25

ALEMANIA, 1946

– Lo sabías desde el principio.

– Hubo momentos en que no lo sabía. La última vez que te vi, Erich, te parecías a mí.

Por un momento Mielke mostró una expresión grave, como si estuviese recordando alguna cosa.

– Malditos franceses -dijo-. Para mí eran tan malos como los nazis. Todavía se me atraviesa en la garganta que hayan conseguido ser una de las cuatro potencias ocupantes de Berlín. ¿Qué han hecho para derrotar a los fascistas? Nada.

– Al menos estamos de acuerdo en algo.

– En Le Vernet me sacaste las castañas del fuego por segunda vez. ¿Por qué lo hiciste?

Me encogí de hombros.

– En aquel momento me pareció una buena idea.

– No, eso no me vale -dijo con firmeza-. Dímelo. Quiero saberlo. Ibas vestido como un oficial de la Gestapo, pero no te comportaste como tal. No lo entendí entonces y sigo sin entenderlo ahora.

– Entre tú, yo y estas cuatro paredes, Erich, me temo que la Gestapo era una banda muy mala. -Le relaté los asesinatos cometidos por el comandante Bomelburg y las tropas de las SS en la carretera a Lourdes-. Verás, una cosa es detener a un hombre para que lo sometan a juicio. Y otra muy diferente es fusilarlo en una zanja al lado de una carretera. Tuviste la suerte de que fuésemos primero al campo de Gurs; de lo contrario podrían haberte fusilado a ti mientras intentabas escapar. Pero después lo que he visto hacer a tus amigos del MVD, pienso que es probable que te lo merecieses. Las ratas siempre son ratas, ya sean grises, negras o marrones. Sólo que yo no estaba hecho para ser una rata.

– Quizás una rata blanca, ¿eh?

– Quizá.

Mielke arrojó un paquete de Belomorkanal sobre la mesa.

– Ten. Yo no fumo pero traje éstos para ti. -Arrojó unas cerillas junto a los cigarrillos-. En mi opinión fumar es malo para tu salud.

– Mi salud tiene cosas más importantes de las que preocuparse. -Encendí uno y fumé alegremente-. Pero quizá no sepas que los cigarrillos rusos son mejor para tu salud que los americanos.

– Oh, ¿por qué?

– Porque tienen muy poco tabaco. Cuatro buenas caladas y se han acabado.

Mielke sonrió.

– Ya que hablamos de tu salud, no creo que este lugar sea muy sano para ti. Si te quedas aquí el tiempo suficiente es probable que acabes con dos cabezas. En mi opinión, sería un desperdicio. -Dio la vuelta a la mesa y se sentó en una esquina, y balanceó una de sus lustrosas botas de montar con despreocupación-. ¿Sabes?, cuando estuve en Rusia aprendí a cuidar de mi salud. Incluso gané la medalla deportiva de la Unión Soviética. Vivía en una ciudad pequeña en las afueras de Moscú llamada Krasnogorsk, y solía ir a cazar los fines de semana en una finca que una vez había sido propiedad de la familia Yussupov. El príncipe Yussupov era uno de aquellos aristócratas que asesinaron a Rasputín. Contaron muchísimas tonterías sobre la muerte de Rasputín. Que tuvieron que matarle tres o cuatro veces antes de que muriese de verdad. Que lo envenenaron, le dispararon, lo golpearon hasta la muerte y después lo ahogaron. De hecho, todo aquello se lo inventaron sólo para que su fútil cometido pareciese más heroico. El príncipe ni siquiera participó en el hecho.

La verdad es que Rasputín recibió un disparo en la frente, efectuado por un miembro del servicio secreto británico. Menciono esto para dejar claro que un hombre, incluso un hombre fuerte como Rasputín o quizá como tú, puede sobrevivir a casi todo excepto a que le maten. Tú, amigo mío, morirás aquí. Lo sabes. Yo también lo sé. Quizás acabarás envenenado por la uraninita. Quizá te disparen cuando intentes escapar. O morirás ahogado cuando la mina se inunde, como creo que algunas veces pasa. Pero no tiene por qué ser así. Quiero ayudarte, Günther. De verdad que sí. Pero necesito que confíes en mí.

– Soy todo oídos, Erich. Sólo dos, según el último recuento.

