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ALEMANIA, 1954

Dos horas y media más tarde estábamos en Frankfurt y cruzábamos el río Main para entrar en el norte de la ciudad. Nuestro destino era un enorme edificio de oficinas de mármol color miel y líneas curvas, con seis alas cuadradas que le conferían un aspecto militar, como si en cualquier momento los empleados y las secretarias que trabajaban en el interior pudiesen abandonar sus máquinas de escribir y empezar a manejar las baterías antiaéreas de las azoteas. No había estado nunca allí pero lo reconocí por los antiguos noticiarios y las fotos de las revistas. Construido en 1930, el Poelzig Ensemble había sido el edificio de oficinas más grande de Europa y sede central del conglomerado I.G.Farben. Este antiguo buque insignia de los negocios y la modernidad alemana había sido el centro de los proyectos de investigación nazis durante la guerra, relacionados con la creación de gasolina y caucho sintéticos, por no mencionar el Zyklon B, el gas letal utilizado en los campos de exterminio. Ahora se había convertido en el cuartel general del Alto Comisionado Norteamericano para Alemania y, al parecer, de la Agencia Central de Inteligencia.

El coche avanzó a través de dos puestos de control militar antes de aparcar; nos apeamos y entramos en un pórtico que parecía el acceso a un templo. Detrás había unas puertas de bronce y al otro lado un vestíbulo enorme con una gran bandera estadounidense, varios soldados y dos escaleras curvas con los escalones de aluminio. Me invitaron a subir en un ascensor cíclico para llegar al noveno piso. Obedecí, un poco nervioso, porque nunca había viajado en estos intimidatorios ascensores.

El noveno piso era muy diferente de los inferiores. No había ventanas. Estaba iluminado con claraboyas en lugar de cristales tintados, lo cual proporcionaba mayor privacidad a quienes trabajaban allí. El techo también era mucho más bajo, y eso me llevó a preguntarme si uno de los requisitos para ser espía americano en Europa no sería ser corto de estatura.

El hombre que me presentaron no era alto, aunque tampoco se podía decir que fuese bajo. No había nada que describir, porque no había en él nada destacable en ningún sentido. Supuse que se trataba de un profesor americano, aunque hablaba muy bien el alemán. Vestía chaqueta, pantalones de franela gris, camisa azul de manga larga y una corbata académica o de club marrón con unos escudos pequeños. La presentación, sin embargo, no fue nada explícita, porque al parecer no tenía nombre, sólo un título. Era «el Jefe», y eso fue todo lo que llegué a saber de él. No obstante, reconocí a los dos hombres que me esperaban en la sala de reuniones sin ventanas. Los agentes especiales Scheuer y Frei -¿serían ésos sus verdaderos nombres? Seguía sin saberlo- esperaron hasta que el Jefe hubo reconocido su presencia dirigiéndome un educado gesto de asentimiento.

– ¿Había estado aquí antes? -preguntó-. Me refiero a cuando el edificio era propiedad de la I.G.Farben.

– No, señor. -Me encogí de hombros-. Es más, me sorprende encontrarlo todavía aquí, y al parecer, sin daños. Un edificio de este tamaño, de tanta importancia para el esfuerzo de guerra nazi. Suponía que habría sido bombardeado hasta dejarlo reducido a escombros, como todo lo demás en esta parte de Alemania.

– Hay dos corrientes de opinión al respecto, Günther. Siéntese, siéntese. Una corriente dice que a la fuerza aérea norteamericana se le prohibió bombardearlo debido a la proximidad de un campo de prisioneros aliados en Grüneburgpark. La otra corriente dice que Eisenhower mandó que no tocasen este edificio porque lo había elegido como su futuro cuartel general en Europa. Por lo visto, el edificio le recordaba al Pentágono, en Washington. Reconozco, si he de ser sincero, que hasta cierto punto se parecen. Así que quizá sea ésta la verdadera explicación, después de todo.

Aparté una silla de una larga mesa de madera oscura, me senté y esperé a que el Jefe viniese a explicarme por qué me habían llevado allí. Pero al parecer aún no había terminado con Eisenhower.

– Sin embargo, la esposa del presidente no estaba tan entusiasmada con este edificio. Hizo un especial hincapié en una gran estatua femenina de bronce; un desnudo sentado al borde de un estanque. Pensó que no era adecuada para una instalación militar. -El Jefe se rió-. Eso me hace preguntarme a cuántos soldados de verdad llegó a conocer. -Frunció el entrecejo-. No estoy seguro de adonde fue a parar la estatua. ¿Quizás al edificio Hoechst? Aquel desnudo parecía necesitar que le suministraran algún medicamento, ¿eh, Phil?

