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ALEMANIA Y RUSIA, 1945-1946

Königsberg es, era, importante para mí. Mi madre nació en Königsberg. Cuando era un niño íbamos de vacaciones a una ciudad costera cercana llamada Cranz. Las mejores vacaciones que tuvimos. Mi primera esposa y yo pasamos la luna de miel allí, en 1919. Era la capital de Prusia Oriental, una tierra de bosques oscuros, lagos cristalinos, dunas de arena, cielos blancos y caballeros teutónicos que construyeron una preciosa ciudad medieval con un castillo, una catedral y siete buenos puentes sobre el río Pregel. Incluso había una universidad fundada en 1544, donde el hijo más famoso de la ciudad, Immanuel Kant, ejerció la docencia siglos más tarde.

Llegué allí en junio de 1944. Como parte del grupo del Ejército Norte. Estaba adscrito a la división de infantería ciento treinta y dos. Mi trabajo era obtener información sobre el Ejército Rojo: qué clase de hombres eran, en qué condiciones combatían, tipos de armamento, líneas de abastecimiento, en fin, lo habitual. Y según la información que me proporcionaban los civiles alemanes que escapaban de sus casas ante el avance ruso, se trataba de neandertales bien equipados, indisciplinados, y borrachos que se dedicaban a las violaciones, el asesinato y las mutilaciones. Con franqueza, aquello parecía un montón de exageraciones histéricas. Y además estaba la propaganda nazi, cuyo objetivo era impedir que la gente se rindiese al enemigo. Por lo tanto, decidí averiguar por mi cuenta cuál era la verdadera situación.

Las cosas se complicaron cuando, a finales de agosto, la RAF bombardeó la ciudad y la redujo a escombros. Y cuando digo escombros, quiero decir escombros. Todos los puentes fueron destruidos. Los edificios públicos quedaron en ruinas. Así que me llevó cierto tiempo verificar los informes de las atrocidades. No me quedó ninguna duda sobre la veracidad de los informes cuando nuestras tropas retomaron el pueblo alemán de Nemmersdorf, a unos cien kilómetros al este de Königsberg.

Había visto cosas horribles en Ucrania, por supuesto. Y esto fue tan espantoso como cualquier cosa que les hubiéramos hecho a ellos. Mujeres violadas y mutiladas. Niños asesinados a palos. Toda la población asesinada. Los setecientos habitantes. Tenías que verlo para creerlo; ahora lo creían y hubiese deseado no verlo. Hice mi informe. El Ministerio de Propaganda se apropió de él inmediatamente y empezó emitir fragmentos por la radio. Bueno, aquella fue la última vez que no mintieron sobre nuestra situación. La única parte de mi informe que no utilizaron fue la conclusión: que debíamos evacuar la ciudad por mar lo antes posible. Podríamos haberlo hecho. Pero Hitler se opuso. Nuevas armas maravillosas iban a dar un vuelco a la situación y nos iban a dar la victoria. No teníamos por qué preocuparnos. Muchas personas se lo creyeron.

Aquello fue en octubre de 1944. En enero del año siguiente resultó dolorosamente claro para todos que no existía ningún arma maravillosa. Al menos ninguna que pudiese ayudarnos. La ciudad estaba rodeada, como Stalingrado. La única diferencia era que, además de cincuenta mil soldados alemanes, también había trescientos mil civiles. Comenzamos a evacuar a los civiles. Pero miles de ellos murieron durante la evacuación. Nueve mil desaparecieron en sólo cincuenta minutos, cuando un submarino ruso hundió al Wilhelm Gustoff delante del puerto de Gotenhafen. Continuamos combatiendo, no por obedecer a Hitler, sino porque por cada día que resistiéramos, conseguían escapar unos cuantos civiles más. ¿He dicho que fue el invierno más frío que se recordaba? Bueno, pues eso empeoró aún más la situación.

Por un tiempo cesaron los bombardeos de la artillería y la aviación, mientras los «ivanes» preparaban el asalto final. Cuando éste se produjo, en la tercera semana de marzo, éramos treinta y cinco mil hombres y cincuenta carros de combate contra unos ciento cincuenta mil soldados, quinientos carros de combate y más de dos mil aviones. Yo, que estuve en las trincheras durante la Gran Guerra, creía saber lo que era estar sometido a un bombardeo. No lo sabía. Los obuses y las bombas caían sin interrupción. Algunas veces había hasta doscientos cincuenta bombarderos en el cielo a cualquier hora.

Por fin, el general Lasch se puso en contacto con el alto mando ruso y ofreció nuestra rendición, a cambio de recibir garantías de que seríamos bien tratados. Aceptaron, y al día siguiente depusimos las armas. Estaba muy bien si eras soldado, pero los rusos eran de la opinión de que las garantías no se iban a aplicar a la población civil de Königsberg, y el Ejército Rojo procedió a cobrarse una terrible venganza con ella. Todas las mujeres fueron violadas. Los viejos fueron asesinados sin más. Los enfermos y los heridos fueron arrojados por las ventanas de los hospitales para dejar sitio a los rusos. En resumen, los soldados del Ejército Rojo se emborracharon, enloquecieron e hicieron lo que quisieron con los civiles de todas las edades antes de pegar fuego a lo que quedaba de la ciudad y sus víctimas. A aquellos que no murieron les dejaron librados a sus medios en el campo, donde la mayoría murió de hambre. No había nada que nosotros como soldados pudiésemos hacer. Los que protestaban eran fusilados en el acto. Algunos decían que era un acto de justicia -que nos lo merecíamos por lo que les habíamos hecho a ellos-, y en cierto modo era verdad, sólo que resulta difícil pensar en la justicia cuando ves a una mujer desnuda crucificada en la puerta de un granero. Quizá todos merecíamos ser crucificados, como aquellos gladiadores amotinados en la antigua Roma. No lo sé. Pero todos los hombres que vieron aquello se preguntaban qué nos depararía el futuro. Ahora lo sé.

Durante varios días nos hicieron marchar hacia el este de Königsberg, y mientras caminábamos nos robaron los anillos, los relojes e incluso los dientes postizos. Cualquier hombre que se negase a entregar un objeto de valor a los rusos era asesinado en el acto. En la estación de ferrocarril esperamos pacientemente en un campo el transporte que nos llevaría a nuestro destino. No había agua ni comida, y continuamente se unían a nosotros más y más soldados alemanes.

Algunos de nosotros subimos a un tren que nos llevó a Brno, en Checoslovaquia, donde por fin nos dieron un poco de pan y agua; y luego subimos a otro tren que iba al sudeste. En el momento en que el tren dejaba Brno vimos la famosa catedral de San Pedro y San Pablo, y para muchos hombres aquello fue casi tan bueno como ver a un sacerdote. Incluso aquellos que no eran creyentes aprovecharon la oportunidad para rezar. La siguiente vez que nos detuvimos nos hicieron bajar de los vagones de ganado y, por fin, nos dieron un poco de sopa caliente. Era el 13 de abril de 1945, veinte días después de nuestra rendición. Lo sé porque los rusos se preocuparon de darnos la noticia de que Hitler había muerto. No sé quién se alegró más al oírlo, si ellos o nosotros. Algunos aplaudieron; otros lloraron. Sin duda era el final de un infierno. Pero para Alemania, y para nosotros en particular, era el comienzo de otro; el infierno quizás es en realidad un lugar de castigo y sufrimiento eterno dirigido por demonios que disfrutan infligiendo crueldad. Desde luego fuimos juzgados por el libro que estaba abierto; el libro era el Mein Kampf, y por lo que estaba escrito en aquel libro íbamos a sufrir todos. Algunos más que otros.

Desde aquel campo de tránsito en Rumania -alguien afirmó que era un lugar llamado Secureni, desde donde los judíos de Besarabia habían sido enviados a Auschwitz- partimos en otro tren que viajaba al noreste a través de Ucrania, un país que había esperado no volver a ver nunca más, hasta un punto en mitad de la nada donde los guardias del MVD nos hicieron bajar de los vagones de ganado con látigos y maldiciones. Allí, débiles por la falta de comida y agua, parpadeando bajo el sol de primavera como perros indeseables, esperamos nuestras órdenes. Por fin, después de casi una hora, marchamos por una carretera de tierra entre dos horizontes infinitos.

¡Bistra! -gritaban los guardias-. ¡Deprisa!

Pero ¿adónde? ¿Para qué? ¿Alguno de nosotros volvería alguna vez a ver nuestro país? Allí, tan lejos de cualquier señal de vida humana, parecía poco probable; y más cuando veíamos que los supervivientes del viaje que ya no podían caminar más eran rematados allí donde caían, junto a la carretera, por los MVD a caballo. Cuatro o cinco hombres fueron asesinados de esta manera como caballos que ya no son de ninguna utilidad. A ningún hombre se le permitía ayudar a otro, y de esta manera sólo sobrevivieron los más fuertes, como si el príncipe Kropotkin hubiese estado al mando de nuestra agotada compañía.

Por fin llegamos al campo, una serie de ruinosos edificios de madera gris rodeados por dos cercas de alambre de espinos, y donde sólo destacaba, junto a la entrada principal, el campanario de una iglesia inexistente, una de esas iglesias rusas cuyos tejados metálicos se parecen al casco Pickelhaube de un viejo Junker. No había nada más en muchos kilómetros a la redonda, ni siquiera unas pocas chozas que alguna vez hubiesen estado agrupadas en torno a la iglesia a la cual había pertenecido el campanario.

Desfilamos a través de la puerta bajo los silenciosos y vacíos ojos de varios centenares de hombres que eran los restos del tercer ejército húngaro; estos hombres estaban al otro lado de una cerca y parecía que nos iban a mantener separados de ellos, al menos hasta que nos revisasen en busca de parásitos y enfermedades. Luego nos dieron algo de comer, y después de que me declararan apto para el trabajo fui enviado al aserradero. Aunque fuera un oficial, nadie estaba dispensado del trabajo, al menos nadie que quisiera comer, y durante varias semanas estuve cargando y descargando madera todo el día. Me parecía un trabajo bastante duro hasta que pasé todo un día sacando paladas de cal. Al volver al día siguiente al aserradero, medio ciego por la cal esparcida contra mi rostro y la sangre que chorreaba de mi nariz, me dije a mí mismo que tenía suerte de sufrir sólo por unas pocas astillas clavadas en las manos y por tener la espalda dolorida. En el aserradero me hice amigo de un joven teniente llamado Metelmann. En realidad no era mucho más que un muchacho, o así me lo parecía; físicamente era bastante fuerte, pero aquí era fortaleza mental lo que más se necesitaba, y la moral de Metelmann estaba por los suelos. Había visto a otros como él en las trincheras: tipos que se despiertan cada mañana esperando que los maten, cuando la única manera de enfrentarse a nuestra situación era justamente no pensar en ello, actuar como si ya estuviésemos muertos. Pero, dado que preocuparse por otro ser humano es a menudo una buena manera de asegurarse la propia supervivencia, decidí cuidar de Metelmann mientras pudiera.

Pasó un mes. Y otro. Largos meses de trabajo, comida y sueño, sin recuerdos, porque era mejor no pensar en el pasado, y por supuesto, pensar en el futuro era algo que no tenía sentido en el campo. El presente y la vida de un voinapleni era todo lo que había. Y la vida del voinapleni era bistra, davai y nichevo; era kasha, klopkis y el kate. Más allá de la alambrada estaba la zona de muerte, y después de ésta, otra alambrada, y más allá sólo estepa y más estepa. Nadie pensaba en escapar. No había ningún lugar adonde ir, ésta era la auténtica pravda comunista de la vida en Voronezh. [2] Era como si todos estuviésemos en el limbo, esperando la muerte para que nos pudiesen enviar al infierno.

Sin embargo, nosotros -los oficiales alemanes del Campo Once- fuimos enviados a otro campo. Nadie sabía por qué. Nadie nos dio ninguna razón. Las razones eran para los seres humanos. Sucedió sin previo aviso, la tarde de uno de los primeros días de agosto, cuando acabábamos el trabajo del día. En lugar de regresar de nuevo al campo nos obligaron a emprender una larga marcha hacia alguna otra parte. Después de varias horas de caminar por la carretera, cuando vimos el tren comprendimos que nos esperaba otro viaje y que, probablemente, jamás volveríamos a ver el Campo Once. Dado que ninguno de nosotros tenía ninguna pertenencia, no parecía tener mucha importancia.

– ¿Crees que nos vamos a casa? -preguntó Metelmann cuando subimos al tren y nos pusimos en marcha.

Miré hacia el sol poniente.

– Nos dirigimos hacia el sudeste -respondí; eso contestaba a su pregunta.

– ¡Dios! -exclamó-. Nunca encontraremos el camino de regreso a casa.

Tenía toda la razón. Al mirar, a través de una grieta en las tablas de los vagones de ganado, la interminable estepa rusa, era el propio tamaño de aquel país lo que te derrotaba. Algunas veces era tan grande y monótono que parecía que el tren no se movía en absoluto, y la única manera de asegurarse de que no estábamos quietos, era mirar el paso de las traviesas a través del agujero en el suelo que nos servía de letrina.

– ¿Cómo creyó aquel cabrón de Hitler que alguna vez podríamos conquistar un país tan grande como éste? -preguntó alguien-. Es como si intentaras invadir el océano.

