisos cargando una caja de biblias en mis brazos, o había algo más? En mi imaginación ya veía la escena que nos esperaba y sentía remordimientos. Me dije a mí mismo que si hubiese permanecido en Cuba, no hubiese acabado en manos de la CIA y todo esto podría haberse evitado. Ahora podría estar leyendo un libro en mi apartamento del Malecón, o disfrutando de los placeres que podía ofrecerme el cuerpo de Ornara en Casa Marina. ¿El señor Greene todavía estaría allí sopesando pechos? Algunas veces ni siquiera nos damos cuenta de lo bien que estamos cuando estamos bien. Por primera vez en mucho tiempo me pregunté por la pobre Melba Marrero, la chica rebelde que le había disparado al marinero en el barco. ¿Estaría en una prisión estadounidense? Por su bien, esperé que sí. ¿O la habrían devuelto a La Habana, a merced de la corrupta policía local, como ella temía? En ese caso, lo más probable era que estuviese muerta.
¿Qué estaba haciendo aquí?
– ¿Por qué tuvo que sugerir biblias? -protestó Hamer en voz alta, mientras dejaba la caja que había cargado en el rellano, delante de la puerta del apartamento de la primera planta. Miró la puerta con odio y disgusto-. ¿Está seguro de este lugar, Günther? He visto chabolas con mejor aspecto.
– Por si le interesa -respondí-, hay una muy bonita vista de la fábrica de gas desde la ventana del salón.
Pero en mi imaginación sólo veía a los funcionarios de la CIA rodeando a Mielke cuando llegara para visitar a su padre, y sólo oía su burlón placer mientras lo sujetaban, le ponían las esposas en las muñecas, le tapaban la cabeza con una bolsa de lona y lo hacían caer al suelo. Quizá le darían puntapiés y lo insultarían, de la misma manera que me habían pateado e insultado a mí. Comprendí que había acabado convirtiéndome en la cosa que más aborrecía; que había cruzado la línea invisible de la decencia y el honor: estaba a punto de convertirme en el fascista que siempre había detestado ser.
– Deja de quejarte -dijo Scheuer, que miró ansioso escaleras arriba al rellano donde creía que estaba el apartamento de Eric Stallmacher.
Saqué el juego de llaves que me había dado el casero y metí una en la fuerte cerradura Dom. La llave giró y abrí la pesada puerta gris. Un fuerte olor a cera para abrillantar el suelo invadió nuestras narices cuando entramos en el apartamento. Esperé en el largo pasillo hasta que entró el último de los americanos y luego cerré la puerta. Eché la llave con mucho cuidado.
– ¡Qué demonios…! -La voz del agente Hamer sonó temblorosa.
El agente Scheuer se volvió hacia la puerta cerrada y fue abatido por un golpe de una pistola Makarov en la nuca.
El agente Frei ya estaba esposado. Su rostro estaba pálido y mostraba una expresión preocupada.
Había seis de ellos esperándonos en el apartamento. Vestían trajes grises baratos, camisas oscuras y corbatas. Todos iban armados con pistolas; automáticas soviéticas con cachas de plástico barato, pero no por ello menos letales. Sus rostros eran impasibles, como si también estuviesen hechos de plástico ruso barato, fabricado en serie por alguna fábrica desmontada de Alemania y vuelta a montar en la orilla oriental del Volga. Tan fríos como el agua de aquel río eran sus ojos grises y azules, y por un momento me vi a mí mismo reflejado en ellos: polis haciendo su trabajo; no sentían ningún placer en practicar detenciones, pero lo hacían con la rapidez y eficiencia de profesionales bien preparados.
Los tres americanos ya no podían decirme nada, porque tenían la boca llena de tela y tapada con esparadrapo, de forma que sólo podían dirigirme sus mudos reproches a través de sus ojos llorosos, lo cual no era menos amargo. Tampoco podían decirme nada porque ya se los llevaban esposados escaleras abajo: cada uno entre dos hombres de la Stasi, como si los llevasen a un pelotón de fusilamiento. De haber podido hablar con ellos, quizá podría haber aducido en mi defensa los malos tratos que me habían infligido durante meses, por no hablar de mi deseo de librarme de su control e influencia, pero no parecía el momento más apropiado para hacerlo. Podría haberles hablado también sobre la incuestionable suposición que tienen todos los americanos de que la razón siempre está de su parte -incluso cuando hacen algo malo-, y la irritación que el resto del mundo sentía al verse juzgado por ellos; pero tal vez habría sido un poco exagerado por mi parte. No era sólo porque no me gustaba que me juzgasen; para un alemán de cincuenta años, eso era algo inevitable. Se trataba de que no tenía por qué agradecerles lo que se suponía que los americanos habían hecho por nosotros, porque estaba muy claro para mí, y para muchos otros alemanes, que en realidad lo habían hecho sólo por ellos mismos. Además, ¿no habían intentado ellos darle el mismo tratamiento a Mielke?
– ¿Dónde está? -le pregunté a uno de los hombres de la Stasi.
– Si se refiere al camarada general -respondió el agente-, está esperando afuera.
Lo seguí fuera del apartamento y por las escaleras, preguntándome cómo iban a arreglárselas con los hombres de la escolta que iban en la ambulancia de la CIA, o si ya se habrían ocupado de ellos. Antes de llegar a la planta baja, pasamos por una puerta que llevaba a la parte de atrás del edificio y bajamos por una escalera de incendios al patio, que tenía el tamaño de una pista de tenis y estaba rodeado por los cuatro costados por altos edificios negros, la mayoría de ellos en ruinas.
Cruzamos el patio y, a la luz menguante del anochecer, pasamos por una puerta de madera baja en la pared de la vieja fábrica de cerveza Schulzendorfer. Bajo mis pies los adoquines estaban sueltos y en algunos lugares había grandes charcos de agua. La luna se reflejaba en uno de ellos como una moneda de plata perdida. Los tres americanos no ofrecían resistencia y, a mis experimentados ojos, ya parecían haber adquirido el comportamiento obediente de los prisioneros de guerra, con la cabezas gachas y paso pesado y tambaleante. Un pequeño arroyo tributario del río Spree bordeaba el patio, cada vez más angosto. En el extremo sur se erguía un edificio con las ventanas rotas y altos hierbajos que crecían en el tejado; en la pared ladrillo destacaba un descolorido anuncio de dentífrico Chlorodont. Hubiese necesitado un tubo entero de aquello para quitarme el mal sabor de boca. Dentro de la palabra «diente» había una puerta, y uno de los hombres de la Stasi la abrió. Entramos en un edificio que olía a humedad y probablemente a algo peor. El jefe del equipo avanzó hasta una de las ventanas sucias y miró con mucho cuidado la calle.
Esperó con cautela casi cinco minutos, y después de consultar su reloj, sacó una linterna y la apuntó al edificio opuesto. Casi de inmediato su señal fue respondida por tres destellos cortos de una pequeña luz verde, y al otro lado de la calle se abrió una puerta. Los tres prisioneros americanos fueron llevados al otro lado, y sólo cuando asomé la cabeza fuera de la puerta comprendí que estábamos en Liesenstrasse, y que el edificio del lado opuesto de la calle se encontraba en el sector ruso.
En el momento en que empujaron al último de los tres americanos al interior del edificio, a través de la oscuridad que ahora lo envolvía todo, pude ver una figura oronda que permanecía de pie en el umbral. Miró a un lado y a otro de la calle, y luego me hizo una seña.
– Ven -dijo-. Rápido.
Era Erich Mielke.