– Sí, señor -asintió Scheuer.

– Debe de estar cansado después del viaje, Herr Günther -continuó el Jefe-. Intentaré no fatigarle más de lo necesario. ¿Le apetece un café, señor?

– Por favor.

Scheuer fue hacia un aparador donde estaba preparado el servicio de café en una bandeja.

El Jefe se sentó y me miró con una mezcla de curiosidad y desconfianza. Si hubiera un tablero de ajedrez en la mesa entre nosotros, tal vez la situación sería más fácil para ambos. De todas maneras se estaba desarrollando un juego, y los dos lo sabíamos.

Esperó a que Scheuer -Phil- me sirviera una taza de café antes de empezar a hablar.

– Zyklon B. Supongo que lo ha oído mencionar.

Asentí.

– Todos creen que fue desarrollado por I.G.Farben. Pero ellos sólo comercializaban el producto. En realidad lo desarrolló otra compañía química llamada Degesch, que llegó a ser controlada por una tercera compañía química llamada Degussa. En 1930 Degussa necesitaba reunir más capital y vendió la mitad de sus acciones mayoritarias en Degesch a su principal competidor, I.G.Farben. Y, por cierto, el producto, los cristales que exterminaban insectos con la velocidad de un ciclón, de ahí el nombre, lo fabricaba una cuarta compañía, llamada Dessauer Werke. ¿Me sigue hasta ahora?

– Sí, señor. Aunque empiezo a preguntarme por qué.

– Paciencia, señor. Todo tiene su explicación. De modo que Dessauer fabricaba el producto para Degesch, que lo vendía a Degussa, que a su vez vendió los derechos de comercialización a otras dos compañías químicas. Ni siquiera me molestaré en decirle los nombres. Sólo serviría para confundirle. Así que, de hecho, I.G.Farben sólo comercializaba un veinte por ciento del gas; la parte del león era propiedad de otra compañía, la Goldschmidt AG Company de Essen.

»¿Por qué le estoy contando esto? Déjeme que se lo explique. Cuando llegué a este edificio me sentía un poco incómodo ante la idea de que podía estar respirando el mismo aire de oficina que los tipos que desarrollaron aquel gas venenoso. Así que decidí averiguarlo por mi cuenta. Descubrí que no era verdad que I.G.Farben tuviese mucho que ver con aquel gas. También descubrí que, en 1929, el Servicio de Salud Pública de Estados Unidos estaba usando el Zyklon B para desinfectar la ropa de los inmigrantes mejicanos y los vagones de carga en los que viajaban. En el Centro de Cuarentena de Nueva Orleans. Es más, el producto todavía se fabrica hoy, en Checoslovaquia, en la ciudad de Köln. Lo denominan Uragan D2 y se utiliza para desinfectar los trenes en los que vuelven los prisioneros de guerra alemanes. De vuelta a la madre patria.

»Ya lo ve, Herr Günther. Tengo pasión por la información. Algunas personas creen que estas cosas son trivialidades, pero yo no. Yo lo llamo verdad. O conocimiento. E incluso, cuando estoy sentado en mi despacho, inteligencia. Tengo hambre de hechos, señor. Hechos. Ya sean hechos relacionados con I.G.Farben, el gas Zyklon B, Mickey Messer o Erich Mielke.

Bebí un sorbo de café. Era horrible, sabía a calcetines hervidos. Busqué mis cigarrillos y recordé que me había fumado el último en el coche.

– Dele un cigarrillo a Herr Günther, Phil. Es lo que estaba buscando, ¿no?

– Sí, gracias.

Scheuer me dio fuego con un mechero Dunhill de plata y luego encendió uno para él. Advertí que los escudos de su pajarita eran los mismos que llevaba la corbata del Jefe y supuse que compartían algo más que el servicio, también un pasado. Lo más probable, la Ivy League.

– Su carta, Herr Günther, era fascinante. Sobre todo en el contexto de lo que Phil, aquí presente, me dijo y de lo que he leído yo mismo. Pero mi trabajo es descubrir cuánto de todo eso son hechos. Oh, no estoy sugiriendo ni por un momento que nos haya mentido. Después de veinte años las personas pueden cometer errores con mucha facilidad. Es justo, ¿no?

– Muy justo.

Miró mi taza de café llena con expresión de compartir mi disgusto.

– ¿Horrible, verdad? El café. No sé por qué tenemos que soportarlo. Phil, sírvale a Herr Günther algo más fuerte. ¿Qué le gustaría beber, señor?