– Ambos sabemos que serías un muy pobre oficial en el Quinto Comisariado. Primero, tendrías que asistir a la escuela antifascista en Krasnogorsk. Para la reeducación. Para convertirte en un creyente. Desde nuestro único encuentro y por todo lo que he leído sobre ti, Günther, estoy convencido de que sería una pérdida de tiempo intentar convertirte al comunismo. Sin embargo, todavía queda una manera de salir de aquí. Ofrecerte como voluntario para el K-5 y la reeducación.

– Es verdad, he descuidado un tanto mi lectura en los últimos tiempos, pero…

– Como es natural, sólo sería una cortina de humo para organizar tu fuga.

– Como es natural. Supongo que no hay ninguna probabilidad de que me disparen a través de esa cortina de humo.

– Existe la posibilidad de que nos disparen a los dos, si te interesa saberlo. Me estoy jugando el cuello por ti, Günther. Espero que lo valores. Durante los últimos diez o doce años me he convertido en un experto en salvar mi propio pellejo. Imagino que es algo que tenemos en común. En cualquier caso, no es algo que haya decidido a la ligera.

– ¿Por qué hacerlo? ¿Por qué correr ese riesgo? Creo que no lo veo de la misma manera que tú.

– ¿Crees que eres la única rata que no está hecha para esto? ¿Crees que un oficial de la Gestapo es el único hombre que puede desarrollar una conciencia?

– Yo nunca fui un creyente. Pero tú… tú creías en todo, Erich.

– Es verdad. Creía. Ciegamente. Es por eso que me sorprendió tanto descubrir que la lealtad al partido no cuenta para nada, y que te lo pueden arrebatar todo de un plumazo.

– ¿Por qué harían eso contigo, Erich?

– Todos tenemos nuestros pequeños secretos, ésa es la razón -dijo Mielke.

– No, eso no me vale -dije, imitando sus anteriores palabras-. Dímelo. Quiero saberlo. Entonces quizá confíe en ti.

Mielke se levantó y caminó por la habitación con los brazos cruzados mientras pensaba. Al cabo de un rato asintió.

– ¿Alguna vez te preguntaste qué fue de mí después de Le Vernet?

– Sí. Le dije a Heydrich que te habías alistado en la Legión Extranjera. No estoy seguro de que me creyera.

– Estuve internado en Le Vernet durante otros tres años después que tu me localizaras en 1940. ¿Puedes imaginártelo? Tres años en el infierno. Bueno, quizá sí, ahora supongo que puedes. Me hacía pasar por un germano-letón llamado Richard Hebel. Entonces, en diciembre de 1943, me enrolaron como trabajador en el Ministerio de Armamentos y Producción de Guerra de Speer. Me convertí en lo que antes se conocía como un trabajador Todt. En realidad, yo y miles de nosotros fuimos trabajadores esclavos para los nazis. Yo era leñador en el bosque de las Ardenas, y suministrábamos combustible para el ejército alemán. Allí se formó el hombre que ves ahora. Estos son los hombros de un leñador. En cualquier caso, seguí siendo un supuesto voluntario que trabajaba doce horas al día hasta el final de la guerra, cuando conseguí volver a Berlín y entrar en el cuartel general del recién legalizado KPD en Postdamer Platz, para ofrecer mis servicios al partido. Fui muy afortunado. Encontré a alguien que me dijo que mintiese sobre lo que había hecho durante la guerra. Me aconsejó que dijese que no había estado prisionero, y que nunca había sido un trabajador voluntario al servicio de los nazis.

Mielke frunció el entrecejo, como un oso que de pronto se diera cuenta de que le había picado una abeja. Sacudió la cabeza.

