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BERLÍN, 1954

Nos trasladamos a un pequeño y ruinoso piso franco en la Dreyse Strasse, al este del hospital Moabit, en el sector británico. Scheuer dijo que estaba lo más cerca del apartamento de Stallmacher que nos podíamos arriesgar a estar sin descubrir nuestro juego a los rusos o a los franceses. A los británicos sólo se les informó de que estábamos vigilando a un sospechoso de traficar en el mercado negro.

El plan era sencillo: yo, por ser berlinés, me pondría en contacto con el propietario del edificio de la Schulzendorfer Strasse y alquilaría uno de los apartamentos vacíos usando el apellido de soltera de mi esposa. El propietario, un abogado jubilado de Wilmersdorf, me mostró el apartamento -amueblado por él mismo-, que estaba mucho mejor por dentro de lo que parecía desde afuera. Me explicó que el edificio era propiedad de su esposa, Martha, que había muerto a causa de una bomba el año anterior, cuando visitaba la tumba de su madre en Oranienburg.

– Dicen que ni siquiera se enteró -me explicó Herr Schurz-. Una bomba americana de doscientos cincuenta kilos que llevaba casi diez años allí sin que nadie se hubiese dado cuenta. Un sepulturero que estaba a unos veinte metros de distancia cavando debió de golpearla con el pico.

– Sí que es mala suerte -comenté.

– Dicen que Oranienburg está lleno de bombas sin explotar. Verá, allí la tierra es blanda, con una capa de grava dura debajo. Las bombas penetraban en la tierra, pero no atravesaban la grava. -Se encogió de hombros y sacudió la cabeza-. Por lo visto, había muchos objetivos en Oranienburg.

Asentí.

– La fábrica Heinkel. Y una planta farmacéutica. Por no mencionar un laboratorio sospechoso de participar en las investigaciones para desarrollar la bomba atómica.

– ¿Está casado, Herr Handlöser?

– No, mi esposa murió de una neumonía. Llevaba enferma mucho tiempo, de modo que no fue una desgracia tan imprevisible como la que le ocurrió a su esposa.

Me acerqué a la ventana y miré a la calle.

– Es un apartamento grande para alguien que viva solo -opinó Schurz.

– Lo compartiré con un par de inquilinos para que me ayuden a pagar el alquiler -dije-. Si usted está de acuerdo. Unos caballeros de la Escuela Bíblica Americana.

– Me alegra oírle -dijo Schurz-. Es lo que todo el sector francés necesita ahora. Más americanos. Son los únicos que tienen dinero. Ya que hablamos de dinero.

Puse unos cuantos billetes en su mano ansiosa. Me entregó un juego de llaves, y luego volví al piso franco de la Dreyse Strasse.

– En lo que se refiere al casero -informé-, podemos mudarnos mañana.

– Supongo que no le dijo nada de Stall o Stallmacher -dijo Scheuer.

– Hice exactamente lo que usted me dijo. Ni siquiera pregunté por los vecinos. ¿Y ahora qué tenemos que hacer?

– Nos instalaremos aquí y mantendremos el lugar bajo estrecha vigilancia -respondió Scheuer-. Esperaremos a que Erich Mielke venga a visitar a su papá y, cuando lo haga, entramos y nos presentamos.

Frei se rió.

– Hola, somos sus nuevos vecinos. ¿Podríamos convencerlos de que desertaran a Occidente? ¿A usted y su padre?

– ¿No han considerado la posibilidad de convertirlo en un espía de ustedes?

– No hay bastante presión. Nuestros jefes políticos quieren saber en qué están pensando los líderes de Alemania Oriental ahora mismo, no lo que pensarán de aquí a un año. Así que, en cuanto lo atrapemos, nos lo llevamos a Estados Unidos para sacarle toda la información que podamos.

– ¿Se han olvidando de la esposa de Mielke? ¿Gertrude, no? ¿No tienen un hijo? ¿Frank? Seguramente no querrá dejarlos.

– No los hemos olvidado en absoluto -explicó Scheuer-. Pero yo diría que Erich sí. Según lo que sabemos de él, no es uno de esos tipos con sentimientos. Además, siempre puede solicitar que vengan a Occidente. No hay una pared que les impida hacerlo.

– ¿Y qué pasaría si no quisiera desertar?

– Bien… En ese caso, mala suerte.

– ¿Lo secuestrarían?