– Una copa de aguardiente estaría bien -respondí, y miré alrededor mientras Scheuer sacaba una botella y una copa pequeña del interior del aparador y las dejaba en la mesa-. Gracias.

– Posavasos -ordenó el Jefe.

Buscaron dos posavasos y los colocaron debajo de la botella y mi copa.

– Esta mesa es de nogal -explicó el Jefe-. En el nogal quedan marcas, como una servilleta damasquinada. Ahora bien, señor. Ya tiene su cigarrillo y su copa. Ahora, lo único que necesito de usted son algunos hechos.

En sus dedos sujetaba una hoja de papel en la que reconocí mi propia escritura. Se colocó unas gafas de lectura en la punta de su nariz respingona y repasó la carta con una curiosidad distante. Y apenas hubo acabado de leerla, la dejó caer sobre la mesa.

– Como es natural, la he leído varias veces. Pero, ahora que está aquí, preferiría que me dijese, en persona, lo que escribió a los agentes Scheuer y Frei en esta carta.

– ¿Para comprobar si me desvío de lo que escribí antes?

– Veo que nos entendemos a la perfección.

– Bueno, los hechos son éstos -dije, y reprimí una sonrisa-. Como una condición para mi trabajo con el SDECE…

El Jefe hizo una mueca.

– ¿Cuál es el significado exacto de eso, Phil?

– Servicio de Documentación Exterior y de Contraespionaje -respondió Scheuer.

El Jefe asintió.

– Continúe, Herr Günther.

– Acepté trabajar para ellos con la condición de que me permitieran visitar a una antigua amiga mía en Berlín. Quizá la única amiga que me queda.

– ¿Y tiene un nombre esa amiga suya?

– Elisabeth.

– ¿Apellido? ¿Dirección?

– No quiero involucrarla en esto.

– O sea, que no me lo quiere decir.

– Es verdad.

– ¿Dónde la conoció y cómo?

– En 1931. Era modista, y muy buena. Trabajaba en la misma sastrería que la hermana de Erich Mielke, donde también había trabajado la madre de Mielke, Lydia Mielke, hasta su muerte en 1911. Fue bastante difícil para el padre de Erich sacar adelante a cuatro hijos. Su hija mayor iba a trabajar y preparaba la comida de la familia, y como Elisabeth era su amiga, algunas veces la ayudaba. Hubo momentos en que Elisabeth fue como una hermana para ellos.

– ¿Dónde vivían? ¿Recuerda la dirección?

– En la Stettiner Strasse. Un edificio gris de pisos de alquiler en Gesundbrunnen, en el noroeste de Berlín. En el número 25. Fue Erich quien me presentó a Elisabeth. Después de haberle salvado el pellejo.

– Cuénteme.

Lo hice.

– Fue entonces cuando conoció al padre de Mielke.

– Sí. Fui a la casa de Mielke con la intención de detenerle. El viejo me dio un puñetazo y tuve que arrestarlo. Elisabeth me había dado la dirección y no estaba muy contenta de que se la hubiese pedido. Como resultado de ello, nuestra relación se interrumpió. No nos volvimos a ver hasta mucho más tarde, creo que en otoño de 1940, y no reanudamos nuestra relación hasta el año siguiente.

– Usted no mencionó nada de esto cuando le interrogaron en Landsberg -dijo el Jefe-. ¿Por qué no?

Me encogí de hombros.

– En aquel momento no me pareció relevante. Casi olvidé que Elisabeth había conocido a Erich alguna vez. Sobre todo porque ella siempre le ocultó nuestra relación. Dicho de otra manera: a Erich no le gustaban los polis. Comenzamos a vernos de nuevo en el invierno de 1946, cuando volví de aquel campo de prisioneros ruso. Viví con Elisabeth durante un tiempo, hasta que conseguí encontrar de nuevo a mi esposa, en Berlín. Pero siempre le tuve mucho apego, y ella a mí. No hace mucho, cuando estuve en París, volví a pensar en ella y me pregunté si estaría bien. Supongo que usted podría decir que comenzaba a tener ideas románticas. Como dije, ya no conocía a nadie más en Berlín. Así que decidí buscarla tan pronto como me fuese posible, para ver si ella y yo podíamos intentarlo de nuevo.

– ¿Cómo le fue?

– Me fue bien. No estaba casada. Había mantenido relaciones con algunos soldados americanos. Creo que con más de uno. En cualquier caso, aquellos hombres estaban casados y volvieron a Estados Unidos con sus esposas, dejándola abandonada; era ya una mujer madura y asustada por su futuro.

Me serví una copa de aguardiente y bebí un sorbo mientras el Jefe me miraba con atención, como si estuviese sopesando mi historia en cada mano, intentando juzgar qué parte de ella podía llegar a creerse.