– No tenía ningún sentido para mí. Después de todo, no era culpa mía que me hubieran forzado a trabajar para los nazis. Pero me dijeron que el partido no lo vería de esa manera. Contra todos mis instintos, que eran tener fe en el camarada Stalin y el partido, decidí confiar en ese hombre. Su nombre era Víctor Dietrich. Así que les dije que había estado oculto en España y después había combatido con los guerrilleros franceses. Fue muy oportuno que lo dijese, porque sin el consejo de Dietrich mi sinceridad hubiese sido fatal. Verás, en agosto de 1941, el camarada Stalin, como Comisario del Pueblo para la Defensa, había dado una orden infame -la orden número setenta y dos- que en esencia decía que no existían prisioneros de guerra soviéticos, sólo traidores. -Mielke se encogió de hombros-. De casi dos millones de hombres y mujeres que regresaron de las cárceles de Alemania y Francia a la Unión Soviética y a sus zonas de control -quizá muchos de ellos leales miembros del partido-, la mayoría fueron ejecutados o enviados a campos de trabajo durante diez o veinte años. Entre ellos mi propio hermano. Es por eso que ya no creo en nada, Günther. Porque en cualquier momento mi pasado me puede alcanzar y podría estar donde tú estás ahora.

»Pero yo quiero un futuro. Algo concreto. ¿Acaso es tan raro? Estoy saliendo con una mujer. Su nombre es Gertrud. Es modista, en Berlín. Mi madre también era modista. ¿Lo sabías? En cualquier caso, me gusta la idea de que podamos tener una vida juntos. No sé por qué te estoy contando todo esto. No tengo que justificarme por ayudarte, desde luego. Me salvaste la vida. En dos ocasiones. ¿Qué clase de hombre sería si lo olvidara?

Permanecí en silencio unos momentos. Vi que su rostro se oscurecía por la impaciencia.

– ¿Quieres mi ayuda o no, maldita sea?

– ¿Cómo va a pasar? -pregunté-. Me gustaría saberlo. Si voy a poner mi alma en tus manos, no te puede sorprender que quiera comprobar si tienes las uñas limpias.

– Hablas como un auténtico berlinés. Me parece justo. Veamos. La Escuela Antifascista Central está en Krasnogorsk. Todos los meses les enviamos un cargamento de nazis en un avión desde Berlín para la reeducación. Ahora hay allí bastantes de ellos. Miembros del Comité Nacional por una Alemania Libre, se llaman a sí mismos. El mariscal de campo Paulus es uno de ellos. ¿Lo sabías?

– ¿Paulus, un colaborador?

– Desde Stalingrado. También está Von Seydlitz-Kurzbach. Por supuesto, recordarás sus transmisiones de propaganda en Königsberg. Sí, tenemos allí a toda una pequeña colonia alemana. Un hogar nazi lejos del hogar. Una vez que subas al avión a Krasnogorsk desde Berlín, no hay manera de escapar. Pero durante el trayecto en tren desde aquí a Berlín, o mejor dicho, desde aquí a Zwickau, sí que podrías fugarte. Piénsalo. Desde este campo a la zona de ocupación americana hay menos de sesenta kilómetros. Si mi amiga Gertrud no estuviese en Berlín Oriental, quizá me sentiría tentado de ir contigo. Por lo tanto, lo que te propongo es esto: informaré al comandante Weltz de que te he convencido de que cambies de opinión. Que estás preparado para la reeducación en la Escuela Antifascista. Él hablará con el comandante del campo, que te sacará del pozo y te devolverá a la clasificación. Por lo demás, todo continuará igual hasta el día en que dejes este lugar, cuando se te entregue un uniforme limpio y unas botas nuevas para que te vistas y calces. Por cierto, ¿qué número de botas calzas?

– Cuarenta y seis.

Mielke se encogió de hombros.

– El peso de un hombre puede cambiar mucho, pero sus pies siempre continúan siendo del mismo tamaño. Habrá un arma en el interior de la caña de una de las botas. Algunos documentos y una llave para tus esposas. Lo más probable es que te acompañe en tu viaje aquel joven teniente del MVD y un starshina ruso. Pero alerta.

No se rendirán fácilmente. La penalidad por permitir que un pleni escape es ocupar el lugar del prisionero en el campo de trabajo. Lo más probables es que tengas que usar el arma y matarlos a los dos. Pero eso no debería ser un problema para ti. El tren no será como los otros trenes de convictos en los que has viajado. Ocuparás un compartimiento. Tan pronto como estéis en marcha, pide que te dejen ir al baño. Y sal disparando. El resto te corresponde decidirlo a ti. Lo mejor sería que escogieses el uniforme de uno de tus escoltas. Dado que hablas ruso, no tendrás problemas. Salta del tren y dirígete siempre hacia el Oeste, por supuesto. Si te atrapan lo negaré todo, así que, por favor, evítame la vergüenza. Si te torturan, échale la culpa al comandante Weltz. De todas maneras nunca me cayó bien.