Una vez, a lo lejos, vimos otro tren que se dirigía hacia el oeste en dirección opuesta, y no hubo nadie que no desease estar en él. Cualquier lugar hacia el oeste parecía mejor que el este.

Otro hombre dijo:

– Musa, háblame del hábil varón que en su largo extravío, tras haber arrasado el alcázar sagrado de Troya, conoció las ciudades y el genio de innúmeras gentes. Muchos males pasó por las rutas marinas luchando por sí mismo y por su vida y por la vuelta al hogar de sus hombres.

Hizo una pausa, y entonces, para provecho de aquellos que nunca habían estudiado a los clásicos añadió:

– La Odisea. Homero.

Al oír esto alguien comentó:

– Sólo espero que Penélope sepa comportarse.

El viaje duró dos días y dos noches, hasta que por fin desembarcamos junto a un ancho río color gris acero, momento en que el erudito clásico, cuyo nombre era Sajer, comenzó a persignarse muy religiosamente.

– ¿Qué pasa? -preguntó Metelmann-. ¿Sucede algo malo?

– Reconozco este lugar -contestó Sajer-. Recuerdo haberle dado gracias a Dios por no volverlo a ver nunca más.

– A Dios le gusta gastar sus pequeñas bromas -dije.

– ¿Qué lugar es este? -preguntó Metelmann.

– Éste es el Volga -respondió Sajer-, y si no me equivoco, no estamos muy lejos del sur de Stalingrado.

– Stalingrado. -Todos repetimos el nombre con horror.

– Yo fui uno de los últimos en salir de allí, antes de que el sexto ejército fuese rodeado -explicó Sajer-. Ahora estoy de vuelta. Vaya puta pesadilla.

Desde el tren marchamos hasta un campo más grande, ocupado sobre todo por SS, aunque no todos eran alemanes: había SS franceses, belgas y holandeses. Pero el oficial alemán superior era un coronel de la Wehrmacht llamado Mrugowski, que nos dio la bienvenida a un barracón con literas y colchones de verdad, y nos informó de que estábamos en Krasno-Armeesk, entre Astrakán y Stalingrado.

– ¿De dónde vienen? -preguntó.

– De un campo llamado Usman, cerca de Voronezh -respondí.

– Ah sí. Aquel que tiene el campanario.

Asentí.

– Este lugar es mejor -comentó-. El trabajo es duro pero los «ivanes» son más o menos justos. Quiero decir, en comparación con Usman. ¿Dónde los capturaron?

Intercambiamos noticias y, como todos los demás alemanes en el KA, el coronel estaba ansioso por saber algo de su hermano, que era un médico de las Waffen SS, pero nadie pudo decirle nada.

Estábamos en pleno verano en la estepa y, con poca o ninguna sombra, el trabajo -cavar un canal entre los ríos Don y Volga- era duro y el calor asfixiante. Pero, al menos por un tiempo, mi situación era casi tolerable. Aquí también había rusos trabajando -saklutshonnis [3]-, convictos de crímenes políticos que, en muchos casos, no se trataba de actos criminales en absoluto, o al menos de crímenes que los alemanes -ni siquiera la Gestapo- reconociesen como tales. Gracias a estos prisioneros comencé a perfeccionar mis conocimientos del idioma ruso.

El lugar era una enorme trinchera cubierta con tablas, pasarelas y destartalados puentes de madera; y desde el amanecer hasta el atardecer estaba lleno de centenares de hombres que empuñaban picos y palas, o empujaban toscas carretillas -un tráfico de pleni en Potsdamer Platz- y vigilado por «azules» de rostros pétreos, que era como llamábamos a los guardias del MVD, con sus chaquetas gimnasterka, cinturones portupeya, y charreteras azules. El trabajo tenía sus riesgos. De vez en cuando los costados del canal se desplomaban sobre alguien y teníamos que cavar como locos para salvarle la vida. Esto ocurría casi todas las semanas y, para nuestra sorpresa y vergüenza -porque no eran esos seres inferiores que los nazis nos habían dicho-, por lo general eran los prisioneros rusos los que más prisa se daban por ayudar. Uno de estos hombres era Iván Yefremovich Pospelov, que llegó a ser lo más parecido a un amigo que tuve en el KA, y que creía estar muy bien, aunque su frente, dentada como un sombrero de fieltro, narraba una historia diferente a la que me contó:

– Lo que importa sobre todo, Herr Bernhard, es que estamos vivos, y en eso somos afortunados. Porque, ahora mismo, en este mismo momento, alguien en Rusia, alguien está recibiendo un injusto final a manos del MVD. Mientras nosotros estamos hablando, un pobre ruso está siendo llevado al borde de un pozo y dedicando sus últimos pensamientos a su hogar y su familia antes de que le peguen un tiro y una bala sea lo último que atraviese su mente. Así que ¿a quién le importa si el trabajo es duro y la comida mala? Tenemos el sol y el aire en nuestros pulmones y este momento de compañerismo que no nos pueden arrebatar, amigo. Algún día, cuando volvamos a ser libres, piense en lo mucho que significará para nosotros el simple hecho de poder comprar un periódico y unos cuantos cigarrillos. Y otros hombres nos envidiarán por hacer frente con semejante fortaleza a lo que sólo parecen ser los trabajos de la vida.

»¿Sabe lo que me hace reír más? Pensar que alguna vez me quejé en un restaurante. ¿Se lo puede imaginar? Devolver algo a la cocina porque no estaba bien cocinado. O regañar al camarero por servirme una cerveza caliente. Le digo que ahora me sentiría muy contento de aceptar aquella cerveza caliente. La felicidad consiste en eso, en la aceptación de esa cerveza caliente y en recordar que teníamos suficiente con aquello y no con este sabor del agua salobre en los labios partidos. Ése es el significado de la vida, amigo mío. Saber cuándo estás bien y no odiar ni envidiar a nadie.

Pero había un hombre en el KA al que resultaba difícil no odiar o envidiar. Entre los «azules» había varios agentes políticos, politruks, cuyo trabajo consistía en convertir a los fascistas alemanes en buenos antifascistas. De vez en cuando, estos politruks nos ordenaban ir al comedor para oír un discurso sobre el imperialismo occidental, las maldades del capitalismo y el gran trabajo que el camarada Stalin estaba haciendo para salvar al mundo de otra guerra. Por supuesto, los politruks no hablaban alemán y no todos nosotros hablábamos ruso, y la traducción por lo general corría a cargo del alemán más impopular del campo, Wolfgang Gebhardt.

Gebhardt era uno de los dos agentes antifascistas en el KA. Era un antiguo cabo de las SS, de Paderborn, un futbolista profesional que una vez había jugado en el SV 07 Neuhaus. Después de ser capturado en Stalingrado, en febrero de 1943, Gebhardt proclamó haberse convertido a la causa del comunismo y como resultado recibía un tratamiento especial: su propia habitación, mejor ropa y calzado, mejor comida, cigarrillos y vodka. Había otro agente antifascista llamado Kittel, pero Gebhardt era, de lejos, el más impopular de los dos, cosa que probablemente explica por qué en algún momento del otoño de 1945 fue asesinado. A primera hora de una mañana lo encontraron muerto en su choza, apuñalado hasta la muerte. Los «ivanes» estaban muy enfadados, porque los convertidos al bolchevismo eran, a pesar de los beneficios materiales que les proporcionaba convertirse en rojos, bastante escasos. Un comandante del MVD del Oblast de Stalingrado vino para inspeccionar el cadáver y, por lo visto, cuando se reunió con el oficial superior alemán hubo un concurso de gritos. Después me sorprendió que me ordenaran presentarme ante el coronel Mrugowski. Nos sentamos en su cama, detrás de una cortina que era uno de los pocos pequeños privilegios que se le permitían como oficial superior.

– Gracias por venir, Günther -dijo-. Supongo que ya sabe lo de Gebhardt.

– Sí. He oído tocar las campanas de la catedral.

– Me temo que no es la buena noticia que todos imaginaban.

– ¿No dejó cigarrillos?

– Acabo de tener una charla con un comandante del MVD, y me ha gritado hasta desgañitarse. Me ha puesto a caldo por lo sucedido.

– Muéstreme un Azul al que no le guste gritar y yo le mostraré un unicornio rosa.

– Quiere que hagamos algo al respecto. Con Gebhardt, me refiero.

– Siempre podemos enterrarlo, supongo. -Exhalé un suspiro-. Mire, señor, creo que debo decírselo. Yo no le maté. Y no sé quién lo hizo. Pero deberían concederle la cruz de hierro al autor.

– El comandante Savostin ve las cosas de otra manera. Me ha dado setenta y dos horas para que le entregue al asesino, o seleccionarán al azar a veinticinco soldados alemanes y los someterán a juicio ante un tribunal del MVD en Stalingrado.

– Donde es poco probable que les declaren inocentes.

– Así es.

Me encogí de hombros.

– Por lo tanto, usted apelará a los hombres y pedirá que el culpable dé un paso al frente.

– ¿Qué pasará si no funciona? -Sacudió la cabeza-. No todos los plenis de aquí son alemanes. Sólo la mayoría. Le recordé este hecho al comandante. Sin embargo, sostiene la opinión de que los alemanes tenían mejores motivos para matar a Gebhardt.

– Es verdad.

– El comandante Savostin tiene muy mala opinión de los valores morales alemanes, pero al mismo tiempo considera muy valiosa nuestra capacidad para el razonamiento y la lógica. Dado que un alemán tendría mejores motivos para cometer ese asesinato, entonces él cree con toda lógica que somos nosotros quienes tenemos más que perder si no se identifica al asesino. Y cree que ése es el mejor incentivo para que nosotros hagamos su trabajo.

– ¿Por qué me explica todo esto, señor?

– Vamos, Günther. Todos en el Krasno-Armeesk sabemos que usted fue detective en el Alexander Praesidium de Berlín. Como su comandante, le pido que se haga cargo de la investigación del asesinato.

– ¿Eso es todo?

– Quizá nada de esto sea necesario. Al menos debería echarle una mirada al cadáver, mientras yo paso lista a los hombres y le pido al culpable que dé un paso al frente.

Crucé el campo azotado por el viento. Se acercaba el invierno. Lo notabas en el aire. También lo podías oír cuando sacudía las ventanas de la cabaña privada de Gebhardt. Era un sonido deprimente, casi tan fuerte como el ruido de mis propias tripas, y ya me estaba reprochando a mí mismo por no haber puesto un precio a mis servicios forenses. Un trozo de chleb. Un segundo cuenco de kasha. Nadie en el KA se ofrecía voluntario para nada a menos que pudiese sacar algo para él, y ese algo casi siempre era comida.

Un starshina, un sargento Azul llamado Degermenkoy que estaba de pie delante de la cabaña de Gebhardt, me vio y caminó sin prisas en mi dirección.

– ¿Por qué no está trabajando? -gritó, y me golpeó con fuerza en la espalda con su bastón.

Le expliqué mi misión bajo una lluvia de golpes, hasta que por fin dejó de pegarme y permitió que me levantase del suelo.

Le di las gracias y entré en la pequeña cabaña. Cerré la puerta por si aún quedaba algo ahí dentro que pudiese robar. Lo primero que vi fue una pastilla de jabón y un trozo de pan. No el shorni que recibíamos los plenis sino belii, pan blanco, y antes de mirar siquiera el cadáver de Gebhardt me llené la boca con lo que debía haber sido su última comida. Esto ya hubiese sido una recompensa suficiente por el trabajo que iba a hacer, pero entonces vi unos cuantos cigarrillos y cerillas, así que, tan pronto como me hube tragado el pan, encendí uno y me lo fumé en un estado de éxtasis. No había fumado un solo cigarrillo en los últimos seis meses. Sin hacer caso del cuerpo que yacía en la cama, busqué algo de beber. Mi mirada se fijó en una pequeña botella de vodka y, por fin, mientras me fumaba el cigarrillo y bebía sorbos de la botella de Gebhardt, comencé a comportarme como un detective de verdad.

La cabaña tenía unos diez metros cuadrados, con una ventana pequeña cerrada con una reja de hierro para mantener a salvo al ocupante del resto de nosotros, los plenis. No había funcionado. Había una cerradura en la puerta de madera, pero no se veía la llave por ninguna parte. Había una mesa, una estufa y una silla y, sintiéndome un poco débil -seguramente por efecto del cigarrillo y el vodka-, me senté. En la pared había dos carteles de propaganda: carteles baratos y sin enmarcar de Lenin y Stalin. Regurgité flema en el fondo de mi garganta y lancé un escupitajo al gran líder.

Luego acerqué la silla a la cama y examiné con atención el cadáver. Que estaba muerto era evidente; tenía heridas punzantes por todo el cuerpo, pero sobre todo en la cabeza, el cuello y el pecho. Menos evidente era la elección del arma asesina: un trozo de cuerno de alce que asomaba por la órbita del ojo derecho del muerto. La ferocidad del ataque era notable, como también lo había sido la brutal utilización del cuerno. Había visto escenas de crímenes muy violentos en mis tiempos de detective, pero pocas veces algo tan frenético como esto. Sentí un nuevo respeto por los alces. Conté diecisiete heridas separadas, incluidas dos o tres en los antebrazos, y por las manchas de sangre en las paredes parecía claro que Gebhardt había sido asesinado en la cama. Intenté levantarle una de las manos y descubrí que el rigor ya estaba bien asentado. El cuerpo estaba muy frío y llegué a la conclusión de que Gebhardt había recibido su merecida muerte entre las diez de la noche y las cuatro de la madrugada. Encontré algo de sangre bajo la uñas, y habría tomado una muestra de haber tenido un sobre donde guardarla, por no hablar de un laboratorio con un microscopio para analizarla.