– ¿Ella seguía viviendo en la misma dirección que en 1946?

– Sí.

– Siempre podemos preguntárselo a los franceses, ya lo sabe. Su dirección.

– Adelante.

– Ellos podrían creer, con razón, que es allí donde ha ido -señaló-. Incluso pueden hacerle la vida difícil. ¿Lo ha pensado? Nosotros podemos protegerla. Los franceses no siempre son tan románticos como se les pinta.

– Elisabeth sobrevivió a la batalla de Berlín. Fue violada por los rusos. Además, no es el tipo de persona capaz de clavarle a un hombre una inyección de tiopental sódico en las calles de Göttingen, a plena luz del día. Cuando Grottsch relate su historia, imagino que los franceses creerán que los rusos me han secuestrado, ¿usted no lo haría? Después de todo, es lo que quiere que ellos crean, ¿no es así? No me hubiera sorprendido en absoluto que sus hombres hubiesen estado hablando en ruso cuando me pillaron. Sólo por guardar las apariencias.

– Al menos dígame si ella vive en el Este o en el Oeste.

– En el Oeste. Los franceses me dieron un pasaporte con el nombre de Sebastian Kléber. Podrá comprobar que crucé el puesto de control Alfa en Helmstedt y que entré en Berlín por el cruce de Dreilinden.

– De acuerdo. Dígame qué noticias tiene de Erich Mielke.

– Mi amiga Elisabeth dijo que había visto al padre de Mielke, Erich. Seguía vivo, gozaba de buena salud y había cumplido ya los setenta. Estuvieron tomando café en el Kranzler. Él le contó que había estado viviendo en la República Democrática Alemana pero que no le gustaba mucho. Echaba de menos el fútbol y su viejo barrio. Mientras Elisabeth me explicaba esto, quedó claro que no tenía ni idea de lo que Erich hijo había estado haciendo ni a qué se dedicaba entonces. Lo único que sabía de él era que seguía visitando a su padre de vez en cuando y que le pasaba dinero. Supuse que, por ser quien es, debía hacerlo en secreto.

– De vez en cuando… ¿Con qué frecuencia?

– Con regularidad. Una vez al mes.

– ¿Por qué no lo ha mencionado?

– Lo habría hecho si ustedes me hubiesen dado más tiempo.

– ¿Le dijo ella dónde había estado viviendo Erich padre? ¿En la República Democrática Alemana?

– En un pueblo llamado Schonwalde, en el noroeste de Berlín. Dijo que él le contó que tenía allí una casa bonita, pero que se aburría mucho. Schonwalde es un lugar bastante aburrido. Por supuesto, ella sabía que Erich padre había sido un comunista convencido, así que le preguntó si vivir en el Oeste significaba que había abandonado el partido. Le respondió que había llegado a la conclusión de que los comunistas eran tan malos como los nazis.

– ¿Ella dijo que él había dicho eso?

– Sí.

– Usted sabe que lo hemos comprobado. No hay ningún registro de un Erich Mielke que viva en Berlín Occidental.

– El padre de Mielke no se llama Mielke. Su nombre es Erich Stallmacher. Mielke era hijo ilegítimo. Mielke padre tampoco usa el nombre de Stallmacher.

– ¿Le dijo ella cuál era su nombre?

– No.

– ¿Le dio alguna dirección?

– Stallmacher no es tan estúpido.

– Pero hay algo más. Algo con lo que usted quisiera negociar.

– Sí. Stallmacher le dijo a Elisabeth el nombre de un restaurante al que le gusta ir a comer los sábados.

– ¿Y cuál es su idea? ¿Qué pretende?

– Ésta es la parte del juego en la que usted es un experto, no yo, Jefe. Nunca he sido un buen oficial de inteligencia. Nunca he tenido esa clase de mente retorcida necesaria para ser realmente bueno en su mundo. Creo que era mejor como detective. Era mejor descubriendo líos que creándolos.

– Veo que tiene una opinión muy pobre sobre los servicios de inteligencia.

– Sólo de las personas que trabajan en ellos.

– Nosotros incluidos.

– Usted en particular.

– ¿Prefiere a los franceses?

– Hay algo honesto en su hipocresía y autoestima.

– ¿Como antiguo detective de Berlín qué nos propone que hagamos?

– Seguir a Erich Stallmacher desde su restaurante favorito al apartamento. Y tenderle una trampa a Erich Mielke.

– Parece arriesgado.