La absoluta falta de piedad de Erich Mielke me hizo sonreír.

– Sólo hay un problema -señalé-. Los otros plenis. Mis camaradas. Creerán que me he vendido.

– La mayoría de ellos son nazis. ¿De verdad te importa lo que piensen?

– Jamás hubiera creído que fuese así. Pero, por curioso que parezca, sí que me importa.

– Se enterarán de tu fuga en seguida. Esas noticias se difunden rápido. Sobre todo si aquel comandante es el responsable. Me aseguraré de que lo sea. Hay una cosa más. Cuando llegues a la zona americana, quiero que me hagas un favor. Quiero que vayas a una dirección en Berlín y que le entregues una suma de dinero a alguien que conozco. Una mujer a la que tú también conociste. Es probable que no la recuerdes, pero la acompañaste en tu coche el mismo día que me salvaste de aquellos tipos de las SA.

– No querría que esto de ayudarte se convirtiese en una costumbre, Erich. Pero por supuesto que lo haré. ¿Por qué no?


No tenía manera de saber cuánto de lo que me había dicho Erich Mielke era verdad o mentira. Desde luego, tenía razón en que si me quedaba en el campo de Johanngeorgenstadt lo más probable es que acabase muerto. Lo que Mielke no sabía, cuando me ofreció esa vía para fugarme, era que ya estaba casi dispuesto a tirar la toalla y unirme al K-5 con la esperanza de que quizá, mucho más tarde, después de convertirme en un buen comunista, se me presentaría la ocasión de escapar.

Casi inmediatamente después de mi entrevista con Mielke, tal como me había prometido, fui devuelto al equipo de clasificación del mineral. Esto provocó algunas sospechas de que había aceptado colaborar con los comunistas alemanes y fui sometido a un interrogatorio por el general Krause y su adjunto, un comandante de las SS llamado Dunst; sin embargo, parecieron aceptar mis afirmaciones de que seguía siendo «leal a Alemania», significase lo que significase esa expresión. A medida que pasaban los días, sus sospechas comenzaron a disminuir. No tenía idea de cuándo me llamarían a la oficina para entregarme mi uniforme limpio y las fundamentales botas, y a medida que pasaba el tiempo, comencé a preguntarme si Mielke no me había engañado, e incluso si no lo habrían arrestado. Entonces, un frío día de primavera, me ordenaron que fuese a las duchas, donde me permitieron lavarme y me dieron otro uniforme. Lo habían hervido y le quitaron todas las insignias y escudos, pero después de mis asquerosas prendas, me parecía un traje hecho a medida por Holters. El pleni que me lo dio era un besprisorni ruso: un niño huérfano educado en un campo de trabajo soviético y considerado por los «azules» como un prisionero de confianza que no necesitaba ser vigilado. También me entregó las botas, hechas de suave cuero de buena calidad, y después montó guardia por mí.

El dinero estaba en rublos, y en un sobre dirigido a la amiga de Mielke había varios centenares de dólares. Los documentos incluían un pase rosa, una cartilla de racionamiento, un permiso de viaje y un documento de identidad alemán; era todo lo que necesitaba si era detenido en el camino a Nuremberg, en la zona americana. Había también una llave diminuta para las esposas y un arma cargada casi tan pequeña como la llave: un Colt calibre 25 de seis tiros con un cañón de cinco centímetros. No era gran cosa como arma, aunque sí lo suficiente como para que te lo pensaras dos veces antes de enfrentarte a la persona que la empuñara. Se trataba de un arma de mujer, sin martillo, para que no se le enganchase en las medias.

Guardé los documentos y el dinero en el interior de las botas, y el arma en la cintura, y caminé hacia la puerta donde el teniente Rascher y un sargento de los «azules» me esperaban, tal como habían anunciado. El único problema era que el comandante Weltz también me esperaba. Matar a dos hombres ya iba a resultar difícil. Tres sería mucho más complicado. Pero ya no había vuelta atrás. Estaban junto a un Zim negro que parecía más americano que ruso. Me encontraba a medio camino cuando oí que alguien gritaba mi nombre. Me volví y vi a Bingel, que me hacía un gesto.