En cambio, cogí el anillo de boda del muerto, que estaba tan apretado y el dedo tan hinchado que tuve que utilizar el jabón para quitárselo. El anillo se le hubiese caído del dedo a cualquier otro hombre, pero Gebhardt recibía mejores raciones que cualquiera de nosotros y conservaba un peso normal. Sopesé el anillo en la palma de mi mano. Era de oro y podría serme útil si alguna vez necesitaba sobornar a un Azul. Miré atentamente la inscripción en el interior, pero la letra era demasiado pequeña para mis ojos debilitados. Sin embargo, no me lo guardé en el bolsillo; para empezar los pantalones del uniforme estaban llenos de agujeros, y además, estaba el starshina delante de la puerta, que bien podría decidir registrarme. Así que me lo tragué, en la certeza de que mis intestinos, tan sueltos como una sopa de verduras, me ayudarían a recuperarlo más tarde. Oía al comandante dirigirse a los plenis alemanes en el exterior. Sonaron aplausos cuando confirmó lo que la mayoría ya sabía: que Gebhardt estaba muerto. A los vítores le siguió un sonoro gemido cuando les dijo cómo pensaba manejar el asunto el MVD. Me levanté y me acerqué a la ventana con la ilusión de ver a un valiente identificarse como el culpable, pero nadie se movió. Temiéndome lo peor, bebí otro sorbo de vodka y apoyé mi mano en la estufa. Estaba fría, pero de todas maneras la abrí, por si acaso el asesino había pensado en quemar su confesión firmada; pero allí no había nada, sólo unas pocas páginas de un viejo ejemplar de Pravda y algunos trozos de madera, preparados para cuando hiciese más frío.

Había un armario, no más profundo que una caja de zapatos, en una esquina de la cabaña, y allí encontré el uniforme de las Waffen SS que Gebhardt había dejado de usar cuando cambió de bando. No le hubiese servido de nada a un oficial antifascista continuar vistiendo un uniforme de las SS. Su nueva gimnasterka rusa estaba colgada en el respaldo de una silla. Busqué con rapidez en los bolsillos; encontré unos pocos kopecs, que me guardé, y unos cuantos cigarrillos más, que también me guardé.

El tiempo se agotaba. Me quité mi raída chaqueta del uniforme y me probé la de Gebhardt. En otro momento no me hubiese entrado, pero había perdido tanto peso que esto ya no era un problema, así que me la dejé puesta. Era una verdadera pena que sus botas fueran demasiado pequeñas, pero cogí los calcetines; me iban perfectos y, lo mismo que la chaqueta, estaban en mucho mejor estado que los míos. Encendí otro cigarrillo y, a gatas, comencé a buscar por el suelo alguna otra cosa aparte de polvo y astillas. Continuaba buscando pistas cuando se abrió la puerta de la cabaña y entró Mrugowski.

– ¿Alguien ha dado un paso al frente?

– No. Por lo tanto, me niego a creer que haya sido un alemán quien hiciese esto. Nuestros hombres tienen sentido del honor. Un alemán se hubiera entregado. Por el bien de los demás.

– Hitler no lo hizo -comenté.

– Aquello era diferente.

Empujé los cigarrillos de Gebhardt a través de la mesa.

– Tenga -dije-. Fume uno de los cigarrillos del muerto.

– Gracias. Lo haré. -Encendió uno y miró con incomodidad el cadáver-. ¿No cree que deberíamos cubrirlo?

– No. Mirarle me ayuda a tener ideas sobre cómo pudo haber sucedido.

– ¿Tiene alguna idea de quién lo mató?

– Hasta ahora estoy considerando la posibilidad de que fuese un alce que le tuviese manía. -Le mostré el arma asesina-. ¿Ve lo afilada que es?

Mrugowski tocó cuidadosamente con el índice el extremo manchado de sangre.

– Menuda navaja.

Sacudí la cabeza.

– En realidad, creo que un objeto de decoración. Aquí. Hay un par de clavos y una marca en la pared de la ventana que confirma la idea de que era parte de un pequeño trofeo. Pero no estoy seguro, porque nunca había estado aquí antes.

– Entonces, ¿dónde está el resto del trofeo?

– Quizás el asesino comprendió lo efectiva que podía ser como arma y se llevó el resto con él. Imagino que hubo una discusión. El asesino cogió el trofeo, lo partió contra la cabeza de Gebhardt y se encontró sujetando sólo un trozo. Un trozo muy afilado. Hay otras pequeñas heridas en la cabeza de Gebhardt que coinciden con esa posibilidad. Gebhardt cayó sobre la cama. El asesino se lanzó contra él con el trozo de trofeo en la mano y lo remató. Luego salió, cogió el metro y se fue a casa. En cuanto a quién fue y por qué lo hizo, cualquier cosa que usted diga vale tanto como lo que yo pueda decir. Si esto fuese Berlín les diría a los agentes que buscasen a un hombre con manchas de sangre en la chaqueta, pero eso, aquí, es muy habitual. Ahí fuera hay tipos que todavía llevan los uniformes manchados con la sangre de sus camaradas en Königsberg. Y supongo que el asesino también lo sabe.

– ¿Es todo lo que tiene?

– Mire, si estuviésemos en Berlín, podría recoger las alfombras y sacudirlas. Interrogaría a los testigos y a los sospechosos. Hablaría con unos cuantos confidentes. No hay nada como un buen confidente en mi negocio. Son las moscas que conocen la mierda, y su aportación al trabajo policial suele dar buenos resultados.

– ¿Por qué no hablar con Emil Kittel, el otro agente antifascista? Por su propio interés, le conviene cooperar en la investigación, ¿no le parece? Después de todo, cabe la posibilidad de que acabe siendo la siguiente víctima del asesino.

– Podría funcionar. Por supuesto, hablar con Kittel significa que yo tendría que hablar con él, y si eso ocurre no quiero que nadie en este campo crea que lo hago porque me estoy convirtiendo en un traidor como él.

– Me aseguraré de que todos sepan lo que pasa.

– Tengo una objeción. Verá, Kittel ya es uno de mis sospechosos. Es zurdo. Y una de las pocas cosas que le puedo decir del asesino es que probablemente sea zurdo.

– ¿Cómo lo ha averiguado?

– Por las heridas en el cuerpo de Gebhardt. La mayoría están en el lado derecho. Menos del diez por ciento de la población es zurda. Por lo tanto, entre los más de mil hombres de este campo, tenemos unos cien sospechosos. Y uno de ellos es Kittel.

– Comprendo.

– En cualquier caso, tengo que descartar a noventa y nueve de ellos en menos de setenta y dos horas, y sólo puedo contar con el hecho de que la víctima les desagradaba un poco menos que al hombre que lo mató. Todo esto sería más que suficiente, si además no hubiese una carretilla con mi nombre ahí fuera esperándome y varias toneladas de arena preparadas para acarrearlas fuera de este canal. No es que sea una tarea difícil; es una tarea como la copa de un pino.

– Hablaré con el comandante Savostin. Veré si puedo conseguir que lo dispensen del trabajo hasta que esto se aclare.

– Hágalo, señor. Apele a su sentido del juego limpio. Es probable que lo guarde en una caja de cerillas, junto con su sentido del humor. Y ahora que lo pienso, tengo otra objeción a esta supuesta investigación. No me gusta que los «ivanes» sepan más de mí de lo que ya saben. Sobre todo el MVD.

El comandante sonrió.

– ¿He dicho algo gracioso, señor?

– Antes de la guerra yo era médico -dijo Mrugowski.

– Como su hermano.

Asintió.

– En un asilo mental. Tratábamos a muchas personas de algo llamado paranoia.

– Sé lo que es la paranoia, señor.

– ¿Por qué es tan paranoico, Günther?

– Supongo que tengo un problema para confiar en las personas. Se lo advierto, coronel, no soy un tipo persistente. A lo largo de los años he aprendido que es mejor ser de los que saben cuándo desistir. Pienso que saber cuándo conviene abandonar es la mejor manera de seguir vivo. Así que no espere que me comporte como un héroe. No aquí. Desde que me puse un uniforme alemán, encuentro que esto de ser un héroe lleva un retraso de treinta años.

El comandante me dirigió una mirada de desaprobación.

– Quizá -matizó en tono severo-, si hubiéramos tenido más héroes hubiésemos ganado la guerra.

– No, coronel. De haber tenido más héroes, tal vez esta guerra nunca hubiese comenzado.

Volví al trabajo. Llenaba mi carretilla con arena, la subía por una pasarela, la vaciaba y volvía a bajar para llenarla de nuevo. Inacabable y sin ningún provecho, era el tipo de trabajo que serviría para que tu imagen acabara decorando un ánfora, como ejemplo de los peligros de traicionar los secretos de los dioses. Pero no era tan peligrosa como la misión que el comandante me había encomendado, y de no haber sido por el vodka en mis entrañas y la nicotina en mis pulmones, quizá me sentiría menos inspirado por la perspectiva de salvar a veinticinco de mis camaradas de la farsa de un juicio en Stalingrado. Nunca he sido uno de esos que confunden una borrachera con el heroísmo. Además, no son héroes lo que hace falta para ganar una guerra, sino personas capaces de seguir con vida.

Aún me sentía un poco ebrio cuando Mrugowski y el comandante del MVD vinieron a sacarme de mi trabajo de Sísifo. Y ésta podría ser la única explicación de la manera como le hablé al «iván»: en ruso. Aquello fue un error. A los rusos les gusta mucho que les hables en ruso. En ese aspecto son como todos los demás. La única diferencia es que los rusos creen que eso significa que te caen bien.

El comandante del MVD, Savostin, mandó retirarse al comandante con un gesto tan pronto como Mrugowski me hubo señalado con el dedo. El ruso me llamó con impaciencia.

¡Bistra! ¡Davai!

Tenía unos cincuenta años, el pelo rojizo y una boca tan ancha como el Volga, que parecía propia de una caricatura. Los ojos azul claro en su pálida cabeza blanca los había heredado de la loba gris que lo había parido.

Dejé caer la pala y corrí hacia él. A los «azules» les gusta que lo hagas todo deprisa.

– Mrugowski me ha dicho que usted era un policía fascista antes de la guerra.

– No, señor. Sólo era policía. Por lo general, dejo el fascismo a los fascistas. Ya tenía bastante que hacer siendo policía.

– ¿Alguna vez arrestó a algún comunista?

– Puede que sí. Si quebrantaban la ley. Pero nunca arresté a nadie por ser comunista. Yo investigaba asesinatos.

– Debió de estar muy ocupado.

– Sí, señor, lo estaba.

– ¿Cuál es su rango?

– Capitán, señor.

– Entonces, ¿por qué lleva la chaqueta de un cabo?

– El cabo al que pertenecía ya no la usaba.

– ¿Qué función tenía durante la guerra?

– Era oficial de inteligencia, señor.

– ¿Luchó alguna vez contra los guerrilleros?

– No, señor. Sólo contra el Ejército Rojo.

– Por eso perdieron.

– Sí, señor, por eso perdimos.

Mantuvo los ojos azul claro de lobo clavados en mí, sin parpadear, obligándome a quitarme la gorra mientras le devolvía la mirada.

– Habla un ruso excelente -opinó-. ¿Dónde lo aprendió?

– De los rusos. Se lo dije, comandante. Era oficial de inteligencia. Por lo general, eso significa que debes ser algo más inteligente. Para mí, eso implicaba aprender ruso. Pero no sabía hablarlo como usted ha descrito hasta que vine aquí, señor. Tengo que agradecérselo al gran Stalin.

– Era un espía, capitán. ¿No es así?

– No, señor. Siempre vestí uniforme. Eso significa que de haber sido un espía hubiese sido bastante estúpido. Como le he dicho, señor, estaba en inteligencia. Mi trabajo consistía en controlar las emisiones de radio rusas, leer periódicos rusos, hablar con prisioneros rusos…

– ¿Alguna vez torturó a prisioneros rusos?

– No, señor.

– Un ruso nunca daría información a los fascistas a menos que lo torturasen.

– Supongo que fue por eso que nunca conseguí obtener información de los prisioneros rusos, señor. Ni una vez. Nunca.

– Entonces, ¿qué le hace pensar a su comandante que puede conseguirla de los plenis alemanes?

– Es una buena pregunta, señor. Tendría que preguntárselo a él.

– Su hermano es un criminal de guerra. ¿Lo sabía?

– No, señor.

– Era médico en el campo de concentración de Buchenwald -explicó el comandante Savostin-. Realizó experimentos con los prisioneros de guerra rusos. El coronel afirma no estar relacionado con esa persona, pero tengo la impresión de que Mrugowski no es un apellido muy común en Alemania.

Me encogí de hombros.