– No es ésa la palabra que utilizamos -me explicó Scheuer-. La Constitución norteamericana permite algunas excepciones políticas a las normas legales del proceso de extradición. Pero dudo que nada de esto tenga mucha importancia. Tan pronto como nos vea a nosotros cuatro, sabrá que el juego ha terminado y que no tiene elección.

– ¿Y cuándo se lo lleven? ¿Entonces qué?

Scheuer sonrió.

– Ni siquiera quiero pensar en eso hasta que lo hayamos atrapado, Günther. Mielke es la gran ballena blanca para la CIA en Alemania. Si lo pescamos, tendremos aceite suficiente para quemar en nuestras lámparas para saber qué estamos haciendo en este país durante muchos años. Quizá la Stasi nunca se recupere de un golpe como éste. Incluso podría ayudarnos a ganar la Guerra Fría.

– Tiene toda la razón -afirmó Hamer-. Mielke es la pieza clave. Hay muy poco que ese cabrón no sepa de los planes comunistas en Alemania. ¿Invadirla? ¿Quedarse en su lado de la cerca? ¿Hasta qué punto están preparados para defender el terreno que ya han ganado? ¿Hasta qué punto es independiente de Moscú el gobierno de Alemania Oriental?

Frei me palmeó en un hombro con un gesto amistoso.

– Günther, viejo amigo, ayúdenos a capturar a ese cabrón y habrá solucionado el resto de su vida, ¿me oye? Cuando Ike acabe de darle las gracias, se sentirá más americano que nosotros, amigo.

Hamer frunció el entrecejo.

– ¿No crees que ya va siendo hora de que Günther consiga más información de su amiga? ¿Mielke viene los fines de semana? ¿Viene a principios o a finales de mes? Podríamos estar en aquel apartamento durante semanas esperando a que ese maldito boche se presente.

Pero Scheuer sacudía la cabeza.

– No, es mejor que dejemos las cosas como están. Además, creo que Günther ya ha rebasado los límites de su amistad con esa señora. Si sigue haciéndole preguntas sobre Mielke, es probable que ella comience a preguntarse quién le interesa más, si ella o él. No quiero que se ponga celosa. Las mujeres celosas hacen cosas imprevisibles.

Se acercó a la ventana del piso franco, apartó la cortina blanca y gris y miró a la calle mientras una ambulancia pasaba por la Bendlerstrasse en dirección al hospital, con la sirena sonando furiosa.

– Eso me recuerda una cosa -dijo Scheuer. Se volvió para mirar a Frei-. ¿Has conseguido la ambulancia?

– Sí.

– No es para nosotros. -Scheuer me miró-. Es para el paquete.

– Se refiere a Mielke.

– Así es. De ahora en adelante no volveremos a usar ese nombre. No hasta que lo tengamos en un ala privada del hospital del ejército norteamericano en Lichterfelde.

– Supongo que a él también le inyectarán tiopental sódico.

– Sólo si nos vemos obligados a hacerlo.

– No es que esté racionado -señaló Frei.

Hamer se rió.

– Al menos para nosotros.

– Por cierto -dije-, siéntanse libres de pagarme cualquiera de estos días.

– Ya recibirá su sucio dinero -contestó Hamer.

– Eso ya lo he oído antes -Dirigí una sonrisa sarcástica hacia Hamer y después miré a Scheuer-. Oiga, lo único que pido es ver una carta de esos bancos suizos que le tratan a uno como si fuera un número. Sólo quiero lo que es mío.

– ¿Cómo lo consiguió? -preguntó Hamer.

– Eso no es de su incumbencia, Hamer. Pero, ya que lo pregunta con tanta cortesía, le diré que lo gané jugando. En La Habana. Puede pagarme los veinticinco mil como una gratificación, siempre y cuando recoja el paquete.

– En el juego. Sí, claro.

– Cuando me detuvieron en Cuba, tenía un recibo que lo demostraba.

– También las SS, cuando robaron a los judíos -afirmó Hamer.

– Si está sugiriendo que es así como conseguí el dinero, se equivoca. De la misma manera en que está equivocado en casi todo lo demás, Hamer.

– Recibirá su dinero -dijo Scheuer-. No se preocupe. Todo está controlado.

Asentí, no porque le creyese, sino porque quería que él creyese que era el dinero lo que me motivaba a actuar, cuando en realidad no era así. Ya no. Estrujé el caballo negro en el bolsillo de mi pantalón y decidí imitar su movimiento en el tablero. Desplazarme en oblicuo a un lado antes de saltar dos casillas hacia adelante. En una posición cerrada, ¿qué otra cosa podía hacer?

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