– Has firmado el pacto de sangre, ¿no es así, Günther? -preguntó-. Tu alma. Espero que te hayan pagado un buen precio por ella, cabrón. Sólo espero vivir lo suficiente para tener la oportunidad de enviarte al infierno yo mismo.

Me sentí muy deprimido al oírlo, pero seguí caminando hasta el coche y tendí las muñecas para que me pusieran las esposas. Entramos y el Zim arrancó.

– ¿Qué le dijo aquel hombre? -preguntó Rascher.

– Me deseó suerte.

– ¿De verdad?

– No, pero reconozco que puedo vivir con ello.

En la pequeña estación de trenes de Johanngeorgenstadt esperaba un tren. La locomotora de vapor era negra con una estrella roja en el morro, como si fuera una máquina del infierno, lo cual, en estas circunstancias parecía muy adecuado. No podía librarme de la sensación de que, pese que planeaba escapar, estaba haciendo algo vergonzoso. Me sentía casi peor que si de verdad hubiese tenido la intención de unirme al Quinto Comisariado.

Subimos los cuatro a un vagón que tenía un cartel con las palabras «a Berlín», escritas con tiza en caracteres cirílicos. Era todo para nosotros. El tren no tenía pasillo central. Todos los coches estaban separados, así que adiós a salir del lavabo disparando. Los demás vagones estaban llenos de soldados del Ejército Rojo que iban a Dresde, y eso aún complicaba más las cosas.

Nuestro propio sargento ruso sudaba y parecía nervioso, y antes de que subiese al tren detrás de mí vi que se persignaba. Me pareció extraño, porque en las zonas soviéticas, viajar en tren no era muy arriesgado. En cambio los dos oficiales del MVD alemanes parecían tranquilos y relajados. Después de sentarnos y mientras esperábamos a que el tren se pusiera en marcha le pregunté al starshina si hablaba alemán. Sacudió la cabeza.

– Creo que este tipo es ucraniano -comentó el comandante Weltz-. No habla ni una palabra de alemán.

El «iván» encendió un cigarrillo y miró a través de la ventanilla para evitar mi mirada.

– Es un hijo de puta horroroso, ¿no? -dije-. Imagino que su madre tuvo que ser una puta, como todas las mujeres ucranianas.

El «iván» ni siquiera parpadeó.

– Vale -añadí-. De verdad creo que no habla alemán. Por lo tanto, quizá podamos hablar tranquilamente.

Weltz frunció el entrecejo.

– ¿Qué demonios quiere decir?

– Escuche, señor. Nuestras vidas dependen de que ahora podamos confiar los unos en los otros. Los tres alemanes. No le mire. ¿Qué sabe de nuestro maloliente amigo?

El comandante miró al teniente, y éste sacudió la cabeza.

– Nada en absoluto. ¿Por qué?

– ¿Nada?

– Lo destinaron al campo en Johanngeorgenstadt hace pocos días -explicó el teniente Rascher-. Desde Berlín. Es todo lo que sé de él.

– ¿Y está de regreso?

– ¿De qué va esto, Günther? -preguntó Weltz.

– Hay algo en él que no termina de cuadrarme -respondí-. No. No le mire. Pero está nervioso, y no debería estarlo. Le he visto persignarse hace un minuto.

– No sé a qué se cree que está jugando, Günther, pero…

– Cállese y escuche. Fui oficial de inteligencia. Antes trabajé para la Oficina de Crímenes de Guerra en Berlín. Uno de los crímenes que investigamos fue la matanza de veintiséis mil oficiales polacos, cuatro mil de ellos en un lugar que no voy a mencionar por si acaso este perro para las orejas. Todos fueron asesinados y enterrados en un claro de un bosque por la NKVD.

– Ya, eso es una tontería -insistió el comandante-. Todos saben que fueron las SS.

– Oiga, es vital que crea que no los mataron los SS. Lo sé. Vi los cuerpos. Mire, este hombre, este Azul sentado junto a nosotros, lleva varias medallas en el pecho, una de ellas es la Orden de Mérito al Trabajador de la NKVD. Como le dije, fui oficial de inteligencia. Resulta que sé que esta medalla fue creada por el Consejo de Comisarios del Pueblo de la URSS -en otras palabras, el Tío José en persona- en octubre de 1940, como un agradecimiento especial a todos los que participaron en la matanza en abril de aquel mismo año.