– No podemos escoger a las personas con las que estamos emparentados, señor.

– Quizá también usted es un criminal de guerra, capitán Günther.

– No, señor.

– Vamos. Estuvo en el SD. Todos en el SD eran criminales de guerra.

– Mire, señor, el comandante me pidió que investigase el asesinato de Wolfgang Gebhardt. Me dio la curiosa impresión de que usted quería descubrir quién lo hizo. También me informó de que si usted no lo descubría, veinticinco de mis camaradas serían escogidos al azar y fusilados.

– Está mal informado, capitán. No existe la pena de muerte en la Unión Soviética. El camarada Stalin la abolió. Pero serán sometidos a juicio. Quizás usted mismo sea uno de los hombres escogidos al azar.

– Así que eso es lo que hay, ¿no?

– ¿Sabe ya quién lo hizo?

– Todavía no. Pero me parece que usted me acaba de ofrecer un incentivo más para descubrirlo.

– Bien. Veo que nos entendemos a la perfección. Está dispensado de trabajar durante los próximos tres días para que pueda resolver el caso. Informaré a los guardias. ¿Por dónde piensa empezar?

– Ahora que he visto el cuerpo pensaré en ello. Es lo que suelo hacer en estos casos. No es muy espectacular, pero da resultado. Me gustaría que me diera permiso para interrogar a algunos prisioneros, y quizá también a algunos guardias.

– A los prisioneros sí, a los guardias no. No estaría bien que un buen comunista fuera interrogado por un fascista.

– Muy bien. Me gustaría interrogar también al otro agente antifascista, a Kittel.

– Lo pensaré. Ahora bien, creo que no sería apropiado interrogar a los prisioneros mientras trabajan. Por lo tanto, puede utilizar la cantina para eso. Y para pensar. Quizá lo mejor sería que utilizase la cabaña de Gebhardt. Mandaré que retiren el cadáver de inmediato si ha acabado con él.

Asentí.

– Muy bien. Por favor, sígame.

Fuimos a la cabaña de Gebhardt. A mitad de camino Savostin se cruzó con algunos guardias y les dio unas órdenes en un idioma que no era ruso. Al advertir mi curiosidad, me dijo que era tártaro.

– La mayoría de los cerdos que vigilan este campo son tártaros -me explicó-. Hablan ruso, por supuesto, pero si quieres que te entiendan tienes que hablarles en tártaro. Quizá debería intentar aprenderlo.

No respondí.

Tampoco esperaba que lo hiciese. Estaba muy ocupado contemplando la enorme construcción.

– Piénselo -dijo-. Todo esto será un canal en 1950. Extraordinario.

Tenía mis dudas al respecto, y Savostin pareció darse cuenta.

– El camarada Stalin lo ha ordenado -añadió, como si fuese la única afirmación necesaria.

En aquel lugar y en aquel momento, sin duda tenía razón.

Cuando llegamos a la cabaña de Gebhardt, supervisó el traslado del cadáver.

– Si necesita cualquier cosa -dijo-, vaya al cuerpo de guardia. -Miró alrededor-. Por cierto, ¿dónde está? No conozco bien este campo.

Señalé con un dedo al oeste, más allá de la cantina. Me sentí como Virgilio mostrándole las visiones del infierno a Dante. Lo vi marchar y volví a la cabaña.

Lo primero que hice fue darle la vuelta al colchón, no porque buscase algo debajo sino porque tenía la intención de dormir en él y no quería tumbarme sobre las manchas de sangre de Gebhardt. Nunca dormía lo suficiente en el KA, pero estar cansado no es bueno para pensar. Me quité la chaqueta, me tumbé y cerré los ojos. No sólo era la falta de sueño lo que me cansaba, sino también el vodka. El balón deshinchado que era mi estómago no estaba acostumbrado a la bebida más que mi hígado. Cerré los ojos y me dormí, preguntándome qué nos harían las autoridades soviéticas a mí y a los otro veinticuatro si la pena de muerte había sido abolida. ¿Era posible que hubiese un campo peor que los que yo ya conocía?

Un poco más tarde -no tenía idea de cuánto había dormido, pero aún había luz en el exterior- me senté. Los cigarrillos aún estaban en el bolsillo de mi chaqueta, así que encendí otro, pero no era un cigarrillo como está mandado, sino unos tres o cuatro centímetros de tabaco envueltos en una hoja de papel; lo que los «ivanes» llamaban un papirossi. Estos eran Belomorkanal, un nombre muy apropiado, porque era una marca rusa creada para conmemorar la construcción de otro canal, el que unía el mar Blanco con el Báltico. La Abwehr opinaba que el Belomorkanal era un desastre. Se trataba de un canal demasiado poco profundo, y por lo tanto inutilizable para la mayoría de barcos procedentes de ultramar, por no hablar de las decenas de miles de prisioneros sacrificados en su construcción. Me pregunté si este canal en particular funcionaría mejor.

Me acabé el cigarrillo y arrojé la colilla contra Stalin. Hubo algo en la manera en que golpeó la nariz del gran líder que me hizo levantar y examinar de cerca el retrato de papel. Cuando lo arranqué de la pared me sorprendió ver que la ilustración ocultaba un pequeño hueco, del tamaño de un libro. En el estante había una libreta y un rollo de billetes. No era una caja de seguridad, pero en aquel lugar era el mejor sustituto.

En el rollo de billetes había casi cuatrocientos cinco rublos «oro»; más o menos el salario de tres o cuatro meses de un Azul. No era una fortuna, a menos que fueses un pleni. Con dos mil rublos más y una alianza de oro podría recibir un mejor trato en una celda del MVD en Stalingrado. Miré los rublos de nuevo, sólo para asegurarme, y para mi alivio todos tenían aquel grasiento y auténtico toque ruso. Incluso examiné los billetes a la luz que entraba a través de la ventana para comprobar las marcas de agua antes de plegarlos y metérmelos en el bolsillo trasero de mis pantalones, que era el único con botón y sin agujeros.

La libreta tenía tapas rojas y el tamaño de una tarjeta de identidad. Estaba llena de papel ruso barato que parecía algo aplastado por un objeto pesado, y contenía una sorpresa, porque en una página había un nombre escrito, debajo del cual podían verse algunas fechas y algunas cantidades, y todo parecía indicar que el pleni cuyo nombre constaba en la libreta estaba a sueldo de Gebhardt. No es que esto lo convirtiese en un asesino, pero ayudaba a explicar cómo era posible que los «azules» pudiesen vigilar a los prisioneros de guerra con tanta eficacia.

La fecha de un pago en particular me llamó la atención: miércoles 15 de agosto. Era la festividad de la Asunción de María, y para algunos católicos alemanes, sobre todo los de Saarland o Baviera, también era una importante fiesta oficial. Pero casi todos en el campo la recordaban por ser el día en que Georg Oberheuser -un sargento de Stuttgart- había sido arrestado por el MVD. Furioso porque en esta fecha nos hicieron trabajar como cualquier otro día, Oberheuser insultó a Stalin a voz en cuello, ante todos sus compañeros de barracón, llamándolo cabrón malvado y ateo. Usó otros epítetos no menos injuriosos y sin duda bien merecidos, pero todos nos sentimos un poco asustados cuando se llevaron a Oberheuser y no lo volvimos a ver nunca más, aunque sabíamos que en aquel momento no había «ivanes» en nuestra nuestro barracón. Por lo tanto, Oberheuser había sido denunciado a los «azules» por otro alemán.

El nombre que figuraba en la libreta de Gebhardt era Konrad Metelmann, el joven teniente al que yo, muy ingenuamente, había decidido cuidar. Al parecer, sabía cuidar de sí mismo a la perfección.

Después de aquello estuve reflexionando y recordé cómo los «azules» nos ordenaban en muchas ocasiones salir del barracón y presentarnos en la cantina para una comprobación de identidad. Le preguntaban a cada uno su nombre, rango y número de serie con la idea -suponíamos- de pillarnos por sorpresa, porque se daba el caso de oficiales de las SS buscados por crímenes de guerra que se hacían pasar por otros, en general por soldados muertos en la guerra. Siempre nos interrogaban a solas, con Gebhardt haciendo de traductor, y cualquiera de nosotros hubiese podido aprovechar la oportunidad para pasarle información al MVD. La única razón por la que ninguno de nosotros había relacionado esto con Oberheuser era porque el día que lo arrestaron no hubo ningún control de identidad, y eso significaba que Metelmann y Gebhardt debían de haber utilizado algún escondrijo para dejar mensajes.

Los rusos tienen un dicho: la mejor manera de mantener a tus amigos en la Unión Soviética es no traicionarlos nunca. Georg Oberheuser nunca me había caído bien, pero no se merecía ser traicionado por uno de sus camaradas. Según Mrugowski, Oberheuser fue juzgado por un tribunal popular y condenado a veinte años de trabajos forzados y reeducación. O al menos eso era lo que le había dicho el comandante del campo. Pero yo no tenía ningún motivo para creerme lo que el comandante Savostin me había dicho: que el gran Stalin había abolido la pena de muerte. Había visto a demasiados de mis compatriotas fusilados en las cunetas de la carretera, en la larga marcha desde Königsberg, para aceptar la idea de que las ejecuciones sumarias hubieran dejado de ser un procedimiento rutinario en la Unión Soviética. Quizás Oberheuser estuviera muerto, o quizás no. En cualquier caso, me correspondía a mí que se le hiciese justicia. Era la deuda que contraemos con los muertos. Que se les haga justicia, si podemos; o alguna clase de justicia, si no podemos.

Los plenis volvían del trabajo y me dirigí sin más dilación a la cantina para adelantarme a ellos. Cuando vi a Metelmann, me coloqué detrás de él en la cola, con la esperanza de detectar alguna señal de que estuviese inquieto. Pero Sajer habló primero:

– ¿Es cierto que vas a entregar a alguno de nosotros a los «ivanes», Günther?

– Eso depende -dije, mientras avanzaba en la cola.

– ¿De qué?

– De si encuentro a quien lo hizo. Ahora mismo no tengo ninguna pista. Por cierto, me han dicho que seré uno de los veinticinco que los «ivanes» van a escoger si no les damos un nombre. Te lo digo para que sepas que me estoy tomando esto muy en serio.

– ¿Crees que lo van a hacer de verdad? -preguntó Metelmann.

– Por supuesto -afirmó Sajer-. ¿Cuándo nos han amenazado en vano? Si depende de ellos, lo harán. Los muy cabrones.

– ¿Qué vamos a hacer, Bernie? -preguntó Metelmann.

– ¿Cómo voy a saberlo? -Miré furioso a Mrugowski-. Todo esto es culpa suya. De no haber sido por él, yo tendría las mismas probabilidades que todos los demás.

– Quizás encuentres algo -dijo Metelmann-. Eras un buen detective. Es lo que dice la gente.

– Ellos qué saben. Créeme, tendría que ser Sherlock Holmes para resolver este caso. Mi única oportunidad es sobornar a aquel comandante del MVD y conseguir que me saque de la lista. Oye, Metelmann, ¿podrías prestarme algún dinero?

– Te puedo prestar cinco rublos.

– Hace falta mucho más que cinco rublos para sobornar a ese comandante -señaló Sajer.

– Por algo tengo que empezar -dije, mientras Metelmann me daba cinco rublos de su bolsillo-. Gracias, Konrad. ¿Qué me dices tú, Sajer?

– Suponte que yo también necesito sobornar a alguien -Le dirigió una sonrisa desagradable a Metelmann-. Si te escogen a ti podrías lamentar haberle dado esos cinco, imbécil.

– Que te folien, Sajer -dijo Metelmann.

– Por cierto, ¿cómo alguien como tú tiene cinco rublos? -preguntó Sajer.

Metelmann hizo una mueca y cogió su trozo de chleb. Con la mano izquierda.

También me fijé en la reciente cicatriz de su antebrazo. Quizá se había herido en el canal. Pero, tal como estaban las cosas, me dije que era más probable que la hubiese recibido cuando mató a Gebhardt.

Pasé los tres días siguientes solo en la cabaña de Gebhardt, recuperando el sueño. Sabía lo que iba a hacer, pero no tenía sentido hacerlo antes de que el tiempo señalado por el MVD hubiese transcurrido. Estaba decidido a disfrutar mientras pudiera de cada minuto de vacaciones en el KA. Después de meses de trabajos forzados con raciones de hambre, estaba agotado y febril. Un día vino el comandante Mrugowski a preguntarme cómo iba mi investigación y le dije que, a pesar de todo, hacía progresos. Noté que no me creía, pero no me importaba. No iba a perder mi pensión de guerra por su opinión. Además, el comandante y yo éramos dos cabezas diferentes de la misma águila imperial; yo mirando a la izquierda y él mirando a la derecha. Incluso en un campo de prisioneros de guerra soviético, pocas veces salía de una habitación sin entrechocar los talones. Oh sí, nuestro coronel Mrugowski era todo un Fred Astaire.

Al tercer día aparté la piedra de la puerta y me dirigí al canal para encontrarme con Metelmann. Le devolví los cinco rublos.

– Ten -le dije-, más vale que te los quedes tú. No los voy a necesitar allá donde voy a ir.

Se apresuró a guardarse el billete antes de que alguno de los guardias pudiese verle e intentó no mostrarse demasiado aliviado por mi obvia desilusión.