– Claro -admití-. Pero ahora que me ha pillado lo hará de todas maneras. Tiene que hacerlo, ahora que ha minado en parte toda esa propaganda negra que yo les he estado pasando a los franceses sobre Mielke como su agente, y antes como agente de los nazis. Sin la guinda en el pastel -yo identificando a De Boudel para ellos- quizá no encuentren tan persuasivas como antes las mentiras que les conté sobre Mielke.

– Nos gustaría atrapar a Mielke lo antes posible. Teniendo a su padre a nuestro favor, quizá incluso podríamos convertirle en el espía del cual habló usted a los franceses. Pero tendríamos que ensuciar su nombre ante los franceses. Para asegurarnos de que ellos lleguen a la conclusión correcta sobre Mielke. Que fue y siempre ha sido un auténtico cabrón comunista.

– ¿Lo ve? Sabía que encontraría la manera de solucionar estos problemas.

– ¿Y usted qué quiere hacer para ayudarnos?

Fruncí el entrecejo.

– Les puedo mostrar dónde está el restaurante. Quizás incluso pueda reservarles una mesa.

– Queremos algo más que eso. Después de todo, usted conoce a Eric Stallmacher. Él le dio un puñetazo. Usted lo detuvo. Aquel día tuvo que echarle una buena ojeada. No, Herr Günther, queremos algo más que su ayuda para conseguir una mesa en el abrevadero favorito de Stallmacher. Querremos que lo identifique.

Sonreí con cansancio.

– ¿He dicho algo gracioso?

– No es el primer jefe de inteligencia que me pide que lo haga. Heydrich tuvo la misma idea.

– A menudo me he preguntado por Heydrich -dijo el Jefe-. Decían que era el nazi más listo del grupo. ¿Está de acuerdo?

– Es cierto que tenía una comprensión instintiva del poder, algo que lo convertía en un nazi muy efectivo. A usted le gustan los hechos, señor. Pues aquí tiene un hecho sobre Reinhardt Heydrich que le gustará. Su padre, Bruno, era profesor de música y antes había sido compositor. Diez años antes del nacimiento de su hijo, Bruno Heydrich escribió una ópera titulada El crimen de Reinhardt. Oh sí, y aquí tiene otro hecho. Heydrich fue asesinado por orden de Himmler.

– No me diga.

– Yo fui el detective que lo investigó.

– Qué interesante.

– Para mí es más interesante ahora mismo el dinero que me quitaron cuando me arrestaron en Cuba. Y el barco que me incautaron. Es parte del precio por mi ayuda. En realidad, era el precio del acuerdo que pactamos en Landsberg a cambio de que yo engañase a los franceses para que ustedes acepten lo que su gente ya ha aceptado. Quiero que vendan el barco y que todo el dinero sea puesto en una cuenta en un banco suizo, tal como acordamos. También quiero un pasaporte estadounidense. Y, por entregarles a Erich Mielke, la suma de veinticinco mil dólares.

– Eso es mucho.

– Dado que estoy a punto de entregarles al segundo jefe del aparato de Seguridad Estatal de Alemania Oriental, yo diría que les saldría barato incluso por el doble.

– ¿Phil?

– Sí, señor.

– ¿Dirías que es un precio que vale la pena pagar?

– ¿Por Mielke? Sí, señor, lo pagaría. Siempre he pensado eso, desde el comienzo de esta operación de inteligencia.

– Bien, ¿sabe que quiero que sea usted el jefe de pista en el espectáculo de Herr Günther?

– No, señor.

– Pues ahora ya lo sabe, Phil.

Scheuer pareció incómodo al verse puesto en el punto de mira de esta manera.

– Sí, señor.

– Y usted también, Jim.

Frei enarcó las cejas al oírlo, pero asintió de todas maneras.

Me serví otra copa de aguardiente.

– ¿Por qué no? -dijo el Jefe-. Creo que a todos nos vendría bien una copa. ¿No está de acuerdo, Phil?

– Sí, señor. Creo que nos vendría bien.

– Pero no de aguardiente. Perdóneme, Herr Günther. Hay muchas cosas de su país que admiro. Pero en la CIA no nos entusiasma mucho el aguardiente.

– Imagino que es bastante difícil añadir algo en una copa tan pequeña.

– No lo crea-. El Jefe sonrió-. Tiene usted mucho sentido del humor para ser alemán.

Philip Scheuer sacó una botella de bourbon y tres copas.

– ¿Seguro que no quiere probarlo, Herr Günther? -preguntó el Jefe-. Para brindar por su acuerdo con Ike.

– ¿Por qué no?

– Así me gusta. Aún haremos de usted un americano, señor.

Era eso exactamente lo que me preocupaba.

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