El comandante chasqueó la lengua y movió los ojos en un gesto de exasperación. Fuera de nuestro compartimiento el jefe de estación sopló el silbato y la locomotora soltó una sonora nube de vapor.

– ¿Adónde quiere ir a parar con esta conversación?

– ¿No lo entiende? Es un asesino. No me importaría apostar a que el camarada general Mielke lo haya colocado en este tren para asesinarnos a nosotros tres.

El tren se puso en marcha.

– Eso es ridículo -afirmó Weltz-. Mire, si éste es el comienzo de una intentona de fuga, es bastante torpe. Todos saben que aquellos polacos fueron asesinados por los fascistas.

– Querrá decir todos excepto «todos» en Polonia -respondí-. No hay muchas dudas de quién fue el responsable. Si no me cree, entonces quizá crea esto: Mielke ya le ha dado por el culo, comandante. Me dio un arma que debo utilizar para fugarme. Sin embargo, me jugaría la vida a que el arma no funcionará.

– ¿Por qué el camarada general iba a hacer semejante cosa? -preguntó Weltz, y sacudió la cabeza-. No tiene ningún sentido.

– Tendría mucho sentido si conociera a Mielke tan bien como yo. Creo que quiere verme muerto por lo que podría contar sobre él. Y con toda probabilidad quiere verles a ustedes dos muertos, por si acaso ya lo he hecho.

– No nos haría ningún daño comprobar si está diciendo la verdad sobre el arma, señor -intervino el teniente Rascher.

– Muy bien. Levántese, Günther.

Me quedé donde estaba y miré rápidamente al sargento ruso. Tenía un gran bigote estilo Stalin y una única ceja, la nariz era grande y roja, casi cómica; las orejas tenían más pelo que las de un jabalí.

– Si me cachea, comandante, el «iván» se dará cuenta de que algo no va bien y sacará el arma. Y si lo hace, será demasiado tarde para nosotros.

– ¿Qué pasaría si Günther estuviera en lo cierto, señor? -dijo el teniente Rascher-. No sabemos nada de este tipo.

– Le he dado una orden, Günther. Haga lo que le he dicho.

El comandante ya estaba abriendo la funda de su Nagan. Aún no estaba claro si iba a apuntar el arma contra mí o contra el starshina del MVD, pero el «iván» lo vio y su mirada se cruzó con la mía; y entonces vio en mis ojos lo que antes había visto yo en los suyos: una capacidad letal. Alargó la mano para desenfundar su propio revólver, y esto hizo que el teniente Rascher abandonase la idea de cachearme y empuñara el suyo.

Aunque iba esposado y no tuve tiempo de decidir si el comandante estaba conmigo o no, moví mis puños hacia el «iván» como si tratara de golpear una pelota de golf y conseguí alcanzar su cabeza porcina. El golpe lo hizo caer al suelo, entre las dos hileras de asientos, pero el enorme treinta y ocho ya estaba en su puño grasiento.

Alguien más disparó y el cristal de la puerta del compartimiento quedó destrozado. Una fracción de segundo más tarde, el «iván» respondió. Sentí la bala silbar junto a mi cabeza y golpear en algo o en alguien detrás de mí. Le di un puntapié en la cara al ruso y cuando me giré vi al comandante muerto en el asiento y al teniente apuntando su revólver con las dos manos, pero todavía titubeando en apretar el gatillo como si nunca le hubiese disparado a nadie.

– ¡Dispárele, maldito idiota! -grité.

Pero mientras yo hablaba, el ucraniano, más experimentado, efectuó otro disparo que perforó la frente del joven alemán con una definitiva señal roja de stop.

Apreté los dientes y golpeé el rostro del ruso con el tacón de mi bota, y seguí pisoteándolo como si estuviese aplastando un gusano. Un último puntapié le alcanzó debajo de la mandíbula y sentí que algo cedía. Pisé de nuevo y su garganta pareció hundirse bajo la fuerza de mi bota. Soltó un sonido ahogado, interrumpido por mi siguiente puntapié, y dejó de moverse. Me desplomé en el asiento del compartimiento y contemplé la escena.