– No has tenido suerte, ¿eh?

– Mi suerte se alejó de mí hace mucho tiempo -respondí-. Se alejó tan rápido que seguramente llevaba calzado deportivo.

– ¿Sabes?, quizás aquel comandante del MVD se estaba echando un farol -dijo.

– Lo dudo. Según he podido comprobar, las personas que tienen poder siempre lo utilizan, incluso cuando dicen que no quieren hacerlo. -Me alejé.

– Buena suerte -dijo Metelmann.

El comandante Savostin estaba jugando al ajedrez consigo mismo cuando lo encontré en el cuerpo de guardia. El coronel Mrugowski también estaba allí. Esperaban mi informe.

– Aquí no hay nadie que juegue -comentó el comandante-. Quizás usted y yo tendríamos que jugar, capitán.

– Estoy seguro de que es mucho mejor que yo, señor. Después de todo, casi es su juego nacional.

– ¿Por qué cree que es así? Uno tiende a pensar que un juego lógico como el ajedrez tendría que venirle muy bien al carácter alemán.

– Por qué es blanco y negro -sugerí-. Todo es blanco y negro en la Unión Soviética. O quizá porque es un juego que obliga a sacrificar a los más pequeños, a las piezas menos importantes. Además, señor, con usted me preocuparía cómo ganar sin perder. -Me quité la gorra-. Señor, en realidad he estado preocupado por ese tema durante los últimos tres días. Me refiero a cómo resolver este caso sin que usted se enfade. Y sigo sin encontrar una respuesta satisfactoria a esta pregunta.

– Pero sabe quién mató a Gebhardt, ¿verdad?

– Sí, señor.

– Entonces no entiendo cuál es su dificultad.

Me pregunté si le había juzgado mal: si no era tan inteligente como yo había creído. Claro que hay un enorme muro de incomprensión entre alguien que tiene hambre y alguien que no. No veía la manera de identificar a Metelmann como el culpable sin poner mi propia cabeza en la boca del león.

– Me refiero a que espero que no vaya a sugerir que fue un ruso -dijo, jugando con su reina.

– Oh no, señor. Un ruso nunca hubiese asesinado a un alemán sin reconocerlo. ¿Además, por qué matar a un pleni en secreto cuando puedes matarlo con toda facilidad a plena luz del día? Aunque sea un agente antifascista. No, tiene razón señor. El asesino de Gebhardt es un alemán.

Eché una mirada al tablero con la esperanza de ver allí alguna prueba de su inteligencia, pero lo único que podía decir era que las piezas correctas estaban en las casillas correctas y que el comandante necesitaba el servicio de una manicura tanto como yo un baño caliente. Quizá no hubiera manicuras en el paraíso de los trabajadores soviéticos. Por cierto, a los rusos no les preocupaban en absoluto los baños calientes. Me resultaba un poco difícil asegurarlo, pero creo que el comandante olía casi tan mal como yo.

– El asesinato no fue premeditado. Fue consecuencia del furor del momento. Este tipo de apuñalamientos frenéticos no suele tener un móvil sexual. Por supuesto, es difícil afirmar algo con certeza, en una escena del crimen como ésta, sin disponer siquiera de un termómetro para tomar la temperatura del cadáver. Y sin poder examinar las huellas que se hubiesen podido recoger en el arma asesina y el pomo de la puerta. Sin embargo, lo que sí puedo asegurar es que el asesino era zurdo. Debido al sentido de las heridas en el cuerpo de la víctima. En la cantina me fijé en todos los hombres del campo e hice una lista de todos los plenis zurdos. Éste fue mi primer grupo de sospechosos. Después identifiqué al asesino. No diré su nombre. Como oficial alemán, estaría mal que lo hiciese. Pero no hay ninguna necesidad, dado que su nombre aparece en la libreta de Gebhardt.

Le entregué la libreta roja al comandante.

– Metelmann -dijo en voz baja.

– Como verá, la página contiene detalles de los pagos entregados a este oficial a cambio de información. En otras palabras, el culpable estaba actuando como delator a sueldo del hombre asesinado. Creo que discutieron por dinero, señor. Entre otras cosas. Es posible que Gebhardt rehusase pagarle al asesino cinco rublos -su tarifa habitual- por la información recibida. Después de cometer el asesinato, el culpable se llevó el dinero.

Le entregué a Savostin cien de los billetes de cinco rublos que había encontrado detrás del cartel de Stalin. Savostin le dio la libreta al coronel.

– Encontré estos billetes escondidos en la cabaña de Gebhardt. Como puede ver, todos los billetes están marcados en la esquina superior derecha con una pequeña marca de lápiz, creo que una cruz ortodoxa rusa.

Savostin miró uno de los billetes y asintió.

– ¿Todos? -preguntó.

– Sí, señor. -Lo sabía porque fui yo quien marcó cada uno de los billetes-. Creo que si ordena registrar al oficial mencionado en la libreta, encontrarán uno o más billetes de cinco rublos con la misma marca de lápiz en la esquina superior derecha, señor. Ese oficial es zurdo y en su brazo conserva la cicatriz de una herida reciente que muy probablemente sufrió durante la pelea con Gebhardt.

Todavía con la gorra en la mano, me froté la cabeza afeitada con los nudillos. Sonó como si raspara un trozo de madera en el aserradero del campo.

– ¿Puedo hablar con franqueza, señor?

– Hable, capitán.

– No sé qué hará usted con este hombre, señor. Por ser quien es y por lo que ha hecho, me doy cuenta de que puede representar un problema. Después de todo, era el hombre de su hombre. Pero ahora ya no le sirve de nada, ¿verdad? No ahora, que sabemos quién es y lo que hace. Supongo que siempre podría utilizarlo para reemplazar a Gebhardt como oficial antifascista, aunque su ruso no esté a la altura. Pero tendrá que deportarlo para su reeducación política. En cualquier caso, está acabado en este campo. Sólo quiero que usted lo sepa, señor.

– ¿No se está precipitando un poco, Günther? Aún no ha demostrado nada. Incluso si encuentro el dinero marcado en posesión de Metelmann no hay nada que pruebe que él no recibiese el dinero antes de que asesinasen a Gebhardt. ¿Ha considerado la posibilidad de que si este hombre es un delator me vendría mejor dejarle a él aquí, y transferirlos a usted y al coronel a otro campo?

– He pensado en ello, señor. Es verdad que nada le impide hacerlo. Pero usted no puede estar seguro de que no les hayamos dicho a todos nuestros camaradas lo que le acabo de decir. Es una buena razón para no enviarnos a otro campo. La otra razón es que el coronel está haciendo un excelente trabajo como comandante. Los hombres lo escuchan. Con el debido respeto, señor; usted le necesita.

El comandante Savostin miró al coronel.

– Quizá tenga razón -dijo.

Me encogí de hombros.

– En cuanto a probar lo que sea a su completa satisfacción, comandante, es asunto suyo. Yo le he entregado el arma. No puede esperar que también apriete el gatillo. Sin embargo, si usted decide registrar a Metelmann, quizá pueda preguntarle también el nombre de su esposa, señor.

– ¿A qué se refiere?

– El nombre de la esposa de Konrad Metelmann es Vera, señor. -Le entregué a Savostin el anillo que había encontrado y que supuse que era la alianza de Gebhardt-. Hay una inscripción en el interior.

Savostin entrecerró los ojos mientras leía lo que estaba grabado en el interior de la alianza de oro. «A Konrad, con todo mi amor, de Vera, febrero de 1943». Me miró.

– Estaba en el dedo de Gebhardt, señor. El dedo estaba roto, y creo que Metelmann intentó quitarle el anillo a Gebhardt después de matarlo y no pudo. Quizás incluso le rompió el dedo. No lo sé. Pero tuve que utilizar jabón para sacárselo.

– Quizá Gebhardt se lo compró a Metelmann.

– Gebhardt lo compró, no lo dudo. Pero estoy seguro de que no se lo compró a Metelmann. Metelmann mantuvo ese anillo escondido en el culo durante semanas. Luego sufrió un ataque de diarrea y tuvo que llevarlo colgado de un cordel alrededor del cuello. Pero uno de los guardias lo vio y se lo tuvo que entregar. Es más, yo vi como ocurría.

– ¿Quién fue?

– El sargento Degermelkoy. Yo diría que Gebhardt se lo compró y le prometió a Metelmann que se lo devolvería, pero nunca lo hizo. Quizás utilizaba el anillo como un medio para obtener información de Metelmann. En cualquier caso, creo que el anillo fue la causa de la pelea. Estoy seguro de que el sargento confirmará lo que le he dicho, señor. Que le vendió el anillo a Gebhardt.

– Degermelkoy es un cerdo mentiroso -afirmó el comandante Savostin-. Pero no dudo que tiene usted razón en cuanto a lo sucedido. Lo ha hecho muy bien, capitán. En su momento interrogaré a los dos hombres. Gracias, capitán. A usted también, coronel, por recomendarme a este hombre. Ahora pueden volver a su trabajo.

Mrugowski y yo salimos del cuerpo de guardia.

– ¿Está seguro de todo esto?

– Sí.

– Suponga que Savostin ordena registrar a Metelmann y no encuentra ningún billete de cinco rublos.

– Lo tenía hace media hora -dije-. Lo sé porque se lo di yo. Y está marcado con algo más que una cruz ortodoxa. También tiene una huella del pulgar con sangre. Y seguro que es muy buena, aunque me atrevería a decir que los «ivanes» no comprobarán si coincide con las suyas.

– No lo entiendo -dijo Mrugowski-. ¿La huella del pulgar de quién?

– De Gebhardt. Marqué la huella en el billete utilizando su mano muerta. Le pedí cinco rublos a Metelmann anteayer, sólo para poder devolverle un billete marcado. Yo mismo marqué los billetes con una cruz. Añadí la huella sólo para causar mayor efecto.

– Sigo sin entender.

– Yo lo marqué. A Metelmann. Hice encajar las pruebas para que pudiese recibir su castigo.

Mrugowski se detuvo y me miró horrorizado.

– ¿Quiere decir que no mató a Gebhardt?

– Oh, claro que lo mató. Estoy seguro de ello. Pero demostrarlo es otra cosa. Sobre todo en este lugar. En cualquier caso, no me importa mucho. Metelmann se lo tenía merecido. Era un maldito delator y haremos bien en librarnos de él.

– No me gustan sus métodos, capitán Günther.

– Usted quería un detective del Alex, coronel, y es lo que consiguió. ¿Cree que esos cabrones juegan limpio? ¿Con el manual? ¿Con las reglas acerca de las pruebas? Piénselo de nuevo. Los polis de Berlín han falsificado más pruebas que los antiguos egipcios. Así es como funciona, señor. El verdadero trabajo de la policía no es el de un caballeroso detective que toma notas en el puño almidonado de la camisa con una pluma de plata. Eso era en el pasado, cuando la hierba era verde y sólo nevaba en la víspera de Navidad. Usted hace al sospechoso, no el castigo correspondiente al crimen. Siempre ha sido así. Pero sobre todo aquí. Ese comandante Savostin no es un policía educado y sonriente. Trabaja para el Ministerio de Asuntos Internos. Confío en que usted no me venda demasiado bien a ese cabronazo, porque le voy a decir una cosa: no es el teniente Metelmann el que me preocupa, soy yo. Le he sido útil a Savostin. Y eso le ha gustado. La próxima vez que tenga las manos frías es probable que me utilice como si fuera un par de guantes.


A Konrad Metelmann se lo llevaron los «azules» aquel mismo día, y la vida en Krasno-Armeesk recuperó su implacable, tremenda, gris y brutal rutina. Al menos eso es lo que creí hasta que otro pleni me comentó que me estaban sirviendo raciones dobles en la cantina. Las personas siempre se fijan en esas cosas. Al principio a ninguno de mis camaradas pareció importarles, porque ahora todos sabían que había descubierto a un delator y salvado a veinticinco de nosotros de la farsa de un juicio en Stalingrado. Pero la memoria es corta, sobre todo en un campo de trabajos soviético, y a medida que llegaba el invierno y continuaba el trato de preferencia -no sólo más comida, sino prendas más calientes-, comencé a percibir un cierto resentimiento entre mis compañeros prisioneros. Fue Ivan Yefremovich Pospelov quien me explicó lo que estaba pasando.

– He visto antes esto -dijo-. Y me temo que acabará mal, a menos que hagas algo al respecto. Los «azules» te han escogido para el tratamiento Astoria. Como el hotel. Mejor comida, mejores ropas y, por si no te habías dado cuenta, menos trabajo.

– Yo trabajo -protesté-. Como todos los demás.

– ¿Eso crees? ¿Cuándo fue la última vez que un Azul te gritó que te dieses prisa o te llamó cerdo alemán?

– Ahora que lo mencionas, de un tiempo a esta parte han sido más corteses conmigo.

– Llegará un momento en que los otros plenis acabarán por olvidarse de lo que hiciste y sólo recordarán que eres un protegido de los «azules». Entonces llegarán a la conclusión de que hay algo más de lo que se ve y creerán que les estás dando a los «azules» alguna otra cosa a cambio.

– Eso es una tontería.

– Yo lo sé y tú también lo sabes. Pero ¿lo saben ellos? Dentro de seis meses creerán que eres un agente antifascista, lo seas o no. Es lo que esperan los rusos. Que al verte apartado por tu propia gente no tengas más opción que acudir a ellos. Incluso si no llega a ocurrir, algún día tendrás un accidente. Se desplomará un talud sin ninguna razón aparente y acabarás enterrado vivo. Pero tardarán en llegar a rescatarte. Y si te rescatan, no tendrás otra alternativa que ocupar el lugar de Gebhardt. Suponiendo que quieras seguir con vida. Eres uno de ellos, amigo mío. Un Azul. Sólo que todavía no lo sabes.

Sabía que Pospelov tenía razón. Pospelov lo sabía todo de la vida en el KA. No era para menos. Llevaba allí desde la gran purga de Stalin. Como profesor de música de la familia de un alto cargo político soviético detenido y ejecutado en 1937, le impusieron una condena de veinte años; un simple caso de culpa por asociación. Pero sólo como medida de prudencia, agentes de la NKVD -como entonces se llamaba el MVD- le rompieron las manos con un martillo para asegurarse de que nunca más volvería a tocar el piano.

– ¿Qué puedo hacer? -pregunté.

– Una cosa está clara, no puedes vencerles.

– No querrás decir que debo unirme a ellos.

Pospelov se encogió de hombros.

– Es extraño a donde te puede llevar algunas veces un sendero torcido. Además, la mayoría de ellos son como nosotros, sólo que llevan charreteras azules.

– No, no puedo hacerlo.

– Entonces tendrás que vigilar por ti mismo, con tres ojos, y por cierto, no se te ocurra bostezar.

– Tiene que haber algo que pueda hacer, Ivan Yefremovich. Puedo compartir parte de mi comida, ¿no? Darle mis prendas de abrigo a otro hombre.

– Sólo tienen que buscar otras maneras de demostrarte su favor. O intentarán perseguir a aquellos a los que ayudes. Debiste de impresionar mucho a aquel comandante del MVD, Günther. -Exhaló un suspiro, miró el cielo gris blanquecino y olió el aire-. Cualquier día de estos nevará. El trabajo entonces será más pesado. Si vas a hacer algo, será mejor que lo hagas antes de que los días sean más cortos y las temperaturas más bajas, y los «azules» nos odien más por tener que vigilar en el exterior. En cierta modo son prisioneros como nosotros. Tienes que recordarlo.

– Ves el bien en una manada de lobos, Pospelov.

– Quizá. Sin embargo, tu ejemplo es muy útil, amigo mío. Si quieres evitar que los lobos laman tu mano, tendrás que morder a uno de ellos.

El consejo de Pospelov no era muy convincente. Asaltar a uno de los guardias era una ofensa grave -casi demasiado grave como para contemplarla-, y sin embargo no dudaba de lo que me había dicho: si los «ivanes» continuaban otorgándome un trato de favor, pronto sufriría un accidente fatal a manos de mis camaradas. Muchos de ellos eran nazis implacables y odiosos para mí, pero aun así eran mis compatriotas y, enfrentado a la decisión de mantenerme fiel a ellos o pasarme a los bolcheviques para salvar mi propio pellejo, no tardé en llegar a la conclusión de que ya había vivido más de lo que esperaba, y quizá no tenía ninguna alternativa. Odiaba a los bolcheviques tanto como había odiado a los nazis y ahora, dadas las circunstancias, quizá más de lo que odiaba a los nazis. El MVD era como la Gestapo con tres letras cirílicas, y yo ya había estado lo bastante involucrado en el funcionamiento de un aparato de seguridad del Estado para permitir que esa situación se prolongase durante el resto de mi vida.

Ahora tenía claro lo que debía hacer. A la vista de casi todos los plenis que trabajaban en las obras del canal, me acerqué al sargento Degermenkoy y me detuve frente a él. Le quité el cigarrillo de la boca de su asombrado rostro y fumé alegremente por un momento. No tuve el coraje de pegarle pero conseguí reunir el valor suficiente para quitarle la gorra azul de la cabeza, que parecía un tocón.

Fue la primera y última vez que oí risas en el KA. Y fue la última cosa que oí durante un tiempo. Estaba saludando a los plenis cuando algo me golpeó con fuerza en la cabeza -quizá la culata de la metralleta de Degermenkoy- y sin duda más de una vez. Me cedieron las piernas y el duro y frío suelo pareció engullirme como si me hundiera en las aguas del Volga. La tierra negra me envolvió, me llenó la nariz, la boca y las orejas, luego sentí que me sumergía en aquel horrible lugar que el gran Stalin y sus asesinos rojos habían preparado para mí en su república socialista. Mientras caía en aquel insondable pozo permanecían de pie y me saludaban con las manos enguantadas desde lo alto del mausoleo de Lenin, mientras a mi alrededor numerosas personas aplaudían mi desaparición, reían contentos de su buena fortuna y me arrojaban flores.

Supongo que debería estar habituado. Después de todo, estaba acostumbrado a visitar prisiones. Cuando era poli había entrado y salido del talego para entrevistar a sospechosos y tomar declaraciones a otros. De vez en cuando incluso me había encontrado a mí mismo en el lado malo del agujero de Judas: una vez en 1934, cuando hice que se enfadara el jefe de policía de Potsdam; y de nuevo en 1936, cuando Heydrich me envió a Dachau como agente encubierto para ganarme la confianza de un pequeño delincuente. Dachau fue una mala experiencia, aunque no tanto como Krasno-Armeesk, y desde luego, no como el lugar donde estaba ahora. No es que el lugar fuese sucio o algo por estilo; la comida era buena; incluso me dejaban duchar y me daban cigarrillos. ¿Entonces qué era lo que me preocupaba? Supongo, que era el hecho de estar por primera vez solo desde que había salido de Berlín en 1944. Había estado compartiendo alojamientos con uno o más alemanes durante casi dos años, y ahora, de pronto, no tenía a nadie con quien hablar, excepto conmigo mismo.

Los guardias no decían nada. Les hablaba en ruso y no me hacían caso. La sensación de estar separado de mis camaradas, de verme aislado, comenzó a crecer y, a medida que pasaban los días, fue de mal en peor. Una vez más tuve la terrible sensación de estar emparedado; lo más probable era que fuese una consecuencia de haber pasado demasiado tiempo trabajando en el exterior. De la misma manera que, en su día, la enorme extensión de Rusia me había dejado abrumado, ahora era la pequeñez de mi celda sin ventanas -tres pasos de largo y la mitad de ancho – lo que comenzaba a pesar sobre mí. Cada minuto del día parecía durar una eternidad. ¿De verdad había vivido tanto sólo para tener tan pocos pensamientos y recuerdos? Con todo lo que había hecho, podía esperar con cierta lógica mantenerme ocupado durante horas con los recuerdos del pasado. Ni por asomo. Era como mirar por el lado erróneo de un telescopio. Mi pasado parecía absolutamente insignificante, casi invisible. En cuanto al futuro, los días transcurrían tan vastos y vacíos como las propias estepas. Pero la peor sensación de todas era cuando me acordaba de mi esposa; sólo con pensar en ella, en nuestro pequeño apartamento en Berlín, suponiendo que aún estuviese en pie, podía echarme a llorar. Era lógico suponer que ella me creía muerto. Para el caso, bien podría estarlo. Estaba encerrado en una tumba. Y lo único que me quedaba era morir.

Conseguí marcar el paso del tiempo en las paredes de azulejos con mis propios excrementos. Y de esta manera anoté el paso de los días. Mientras tanto gané algo de peso. Incluso recuperé mi tos de fumador. La monotonía amortiguaba mis pensamientos. Yacía en el camastro de tablas sobre un colchón de yute y miraba la bombilla en su jaula metálica encima de la puerta, preguntándome a cuánto tiempo te condenaban por quitarle la gorra a un Azul. Dada la inmensidad del crimen y el castigo de Pospelov, llegué a la conclusión de que podía esperar que me cayeran entre seis meses y veinticinco años. Intenté encontrar en mí algo de su fortaleza y optimismo, pero no sirvió de nada: no podía sino recordar otra cosa que me había comentado. Un chiste que, con el paso del tiempo, se parecía cada vez más una profecía.

– Los primeros diez años son siempre los más difíciles- me había dicho.

Me acosaba aquel comentario. La mayor parte del tiempo me aferraba a la certidumbre de que antes de que me sentenciasen debía celebrarse un juicio. Pospelov decía que siempre había un juicio. Pero el juicio llegó y concluyó antes de que me diera cuenta.

Vinieron y me sacaron de allí cuando menos me lo esperaba. Estaba tomando mi desayuno y al minuto siguiente me encontré en una gran habitación, donde un pequeño hombre con barba me tomó las huellas digitales y me fotografió con una cámara de cajón. Sobre la caja de madera pulida había un pequeño nivel: una burbuja de aire en un líquido amarillo que se parecía a los ojos llorosos y muertos del fotógrafo. Le formulé unas cuantas preguntas en mi mejor y más sumiso ruso, pero las únicas palabras que utilizó fueron: «Por favor, póngase de perfil» y «por favor, estese quieto». Oír «por favor» fue agradable.

Después de aquello esperaba que me llevasen de nuevo a mi celda. En cambio me hicieron subir un tramo de escaleras y me llevaron a la pequeña sala de un tribunal. Había una bandera soviética, una ventana, un gran mural de héroes donde aparecía el terrible trío Marx, Lenin y Stalin, y, en un estrado, una mesa detrás de la cual se sentaban tres oficiales del MVD, a ninguno de los cuales reconocí. El oficial superior, que estaba sentado en medio de la troika, me preguntó si necesitaba un traductor, una pregunta que fue traducida por otro oficial del MVD. Respondí que no, pero el traductor se quedó de todas maneras y tradujo, muy mal, todo lo que se decía de mí o a mí, a partir de aquel momento. Incluida la acusación, que leyó la fiscal, una mujer de aspecto razonable que también era oficial del MVD. Era la primera mujer que había visto desde la marcha de K6-nigsberg y a duras penas podía apartar la mirada de ella.

– Bernhard Günther -comenzó, con voz trémula; ¿estaba nerviosa? ¿Sería su primer caso? -Se le acusa…

– Espere un minuto -dije en ruso-. ¿No tengo un abogado que me defienda?

– ¿Se puede permitir pagar uno? -preguntó el presidente del tribunal.

– Tenía dinero cuando salí del campo de Krasno-Armeesk -respondí-. Mientras me traían aquí desapareció.

– ¿Sugiere que se lo robaron?

– Sí.

Los tres jueces conferenciaron por un momento. Luego el presidente dijo:

– Tendría que haberlo dicho antes. Me temo que el procedimiento no se puede demorar mientras se investigan sus alegaciones. Debemos continuar. ¿Camarada teniente?

La fiscal continuó leyendo la acusación:

– Que voluntariamente y con premeditación atacó a un guardia del campo de Voinapleni número tres, en Krasno-Armeesk, un acto contrario a la ley marcial; que le robó un cigarrillo al mismo guardia en el campo número tres, también en contra de la ley marcial. Y que cometió estas acciones con el intento de fomentar un motín entre los otros prisioneros del campo tres, otra infracción de la ley marcial. Estos son crímenes contra el camarada Stalin y contra los pueblos de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

Ahora sabía que estaba metido en problemas. Por si no me hubiera dado cuenta antes, ahora lo sabía: quitarle la gorra a un hombre era una cosa, pero incitar a un motín era algo muy diferente. El amotinamiento no era la clase de acusación que se pudiese tomar a la ligera.

– ¿Tiene algo que alegar en su defensa? -preguntó el presidente.

Esperé con cortesía a que el traductor acabase y hablé en mi defensa. Admití el ataque y el robo del cigarrillo. Luego, casi como una coletilla, añadí:

– Desde luego no tenía ninguna intención de provocar un motín, señor.

El presidente asintió, escribió algo en un papel -sin duda, el recordatorio de comprar cigarrillos y vodka cuando volviese a casa esa noche- y miró expectante a la fiscal.

En la mayoría de las circunstancias me gustan las mujeres con uniforme. El problema era que a ésta no parecía gustarle yo. No nos habíamos conocido antes y sin embargo parecía saberlo todo de mí: los perversos procesos mentales que me habían llevado a organizar el motín; mi devoción a la causa de Adolf Hitler y el nazismo; el placer que había experimentado con el pérfido ataque contra la Unión Soviética en junio de 1941; mi participación importante en la culpa colectiva de todos los alemanes por el asesinato de millones de rusos inocentes; y, no contento con todo esto, había intentado incitar a los plenis del campo tres a asesinar a muchos más.

La única sorpresa fue que el tribunal se retiró durante varios minutos para deliberar un veredicto y, lo más importante, para fumarse un cigarrillo. El humo continuaba saliendo por la nariz de uno de los miembros del tribunal cuando volvieron a la sala.

La fiscal se puso en pie. El traductor se levantó. Yo me levanté. El veredicto fue anunciado. Se me acusaba de ser un cerdo fascista, un cabrón alemán, un cochino capitalista, un criminal nazi; y era culpable de todos los cargos.

– De acuerdo con las peticiones de la fiscal y a la vista de sus antecedentes, se le condena a muerte.