Rascher estaba muerto. Weltz estaba muerto. No necesitaba tomarles el pulso para saberlo. El rostro de un hombre muerto de un disparo muestra una expresión que es una mezcla de sorpresa y reposo; como si alguien hubiese detenido la película en la mitad de la gran escena de un actor, con la boca abierta y los ojos entrecerrados. Pero además de eso, sus sesos, y lo que hubieran estado pensando, estaban desparramados por el suelo.

El starshina del MVD soltó un largo y lento gorgoteo. Me afirmé contra el movimiento del vagón y le pegué con fuerza -con toda la fuerza que pude- en un costado de la cabeza. Ya había habido bastantes tiros por un día. Mis oídos todavía me zumbaban por los disparos y el compartimiento olía muy fuerte a cordita. Pero no era eso lo que me molestaba. Desde la batalla de Konigsberg, eso ya no me preocupaba, y mi mente interpretaba el campanilleo de mis oídos como una señal de alarma y una llamada a la acción. Si conservaba la tranquilidad, aún podía conseguir fugarme. En otras circunstancias me habría dejado llevar por el pánico; habría saltado del tren para tratar de llegar a la zona americana, tal como había planeado; pero se me estaba ocurriendo un plan mejor; todo dependía de que actuase deprisa, antes de que la sangre que se extendía por el suelo lo echara a perder.

Los oficiales alemanes del MVD llevaban equipaje. Abrí las maletas y vi que los dos hombres habían traído una gimnasterka de recambio. Esto me iría muy bien, porque había mucha sangre en sus ropas, aunque los pantalones azules estaban limpios. Primero les vacié los bolsillos y les quité las condecoraciones, las charreteras azules y los cinturones cruzados portupeya. Luego les quité las casacas y les envolví las cabezas destrozadas con un grueso paño para restañar la sangre. El cráneo de Weltz era como una bolsa llena de canicas.

Tienes que ser un cierto tipo de persona para limpiar con eficacia el escenario de un asesinato, y nadie es capaz de hacerlo mejor que un poli. Tal vez mi plan no funcionaría, quizá me atraparían, pero aquellos dos alemanes tenían un problema mayor que el mío. Estaban tan muertos como el Weimar.

Les quité las botas, desabroché las perneras de los pantalones de montar azules y se los quité. Dejé los dos pares colocados en la red del equipaje, bien apartados de lo que iba a hacer a continuación. Hubiese sido un error abrir la puerta del compartimiento. Un soldado del Ejército Rojo en cualquiera de los otros compartimientos podría haberme visto hacerlo. Así que bajé la ventanilla, balanceé el cuerpo desnudo del comandante sobre el borde y esperé a que entráramos en un túnel. Tuve la suerte de que viajábamos a través de las montañas Erzgebirge. Hay muchos túneles en la línea del ferrocarril que atraviesa las montañas Erzgebirge.

Después de arrojar los cuerpos de los dos alemanes por la ventanilla estaba exhausto, pero el trabajo en la mina me había dado la capacidad de ir más allá de los límites de mi propio cansancio, por no hablar de la fuerte musculatura en los brazos y hombros, y en este aspecto también podía considerar que tuve suerte. Además, debería añadir que en esos momentos estaba desesperado.

No estaba seguro de que el ucraniano estuviera muerto, pero tampoco me importaba. Su insignia de asesino de la NKVD no me inspiraba la menor simpatía. En sus bolsillos encontré algo de dinero -mucho dinero- y, más interesante, un trozo de papel con una dirección escrita en caracteres cirílicos; era la misma dirección que aparecía en el sobre que Mielke me había dado para su amiga. Deduje que, después de matarme, mi asesino tenía órdenes de entregar él mismo el sobre lleno de dólares. El sobre había sido un bonito detalle para reducir mis temores a que Mielke me traicionara. Después de todo, ¿por qué le iba a dar un sobre lleno de dinero a un hombre a quien pensaba asesinar? También había un documento de identidad que decía que el nombre del ucraniano era Vasili Karpovich Lebyediev; estaba destinado en el cuartel general del MVD en Berlín, en Karlshorst, un edificio que recordaba una casa de colonias con una pista de carreras. No trabajaba para el MVD sino para el Ministerio de Fuerzas Militares -el MFM- fuera lo que fuese eso. El revólver Nagan que aún empuñaba su mano aparentemente muerta había sido fabricado en 1937 y se mantenía en muy buen estado. Me pregunté cuántas víctimas inocentes habría matado. Por esa razón, sentí un cierto placer al arrojar su cuerpo desnudo por la ventanilla del compartimiento. Fue como un acto de justicia.