Sacudí la cabeza, seguro de que la fiscal no había formulado tal petición -quizá se había olvidado- y de que mis antecedentes no se parecían en nada a los mencionados. A menos que consideraran la invasión de la Unión Soviética como uno de ellos, lo cual era cierto.

– ¿Muerte? -Me encogí de hombros-. Supongo que puedo sentirme afortunado de no tocar el piano.

Me pareció curioso que el traductor no tradujese mis últimas palabras. Esperaba a que el presidente acabase de hablar.

– Tiene la suerte de que este país esté fundado en la misericordia y el respeto a los derechos humanos -decía-. Después de la Gran Guerra Patriótica, en la que murieron tantos ciudadanos soviéticos inocentes, fue deseo del camarada Stalin que la pena de muerte fuese abolida en nuestro país. En consecuencia, la pena capital será conmutada en su caso por veinticinco años de trabajos forzados.

Atónito por el destino declarado, fui sacado de la sala y llevado a un patio donde me esperaba un furgón celular con el motor en marcha. El conductor ya conocía los detalles, lo cual indicaba que el veredicto del tribunal ya estaba dictado de antemano. El coche celular estaba dividido en cuatro celdas pequeñas, cada una tan baja y estrecha que tenías que doblarte casi por la mitad para entrar. La puerta de metal tenía unas pequeñas perforaciones, como el auricular de un teléfono. Así eran de considerados los «ivanes». Partimos a gran velocidad -cualquiera hubiese creído que el chófer conducía el coche de unos atracadores después de asaltar un banco- y nos detuvimos de improviso, como si la policía nos hubiese obligado a pararnos. Oí que subían a otros prisioneros al vehículo y arrancamos, otra vez a gran velocidad, con el conductor riéndose a carcajadas cada vez que derrapábamos al doblar las esquinas. Por fin nos detuvimos, se apagó el motor, se abrieron las puertas y de pronto todo resultó evidente. Estábamos junto a un tren cuya locomotora ya echaba vapor y daba evidentes señales de estar impaciente por marchar, pero nadie dijo hacia donde. Nos ordenaron a todos los que íbamos en el furgón celular subir a un vagón de ganado junto con otros varios alemanes cuyos rostros mostraban la misma gravedad que sentía yo. ¡Veinticinco años! ¡Si vivía tanto, regresaría a casa en 1970! La puerta del vagón de ganado se cerró con estrépito y nos dejó sumergidos en una negrura parcial; el vagón se bamboleó un poco, arrojándonos a unos contra otros, y el tren se puso en marcha.

– ¿Alguien tiene una idea de adónde vamos? -preguntó una voz.

– ¿Importa mucho? -manifestó otro-. El infierno es el mismo en todas partes, sea cual sea el pozo donde estés.

– Este lugar es demasiado frío para ser el infierno -opinó un tercero.

Miré a través de un agujero de ventilación en la pared del vagón de ganado. Era imposible saber dónde estaba el sol. El cielo era una sábana gris que al anochecer se volvió negra y salpicada de nieve. Un hombre lloraba en un extremo del vagón. El sonido nos destrozaba.

– Por amor de Dios, que alguien le diga algo a ese tipo -protesté en voz alta.

– ¿Como qué? -preguntó el hombre que estaba a mi lado.

– No lo sé, pero preferiría no escuchar ese sonido a menos que no haya más remedio que hacerlo.

– Eh, Fritz -dijo una voz-. Deja de llorar, ¿quieres? Le estás estropeando la fiesta a un tipo en el otro extremo del vagón. Se supone que esto es una excursión al campo. No un cortejo fúnebre.

– Eso es lo que tú crees. -El acento era de Berlín-. Mira por este agujero de la ventilación. Se ve el cementerio de Kirchhof.

Me moví hacia el berlinés y me puse a hablar con él, y muy pronto descubrimos que todos en el vagón habíamos sido juzgados en el mismo tribunal por algún cargo inventado, declarados culpables y sentenciados a una larga pena de trabajos forzados. Yo parecía ser el único hombre que había cometido un delito de verdad.

El nombre del berlinés era Walter Bingel, y antes de la guerra había sido guarda en los jardines del palacio Sanssouci, en Potsdam.

– Yo estaba en un campo vecino al Zaritza Gorge, cerca de Rostov -explicó-. Verás, me dio pena marcharme. Estaba a punto de cosechar las patatas que había plantado. Pero conseguí traer unas cuantas semillas conmigo, así que quizá no pasemos hambre allá donde nos llevan.

Había muchas opiniones al respecto. Un hombre dijo que nos llevaban a unas minas de carbón en Vorkuta, al norte del círculo ártico. Entonces otro mencionó el nombre de Sajalín y nos quedamos todos en silencio, empezando por mí.

– ¿Qué es Sajalín? -preguntó Bingel.

– Es un campo en el extremo oriental de Rusia -dije.

– Un campo de la muerte -añadió otro-. Enviaron a muchos SS allí después de Stalingrado. Sajalín significa «negro» en uno de esos lenguajes infrahumanos que utilizan. Conocí a un hombre que afirmaba haber estado allí. Un prisionero ruso.

– Nadie sabe en realidad si existe o no -añadí.

– Oh, claro que existe. Está lleno de japos. El lugar está tan al este que ni siquiera está conectado a la tierra firme. Ni siquiera se han tomado el trabajo de levantar una alambrada en Sajalín. ¿Para qué? No hay ningún lugar adonde ir.

El tren prosiguió su marcha durante casi tres días, y fue un alivio cuando por fin rompieron el hielo de los candados y abrieron la puerta del vagón, porque los rostros de los guardias que nos saludaron tenían un cierto aire europeo y no oriental, lo cual significaba que nos habíamos librado de Sajalín. No todos nos salvamos, sin embargo. Mientras los hombres saltaban del vagón vimos que un hombre había conseguido colgarse de una clavija de madera. Era el hombre que había estado llorando.

Varios centenares formamos junto a la vía, a la espera de nuevas órdenes. Fuese el lugar que fuese era frío, pero no tan frío como Stalingrado; quizás era el tiempo, pero un nuevo rumor -que estábamos en casa- circuló rápidamente a través de las filas como un mantra hindú.

– ¡Esto es Alemania! Estamos en casa.

A diferencia de la mayoría de los rumores que por lo general corrían entre nosotros los plenis, éste era fundado, porque parecía que acabábamos de cruzar la frontera del territorio que muchos de mis más fanáticos camaradas nazis aún consideraban como el protectorado alemán de Bohemia, también conocido como Checoslovaquia.

La excitación creció cuando entramos en Sajonia.

– ¡Nos van a dejar marchar! ¿Por qué si no, nos iban a traer hasta aquí desde Rusia?

¿Por qué si no? Pero no pasó mucho tiempo antes de que nuestras ilusiones de una rápida liberación fuesen aplastadas.

Atravesamos una pequeña ciudad minera llamada Johanngeorgenstadt, subimos una colina con una preciosa vista de la iglesia luterana y varias chimeneas altas, y cruzamos las puertas de un viejo campo de concentración nazi: uno del casi centenar de subcampos del complejo de Flossenburg. Muchos de nosotros imaginábamos que todos los campos de concentración alemanes habían sido cerrados, y fue una sorpresa descubrir que uno de ellos seguía abierto y en pleno funcionamiento. Sin embargo, aún nos esperaba una sorpresa mayor. Había casi doscientos plenis alemanes que ya vivían y trabajaban en el Johanngeorgenstadt KZ e, incluso para las míseras normas del bienestar de los prisioneros de los soviéticos, ninguno de ellos tenía buen aspecto. El oficial al mando de los prisioneros, el general Klause, de las SS, muy pronto nos explicó la razón.

– Lamento verles aquí, soldados -dijo-. Desearía haber podido darles la bienvenida por su regreso a Alemania, pero me temo que no puedo hacerlo. Si alguno de ustedes conoce las montañas Erzgebirge, sabrá que esta zona es rica en pechblenda, mineral del cual se extrae el uranio. El uranio es radiactivo y tiene muchos usos, pero sólo hay uno que les interesa a los «ivanes». La producción de uranio es vital para el proyecto de la bomba atómica soviética y no es ninguna exageración decir que para ellos el desarrollo de esta arma es un asunto de la máxima prioridad. Desde luego, una prioridad mucho más importante que vuestra salud.

»No estamos seguros de cuál es el efecto que tiene la prolongada exposición a la pechblenda en el cuerpo humano, pero pueden estar seguros de que no es buena por dos razones. Una es que Marie Curie, que descubrió el mineral, murió a causa de sus efectos; y otra es que los «azules» bajan a la mina sólo cuando no tienen más remedio que hacerlo. Incluso entonces sólo lo hacen durante períodos cortos y llevando mascarillas. Por lo tanto, cuando tengan que bajar al pozo intenten protegerse la nariz y la boca con un pañuelo.

»En el lado positivo, la comida aquí es buena y abundante, y la brutalidad se mantiene dentro de unos límites. Hay buenas instalaciones para lavarse -después de todo, éste era un campo alemán antes de ser ruso- y se nos permite un día de descanso a la semana; pero sólo porque tienen que verificar el funcionamiento del montacargas y los niveles de gas. Me han dicho que se trata de gas radón. Es incoloro e inodoro, eso es todo lo que sé al respecto, pero estoy seguro de que también es peligroso. Lamento que esto sea otro punto negativo. También debo informarles de que en este campo, el MVD utiliza cierto número de alemanes como oficiales de reclutamiento para una nueva Policía del Pueblo que están planeando organizar en la zona soviética de la Alemania ocupada. Una policía secreta destinada a ser el brazo alemán del MVD. El establecimiento de dicha fuerza policial en Alemania está prohibido por las disposiciones de la Comisión de Control Aliada, pero eso no significa que no lo vayan a hacer bajo cuerda, de tapadillo. Pero no lo podrán conseguir si no disponen de hombres para hacerlo; por lo tanto, tengan cuidado con lo que dicen y lo que hacen, porque les interrogarán y entrevistarán a fondo. ¿Me escuchan? No quiero renegados bajo mi mando. Esos alemanes que trabajan para ellos son comunistas, comunistas veteranos del viejo KPD, contra el que estuvimos luchando. La cara fea del bolchevismo europeo. Si algunos de ustedes dudaban de la bondad de nuestra causa nacionalsocialista, imagino que ya habrán aprendido que eran ustedes los equivocados, no el líder. Recuerden lo que les he dicho y tengan mucho cuidado.


Fui uno de los afortunados, porque no me ordenaron que bajase al pozo de inmediato. En cambio me pusieron en un equipo de clasificación. Subían carretadas de roca desde el fondo de la mina y los vaciaban en una gran cinta transportadora que pasaba entre dos hileras de plenis. Alguien me enseñó a inspeccionar los trozos de piedra negra marrón en busca de las vetas de pechblenda. Las rocas sin vetas eran descartadas, las demás se calibraban a ojo y se guardaban en depósitos para su futura selección, de la que se encargaba un Azul que manejaba un tubo de metal con una ventana de mica en un extremo. Cuanto mejor era la calidad del mineral, más corriente eléctrica era reproducida como ruido blanco por el tubo. Las piedras de mayor calidad eran transportadas a Rusia para su procesamiento industrial, pero las cantidades consideradas útiles eran pequeñas. Al parecer se necesitaban toneladas de roca para producir sólo una pequeña cantidad de mineral y ninguno de los hombres que trabajaban en la mina de Johanngeorgenstadt creía que los «ivanes» iban a construir una bomba atómica pronto.

Llevaba allí casi un mes allí cuando me ordenaron que me presentara en la administración de la mina. Estaba en un edificio de piedra gris junto al montacargas. Subí al primer piso y esperé. A través de la puerta abierta de uno de los despachos veía a un par de oficiales del MVD. También oía lo que decían, y comprendí que eran dos de los alemanes de los cuales el general Klause nos había puesto sobre aviso.

Al verme de pie allí me hicieron entrar con un gesto y cerraron la puerta. Miré el reloj en la pared. Las once de la mañana. Había un micrófono en la mesa y supuse que en algún otro lugar habría un magnetófono preparado para grabar cada una de mis palabras. Junto al micrófono había un foco, pero no estaba encendido. Todavía no. Había una cortina negra sin echar junto a la ventana. Me invitaron a sentarme en una silla delante de la mesa.

– La última vez que hice esto me condenaron a veinticinco años de trabajos forzados -dije-. Por lo tanto, si me perdonan, en realidad no tengo nada que decir.

– Si lo desea -me explicó uno de los dos oficiales-, puede apelar la sentencia. ¿Le informó de ello el tribunal?

– No. El tribunal me informó de que los soviéticos son tan estúpidos y brutales como los nazis.

– Es interesante que lo diga.

No respondí.

– Eso confirma la impresión que tenemos de usted, capitán Günther. Que no es un nazi.

Mientras tanto, el otro oficial había descolgado un teléfono y decía algo en ruso que no pude oír.

– Soy el comandante Weltz -se presentó el primer oficial. Miró al hombre que ahora colgaba el teléfono-. Él es el teniente Rascher.

Respondí con un gruñido.