Utilicé la casaca del «iván» y mi viejo uniforme para limpiar el suelo y las paredes de cualquier resto de sangre y sesos, y después los arrojé por la ventanilla. Metí los pedazos de cristal y las condecoraciones en la gorra del ruso y la arrojé también por la ventanilla. Y cuando todo aquel escenario, excepto mi persona, adquirió un aspecto casi respetable, me vestí cuidadosamente con los pantalones azules del teniente -los del comandante me iban muy anchos de cintura- y su casaca de repuesto, y me preparé para enfrentarme a cualquier «iván» que pudiese subir al tren en Dresde. Estaba preparado para eso.

Para lo que no estaba preparado era para Dresde. El tren pasó junto a la ruinas de la catedral del siglo XVIII. Apenas si podía creer lo que veía. La cúpula en forma de campana había desaparecido. Y el resto de la ciudad no estaba mucho mejor. Dresde nunca había sido una ciudad importante ni tenía ningún interés estratégico, así que empecé a preocuparme por el estado en que podría haber quedado Berlín. ¿Quedaría algo de mi ciudad natal a mi regreso?

El sargento del Ejército Rojo que subió al vagón en Dresde y me pidió los papeles miró con una cierta sorpresa la ventanilla rota.

– ¿Qué ha pasado aquí? -preguntó.

– No lo sé, pero tuvo que ser alguna fiesta.

Sacudió la cabeza y frunció el entrecejo.

– Algunos jóvenes que ahora visten de uniforme no son más que koljozniks. Campesinos que no saben comportarse. La mitad de ellos nunca habían visto antes un tren de pasajeros, y mucho menos viajado en uno.

– No puede culparles por ello -dije con generosidad-. Ni por desahogarse un poco de vez en cuando, y más teniendo en cuenta lo que los fascistas hicieron en Rusia.

– Ahora mismo me preocupa más lo que han hecho en este tren. -Miró el documento de identidad del teniente Rascher y luego me miró a mí.

Respondí a su mirada con la máxima inocencia.

– Ha perdido un poco de peso desde que tomaron esta foto -inquirió él.

– Tiene razón. A duras penas me reconozco. Es lo que hace el tifus con un hombre. Ahora estoy de permiso, de vuelta a Berlín. He pasado seis semanas en el hospital.

El sargento retrocedió.

– No pasa nada -añadí-. Ya he superado lo peor. Lo pillé en el campo de prisioneros de guerra de Johanngeorgenstadt. Estaba plagado de moscas y piojos. -Comencé a rascarme para añadir un poco de efecto.

Me devolvió los documentos y se despidió con un gesto. Supuse que iría a lavarse las manos sin perder ni un segundo. Yo, en su lugar, lo hubiese hecho.

Me senté otra vez y abrí de nuevo la maleta del comandante. Había una botella de brandy Asbach a la que llevaba mirando con ganas toda la mañana. La abrí, bebí un trago y rebusqué entre sus cosas. Había varias prendas de ropa, unos cuantos cigarrillos, unos documentos y una primera edición de poemas de Georg Trakl. Siempre había admirado su obra y un poema en particular, En el frente oriental, que parecía muy adecuado para el momento, y sobre todo para el lugar. Todavía me lo sabía de memoria.


La peligrosa furia del Pueblo

Es como el órgano furioso de la tormenta invernal

La ola púrpura de la batalla,

Como las estrellas sin hojas.

Con las frentes rotas y brazos de plata,

La noche parpadea sobre los soldados moribundos

A la sombra de un fresno otoñal

Los fantasmas de los muertos suspiran

Una corona de espinas desierta rodea la ciudad.

Desde las estrellas sangrantes

La luna persigue a las mujeres horrorizadas

Los lobos salvajes entran por la puerta.

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