– Como usted, también soy de Berlín -añadió Weltz-. Estuve allí el pasado fin de semana. Me temo que le costará reconocerlo. Es increíble la destrucción que nos costó la negativa de Hitler a rendirse. -Me acercó un paquete de cigarrillos a través de la mesa-. Por favor, acepte un cigarrillo. Me temo que son rusos, pero es mejor que nada.

Cogí uno.

– Tenga -dijo; rodeó la mesa y encendió un mechero-. Permítame que se lo encienda.

Se sentó en el borde de la mesa y me miró fumar. Luego se abrió la puerta y entró un starshina con una hoja de papel. La dejó en la mesa, junto a los cigarrillos, y salió sin decir palabra.

Weltz miró la hoja de papel por un momento y luego se volvió hacia mí.

– Su solicitud de apelación -dijo.

Mis ojos se fijaron en las letras cirílicas.

– ¿Quiere que se lo traduzca?

– No será necesario. Sé leer y hablar ruso.

– Y muy bien según dicen. -Me entregó una estilográfica y esperó a que firmase la hoja de papel-. ¿Hay algún problema?

– ¿Qué sentido tiene? -repliqué en un tono apagado.

– Tiene mucho sentido. El gobierno de la Unión Soviética tiene sus fórmulas y formalidades, como sucede en cualquier otro país. Nada ocurre sin que conste en un pedazo de papel. Es lo mismo que en Alemania, ¿no? Un formulario oficial para todo.

Titubeé de nuevo.

– Quiere regresar a casa, ¿no? ¿A Berlín? Bien, pues no podrá volver a menos que lo liberen, y no lo pondrán en libertad si antes no apela la sentencia. En realidad es así de sencillo. Oh, no le estoy prometiendo nada, pero este formulario pone el proceso en marcha. Piense en él como en aquel montacargas de ahí fuera. El pedazo de papel hará que la rueda comience a girar.

Leí el formulario hacia delante y después a la inversa: algunas veces, las cosas en la Unión Soviética y las zonas de ocupación tienen más sentido si las miras del revés.

Lo firmé, y el comandante Weltz cogió el formulario.

– Al menos ya sabemos que quiere salir de aquí. Volver a casa. Ahora que lo hemos establecido, lo único que debemos hacer es ver la manera de que eso ocurra. Me refiero a que ocurra lo antes posible. Para ser precisos, antes de veinticinco años a partir de ahora. Y eso si sobrevive a lo que, como cualquiera le dirá aquí, es un trabajo peligroso. En lo que a mí respecta, no me interesa mucho estar tan cerca de esos depósitos de uranita. Al parecer, la convierten en un polvo amarillo que resplandece en la oscuridad. Sólo Dios sabe qué le hace a la gente.

– Gracias, pero no me interesa.

– No le hemos dicho todavía qué le estamos ofreciendo -dijo Weltz-. Un trabajo. Como policía. Hubiese creído que podría ser una oferta atractiva para un hombre con sus antecedentes.

– Un hombre que nunca fue miembro del partido nazi -señaló Rascher-. Un antiguo miembro del partido social democrático.

– ¿Sabía, capitán, que el KPD y el SDP se han unido?

– Es un poco tarde -respondí-. Podríamos haber utilizado el apoyo del KPD en diciembre de 1931. Durante la revolución roja.

– Aquello fue culpa de Trostky -afirmó Weltz-. En cualquier caso, mejor tarde que nunca. El nuevo partido, el Partido Socialista Unificado, el PSU, representa un comienzo nuevo para trabajar unidos. Por una nueva Alemania.

– ¿Otra nueva Alemania? -Me encogí de hombros.

– No podemos hacerlo con la vieja. ¿No está de acuerdo? Queda mucho por reconstruir. No sólo la política, sino también la ley y el orden. La policía. Estamos organizando una nueva fuerza. Por el momento se llama el Quinto Comisariado, o K-5. Esperamos tenerlo organizado y en funcionamiento a finales de año. Hasta entonces, estamos buscando reclutas. Un hombre como usted, un antiguo Oberkommissar de la Kripo, con una merecida reputación de honestidad e integridad, expulsado de la policía por los nazis, es la clase de hombre de principios que necesitamos. Creo que casi puedo garantizarle que recuperará su antiguo rango con todos los derechos de jubilación. Un sobresueldo por estar destinado en Berlín. Ayudas para pagar un nuevo apartamento. Un trabajo para su esposa.

– No, gracias.

– Es una pena -señaló el teniente Rascher.

– ¿Por qué no lo piensa mejor, capitán? -dijo Weltz-. Reflexione. Verá, para ser sincero con usted, Günther, es el primero de la lista en este campamento. Y, por razones obvias, no queremos permanecer aquí más tiempo del que sea necesario. Yo ya soy padre, pero el teniente no tiene ningún deseo de que sus probabilidades de tener hijos cuando se case queden afectadas. La radiación daña la capacidad de un hombre para procrear. También afecta la tiroides y la capacidad del cuerpo para utilizar la energía y fabricar proteínas. Al menos, eso es lo que creo que hace.

– La respuesta sigue siendo no -dije-. ¿Ahora puedo retirarme?

El comandante mostró una expresión triste.

– No lo entiendo. ¿Cómo es que usted, un socialdemócrata, se avino a trabajar para Heydrich y, sin embargo, no quiere trabajar para nosotros? ¿Puede explicármelo, por favor?

Fue entonces cuando comprendí a quien me recordaba el comandante. El uniforme era diferente, pero el pelo blanco rubio, los ojos azules, la frente despejada y su tono todavía más altanero me habían hecho pensar en Heydrich antes de que mencionase su nombre. Probablemente Weltz y Heydrich tenían más o menos la misma edad. Si no lo hubiesen asesinado, Heydrich tendría en la actualidad unos cuarenta y dos años. El joven teniente quizá tenía el pelo más gris, con un rostro tan ancho como largo era el del comandante. Se parecía a mí antes de la guerra y de pasar un año en un campo de prisioneros.

– ¿Y bien, Günther? ¿Qué tiene que decirnos de usted mismo? Quizá siempre fue un nazi salvo por el nombre. Un compañero de viaje del partido. ¿No es eso? ¿Tanto ha tardado en comprender quién es usted en realidad?

– Usted y Heydrich -le dije al comandante-. No son muy diferentes. Nunca quise trabajar para él, pero tenía miedo de negarme a hacerlo. Miedo de lo que podría hacerme. Usted, por otro lado, ha vaciado el cargador. Y ha hecho lo peor. Aparte de matarme, no hay mucho más que me pueda hacer. Algunas veces es un gran consuelo saber que por fin has tocado fondo.

– Podemos destruirlo -me recordó Weltz-. Podemos hacerlo.

– Yo mismo, en mis tiempos, he destruido a unos cuantos. Pero tiene que haber algún objetivo en ello. Conmigo no lo hay, porque si me destruyen sólo lo estarán haciendo por divertirse, y lo que es más, no les serviré de nada cuando terminen. Ahora mismo ya no le sirvo de nada, sólo que usted no lo sabe, comandante. Así que déjeme explicarle por qué. Yo era un poli demasiado tonto para actuar con astucia y mirar para otro lado o besarle el culo a alguien. Los nazis eran más listos que usted. Lo sabían. La única razón por la que Heydrich me metió de nuevo en la Kripo fue porque sabía que, incluso en un Estado policial, hay momentos en que necesitas un poli de verdad. Pero usted no quiere un poli de verdad, comandante Weltz, quiere un oficinista con una placa. Quiere que lea a Marx cuando me vaya a la cama y el correo de las personas durante el día. Un hombre ansioso por complacer y que quiera progresar en el Partido Comunista. -Sacudí la cabeza con cansancio-. La última vez que busqué progresar en alguna parte, una bonita muchacha me soltó un bofetón.

– Es una pena -dijo Weltz-. Por lo visto, va a pasar el resto de su vida muerto. Como todos los de su clase, Günther, es una víctima de la historia.

– Ambos lo somos, comandante. Ser alemán consiste en eso precisamente, en ser una víctima de la historia.


También me convertí en una víctima de mi entorno. Se aseguraron de que así fuese. Muy poco después de mi encuentro con los del K-5 me sacaron del equipo de clasificación y me enviaron a la mina.

Era un mundo sometido a un ruido atronador. Oía retumbar las explosiones subterráneas que partían la roca en trozos manejables, y el ruido de las puertas de los montacargas antes de descender por las guías hasta el túnel. También oía el estrépito de las rocas al partirlas con los picos y echar los fragmentos a las vagonetas; y el continuo movimiento de las vagonetas en sus idas y venidas por los raíles. Las detonaciones levantaban nubes de polvo que convertían mis mocos en una masa negra y mi sudor en una especie de aceite gris. Por la noche escupía grandes trozos de saliva y flema que parecían huevos fritos quemados. Parecía un precio muy alto por mantenerme fiel a mis principios. En cambio, había una camaradería en el fondo de la mina que no se encontraba en ninguna otra parte en Johanngeorgenstadt, y los otros plenis mostraban un respeto automático cuando nos oían toser y reconocían su buena fortuna en comparación con nosotros. Pospelov tenía razón. Siempre había alguien que estaba peor que uno. Esperaba tener la oportunidad de conocerlo antes de que aquel trabajo me matase.

Había un espejo en el baño. La mayoría lo evitábamos por miedo a ver en él a nuestros propios abuelos o, peor aún, sus cadáveres podridos devolviéndonos la mirada. Un día, sin darme cuenta, me vi a mí mismo y vi a un hombre con el rostro como una de las rocas de pechblenda que extraíamos: era de color negro y marrón, deforme y abultado, con dos opacos espacios donde una vez habían estado mis ojos y una hilera de excrecencias gris oscuro que una vez habían sido mis dientes. Había visto a muchos criminales en mi vida, pero ahora tenía todo el aspecto de ser el hermano crápula de Mister Hyde. También actuaba como él. Aquí abajo no había «azules» y arreglábamos nuestras diferencias con la máxima violencia. Una vez, Schaefer, otro pleni de Berlín al que no le gustaban mucho los polis, me dijo que había aplaudido cuando habían expulsado de Berlín a los líderes del SDP en 1933. Así que le di un puñetazo en la cara y cuando intentó golpearme con un pico, le golpeé con una pala. Pasó un tiempo antes de que se levantase, y la verdad es que nunca volvió a ser el mismo después de aquello: otra víctima de la historia. Karl Marx lo hubiese aprobado.

Al cabo de un tiempo dejé de preocuparme de cualquier cosa, incluido de mí mismo. Me metía en los espacios angostos, entre la piedra negra, para trabajar en solitario con mi pico. Eso era muy peligroso, porque los hundimientos eran frecuentes. Pero de esa manera se respiraba menos polvo que cuando se utilizaban explosivos.

Pasó otro mes. Un día volvieron a llamarme a la oficina, y me presenté, esperando encontrarme con los mismos oficiales del MVD para oírles preguntarme si el tiempo que había pasado en el fondo de la mina me había ayudado a cambiar de opinión sobre el K-5. Me había hecho cambiar de opinión sobre muchas cosas, pero no sobre los comunistas alemanes y su policía secreta. Iba a decirles que se fuesen al infierno, y quizá conseguiría que sonara como si lo dijese de verdad, a pesar de que ya estaba preparado para que alguien viniese y me cubriese el rostro con una capa de yeso. Así que me sentí un poco desilusionado al no encontrarme con aquellos dos oficiales. Era como si hubiera preparado un bonito discurso sobre un montón de cosas nobles que ya no revisten ninguna importancia una vez que te han metido en la morgue.

Sólo había un oficial en la habitación, un hombre fornido, con el pelo castaño ralo y una fuerte mandíbula. Como sus dos predecesores, vestía pantalones de montar azules y una gimnasterka marrón, pero llevaba más condecoraciones; además de la insignia de soldado veterano de la NKVD y la Orden del Estandarte Rojo había otras medallas que no reconocí. La insignia en el cuello y las estrellas en las mangas indicaban que era por lo menos un coronel, o quizás incluso un general. Su gorra azul de oficial con visera cuadrada estaba sobre la mesa, junto al revólver Nagant en su funda, que parecía un cubo.

– La respuesta sigue siendo no -afirmé, sin importarme quién fuera.

– Siéntate -dijo-, y no te comportes como un maldito imbécil.

Era alemán.

– Sé que he engordado un poco -añadió-. Pero creía que tú eras el único que podría reconocerme.

Me senté y me quité el polvo de los ojos.

– Ahora que lo menciona, creo que me resulta familiar.

– A ti no te hubiese reconocido en absoluto. Ni en un millón de años.

– Lo sé. Tendría que haber dejado de comer tantas chocolatinas. Tendría que cortarme el pelo e ir a la manicura. Pero no tengo tiempo. Mi trabajo me mantiene muy ocupado.

El rostro de carnicero del oficial mostró una sonrisa. Casi.

– Tienes sentido del humor. Es impresionante en este lugar. Pero si de verdad quieres impresionarme, deja de jugar al tipo duro y dime quién soy.

– ¿No lo sabes?

Soltó una exclamación impaciente y sacudió la cabeza.

– Por favor. Puedo ayudarte si me dejas. Pero debo creer que vale la pena. Si aún eres algo que se parezca a un detective, recordarás quién soy.

– Erich Mielke -respondí-. Tu nombre es Erich Mielke.

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